26
La última fiesta
Sanger dejó la puerta del dormitorio entornada y miró a la muchacha un instante antes de volverse hacia mí. Señaló el estuche metálico y la jeringa hipodérmica que tenía en la mano, como dispuesto a ofrecerme una dosis, y se tocó las manchas oscuras de la chaqueta recordándose a sí mismo que la sangre no era de él. Tenía las mejillas y la frente rojas de cólera, y miraba desorientado las estanterías de libros, como dejando, atrás para siempre toda una época.
—Dormirá durante unas horas. Salgamos a la terraza. Usted quizá necesita descansar.
Yo esperaba que se cambiase, pero él apenas era consciente de la ropa que aún le chorreaba y de las marcas que los zapatos empapados dejaban en las baldosas. Caminó delante de mí, hacia el quitasol y las sillas junto a la piscina. Al sentarme, vi las ventanas de la planta alta de mi casa y me di cuenta de lo cerca que estaban, y de que Sanger tenía que haber oído todos los ruidos de nuestras escandalosas fiestas.
—Hay mucho silencio aquí —le dije señalando la tranquila superficie de la piscina, perturbada sólo por un insecto que luchaba con el menisco gelatinoso que le sujetaba las alas—. ¿Las inquilinas se han ido?
—¿La francesa y su hija? Regresaron a París. En cierto modo no era un buen ambiente para la niña. —Sanger se pasó la mano por los ojos como si quisiera despejarse la mente—. Gracias por acompañarme. Solo no habría podido traerla hasta aquí.
—Lamento… el colapso de Laurie. —Traté de pensar en alguna palabra que describiera mejor el espantoso derrumbe de las últimas semanas. Preocupado por Sanger, continué—: Ella no debió abandonarlo. A su manera, era feliz aquí.
—Laurie nunca quiso ser feliz. —Sanger se pasó la mano por el pelo mojado y se miró los coágulos de sangre que le quedaron en los dedos, pero no hizo nada por arreglarse la desordenada cabellera, que tanto cuidaba—. Es una de esas personas que se amilanan ante la mera idea de felicidad… no conciben nada más aburrido ni más burgués. La ayudé un poco, como a Bibi Jansen. No hacer absolutamente nada es ya una especie de terapia.
—¿Y esa hemorragia nasal? Se me ocurrió que podría morirse desangrada mientras duerme. ¿Está seguro de que ha parado?
—Le he hecho una cauterización en el tabique. Parece que Crawford le dio un puñetazo… Otra de sus declaraciones zen, como él dijo.
—Doctor Sanger… —Quería serenar a este hombre alterado que no apartaba los ojos de la puerta del dormitorio—. Es difícil de creer, pero Bobby Crawford le tenía cariño a Laurie.
—Claro, a su manera trastornada. Quería que ella encontrara su verdadero ser, como lo llamaba Crawford… y todos los demás de Costasol. Lamento que se la haya tomado conmigo.
—Tiene algo contra usted. Parece resentido. Usted es psiquiatra…
—Y no el primero que se encuentra. —Sanger notó el agua que le chorreaba de los zapatos—. Tengo que cambiarme… Espéreme aquí y traeré algo para beber. Como amigo de Crawford, es importante que conozca la decisión que he tomado.
Regresó al cabo de diez minutos en sandalias y con un albornoz qué le llegaba a los tobillos. Se había quitado la sangre de las manos y el pelo, pero el cepillado cuidadoso y los modales de diletante pertenecían ahora al pasado.
—Le agradezco nuevamente la ayuda —me dijo mientras dejaba una bandeja con coñac y refrescos sobre la mesa—. Me alegra que Laurie esté durmiendo. Me he sentido ansioso por ella durante meses. No sabía qué decirle a su padre, aunque el pobre hombre no está en condiciones de preocuparse mucho.
—Yo he sentido lo mismo —le aseguré—. No me gustó nada.
—Por supuesto que no —coincidió Sanger—. Señor Prentice, para mí usted es muy diferente de Bobby Crawford… y de la señora Shand y Hennessy. Mi posición aquí es ambigua. Técnicamente me he retirado, pero de hecho sigo ejerciendo, y Laurie Fox es una de mis pacientes. Puedo soportar cierto grado de acoso por parte de Crawford, pero ha llegado el momento de decir lo que pienso. Hay que parar a Crawford… Sé que está de acuerdo conmigo.
