5
El día señalado Montero y yo nos reunimos en la escalera de la facultad de Comunicaciones con los rostros incriminatorios de dos personas que van a cometer un crimen por primera vez. A partir de las cinco nos juntamos casi en silencio, fuimos al quiosco a pedir cafés en vasos de tecnopor y compartimos puchos mientras Montero empezó a soltarme información clave acerca de Ignacio Parra como si se tratara de un delincuente al que íbamos a intervenir de manera sorpresiva. Como nosotros, me dijo Montero, Ignacio Parra había estudiado Comunicaciones en la Universidad de Lima y luego había cursado una maestría en Sociología en una universidad estatal de California. Por algún extraño motivo que nadie, ni él mismo, hubiera podido explicar, había terminado uniendo su vocación poética y sus estudios académicos de una forma tan extrema que se había convertido en el gurú afiebrado de lo que él mismo había dado en llamar «poesía masiva con fines de lucro». Se trataba de adelantarse al nuevo siglo masificando la poesía. Parra organizaba maratónicas sesiones de lectura de poemas escritos por anónimos en el parque central de Miraflores y conducía un programa en una estación casi perdida del dial en la que normalmente transmitían música dodecafónica, ópera y sesiones new age. En su espacio entrevistaba a poetas que casi nadie conocía porque los serios –que tampoco nadie conocía, me sonreía Montero– le rechazaban las invitaciones; algunas veces transmitía lecturas de poemas mezcladas con música etérea y abogaba por lo que a todas luces era su proyecto más ambicioso: una Escuela de Poesía con la capacidad de otorgar título de «poeta» a nombre de la nación a aquellos alumnos que culminaran tres años de estudios, pruebas y exámenes.
–¿Y para qué quiere hacer todo eso? –le pregunté a Montero–. ¿Cuál es el objeto?
–Vivir de la poesía. –Montero hizo una mueca divertida. El asunto, lejos de molestarlo, parecía causarle gracia–. Parra pretende ser una suerte de Stephen King de la poesía peruana.
–Y su poesía, ¿qué tal es? –le pregunté, intrigado.
–Una completa desgracia –me respondió, sonriendo.
Cuando Montero me indicó que ya se había cumplido la hora, matamos los puchos, caminamos deprisa y subimos las escaleras externas del edificio de Bienestar Social de la universidad con la actitud de quien se dirige a una pelea. El taller sesionaba en una oficina bastante amplia del cuarto piso del edificio en la que, a juzgar por la iluminación homogénea de una sala típica de conferencias, de día se realizaban reuniones de carácter estrictamente ejecutivo. Nada de eso ocurría ahora: alrededor de una larga mesa de vidrio en la que se veían esparcidos una serie de libros y fotocopias, ceniceros y botellas de agua o de gaseosas, un grupo bastante nutrido de extraños adolescentes rodeaba a un hombre blanco, de mediana edad y cabellos ensortijados y entrecanos, que hablaba con la voz de un político o de un locutor de radio y que de pronto se detuvo al notar nuestra presencia. Era Parra. Le hizo un gesto leve a Montero y este le respondió brevemente. Nos sentamos en una esquina, pegados a la puerta y de bruces a las paredes desnudas de la sala.
