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El inicio de la relación entre Santiago Montero y Valeria Klimt marcó la etapa más solitaria de mi vida universitaria; la peor. Después de aquella mañana en que me terminó de contar el inicio de su relación con Valeria, Santiago Montero desapareció completamente de mi vida. O quizás no completamente, pero así lo sentí yo. Lo volví a ver algunas veces más en el campus, claro, siempre de la mano de Valeria, a veces sentado junto a ella en las bancas de la universidad, pero nunca más volvimos a estar solos y menos a salir juntos. Ahora sé, por supuesto, que pude acercarme más a ellos y no perder la compañía de mi amigo, pero la verdad es que comencé a distanciarme de ambos porque a la luz de las cosas que me empezaron a ocurrir sentí que lo que ellos vivían no solo no me correspondía sino que de alguna manera era algo así como una broma sucia y oscura para mí. En cierto momento los evité simplemente porque había decidido borrarme del mundo entero.

El noviazgo de Montero me hizo ver lo realmente solo que había estado antes de su llegada y lo desorientado que me encontraba respecto de mi vocación y del lugar que ocupaba en la realidad. Me empezaba a dar cuenta de esa situación, a aburrirme en clases que no me motivaban y a concentrarme en aquellos libros de la biblioteca que me ayudaban a esquivar una sensación constante de confusión cuando las cosas empezaron a ocurrir. O cuando empecé a ser consciente de ellas.

Porque de algún modo sabía claramente que las lesiones en mi rostro habían empezado mucho antes, desde los días finales del colegio, pero nunca habían sido tantas ni tan profundas como para convertirse en tema importante. Durante el tiempo en que me preparé para la universidad e ingresé a ella, y durante los primeros semestres de clases en la de Lima es muy probable que su presencia haya contribuido de una manera decisiva a mi timidez o haya mermado mi capacidad de relación con los demás, pero no al punto de explicar completamente mi reclusión ni mi malestar. Tenía muchas razones para no sentirme bien y el acné era tan solo un mal adolescente en el que no deseaba pensar demasiado, una molestia que aparecía por temporadas y que por lo demás remitía o parecía remitir con el uso puntual de algunas cremas que veía en televisión o incluso sin el uso de ellas. Muchas veces desaparecía cuando salía de situaciones estresantes como una tanda de exámenes finales o una entrega sucesiva de trabajos.

De modo que cuando los brotes empezaron a multiplicarse por encima de lo normal aquel mes de marzo en Proceso, atribuí todo a la tensión del trabajo al lado de Vegas, a las malas noches de cierre, a la falta de pagos de la revista o a los cigarrillos que consumía de manera compulsiva mientras escribía mis textos. Al principio se trató de marcas que aparecían en zonas específicas de mi rostro –la frente, el área alrededor de la boca, la nariz– y que podía llevar con mediana dignidad durante las comisiones de la revista o las salidas nocturnas al lado de Montero, pero luego empezaron a desplazarse de un modo sigiloso por las mejillas, los pómulos y la mandíbula. En algún momento empecé a sentirme algo más incómodo que de costumbre y comencé a rehuir un poco el contacto con la gente, pero internamente me seguía diciendo que el mal remitiría con el inicio de las clases. Para cuando estas empezaron y el estado de la enfermedad me había obligado a tomar unos antibióticos que tampoco hicieron efecto y las lesiones tomaron la frente, las orejas y el cuello, comencé a sospechar que estaba ante algo de veras irreversible. Y entonces temí lo peor. Hay un momento en la vida –lo supe entonces–, casi siempre en la adolescencia, en que descubres que de pronto hay ciertas cosas que solo te pasan a ti. Durante algunos años viví algo que era común a ciertas personas de mi edad y en los momentos de pesar me bastaba ubicarlas con la vista en distintos sitios, en buses, calles y esquinas, para saber que no era el único que padecía ese problema. Hubo un momento, sin embargo, en que las cosas se transformaron de tal forma que experimenté algo que no se correspondía con las vivencias de nadie en ningún lugar.