—No estoy muy seguro. —Jugueteé con el vaso de coñac, consciente de que Sanger miraba las ventanas abiertas de mi casa—. Algunos de sus métodos son un poco… agresivos, pero en conjunto me parecen una fuerza beneficiosa.
—¿Beneficiosa? —Sanger tomó el vaso que yo tenía en la mano—. Utiliza, la violencia sin ningún disimulo, contra Paula Hamilton, Laurie y cualquiera que se le cruce en el camino. La Residencia Costasol está inundada de drogas a precio de saldo que mete a la fuerza en casi todas las casas y apartamentos.
—Doctor Sanger… la cocaína y las anfetaminas, para la generación de Crawford, no son más que sustancias que levantan el ánimo, como el coñac o el whisky. Las drogas que él odia son las que usted prescribe… especialmente los tranquilizantes. Quizá le dieron demasiados de niño, o se los recetaron los psiquiatras del ejército. Una vez me dijo que trataron de robarle el alma. No es un hombre corrupto. En muchos aspectos es un idealista. Mire lo que ha logrado en la Residencia Costasol. Ha hecho mucho bien.
—Lo que es aún más aterrador. —Sanger apartó la mirada de mi casa, contento de que nadie estuviera observándonos—. Ese hombre es un peligro para cualquiera que lo conozca. Va de un lado a otro a lo largo de la costa raqueta en mano y con un mensaje de esperanza, pero su visión es tan tóxica como el veneno de una serpiente. Toda esa actividad incesante, esos festivales artísticos y ayuntamientos son una forma de Parkinson social. El pretendido renacimiento que todo el mundo alaba tiene un precio. Crawford es como la dopamina. Los pacientes catalépticos se despiertan y comienzan a bailar. Ríen, lloran, hablan y parecen recuperar su auténtica identidad, pero hay que ir aumentando la dosis hasta que al final la dopamina los mata. Sabemos qué medicina prescribe Crawford. Es una economía social basada en el tráfico de drogas, la pornografía y los servicios de acompañantes… un condominio delictivo de la cabeza a los pies.
—Pero nadie piensa que eso sea un delito. Ni las víctimas ni la gente que participa. Los valores sociales son diferentes, como en un cuadrilátero de boxeo o en una corrida de toros. Hay robos y prostitución, pero todo el mundo los ve como un nuevo tipo de «buenas obras». Nadie de la Residencia Costasol ha denunciado un solo delito.
—El dato más revelador. —Sanger se apartó bruscamente un mechón de pelo que le caía sobre los ojos—. En última instancia, una sociedad basada en el delito es aquella en la que todos son delincuentes y nadie lo sabe. Señor Prentice, esto cambiará.
—¿Va a acudir a la policía? —Miré la mandíbula prominente de Sanger, un rasgo inesperado de belicosidad—. Si llama a las autoridades españolas destruirá todo lo bueno. Además, ya tenemos nuestra, propia policía.
—El tipo de policía que impone las reglas del crimen. Esos contables y agentes de bolsa retirados que trabajan para usted son asombrosamente buenos en el papel de delincuentes de pueblo. Casi se podría suponer que sus profesiones contemplaban esa contingencia.
—Cabrera y sus detectives han estado aquí y no han encontrado nada. Jamás han acusado a nadie.
—Excepto Frank. —Sanger hablaba en un tono menos duro—. Mañana empieza el juicio. ¿Cómo se va a declarar?
—Culpable. Es una especie de ironía espantosa. Es el único hombre de aquí completamente inocente.
—Entonces tendrán que acusar a Crawford. —Sanger se puso de pie, listo para que me fuera, con el oído atento a cualquier ruido—. Vuelva a Londres, antes de que lo encierren con Crawford en la cárcel de Alhaurín de la Torre, señor Prentice. Ahora acepta esa lógica sin comprender adonde lleva, pero recuerde el incendio de la casa Hollinger y esas trágicas muertes…
Se oyó un murmullo en la habitación y Sanger se ató el albornoz y se marchó de la terraza. Cuando salía por la puerta de entrada, lo vi sentado en la cama junto a Laurie Fox acariciándole el cabello húmedo con una mano; un padre y un amante que esperaba que esa niña lastimada volviera a encontrarse con él en el sueño de la vigilia.