Una vez sentado, mientras Parra explicaba algo acerca del texto que había repartido entre los talleristas y que aparentemente se dedicaba al modo de adjetivar en los textos literarios, empecé a reparar con auténtico pavor en las trazas de aquellos adolescentes de la Universidad de Lima que aspiraban a ser poetas. Lo primero que me impactó fue que ninguno de ellos parecía un alumno típico de la universidad; era como si durante los dos años y medio que había estudiado ahí todos se hubieran estado escondiendo en los sitios más recónditos del campus, temerosos de la luz, y que a esa hora y ese día, en ese lugar, hubieran adquirido la fortaleza necesaria para mostrarse a los demás y existir en el mundo. No había uno solo de los chicos altos y de aspecto ganador que caminaban aún a esa hora por entre las facultades o rumbo al estacionamiento o de las chicas delgadas y bonitas de saquitos y pantalones ceñidos que mataban a todos con sus moños altos o el pelo suelto. En la mesa, pegados unos contra otros, distinguí a tres chicos que parecían salidos de una escuela de Física Nuclear –entre ellos Callirgos, que volvió a saludar a Montero– y al lado de ellos a uno que, por el pelo y el cuello, parecía tener el aspecto inconfundible de un puerco espín (aunque luego me enteraría de que firmaba sus textos como «el Jabalí»). Frente a mí una chica que padecía un acné descomunal intentaba ocultar infructuosamente sus tetas gigantes bajo el borde de la mesa, y al lado de ella un japonés con aspecto de kamikaze y lleno de abalorios de metal y audífonos miraba a todos desde unos ojillos inescrutables. Había dos chicas con aspecto de hombres rudos y poco agraciados que no miraban a nadie; otra muchacha muy pequeña y con cara de rata enterraba la vista en la mesa y al otro extremo una mujer que acaso fuera guapa, si se pudiera distinguir su verdadero rostro de la cantidad de maquillaje en la que se ahogaban sus rasgos, fumaba sin parar una recatafila de cigarrillos. En ese espacio absolutamente inédito para mí pude notar que ciertos rasgos de Montero como la nariz afilada y larga, los ojos hundidos y las ojeras incipientes se acentuaban y lo volvían un ser algo extraño. ¿Cómo luciría yo? Empezaba a temer la respuesta cuando dos adolescentes totalmente vestidos de negro capturaron toda mi atención.
–Esos son los poetas dark –me informaría después Montero, cuando ambos comentábamos aquella sesión–. Escriben poemas entre sociales y góticos y firman indistintamente como Enrique e Isaac. Nadie sabe quién es quién.
Los poetas dark miraban los papeles que tenían enfrente de ellos y también a los otros participantes del taller bajo unos flequillos ridículos de cabellos largos y húmedos que dejaban ver a medias unos rostros inocentes que pretendían ser afiebrados o quizás luctuosos. Se esforzaban por componer una mirada que resultara amenazante pero difícilmente lo conseguían. Quien resultaba de veras intimidante era un muchacho de una extraña cabeza con el pelo cortado casi al rape y que desde ciertos ángulos lucía poliédrica, un tipo de edad imprecisa y ojos conturbados que miraba a los demás con una mezcla auténtica de amenaza y pánico a la vez. Esa mirada sí era real, y asustaba. Recuerdo claramente su cabeza ladeada, sus ojos incrustados en los míos, sus labios rectos y casi invisibles, su frente amplia. Las señas de la cabeza de un asesino en serie.
–Es el Niño Cabeza de Cojín –me susurró Montero en ese momento, mientras parecía seguir mirando a Parra–, no lo mires tanto a los ojos porque va a creer que es algo personal.
Me pasé el resto de la exposición de Parra y las intervenciones de algunos talleristas evitando la mirada del Niño Cabeza de Cojín. Montero me diría luego que, a pesar de su aspecto, ese no era el verdadero loco peligroso del taller. Es decir, sí era bastante lunático, pero no era una amenaza real. El Niño era apenas un factótum de la música metal que se alucinaba satanista pero que en el fondo no era otra cosa que un consumidor compulsivo de pornografía y gore que escribía buenos poemas, aunque todos bastante extraños. Fuera de esos textos que leía con voz teatral y levantando la mano con los dedos muy separados en las sesiones del taller jamás se expresaba: nadie sabía a ciencia cierta si era un completo posero, un tipo realmente brillante o el más triste de los mongolitos. No, en verdad el loco peligroso era Vicente Malatesta, un tipo que iba al taller y a todos lados uniformado con una camisa, pantalón de vestir, zapatos de terno pero sin medias y que no había escrito una sola línea durante el año y medio que llevaba asistiendo a las sesiones de Parra. A veces se pasaba las clases anotando una sola frase que repetía sin parar en su cuaderno y que algunos poetas químicos miraban de soslayo con pavor, o miraba de modo sostenido a las chicas del taller y las dibujaba obsesivamente. Todas ellas, pero sobre todo la Poeta del Cuerpo, le tenían pánico: perseguía profesores después de sus clases sin decirles nada, escribía frases entre tiernas y criminales en las pizarras de los salones, se balanceaba peligrosamente sobre su carpeta mientras hablaba solo y una vez alguien lo había encontrado en el baño golpeándose duramente la pija e increpándole cosas que no llegaban a entenderse del todo.