Me cuesta avanzar. No sé si pueda describir exactamente la gravedad que llegó a alcanzar mi mal y tampoco sé si es necesario hacerlo. En todo caso, sobre el proceso de transformación que tuve que atravesar ya escribí hace muchos años, y de una manera mucho más urgente, viva y desgarrada, en un cuento que fue el primero que hice en toda mi vida y el único que pude terminar con satisfacción hasta el inicio de este texto, un cuento sobre un chico humilde como yo que estudiaba a duras penas en una universidad que claramente era la Universidad de Lima y al que una enfermedad súbita y terrible lo convertía de buenas a primeras en un auténtico monstruo. Creo que si ahora me toca contar algo no es ya el proceso físico en sí sino lo que generó dentro de mí; lo que me llevó a ser quien soy y escribe estas líneas.

Todo ocurrió como en un extraño mareo del que no quedan casi evidencias reales, salvo las marcas de mi piel. Me veo en diferentes imágenes de ese sueño lechoso, en una caminando protegido bajo los aleros de la universidad para que no me dé el sol en la cara y los demás vean mi piel, en otra ingresando a los salones después del inicio de las clases y yéndome antes para evitar los saludos de la gente, o soportando la curiosidad de las personas que en la calle me miran de soslayo o de los cobradores o los guardianes que hacen esfuerzos sobrenaturales para concentrarse en la imagen de mi carnet universitario y no en mi rostro, o en momentos en que bajo los ojos al piso cuando los niños muy pequeños me observan asombrados por mucho tiempo y señalan mi cara sin pudor hasta que sus madres, incómodas, les bajan los dedos. Me veo sometido a absurdas limpiezas de cutis en las que un peluquero de mi barrio vestido de mujer y con el cabello mal pintado estruja con un ganchillo mis granos y los hace supurar a la fuerza y me veo regresando a mi casa de Santa Anita con rabia y cólera infinitas, el rostro ensangrentado y los ojos enrojecidos por el llanto.

Me veo solo. Y me veo también intentando luchar. Me veo hablando conmigo mismo a todas horas y me veo superando mi vergüenza y me veo yendo a la oficina de Salud de la Universidad de Lima para que un médico revise mi rostro bajo unos reflectores potentes y palpe mis heridas con sus guantes de cirugía, me diga que mi enfermedad tiene cura y me pregunte si tengo dinero y cuánto. Me veo en el departamento de contabilidad de Proceso, sentado en un mueble viejo, o en el interior de una oficina de techos altos del centro de Lima diciéndole a una secretaria apremiada que no me moveré de ese sitio hasta que me entreguen el cheque con el dinero que me deben del trabajo de verano. Me veo estúpidamente esperanzado con la plata en el bolsillo del pantalón caminando a casa, y luego con la receta en la mano esperando en la sala del único laboratorio de Lima donde venden la medicina que tiene nombre de raticida. Recuerdo perfectamente la caja que parecía una nave espacial y que contenía advertencias gravísimas, como si se tratara de un material radiactivo, y recuerdo las advertencias del médico sobre sus efectos colaterales –languidez, mareos y quizás hasta náuseas– y su voz que me explica cómo evolucionará el mal. La medicina «exacerbaría a niveles monstruosos» –esas fueron sus palabras– la sintomatología del mal. En algún momento, incluso, sería aconsejable que me dejara de mirar en el espejo.