Delante de la puerta de mi casa había camionetas de reparto estacionadas, mientras los hombres descargaban las sillas y las mesas de caballetes para la fiesta de esa noche. Las bebidas y los canapés, encargados por Elizabeth Shand a uno de los restaurantes de las hermanas Keswick, llegarían más tarde. La fiesta empezaría a las nueve; me sobraba tiempo para cambiarme después de una hora de tenis con Crawford, nuestro primero y último partido.
Mientras los hombres transportaban las sillas, me quedé en medio de la pista de tenis con la mano en la tronera de la máquina. La conversación con Sanger me había alterado. El psiquiatra, venial y afeminado en una época, había descubierto una segunda y más decidida identidad. Estaba preparándose para enfrentarse a Crawford, probablemente porque temía que secuestrara a Laurie Fox cuando se marchase a Calahonda. El inspector Cabrera, con una pequeña ayuda de Sanger, no tardaría en descubrir los almacenes de droga y pornografía, y dejaría al descubierto los robos de coches y los dudosos servicios de masajes y compañía.
La vida en el complejo Costasol, todo aquello por lo que Crawford y yo habíamos trabajado, llegaría a su fin en cuanto los asustados vecinos británicos, temerosos de perder sus permisos de residencia, abandonaran sus clubes y asociaciones y se retiraran al mundo crepuscular de la televisión vía satélite. Un experimento social ambicioso e idealista se desvanecería bajo el polvo acumulado de otra urbanización moribunda de la Costa del Sol.
Puse en marcha la máquina de tenis, oí cómo la tronera lanzaba la primera pelota, y pensé en el proyectil más potente que podía salir disparado por otro tipo de arma.
David Hennessy examinaba la pantalla del ordenador en el escritorio de la planta baja, con Elizabeth Shand de pie detrás de él. Los totales que se acumulaban parecían iluminar el traje sastre que Betty se había puesto, adornando la tela brillante con un lustre de pesetas. Me di cuenta de que el festival de Costasol había terminado y comenzaba el recuento de beneficios. Los turistas se marchaban de la plaza, y los bares alrededor del centro comercial estaban casi desiertos, con unos pocos clientes que miraban hacia un mar de pétalos desparramados y marchitos. No había nadie en las pistas de tenis y la piscina del club deportivo, y los socios se habían retirado temprano con la intención de prepararse para las fiestas privadas. Wolfgang y Helmut estaban al lado de la piscina, observando cómo los españoles del servicio de mantenimiento cambiaban el agua y los camareros acomodaban las mesas.
—¿Charles…? —Hennessy se puso de pie para mirarme más de cerca. Había dejado a un lado los modales avunculares de club privado y ahora parecía un contable sagaz tratando con un cliente desconsiderado y extravagante—. Ha sido usted muy generoso, querido muchacho, ayudando a Sanger con esa chica. Aunque… no sé si hizo bien en llevársela.
—Ella es paciente de Sanger. Y parece que necesita ayuda.
—Pero aun así. Sanger y usted convirtieron una payasada escandalosa en una sala de urgencias. ¿No cree que no es lo más apropiado para nuestros socios?
—Da igual. Lo importante es haber interrumpido esa escena tan desagradable. —Elizabeth Shand me quitó una costra de sangre seca de la camisa con una mueca de asco, como si recordara que esa fluida mezcla poco fiable le corría incluso a ella por las venas—. Bobby hizo mucho por ayudarla, pero es el tipo de amabilidad que nunca se agradece. ¿La ha llevado al bungalow de Sanger?
—Sí, él la está cuidando. Ella duerme ahora.
—Muy bien. Espero que siga durmiendo y nos dé a todos nosotros la oportunidad de calmarnos. Tengo que decir que la atención que Sanger dedica a esa pobre chica es conmovedora. Naturalmente, conozco al padre de Laurie, otro de esos médicos con las manos muy largas. Sólo espero que Sanger sepa contenerse.
—No creo que lo haga.
—¿De veras? Yo también me lo temía. Es muy desagradable pensarlo… Siempre he sospechado que la psiquiatría era la máxima forma de seducción.
Me acerqué a ella frente a la ventana y miré el seto estropeado y pisoteado por los turistas.