–Ese sí es impredecible –me volvía a decir, riéndose detrás de su cigarrillo, Montero–. Todos nos creemos medio locos pero este realmente se tomó las cosas en serio.
Todo lo que escribo aquí me lo contó Montero al salir de aquella sesión, en el breve descanso que decretó Parra y que nosotros aprovechamos fumando cigarrillos y yendo a la máquina de café del primer piso para agenciarnos un par de vasos. De regreso la cosa se pondría más interesante, me dijo Montero, y en efecto así fue: Parra convocó a los miembros del taller a que leyeran «material nuevo» si es que lo habían producido y les provocaba compartirlo con los demás. Durante esa sesión no pude escuchar el trabajo del Niño Cabeza de Cojín, que se pasó mirando a todos desde su esquina, y tampoco el de Malatesta –nunca supe si realmente se apellidaba así o todo era una invención de Montero para reforzar su estela de loco–, aunque nadie le preguntó si deseaba leer: quedaba claro que, desde que Montero dejó el taller, aún no había acabado su poema.
El primero que leyó fue uno de los poetas químicos, sentado al lado de Callirgos. De modo tembloroso, sin sacar la vista del papel que tenía delante, compartió un poema del que, debido a sus palabras rebuscadas y a sus figuras retóricas y fórmulas matemáticas, nadie entendió absolutamente nada. No resultó extraño que ningún tallerista se animara a comentarlo. Tras un silencio que empezaba a ser incómodo, Parra dio pase a la chica de labios rojos. Entonces se impuso un silencio de otra naturaleza en la oficina. Ella sacó un papel del libro que tenía delante, pidió permiso para prender otro cigarrillo, lo hizo, dejó el fallo encendido sobre el cenicero frente a él, se pasó la lengua por los labios brillantes y, mirando a ratos el papel que sostenían sus manos de dedos pintados y a ratos el rostro impávido de sus interlocutores, leyó un poema bastante largo, de frases cortas y acezantes, cuyo ritmo se fue acelerando junto a su jadeante respiración. Ese poema sí que lo recuerdo por partes; de hecho cuando empecé a escucharlo y a mirar los labios y el rostro de quien lo leía supe de inmediato que ella era la chica a la que Montero se refería con esos términos tan específicos que de cualquier otra manera me habrían parecido extraños:
–¿Y qué te pareció la Poeta del Cuerpo? –me preguntó.
–Alucinante –le dije.
Lo fue. Delante de un auditorio de mocosos, muchos de ellos seguramente vírgenes –me costaba creer que los poetas químicos, el Niño Cabeza de Cojín, el Gran Puerco Espín, el loco Malatesta o los poetas dark no lo fueran–, la poeta adolescente nos regaló un generoso striptease verbal: «Todo es evanescente más allá de mi piel –leyó–, todo es vacío cerca de tu sombra / cervatillo con pena / acuoso gris / resbaladizo. / Has dejado un vacío entre mis piernas jóvenes y me apena / mis muslos de puta y virgen / mi cuerpo que se abre como una flor carnívora y te ofrece / mis tetas mi coño mi lengua / los ríos de sangre que convocas en mi abismo líquido y que irrigan mi cuerpo / abierto solo para ti / animalito espantado con ojos de forajido / de macho / de hombre de caficho de amo si así lo deseas. / ¿Quieres que vuelva a ser una puta cualquiera y de rodillas? / ¿Eso quieres? / Tu receptáculo sagrado de sudor de saliva de semen…».
