24
El psicópata como santo
—¿Inspector Cabrera…? —Yo estaba en la puerta de mi oficina en el club deportivo y miraba sorprendido al joven policía sentado a mi escritorio—. Esperaba al señor Crawford.
—Crawford es difícil de encontrar. A veces está aquí, a veces allá, pero nunca en el medio. —Cabrera acomodó el ratón junto al teclado del ordenador, miró el menú y recorrió la lista de socios con los labios torcidos en una mueca casi de censura—. Tiene mucho éxito el club, señor Prentice… un montón de socios nuevos en muy poco tiempo.
—Hemos tenido suerte. Pero hay que decir que las instalaciones son espléndidas. La señora Shand ha puesto mucho dinero en el club.
Esperé a que Cabrera se levantara, pero parecía contento de seguir sentado detrás de mi escritorio, como si quisiera verlo todo desde mi punto de vista. Se volvió en la silla giratoria y miró las repletas pistas de tenis.
—La señora Shand es una buena empresaria —reconoció Cabrera—. Hacía años que la Residencia Costasol estaba dormida, y ahora, de repente… ¿cómo hizo la señora Shand para saber cuándo esta gente iba a despertarse?
—Verá, inspector… —En la mirada de Cabrera había un toque demasiado evidente de intimidación intelectual—. La gente de negocios tiene buen ojo para ese tipo de cosas, puede llegar a ver el aspecto psicológico de una esquina o de una acera determinada. ¿En qué puedo ayudarlo, inspector? No sé muy bien cuándo volverá el señor Crawford. Espero que no haya problemas con los permisos de trabajo. Nuestros empleados son todos ciudadanos de la Comunidad Europea.
Cabrera se incorporó lentamente, tratando de descubrir en la geometría de la silla alguna clave de mis propias actividades, y luego escuchó con el ceño fruncido el ruido monótono de la máquina de tenis.
—Nadie está nunca seguro del señor Crawford… un entrenador de tenis con una máquina que trabaja por él. Usted, por lo menos, está siempre en un sitio.
—Trabajo aquí, inspector. Todavía duermo en el Club Náutico, pero esta tarde trasladaré mis cosas a la residencia. La señora Shand ha alquilado una casa para mí… Da la casualidad de que está al lado de la del doctor Sanger. Ayer por la tarde fui a verla.
—Qué bien. Entonces sabremos dónde encontrarlo. —Cabrera examinó mi elegante traje de safari, cortado por un sastre árabe de Puerto Banús—. Quería preguntarle si sabe algo del hermano de usted.
—¿Mi hermano…? —Había algo de inquietante en el intencionado tono de Cabrera—. ¿Se refiere a Frank?
—¿Tiene algún otro hermano en España? Seguro que no, al menos no en la cárcel de Alhaurín de la Torre.
—Por supuesto que no. —Apoyé las manos sobre el escritorio tratando de calmarme—. Últimamente no he recibido ningún mensaje de Frank. El señor Hennessy y la doctora Hamilton lo visitan todas las semanas.
—Bien. Entonces no lo han abandonado. —Cabrera seguía mirándome de arriba abajo, intentando identificar algún cambio en mi aspecto y mis modales—. Dígame, señor Prentice, ¿irá a visitar a su hermano antes del juicio? Faltan dos meses.
—Desde luego, inspector. Quizá lo vea dentro de unos días. Como sabe, estoy terriblemente ocupado. No sólo soy el gerente del club, también superviso los intereses de la señora Shand.
—Su representante en el limbo. —Cabrera se levantó y me permitió ocupar mi silla. Miró las mesas de bar embaladas y se sentó sobre el escritorio, una deliberada intromisión territorial que me bloqueaba la vista de la piscina. Recuerdos de seminarios sobre rivalidad fraternal le cruzaron por los ojos desconfiados—. Aunque eso de que no ve a su hermano desde aquella vez en Marbella… la gente podría pensar que usted lo considera culpable.
—De ninguna manera. Pienso que es inocente. He pasado semanas investigando el caso y estoy convencido de que no mató a los Hollinger. Recuerde que se negó a verme cuando llegué a Estrella de Mar. Además…
—¿Hay problemas entre ustedes? —Cabrera asintió juiciosamente—. Una vez me contó lo de su madre. ¿Estaban unidos por ciertos sentimientos de culpa, y ahora siente que esos lazos se han aflojado?