—Hablé con él antes de irme… Creo que es posible que vaya a la policía.
—¿Qué? —El maquillaje de Elizabeth Shand pareció a punto de romperse—. ¿A denunciarse a sí mismo por falta de ética profesional? David, ¿qué haría en un caso así el Colegio de Médicos?
—No puedo ni imaginármelo, Betty. —Hennessy levantó las manos al cielo—. No creo que hayamos enfrentado alguna vez este tipo de contingencia. ¿Está seguro, Charles? Si la noticia empieza a circular por ahí, tendríamos bastantes problemas. Todo un festín para la prensa sensacionalista de Londres.
—No tiene nada que ver con Laurie Fox —expliqué—. Quien le preocupa es Bobby Crawford. Sanger detesta todo lo que hemos hecho aquí. Estoy bastante seguro de que va a plantearle toda la cuestión a Cabrera.
—Qué tontería. —Elizabeth Shand miró tranquilamente a Hennessy, sin sorprenderse por lo que le había dicho. Me apoyó la mano en la camisa y empezó a quitarme otra vez la sangre seca—. Es bastante preocupante, Charles. Gracias por avisarnos.
—Betty, es más que una posibilidad. La escena de la piscina lo ha sacado de quicio.
—Quizás. Es un hombre extraño, con todos esos difíciles cambios de humor. No comprendo por qué les gusta a las chicas.
—Tenemos que impedirlo. —Y añadí tratando de hablar en un tono urgente—: Si Sanger va a ver a Cabrera, tendremos aquí todo un ejército de detectives levantando cada baldosa.
—Eso no nos interesa. —Hennessy apagó el ordenador y miró el techo con la expresión distraída de alguien que tropieza con una definición difícil en un crucigrama—. Es un problema un poco delicado. En fin, la fiesta de esta noche va a aclarar las cosas.
—Claro que sí —asintió Elizabeth Shand—. Una buena fiesta resuelve todos los problemas.
—¿Lo invito? —le pregunté—. Usted podría hablar con él y asegurarle que todo se calmará cuando Bobby se marche a Calahonda.
—No… creo que no. —Me sacó la última mancha de sangre de Laurie Fox—. Mejor aún, asegúrese de no invitarlo.
—Pero pienso que disfrutaría de la fiesta.
—Lo hará de todos modos. Ya verá, Charles…
Salí del club deportivo no muy tranquilo. Crucé la plaza esperando encontrar a Crawford y convencerlo de que se mostrara más combativo con Elizabeth Shand. El festival había terminado y los últimos turistas se marchaban de los bares y regresaban a los coches estacionados al lado de la playa. Caminé sobre los pétalos y el confeti desteñido mientras unos pocos globos flotaban de aquí para allá sobre la basura, persiguiendo sus propias sombras.
Las carrozas que habían entretenido tanto al público estaban siendo remolcadas al recinto del supermercado, donde un grupo de niños correteaba alrededor. Bobby Crawford jugaba con ellos al escondite y seguía volcando su infatigable energía y entusiasmo. Mientras saltaba alrededor de las carrozas abandonadas, con los brazos envueltos en serpentinas rotas, fingiendo que buscaba a una pequeña que chillaba escondida debajo del piano, parecía un desamparado Peter Pan que trataba de sacudir los restos del país del nunca jamás y despertarlo a una segunda vida. Tenía la camisa hawaiana manchada de tierra y sudor, pero los ojos le brillaban como siempre, animados por ese sueño de un mundo más feliz que había alimentado desde la infancia. En cierto sentido había convertido a los vecinos de Costasol en niños, llenándoles la vida con juguetes para adultos y luego invitándolos a salir a jugar.
—¿Charles…? —Encantado de verme, levantó en brazos a la pequeña y salto de la carroza mientras los otros niños corrían alrededor—. Te he estado buscando… ¿Cómo está Laurie?
—Está bien, durmiendo tranquilamente. Sanger le ha dado un sedante. Está mejor allí.
—Por supuesto. —Crawford parecía sorprendido de que yo hubiera podido pensar otra cosa—. Hace semanas que le digo que vuelva con él. Estaba consumida, Charles, necesitaba enfadarse y volver a deprimirse… Sanger es el hombre indicado. Yo no podía ayudarla, aunque Dios sabe que lo he intentado muchas veces.