En un momento dejé de entender lo que leía la Poeta del Cuerpo como parte de un poema y me empecé a quedar solo con ciertas imágenes y algunos versos que me interpelaban, sí, pero de una manera que no podía juzgar «literaria». La verdad es que en las semanas que seguirían nunca entendería un poema entero de los que ella escribía y declamaba; siempre me podía enfocar en algunas líneas sueltas, imágenes candentes con las cuales la Poeta del Cuerpo perturbaba las mentes aún débiles de todos quienes supuestamente aspirábamos a ser poetas. Los comentarios luego de sus lecturas eran lo más absurdo que había presenciado hasta entonces. Un grupo de onanistas que esa noche se castigarían en solitario pensando en el cervatillo espantado de la Poeta del Cuerpo opinaban con impertérrita frialdad sobre los alcances «poéticos» de su trabajo. Siempre resultaba «interesante». Un poeta químico decía algo como «el uso de la voz poética bajo las máscaras de la virgen y de la puta es relevante; hay un choque, digamos, de sentidos bastante intenso…», o a veces: «En la parte en que hablas de tu vagina húmeda que se llena de espuma…». O: «Me gustó mucho la fuerza de las ratas recorriendo tus pezones enhiestos». Cosas así. La Poeta del Cuerpo explicaba entonces su trabajo, cómo los elementos de su exterior –sus grandes pechos, su coño, su garganta– eran símbolos de los que se valía para canalizar sus afectos más privados, y nosotros le dábamos la razón. En cierto momento casi todos estábamos demasiado cerca de la mesa. Esa primera noche seguramente sucedió algo parecido. Seguramente me habría quedado mirando los labios de la Poeta del Cuerpo toda la velada si no fuera porque quien leyó acto seguido fue uno de los poetas dark.
–Este poema se llama «El callejón de los murciélagos» –dijo de un modo solemne; pudo ser Isaac, aunque a lo mejor se trató de Enrique.
Lo que vino a continuación fue una salva de versos oscuros y miserabilistas en los que el poeta, a todas luces el más nerd de su barrio en Lince o La Victoria, se disfrazaba bajo la voz de un adolescente maldito que caminaba entre las ratas de los basurales, se comía murciélagos, desfloraba perras pulgosas de las calles y bebía, lo recuerdo bien aún ahora, «el licor amargo de la estulticia». Siempre ebrio, siempre drogado, el poeta dark y su amigo eran lanzados dramáticamente a un mundo de gente con más ventajas que ellos (la gente de la de Lima, pensé); más correcta, más pudiente, más linda. Para ellos no había Cristo, ni Dios, ni suerte alguna. Aquella noche uno de los dos leyó sin mirar a nadie, sin comprobar la casi total indiferencia de los demás: la Poeta del Cuerpo fruncía el ceño con los ojos puestos en el papel de su poema, sobre el que no dejaba de hacer añadidos y cambios, Malatesta dibujaba frenéticamente, el japonés kamikaze apenas parpadeaba y Montero miraba al techo de la sala como implorando secreta compasión. Solo el Niño Cabeza de Cojín, con el rostro aún ladeado hacia Parra, depositaba de soslayo sus pupilas sobre el poeta dark, aunque fijamente. ¿Acaso lo aprobaba secretamente? ¿Acaso lo quería moler a golpes? No había modo de saberlo. Cuando el poeta dark acabó Parra dio por terminada la sesión, con un ligero aire de derrota. Dijo que a la semana siguiente podríamos discutir el poema y expresar nuestras inquietudes.
–Nada que valga la pena –me dijo Montero, mirando a su alrededor para evitar que alguien lo escuchara mientras bajábamos las escaleras del edificio de Bienestar Social bajo la noche cerrada–. Todo es una reverenda mierda.
Nunca más, después de aquella sesión, Montero volvería a acudir al taller hasta la noche en que discutió amargamente con Parra y decretó el fin de mis visitas a la oficina de Bienestar Social. Aquella primera vez, después de hablar un rato más en las bancas cercanas a Comunicaciones y despedirnos, y en otras oportunidades en las que nos encontrábamos de casualidad en la universidad, Montero me relataría lo que ahora empezábamos a llamar las «épocas doradas» del grupo de Parra, esos primeros años en los que él estudiaba Derecho y a la mesa de Bienestar iban poetas de verdad, gente como el escéptico Mateo Ramírez Ganoza o su amigo de San Marcos Jorge Ramírez Zavala, a quien el propio Montero había invitado como participante libre; yo, a cambio de eso, le contaba la degradación en la que parecía naufragar el taller en la actualidad. Montero renegaba y se reía.