—Bien dicho, inspector. En cierto modo Estrella de Mar me ha liberado del pasado.
—¿Y la Residencia Costasol todavía más? La ecología de aquí es diferente y usted se siente libre de trabas. Quizá la muerte de los Hollinger abrió ciertas puertas. Es una lástima que no pueda darle las gracias a su hermano.
—Bueno… —Traté de esquivar la tortuosa lógica de Cabrera—. Me cuesta decirlo, pero esas muertes trágicas tienen un lado positivo. Desde el incendio, la gente está mucho más alerta respecto a lo que pasa, incluso aquí, en la residencia. Hay planes de seguridad vecinal y patrullas de vigilancia.
—¿Patrullas de vigilancia? —Cabrera pareció sorprendido como si el monopolio de los guardianes de la ley estuviera amenazado—. ¿Hay muchos delitos en la residencia?
—Por supuesto… bueno, no. —Busqué un pañuelo, contento de esconder la cara aunque sólo fuera por un instante, y me pregunté si no habrían informado a Cabrera de que yo me había paseado en coche con Bobby Crawford por todo el complejo—. Han robado uno o dos coches… probablemente los han tomado prestados de madrugada, después de alguna fiesta.
—¿Y hurtos, robos de casas…?
—Creo que no. ¿Se ha denunciado alguno?
—Muy pocos. Uno o dos, sólo al principio. La llegada de usted ha tenido un efecto calmante.
—Qué bien. Trato de que no se me escape nada.
—Sin embargo, mis hombres me han dicho que salta a la vista que hay robos, coches destrozados… el yate de su hermano incendiado de una manera espectacular. ¿Por qué nadie denuncia esos delitos?
—No lo sé. Los británicos son gente independiente, inspector. Como viven en un país extranjero y pocos hablan el idioma, prefieren resolver ellos mismos los problemas delictivos.
—Y a lo mejor disfrutan…
—Es muy probable. La prevención de la delincuencia tiene una función social.
—Y la delincuencia también. Usted se pasa mucho tiempo con el señor Crawford… ¿qué puesto tiene él en el club?
—Es el entrenador jefe, lo mismo que en el Club Náutico.
—Ajá. —Cabrera movió los brazos por el aire, como si segara una tupida hierba que crecía invisible alrededor de mi escritorio—. A lo mejor me da una clase. Me gustaría interrogarlo sobre algunas cuestiones… el incendio de la lancha en Estrella de Mar. Los dueños han contratado a algunos investigadores en Marbella. También hay otras preguntas…
—¿Sobre asuntos delictivos?
—Quizá. El señor Crawford es un hombre de mucha energía. Toca todo con tanto entusiasmo que a veces deja huellas.
—No creo que las encuentre aquí, inspector. —Me puse de pie con cierto alivio mientras Cabrera se encaminaba hacia la puerta—. El señor Crawford no es un hombre egoísta. Nunca tomaría parte en una actividad criminal para su propio beneficio.
—Muy cierto. Tiene cuentas en numerosos bancos, pero ningún dinero. Pero quizá lo haga por la comunidad. —Cabrera me miraba desde la puerta con una estudiada simpatía—. Usted lo defiende, señor Prentice, pero piense en su hermano. Aunque Estrella dé Mar lo haya liberado, no puede quedarse aquí para siempre. Algún día regresará a Londres, y quizá vuelva a necesitar esa culpa que ambos compartían. Vaya a ver a su hermano antes del juicio…
Esperé junto a la puerta principal mientras el guardia introducía en el ordenador el número de matrícula del Citroën, y recordé mi llegada a Gibraltar y el cruce de la frontera española. Cada vez que salía de la residencia me parecía cruzar una frontera mucho más tangible, como si la urbanización constituyera un reino privado con sus propias divisas mentales. Mientras entraba en la carretera de la costa, vi los pueblos que se extendían hacia Marbella, inmóviles en su blancura como tumbas de piedra caliza. La Residencia Costasol, en cambio, había vuelto a la vida, a un dominio de emociones excitadas y sueños despiertos.