Me vuelvo a ver solo. Me veo abocado a librar aquella batalla minuciosamente durante esos meses y me veo comprando la medicina cada vez con menos esperanza, llevándome la pastilla a la boca sin la menor fe y ganado por un enorme desaliento, y me veo sintiendo que el mal, lejos de remitir, se hace mayor y liquida los últimos espacios limpios de mi cara. Una mañana me veo a punto de perder la razón. Me estoy afeitando, o probando a afeitarme, y casi al empezar hiero algunas lesiones de mi rostro y hago estallar la sangre sobre mi piel y siento un dolor punzante debajo de mi cara. Un súbito ataque de cólera toma por completo el brazo que sostiene la navaja y viéndome allí, mi rostro arrasado por las lágrimas y mi piel devorada por el mal, tengo deseos reales de cortarme para siempre la cara. Son algunos segundos, quizás cinco o seis, durante los cuales una fuerza empuja mi mano hacia la piel lastrada y otra, seguro consciente de las consecuencias que ese acto tendrá sobre el futuro, la repele lejos de mí. En el cuento que escribiría a partir de esa experiencia al protagonista le sucedería algo parecido, solo que la escena jamás se muestra escénicamente; solo la reconstruye su padre, el mozo, por los detalles que la esposa le contó cuando oyó gritos de dolor en la habitación del baño y vio a su hijo tirado en el piso y cubierto por una emanación imparable de sangre y el rostro torcido de rabia y locura. El corte que se hizo fue tan profundo que la herida marcaría su vida para siempre, y lo convertiría en un vago primero y luego en un criminal. Yo, en cambio, dejo caer la navaja al suelo y luego me dejo caer, y sobre el frío piso del baño lloro como un niño durante varios minutos hasta la llegada de mi tía Laura, que de pronto me abraza como si fuera su hijo.

En algún momento decidí no solo no volverme a afeitar, sino jamás volver a mirarme en el espejo hasta el final de todo el proceso. Hay un momento, entonces, en que dejé de ver el grado de ensañamiento con que la enfermedad se aferró a mi rostro; solo pude intuirlo por las fiebres localizadas que empezaron a abrasar mi piel las últimas semanas del tratamiento y en las miradas conturbadas de algunas personas a las que no pude esquivar en aquellos días, entre ellas Santiago Montero. Lo veo un par de veces a mi lado, sobrepasado, haciendo esfuerzos por parecer natural hablando de sus clases, de los nuevos discos que había escuchado y me recomendaba o de sus actividades con Valeria mientras sabía perfectamente que ante aquello que se mostraba delante de sus ojos todos esos temas carecían del menor sentido. Santiago Montero. Nos veo hablándonos sin mirarnos, observando distintos espacios del campus excepto nuestros rostros, y solo algunas veces veo que depositamos la mirada en los ojos del otro para decirnos cosas que no podemos mencionar pero que me indican que él secretamente está cerca de mí. En algún momento me recuerdo despidiéndome rápidamente de él y yéndome apurado de la universidad con el deseo de haberle causado la menor incomodidad posible y tratando de contener las ganas de llorar.

Porque muchas veces lloré en el campus de la universidad, o en la calle, o camino a mi casa, o en los baños de las clases, y cuando eso pasaba sentía que volvía a los días del inicio de la universidad, cuando los ataques de miedo y de lástima me sobrevenían de buenas a primeras y me hacían sentir inmensamente vulnerable y de pronto imaginaba absurdos sueños en que me imponía sobre todas las cosas y me destinaba a fines heroicos e importantes. Pero luego volvía a la realidad.

Recuerdo también que por aquellos días empecé a sentir unas ganas inmensas de dormir. Lo hacía en una sola postura, como si estuviera momificado en el interior de un sarcófago muy apretado porque de otro modo sentiría dolor al rozarme con las almohadas o mancharía de sangre o de pus las sábanas; sin embargo, y pese a esa incomodidad, me encantaba dormir porque durante esas semanas soñaba mucho y de una manera muy nítida, y en todos esos sueños tenía la piel sana y lucía como un año antes, cuando llegué por primera vez a Proceso y escribía mis primeros textos y casi no tenía signos de la enfermedad. Eran sueños maravillosos al principio pero que luego se fueron tiñendo de una ligera angustia cuando ganaba de pronto conciencia, dentro del sueño, de estar soñando y de que me encontraba cerca del final de la fantasía y bajo la obligación de despertar y volver a la vida real. Recuerdo que cuando eso ocurría y era devuelto al mundo de las lesiones y el dolor localizado, me concentraba en olvidar que tenía un rostro y muchas veces me imaginaba a mí mismo como un hombre hecho sin materia. Me sentía desasido de mi cuerpo, experimentando la sensación física de que mis ojos eran las ventanas de una simple conciencia que se desplazaba por la universidad sin concreción alguna. Solo dos veces, recuerdo, me animé a comprobar que era un ser de materia y posé los dedos sobre mi piel: tuve la impresión de estar palpando la piel de un armadillo o la coraza de una tortuga.