Ahora que recuerdo me doy cuenta de que yo era mucho más violento con el taller y con sus personajes cuando hablaba con Montero que cuando participaba en él. La verdad es que durante ese sexto semestre de mi carrera, esa oficina anodina de Bienestar Universitario se convirtió en un lugar en el que por primera vez me sentía plenamente cómodo dentro de la Universidad de Lima, un espacio que de una manera extraña me correspondía y en el que llevaba una especie de vida paralela entre la rigidez de las clases, los horarios cumplidos con disciplina y las horas en la biblioteca leyendo rigurosamente para mantener mis promedios. No iba a sus sesiones con el propósito de hacer amigos sino de descubrir un poco más en qué consistía ese mundo extraño de la escritura. El taller de Parra me brindó algunas cosas invalorables, aunque nunca las admití delante de Montero. Durante sus sesiones me sentí más consciente de mi desubicación, de mi desasosiego, y sentí que ya no era raro que llevara siempre conmigo esas novelas que leía en los buses yendo a la casa de mis tíos. También entendí que, pese a la calidad bastante opinable de los textos que se leían, quienes estaban allí eran adolescentes en busca de un mundo personal que trataban de enunciar como podían cosas específicas que les correspondían o les preocupaban o con las cuales se sentían identificados. Durante esos tres meses discutí por primera vez textos de otros, me calenté con los poemas de la Poeta del Cuerpo, escuché extrañado y con cierta admiración los poemas castizos y violentos del Niño Cabeza de Cojín y, acaso para dejar de ser considerado un escritor sin producción a lo Vicente Malatesta, escribí y leí mi primer texto literario.
Nunca supe si se trató de un poema pero digamos que me empeñé en que lo fuera. Presenciando a los otros, escuchando sus voces arrebatadas, había sentido una extraña inquietud que bien podría significar las ganas de decir cosas mías también. ¿Sería tan malo como algunos de aquellos poetas? Pensaba que no, pero de pronto algo me frenaba y el cosquilleo que sentía en el estómago al salir del taller de Parra y subirme al colectivo que me llevaba a casa se disipaba hablando para nadie mientras caminaba. Un día, en medio de una clase, empecé a dibujar mi letra en un cuaderno y casi sin darme cuenta vi aparecer el monólogo de un hombre de edad que presentaba de un modo simple su vida de adulto sin hijos en una casa humilde del barrio de Santa Anita, lejos de la vida acomodada con la que se relacionaba en su trabajo en Miraflores. Ahora me doy cuenta de que estaba intentando unir o darle continuidad a algunas experiencias que yo mismo vivía como dislocadas, pero en ese momento no tenía la menor idea de ello. Le coloqué palabras prestigiosas, ciertas figuras literarias que creía me ayudarían a otorgarle misterio a ciertos tramos del texto, lo corregí lo más que pude y una tarde pedí turno en la oficina iluminada y leí mi trabajo de un tirón con la vista fija en el papel y en el vidrio de la mesa que se vislumbraba detrás. Aquella vez fui yo quien experimentó el silencio del otro lado del ambiente y no retuve casi nada de lo que los demás dijeron. Solo que el texto era «honesto», aunque muy poco «poético».
Por supuesto, jamás le mostré a Montero aquello que había escrito ni le comenté que lo había hecho. Nos encontrábamos con cierta regularidad durante las tardes de clases y si nos veíamos jamás nos pasábamos de largo tras el intercambio de saludos, como si ya existiera entre ambos el pacto tácito acerca de que deberíamos conversar. Una tarde de miércoles, antes de entrar al taller, me lo encontré fuera de las clases con el ánimo algo revuelto y noté que reaccionaba de una manera más enfática ante las cosas que yo le contaba, un poco exagerando, acerca del tenor de las sesiones con Parra. De pronto las risas que siempre me prodigaba o las frases irónicas y laterales sobre los miembros del grupo habían cedido a sentencias categóricas como «Parra es un farsante» o «Deberían denunciar a Parra». Cuando llegó la hora de ir al taller y me dijo que me acompañaría sospeché que algo complicado podía suceder, pero no intenté disuadirlo. Me incomodó ante él, eso sí, que al entrar algunos talleristas me saludaran con una familiaridad que Montero desconocía.