Pero Cabrera me había puesto nervioso, como si hubiera leído el guión secreto que Crawford había escrito y conociera el papel que me habían asignado. Traté de calmarme mirando el mar, la larga línea de olas coronadas de blanco que llegaban de África. Me había olvidado deliberadamente de Frank, metiéndolo junto con aquella absurda confesión en un pasillo apartado de mi mente. En estos aires nuevos y más tonificantes me había librado de las trabas que arrastraba desde mi niñez y estaba listo para volver a enfrentarme a mí mismo sin ningún miedo.
La carretera del acantilado se bifurcaba: el camino que salía hacia el mar llevaba al puerto de Estrella de Mar con sus bares y restaurantes. Doblé hacia la plaza Iglesias y subí por la empinada avenida del Club Náutico. Encima de mí, el caparazón quemado de la mansión Hollinger presidía la península. Una hoguera de notas judiciales se había levantado entre las maderas calcinadas, una fogata de esas órdenes de detención inflamables que expedimos contra nosotros mismos, y que ahora nunca se entregarían y seguirían acumulando polvo en los archivos cerrados.
—¿Paula…? Dios, me has asustado. —Yo estaba apoyado en la barandilla y Paula salió al balcón y me tocó el hombro. Había entrado en el apartamento con las llaves de Frank y me había esperado en la alcoba.
—Lo siento. Quería verte antes de que te fueras. —Se alisó las mangas plisadas de la blusa blanca—. David Hennessy me ha dicho que te mudas.
Estaba a mi lado con la mano sobre mi muñeca, como si tratara de tomarme el pulso. Tenía el pelo tirante y recogido hacia atrás, atado con un severo lazo negro, y no había escatimado maquillaje ni carmín, en un claro intento de fortalecerse la moral. Por la puerta del dormitorio, vi la marca de sus caderas y hombros sobre el edredón de seda, y supuse que había decidido echarse allí por última vez, apoyando la cabeza sobre las almohadas que ella y Frank habían compartido.
—Betty Shand ha alquilado una casa para mí —le dije—. Así evito tener que ir y venir todos los días. Además, Frank volverá pronto, en cuanto lo absuelvan.
Paula bajó los ojos y sacudió la cabeza, como un médico cansado de un paciente terco que minimiza sus síntomas.
—Me alegra que pienses que lo van a absolver. ¿El señor Danvila está de acuerdo?
—No tengo idea. Créeme, no condenarán a Frank… las pruebas contra él son muy endebles. Un bidón de éter en su coche…
—No necesitan ninguna prueba. Frank sigue declarándose culpable. Lo vi ayer… Te manda recuerdos. Es una lástima que no vayas a visitarlo. Podrías convencerlo de que cambie de idea.
—Paula… —Me volví y la tomé por los hombros, tratando de reanimarla—. Eso no sucederá. Lamento no haber ido a ver a Frank. Sé que parece extraño… Cabrera cree que pienso que es culpable.
—¿Y lo piensas?
—No. Pero ésa no es la razón. Pasamos demasiadas cosas juntos; durante años nuestra infancia nos tuvo atrapados. Frank me mantiene encerrado en todos esos recuerdos.
—¿Entonces te vas del apartamento para poder olvidarte de Frank? —Paula sofocó una risa inexpresiva. Cuando él empiece a cumplir la condena de treinta años tú al fin serás Ubre.
—Eso es injusto… —Entré en el dormitorio y saqué mis maletas del armario de las cosas de deporte. Paula, de espaldas al sol, se tomó las manos y me observó mientras yo ponía los trajes sobre la cama. Por una vez parecía como si no confiara en sí misma. Yo quería abrazarla, pasarle los brazos alrededor de las caderas y llevarla a la cama, apoyarla sobre el molde perfumado que ella había dejado en el edredón. Todavía esperaba hacer el amor con ella otra vez, pero la cinta de vídeo se interponía entre nosotros. La había visto casi desnuda mientras filmaba la escena de la violación, y ella había decidido no volver a desnudarse delante de mí.
Esperó a que yo vaciara el armario y se puso a hacer la maleta. Guardó las camisas y plegó el pijama alisando las solapas, como si sacudiera todas las huellas de su propia piel.
—Lamento que te vayas. —Vio su imagen en el espejo y se observó inexpresivamente—. En cierto modo has mantenido el calor de este lugar para tu hermano. Parece que todo el mundo se va de Estrella de Mar. Andersson trabaja en el varadero de la residencia. Hennessy y Betty Shand han abierto una oficina en el centro comercial, las hermanas Keswick administran un nuevo restaurante…
—Tú también tendrías que venir, Paula.