Hasta que un día todo terminó y entonces desperté dos veces, o desperté de verdad. Fue una mañana que recuerdo a la perfección. Había abierto los ojos desde la posición rígida de siempre y cuando me levanté cuidadosamente comprobé que sobre mis almohadas había restos de piel, algo así como los vestigios de un tejido orgánico que ahora parecía fosilizado. No era un sueño, aunque durante unos segundos me lo pareció, y entonces me volví a tocar. No era un sueño. Recuerdo que corrí a la habitación de la tía Laura como si fuera un niño y la forcé a que pusiera las palmas de sus manos en mi cara: zonas enteras de mi piel se habían desgajado como si se tratara de una mascarilla y detrás de la materia muerta había aparecido una superficie lisa y distinta, aunque roja como la anterior. Lo comprobé cuando fui al baño y después de tantas semanas me miré frente al espejo. Desprendí con mis manos algunas placas que aún seguían adheridas a mi piel. Ese día, luego de casi dos meses, reconocí mis rasgos después de afeitarme nuevamente. Era finales de junio.

El médico me revisó con satisfacción y suspendió la medicación. Los efectos colaterales del Roacután se retiraron por completo durante las últimas semanas del semestre, de manera que pude preparar los exámenes bien y hacer los trabajos finales con el empeño necesario para mantener la beca. De pronto todos los esfuerzos tenían sentido, y aplicarme a ellos era algo que me interesaba hacer. Y si bien seguí permaneciendo solo y callado, acaso para no generar la impresión de inestabilidad frente a los demás, algo en mi interior y que no compartía con nadie se había modificado. Era nuevo y distinto, solo que no podía precisar de qué forma. Lo cierto es que entre clases, cerrando los trabajos de grupo y los individuales, casi siempre en momentos breves de distracción, empecé a ser objeto de una increíble excitación, un exceso de voluntad y un desborde inusual de confianza. Algo me empezó a arrojar hacia todas las cosas del mundo exterior y algo también me exaltaba. Así, uno de esos días, recordando al descuido aquel viejo poema que leí en el taller de Parra en el cual mi tío monologaba desde su posición de mozo, sentí que acudían a mí una serie de frases dichas por él en las que aparentemente se desarrollaba una historia que nos involucraba a ambos. No se trataba de un poema, sin duda. Era mi cabeza la que recibía todo eso desde un lugar secreto e incognoscible, pero a la vez seguro y cercano, y todo eso era una historia. Recuerdo los deseos impostergables que sentí de acabar ese semestre –el octavo de la universidad– para dedicarme finalmente a escribir un cuento. Porque eso iba a ser. Y yo lo sentía crecer dentro de mí como una estrella que ardía e iluminaba todo mi interior.

De manera que apenas salí a las vacaciones de medio año compré una ruma de papeles bulqui, me agencié un par de buenos lapiceros, acerqué al escritorio de mi habitación algunos diccionarios de mi tío Emilio y el tomo de enfermedades de la piel de una de sus enciclopedias médicas y de buenas a primeras, ciego y sumido por completo en un estado de creciente emoción, empecé a escribir las frases que había ido mejorando en mi cabeza los días anteriores y que ahora me animaba a bajar al vuelo sobre el papel. Lo que empezó a aparecer bajo el movimiento veloz de mi mano fue un mozo solitario, sin duda mi tío Emilio, que rumiaba un monólogo triste y frenético desde el umbral de la pizzería en la que trabajaba un domingo hasta las altas horas de una noche helada en Miraflores. ¿Por qué tío Emilio estaba allí?, me pregunté mientras leía lo que escribía. ¿A qué se debía que trabajara tanto y por culpa de quién?