Durante la dinámica de esa noche, y la exposición de ideas de Parra sobre la cultura de masas, la necesidad de deselitizar la poesía y masificarla, de llevarla a todos los rincones de la sociedad peruana, Montero permaneció callado y aquello me supuso un alivio. Sin embargo, cuando durante el receso ambos salimos a tomar aire me di cuenta de que era presa de un pésimo humor.
–Todos están maniatados por Parra –me dijo, tirando la ceniza de su cigarro con rabia sobre el césped de los jardines de la universidad–. Todos.
Sentí que ese «todos» me incluía y por eso me quedé callado. Después regresamos. Ahora sé claramente que las cosas no hubieran explotado como lo hicieron y que yo habría acudido al taller de Parra durante algunos meses más si en la segunda parte de la sesión el propio Parra no hubiese decidido, en su calidad de «poeta en progreso» como todos nosotros, compartir un último poema suyo.
–Se llama «El hombre masa» –dijo.
Había oído leer a Parra en sesiones anteriores y por eso temí lo peor. Si algo tenía claro para ese momento era que Parra se mostraba realmente bienintencionado pero como poeta resultaba atroz. Sus ideas exaltadas sobre la creación de una industria cultural que permitiría que la poesía se volviera una actividad lucrativa y atractiva mientras fuera consumida por millones de personas obedecían a cierta lógica absolutamente cándida que uno podría considerar con simpatía. Pero su intento de traducir esa «poética» en poesía de cierta calidad era sencillamente un total fracaso. Sus poemas resultaban cadenas de versos que cualquier persona de a pie podía entender pero que terminaban articulando involuntariamente la letra de un rap desangelado y mediocre. Algo así como: «Sábado en la noche / Calle de las Pizzas / Sábado / Calle / Noche / Pizzas / Sábado en la noche / Calle de las Pizzas…».
Cerré los ojos y escuché la voz radiofónica de Parra inundando la oficina de Bienestar. En un primer momento imaginé que el hombre masa era él y que el poema era un manifiesto muy a su estilo en favor de sus ideas pero me equivoqué. El hombre masa era otro, un poeta que, a juzgar por los versos que escuchaba, había sido consagrado y leído por multitudes. Parra lo leía con una voz atorada por la rabia y cuando me animé a mirarlo un rubor había encendido su piel: «Allí está el hombre masa –leyó–. El hombre masa y sus gafas / Y una taza / Y frente a él la masa / que escucha sus poemas y lo aplaude / El hombre masa y sus canas sus premios su cansancio / y su voz de chancho bajo un gran limonero / Ahí está el hombre masa / Frente a la masa / Y yo / sentado / escribiendo en mi cuaderno sobre el hombre masa…». A esas alturas Montero no hacía ningún esfuerzo por reprimir un gesto de desagrado; trazaba garabatos nerviosos sobre su cuaderno abierto, movía la cabeza con pesadumbre y miraba a todos con lo que parecía el deseo de coger un arma. Cuando Parra terminó de leer el poema, y se produjo el silencio acostumbrado, una parte de mí no se sorprendió de que la primera voz que sonara en la sala rompiendo la quietud fuera la suya:
–Es un poema muy malo –dijo.
Parra se quedó estático, como casi todos, el rostro congelado en una expresión que aún ahora no sabría describir bien. Poco a poco, como si lo que acababa de ser dicho no hubiera sido real, algunos comentarios de los talleristas ponderaron los méritos del poema sin detenerse en las palabras de Montero. Los poetas químicos lo consideraron un alegato interesante contra el prestigio de los premios, a la Poeta del Cuerpo le pareció una poesía sobre la poesía en la que se escenificaban las vanidades de los creadores… En un momento, cuando se hizo el silencio nuevamente, Parra pareció salir de su letargo y le pidió a Montero que, por favor, desarrollara lo que había dicho minutos antes.
–La mejor manera de tumbarse a un buen poeta es escribir mejor que él y no sobre él y hacerlo mal –dijo.
Había prendido un cigarrillo y vaciaba las cenizas sobre el cenicero.
Entonces Parra se indignó. Levantó la voz y de pronto se inició una discusión acalorada sobre los méritos del poeta al que había aludido Parra y que ninguno de los dos, extrañamente, se atrevió a nombrar. ¿De quién hablaban? Para Parra se trataba de un hombre que había incursionado muy bien en los medios pero que era un poeta claramente sobrevaluado; para Montero era el tipo que había producido la mejor poesía peruana de las últimas décadas.