—Los pacientes de la residencia ya no me necesitan tanto. Se acabaron los insomnios, las migrañas y las depresiones. Es como si Estrella de Mar empezara de nuevo. Hasta Bobby Crawford se ha marchado. Ha subarrendado el apartamento por el resto de la temporada. Hennessy dice que Cabrera anda detrás de él.
Había una extraña nota de esperanza en el tono casual de Paula. ¿Acaso le había filtrado al inspector algún chisme acerca de las actividades de Crawford, alguna información sobre el incendio de la lancha, o los traficantes en las puertas de la discoteca del Club Náutico?
—Está escondido en la residencia. Ha tenido un pequeño problema de… tránsito, creo. Bobby siempre va de un lado a otro con tanta prisa, se olvida de que no estamos en la España de los sesenta. Cuando me instale en la casa, no le quitaré los ojos de encima.
—¿De veras? Te tiene completamente hechizado. —El combativo sarcasmo había vuelto—. Charles, eres la última persona que pueda tener algún control sobre él.
—No es verdad. Además, no quiero controlarlo… ha hecho un trabajo asombroso. Le ha devuelto la vida la Residencia Costasol.
—Es peligroso.
—Sólo a primera vista. Hace algunas cosas un poco salvajes, pero son necesarias para despertar a la gente.
—¿Como gritar «fuego» en un teatro repleto? —Paula estaba delante del espejo examinándose fríamente—. Y no sólo grita «fuego», sino que quema el escenario y la platea.
—Tiene éxito, Paula. Cae bien a todo el mundo. La gente sabe que no lo hace por él, que no gana ni un céntimo. Es sólo un tenista profesional. Al principio yo pensaba que era una especie de gángster, que estaba metido en cien asuntos delictivos.
—¿Y no es así?
—No. —Me volví hacia ella tratando de distraerla de la imagen en el espejo—. Las drogas, la prostitución, el juego… todos medios para un mismo fin.
—¿Qué es?
—Una comunidad viva. Todo lo que te parece normal en Estrella de Mar. La residencia está moviéndose… pronto habrá un concejo municipal y un alcalde. Por primera vez asoma aquí un auténtico orgullo cívico. Bobby Crawford ha creado solo todo eso.
—Sigue siendo peligroso.
—Tonterías. Tómalo como un admirado oficial que se ocupa de los entretenimientos en un transatlántico repleto de retardados mentales. Roba en un camarote por aquí, prende fuego a las cortinas por allá, tira una bomba de olor en la sala, y de repente los pacientes se despiertan. Empiezan a interesarse en el viaje y en el próximo puerto de escala.
—Querido Charles… —Paula me tomó la mano y me atrajo hacia el espejo. Le hablaba a mi imagen, como si estuviera más cómoda en ese mundo invertido—. Estás obsesionado con Crawford. Todo ese encanto infantil, el oficial de cara fresca que anima a los nativos holgazanes…
—¿Y qué tiene de malo? Parece una descripción bastante acertada.
—Sólo has visto las primeras etapas, las bombas de olor y las bromas infantiles. ¿Y cómo mantendrás todo en marcha cuando se haya ido? Porque se irá a otro pueblo de la costa, ¿sabes?, a Calahonda o algún otro lugar.
—¿Ah sí? —Sentí una extraña punzada ante la idea de que Crawford podía marcharse—. Todavía hay mucho que hacer, se quedará un tiempo. Todo el mundo lo necesita… Últimamente el encanto infantil y el entusiasmo escasean bastante. Lo he visto trabajar, Paula. De verdad quiere ayudar a todo el mundo. Descubrió por casualidad esta manera extraña de hacer que la gente saque afuera lo mejor de sí misma. Es conmovedor ver una fe tan simple. Realmente es una especie de santo.
—Es un psicótico.
—No es justo, A veces exagera, pero no hay maldad en él.
—Un psicópata puro. —Paula dio la espalda al espejo y me observó, críticamente—. No te das cuenta.
—No. De acuerdo, quizá haya en él una veta de algo raro. Tuvo una infancia espantosa… En eso lo comprendo. Es el santo como psicópata, o el psicópata como santo. Sea como sea, hace el bien.
—¿Y cuando esta santa figura se haya ido? ¿Qué? ¿Buscarás otro redentor de playa?