Cuando terminé el primer párrafo de ese cuento aún sin nombre no tenía dudas de que la historia abordaría lo que había sido mi enfermedad y a la vez tocaría la relación que tenía, o que hubiera querido tener con mi tío Emilio si él hubiera sido, en efecto, mi padre. En las horas que pasé encerrado en mi casa, o caminando frenéticamente por los parques de mi barrio, supe que era por culpa del hijo que ese padre, mi padre, se encontraba en esa situación. De pronto aparecieron los otros elementos del relato, la historia de amor trunca con la adolescente que estudiaba en la universidad y se parecía a una de las amigas de Valeria Klimt, los veranos en que el padre y el hijo trabajaban juntos en la pizzería, el momento de la conversión que transforma al adolescente en un monstruo y la escena central en la que el protagonista se encuentra ante un momento similar al que yo viví en el baño de mi casa, y se corta el rostro para siempre y para transformarse en otro, en alguien que en definitiva no era yo pero que pude ser. Cuando aparecieron las posibilidades de una vida distinta a la mía, las líneas argumentales del relato se dispararon dentro de los papeles que iba acumulando a un lado de mi escritorio.

Lo que narré después del momento en que el protagonista se desfigura la cara y huye de la casa de su padre fue el duelo de este por la ausencia de un hijo al que no está en condiciones de ayudar, la espera infructuosa por su retorno, el vacío ante la soledad y la escena final en la que ambos finalmente comparecen.

Terminé una primera versión desaforada llena de borrones y tachones y al pasarla en limpio en otros papeles bulqui le agregué detalles nuevos del proceso de mutación del hijo, de la relación trunca con la chica y del trabajo del mozo como si se tratase del proceso de revelado detallado de una película. Sabía que algo estaba ocurriendo en ese momento conmigo pero era incapaz de adivinarlo. Ahora sé que por primera vez estaba haciendo algo completamente nuevo: me estaba mirando a mí mismo desde los ojos de otro y estaba sintiendo compasión por aquello que hubiera podido ser, y también por aquello que había sido. Estaba convirtiendo algo terrible de mi pasado en algo valioso. De pronto estaba llorando de pena por aquello que me tocó vivir y también me estaba parando a aplaudir o a bailar en medio de mi habitación, allí donde el dolor se había convertido en acciones narradas con pulso y vértigo y que en ese momento, al menos a mí, me sonaban espléndidas. Era yo nuevamente solo, pero esta vez feliz.

En los días siguientes me aboqué a esa única tarea con toda la seriedad de la que fui capaz. En cierto momento sentí la necesidad de cotejar lo que había narrado con la realidad y me fui a Miraflores. Con una libreta de notas en la mano, recorrí varias veces la calle Mártir Olaya y el pasaje Champagnat y me paré todo el tiempo que pude en la puerta de la pizzería en la que trabajaba mi tío para sentir y luego recrear de un modo más fidedigno la perspectiva de mi personaje. Cargado de notas y apuntes, me dediqué tardes y noches enteras a pulir el texto trabajando al límite de mis fuerzas, consultando varios diccionarios y eligiendo las palabras que creía precisas y entonces, lo sé ahora, me convertí en quien soy. Más vivo dentro de la piel de mis personajes que en el mundo real, más cómodo dentro del aire que respiran ellos que en el aire del mundo, y sin embargo consciente de ser un hombre que escribía algo que no se parecía a nada que pudiera escribir jamás nadie porque era absolutamente mío; ese texto no lo estaba haciendo nadie ni lo pedía nadie porque nadie en el mundo tenía necesidad de leerlo. Ese mozo que en definitiva ya no era mi tío y ese adolescente enfermo que definitivamente no era yo ya eran de pronto parte de mí, se debían a mí y a mi voluntad, y yo era el único que podía responder por ellos. Fue allí que sentí por primera vez el deseo de que, en adelante, mi vida fuera la prolongación de esos días de julio y agosto de 1996. Sentía que me había transformado en un individuo, en un hombre con un poder discreto pero a la vez sobrenatural.