–Es mejor de lo que nadie en este taller podrá escribir nunca –dijo.
–Hay razón en las palabras de Montero –rompió su silencio de varias sesiones el Niño Cabeza de Cojín.
Yo permanecí mudo. Como si las palabras del Niño hubieran abierto una grieta de acceso, todo el mundo empezó a hablar. Me di cuenta muy rápidamente de que mucha gente le tenía una franca animadversión al hombre masa y de que Montero, solo contra el mundo, lo defendía con uñas y de dientes, a ratos débilmente, a ratos francamente indignado. En cierto momento, con la voz también herida, Parra tomó la palabra y no la dejó hasta que se produjo el silencio suficiente para que quedara claro que lo que decía iba dirigido directamente a la esquina que ocupaba Santiago Montero. Todos los gustos eran bienvenidos en el taller, dijo; se aceptaban las críticas de todos, pero a él le parecía indispensable que para que un espacio de diálogo así se pudiera sostener, para que hubiera un mínimo de consenso en él, los miembros del taller deberían considerar al menos como un buen poeta o al menos como un poeta auténtico a quien dirigía los encuentros. No iba a aceptar una falta a su autoridad. Si alguno creía que él no era un vate competente, como había sugerido Santiago, tenía toda la libertad para abandonar el taller y no volver nunca más a él.
Montero se levantó de su asiento, recogió sus cosas con premura y salió, sin despedirse. Cuando en verdad me di cuenta de que había dejado la sala, un resorte me hizo saltar de mi asiento, recoger torpemente mis cosas y despedirme con un gesto de respeto absurdo del rostro desencajado, y triste también, de Parra. Al salir a la calle vi la silueta de Montero escaleras abajo perdiéndose entre los pabellones con rumbo al estacionamiento. Le lancé un grito desde arriba, corrí hacia él y cuando llegué me lo encontré con el rostro frío y los labios fruncidos atenazando un cigarrillo. Recuerdo que no le dije nada, y él tampoco a mí, supongo que porque el hecho de estar a su lado lo decía todo y era inútil hablar. En el quiosco aún abierto Montero pidió un café y me invitó uno. Cuando prendió el segundo cigarrillo le hice la pregunta que desde que bajaba las escaleras tenía preparada para él.
–¿Quién es el hombre masa al que odia tanto Parra?
–Antonio Cisneros –me respondió.
Una hora más tarde, después de despedir a Montero, me fui a la biblioteca a sacar un libro de Cisneros y lo empecé a leer en una de las salas de lectura, vacía a esa hora. No solo me di cuenta de que podía entender esos poemas como ninguno de los que habían escrito los miembros del taller de Parra sino que además me tocaban de una manera definida. Recuerdo especialmente uno. En él un hombre solitario, parado en el edificio de un campus universitario como el mío, pero en Inglaterra, le escribe una carta a un amigo peruano desde el desarraigo y la vulnerabilidad de estar en un lugar absolutamente alejado de su país y completamente solo. Desde ese edificio –que él llama la Torre de Vidrio– divisa las otras torres de los departamentos académicos, las siluetas de los chicos más fuertes que él y de un país próspero que no es el suyo, protegidos por el fuego del hogar, la seguridad, los automóviles que los esperan en los estacionamientos. Yo estaba en una Torre de Vidrio igual a esa, y de alguna manera ese poema, que fue escrito en otro hemisferio antes de que yo naciera, era completamente mío; es decir, me pertenecía. Recuerdo que aquella vez salí de la biblioteca cerca de las diez de la noche y percibí los edificios de la Universidad de Lima como animales luminosos en la oscuridad húmeda de junio. Recuerdo que memoricé rápidamente el poema y que lloré en silencio al volverlo a leer camino a casa. Al día siguiente esperaba con ansias encontrarme en algún momento con la figura huidiza de Santiago Montero para contarle lo que había vivido la noche anterior –salvo el llanto, claro–; para decirle que yo también había entendido la poesía del hombre que él admiraba tanto.