—No lo necesitaremos. Crawford es único. Cuando se vaya, si se va, todo seguirá funcionando.
—¿Ah sí? ¿Cómo?
—La fórmula da resultado. Encontró la primera y última verdad sobre la sociedad del ocio, y quizá sobre todas las sociedades. La delincuencia y la creatividad van juntas, y siempre ha sido así. Cuanto mayor es la sensación de delincuencia, mayor es la conciencia cívica y más evolucionada la civilización. No hay nada que una tanto a una comunidad. Es una extraña paradoja.
—Charles… —Levanté las maletas de la cama pero Paula me detuvo—. ¿Qué pasará cuando se vaya? ¿Qué mantiene unido todo eso?
Sabía que Paula trataba de confundirme, de plantearme una difícil ecuación que yo me había negado a resolver.
—El interés personal, espero. Parece que Estrella de Mar va bien.
—En realidad, ya tengo algunos pacientes más con insomnio. A propósito, ¿ya ha empezado el cineclub?
—Extraña pregunta. —Titubeé un instante, consciente de que los dos mirábamos la cama—. Pues sí. Me lo ha encargado a mí. ¿Cómo lo has adivinado?
—No lo he adivinado. Es el momento en que Bobby Crawford suele organizar un cineclub.
¿Un cineclub? Repetí la pregunta casi demasiado hábil de Paula mientras volvía a la residencia. Pero el argumento de Crawford seguía convenciéndome. En un momento dado el durmiente despertaba, salía de la cama y se miraba al espejo, y el cineclub cumplía una función. Sin embargo, el ejemplo de la película pornográfica de Paula era una advertencia. Cuando reclutara a mis miembros, tenía que asegurarme de que fueran auténticos entusiastas de la cámara, que deseasen colaborar en el desarrollo de una identidad común. Las películas pomo de Crawford provocaban demasiadas divisiones. Lo que había empezado como un malévolo revolcón de alcoba se había convertido en la explotación sórdida de un puñado de mujeres perturbadas, Paula entre ellas. La echaba de menos, pero ella seguía provocándome. Por alguna razón la irritaba la energía y el optimismo de Crawford, la manera en que él aprovechaba el día con los ojos bien abiertos.
Al cruzar la entrada de la residencia, ya estaba pensando en la primera película que supervisaría; incluso escribiría el guión y quizá la dirigiese. Las ideas habían empezado a bullir en mí, estimuladas por la blancura del complejo Costasol. Imaginé una especie de El año pasado en Mariembad de los noventa, un estudio del despertar de una comunidad por obra de un misterioso intruso, con un toque de Teorema de Pasolini…
Ansioso por instalarme en la casa, probar el agua de la piscina y devolver los saques de la máquina de tenis, aceleré al doblar la última esquina y casi atropellé a un hombre de cabello plateado que estaba en la puerta de mi casa. Frené de golpe, giré el volante bruscamente hacia el otro lado de la calle y me detuve con una sacudida a pocos centímetros del enorme eucalipto que presidía el sendero.
—Doctor Sanger… casi lo atropello. —Apagué el motor y traté de que mis manos dejaran de temblar—. Doctor, parece agotado. ¿Está usted bien?
—Creo que sí. ¿Señor Prentice? Lo siento. —Se apoyó contra el guardabarros y casi en seguida se separó del coche estirando el brazo para protegerse del sol. Era evidente que estaba distraído y ansioso, y supuse que había perdido las gafas o un juego de llaves. Miró a un lado y otro de la calle y se asomó al asiento trasero del Citroën moviendo los labios, como si repitiera un nombre en silencio.
—¿Puedo ayudarlo? —Salí del coche, preocupado—. ¿Doctor Sanger…?
—Estoy buscando a una de mis pacientes. Tiene que haberse perdido. ¿Ha visto a alguien cuando venía hacia aquí?
—¿Una mujer joven? No.
—¿No la ha visto? —Sanger me miró a la cara; no sabía si confiar en mí—. Delgada, de pelo muy corto, con una bata de hombre. Laurie Fox… estaba en tratamiento, alojada en mi casa. Me siento responsable.
—Claro. —Eché un vistazo a la avenida desierta—. Me temo que no la he visto. Estoy seguro de que volverá.