—Escucha, Bobby… —Esperé a que se calmara, pero seguía mirando a los niños, listo para empezar otro juego—. Estoy preocupado por Sanger. Estoy casi seguro de que irá a ver a…
—¿Cabrera? —Los niños salieron corriendo en busca de sus padres en la puerta del supermercado y Crawford los saludó con la mano—. Me temo que lo hará, Charles. Hace tiempo que lo sé. Es un psiquiatra infeliz y no conoce otro modo de vengarse que llamar a la policía.
—Bobby… —Preocupado por él, traté de distraerlo de la niña que nos saludaba con la mano—. ¿Te vas de la residencia por Sanger?
—¡Dios mío, no! Ya he terminado mi trabajo aquí. La función queda en tus manos, Charles. Ha llegado la hora de cambiar de sitio. Hay un mundo entero que me espera ahí fuera en la costa, lleno de gente que me necesita. —Me tomó por el hombro y observó alrededor la escena de basura desparramada, con serpentinas desteñidas y globos a la deriva—. Tengo que soñar por ellos, Charles, como esos chamanes siberianos… Durante las épocas de tensión, para que la tribu pueda dormir, el chamán sueña por ellos…
—Pero, Bobby… Sanger puede traernos problemas. Si va a ver a Cabrera, la policía española invadirá la residencia y destruirá todo lo que has conseguido.
—No te preocupes, Charles… —Crawford me sonreía como un hermano cariñoso—. Hablaremos del asunto en la fiesta. Créeme, todo saldrá bien. Esta tarde jugaremos un par de sets; puedes mostrarme ese nuevo revés que has estado practicando.
—Sanger va en serio… He hablado con él hace una hora.
—La fiesta, Charles. No hay nada que temer. Sanger no nos hará daño. No es la primera vez que trato con psiquiatras… sólo están interesados en sus propios defectos, y no hacen otra cosa que buscarlos.
Saludó por última vez a los niños que pasaban en los coches de sus padres, se apoyó contra la carroza que tenía detrás, arrancó un puñado de pétalos del letrero floral con la palabra «Fin», y observó cómo caían flotando hasta el suelo. Por una vez Crawford parecía cansado, agotado por las responsabilidades que pesaban sobre él y aturdido por la vastedad de la tarea que le aguardaba: las costas interminables que esperaban que les devolvieran la vida.
Se reanimó y me palmeó el hombro.
—Piensa en el futuro, Charles. Imagínate la Costa del Sol como otro Véneto. Aquí mismo podría nacer una nueva Venecia.
—¿Por qué no? Les has dado todas las posibilidades, Bobby.
—Lo importante es mantenerlos unidos. —Crawford me tomó del brazo mientras regresábamos al club—. Tal vez sucedan cosas que te sorprendan, o que te impresionen, Charles, pero es fundamental que sigamos juntos y que no olvidemos todo lo que hemos hecho. A veces es necesario ir demasiado lejos para quedarse en el mismo lugar. Nos vemos dentro de una hora, me muero por ver ese revés…
Estaba practicando en la pista cuando sonó el teléfono, pero no atendí la llamada y me concentré en la descarga de pelotas de la máquina de tenis que yo devolvía directamente a la línea de saque. El timbre siguió taladrando la casa desierta con un ruido amplificado por las hileras de sillas plegables.
—¿Charles…?
—¿Qué pasa? ¿Quién es?
—Paula. Te llamo desde el Club Náutico. —Parecía tranquila, pero extrañamente tensa—. ¿Puedes venir?
—Estoy jugando al tenis. ¿Cuándo?
—Ahora. Es importante, Charles. Es vital que vengas.
—¿Por qué? Esta noche hay una fiesta. ¿No puedes esperar?
—No, tienes que venir ahora. —Se calló y tapó el teléfono mientras le hablaba a alguien que tenía al lado—. Frank y el inspector Cabrera están aquí conmigo —continuó—. Tienen que verte.
—¿Frank? ¿Qué pasa? ¿Está bien?
—Sí, pero tienen que verte. Se trata del incendio de la casa Hollinger. Estamos en el garaje del sótano del club. Te esperamos aquí. Y, Charles…
—¿Qué?
—No se lo digas a nadie. Y trae esas llaves de coche que vi esta mañana en tu oficina. Cabrera está muy interesado…