—Quizá. Estaba sentada al lado de la piscina mientras yo preparaba el almuerzo y… desapareció. El señor Crawford ha estado aquí, en la casa de usted. Veo que somos vecinos. —Sanger, pálido como su pelo plateado, se volvió hacia la casa—. A lo mejor Crawford la llevó en coche a alguna parte.
Sonreí a ese hombre alterado de la forma más tranquilizadora que pude, y me di cuenta por primera vez del atractivo emocional que un psiquiatra vulnerable tenía para las mujeres.
—¿En coche? Sí, es posible.
—Supongo. Si ve a Crawford, o si lo llama por teléfono, pídale que la traiga. Le prometí a su padre que la ayudaría. Es importante que tome la medicina que le prescribí. —Sanger se masajeó las mejillas con una mano tratando de devolverles algún color—. Las ideas de Crawford son bastante peculiares. Para él una mujer joven debería tener…
—¿… la libertad de ser infeliz?
—Exactamente. Pero para Laurie Fox la infelicidad no es una opción terapéutica. Me resulta difícil hablarlo con Crawford.
—Diría que le caen mal los psiquiatras.
—Lo hemos defraudado. Crawford necesitaba nuestra ayuda, señor Prentice, y sigue necesitándola.
Sanger murmuró entre dientes, se volvió y se alejó a paso lento, palmeando los árboles silenciosos.
Llevé las maletas al otro lado de la chispeante piscina y vi que Sanger seguía paseándose calle arriba y calle abajo. Tal como Elizabeth Shand había prometido, la primera remesa de muebles ya estaba allí: un sofá de cuero negro y una elegante silla Eames, un televisor gigante y una cama doble con colchón y ropa blanca. La casa, sin embargo, seguía agradablemente desierta, y las habitaciones eran los blancos espacios de oportunidad que había saboreado en mi primera visita.
Después de dejar las maletas en el dormitorio, di una vuelta por la planta alta y me quedé un momento en la habitación de servicio. Desde la ventana, observé que Sanger contemplaba sombríamente la piscina con el camisón en las manos. La luz de los bungalows, que ya no se reflejaba en el agua tranquila, era más débil, como si el alma de las casas se hubiera desvanecido escapando por los techos.
La ventana estaba abierta y descubrí en el alféizar la ceniza de un cigarrillo mal liado. Me imaginé a Crawford haciendo señas a Laurie Fox, dejando que el aroma del cannabis flotara hacia esa muchacha sepultada bajo dosis de Largactil. Pero ya no me interesaba el taciturno psiquiatra y su joven amante. Supuse que Crawford estaba con ella y se dirigía a toda velocidad en el Porsche hacia una de sus casas francas de la carretera de circunvalación norte, rumbo al tipo de camaradería que brindaba Raissa Livingston.
Deshice el equipaje y me duché; después extraje unas tapas de la nevera y la botella de champán cortesía de las hermanas Keswick. Sentado en la terraza junto a la piscina, revisé los folletos que habían dejado en el buzón: anuncios de servicios de taxis y vendedores de barcos, inmobiliarias y asesores financieros. Una tarjeta recién impresa, con la tinta todavía húmeda, alababa un servicio de masajes madre-hija: «Dawn y Daphne, una nueva sensación en masajes. Intensos, íntimos, discretos. Atendemos de 17 a 5 h».
Así que el mundo profundo de la Residencia Costasol empezaba a salir a la luz. Sobre la mesa de al lado había un teléfono móvil, otro regalo útil de Betty Shand. Supuse que Crawford había dejado la tarjeta del servicio de masajes porque sabía que me intrigaría. El sexo comercial exigía habilidades especiales tanto al cliente como al proveedor. Los equipos de supuestas madres e hijas siempre me habían inquietado, sobre todo en Taipei y en Seúl, donde había muchas madres e hijas auténticas. Por muy agradable que fuera, cuando la «madre» marcaba el ritmo de la «hija» hiperansiosa, solía sentirme el intermediario de un acto incestuoso.
Empujé el teléfono móvil, lo levanté y marqué el número. Una voz grabada de mujer con un suave acento de Lancashire me informó que esa noche estaban libres y me invitó a dejar mi número de teléfono. Bobby Crawford, como ya sabía, hacía que todo fuera posible, disipaba las culpas y retiraba la colcha que cubría nuestras vidas y nuestros sueños.