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La Residencia Costasol

Silencio blanco. Mientras circulábamos por la carretera de la costa a un kilómetro y medio al oeste de Estrella de Mar, entre los pinos carrasqueños que llegaban hasta la playa desierta, empezaron a aparecer los chalets periféricos de la Residencia Costasol. Las casas y apartamentos estaban dispuestos en diferentes niveles, formando una cascada de patios, terrazas y piscinas. Había visitado las urbanizaciones de Calahonda y Torrenueva, pero el complejo Costasol era mucho más grande que cualquier otro de la costa. Sin embargo, no se veía ni un solo vecino. No había ventanas abiertas para que entrara el sol, y toda la urbanización podía haber estado vacía, esperando a que los primeros inquilinos pasaran a recoger las llaves.

Crawford señaló la muralla almenada.

—Mira, Charles, es una ciudad medieval fortificada, una guarida de Goldfinger elevada a una intensidad casi planetaria: guardias de seguridad, televigilancia, ninguna entrada aparte de las puertas principales; el complejo entero está cerrado a la gente de fuera. Es una idea desalentadora, pero estás mirando el futuro.

—La gente de aquí, ¿sale alguna vez? De cuando en cuando van a la playa, ¿no?

—No, eso es lo más inquietante de todo. El mar está a doscientos metros pero ninguno de los chalets da a la playa. El espacio está totalmente interiorizado…

Crawford dejó la carretera de la costa y bajó hacia la entrada. Unos jardines del tamaño de pequeños parques municipales se extendían delante de las puertas moriscas y la casilla de vigilancia. Arriates de cañas rodeaban la fuente ornamental de la que salían senderos de grava que ningún pie humano había tocado desde el día en que se trazaron. Debajo de un cartel que anunciaba «Residencia Costasol: inversión, libertad, seguridad» había un plano de toda la urbanización, un laberinto de avenidas serpenteantes y callejones sin salida prolongados de pronto en bulevares casi imperiales que se abrían como radios desde el centro del complejo.

—Este plano no es en realidad para los visitantes. —Crawford se detuvo al lado de la casilla y saludó al guardia que nos miraba por la ventana—. Está aquí para ayudar a los vecinos a encontrar el camino de vuelta. A veces cometen el error de salir por una o dos horas.

—Irán de compras. Está a poco más de un kilómetro de Estrella de Mar.

—Pero muy pocos van al pueblo. Podrían estar perfectamente en un atolón de las Maldivas o en San Fernando Valley. —Crawford avanzó hasta la barrera de seguridad, se sacó del bolsillo del pecho una tarjeta electrónica con el logo de Costasol y la pasó por el escáner—. Estaremos una hora —le dijo al guardia—, trabajamos para la señora Shand. El señor Prentice es nuestro nuevo encargado de entretenimientos.

—¿Elizabeth Shand? —repetí mientras la barrera se cerraba detrás de nosotros y entrábamos en el complejo—. No me digas que este lugar es también de ella. A propósito, ¿a quién se supone que tengo que entretener y cómo?

—Relájate, Charles. Quería impresionar al guardia, la idea de tener que entretenerse siempre aterroriza a la gente. Betty compra y vende propiedades por todas partes. De hecho, está pensando en trasladarse aquí. Quedan algunas casas sin vender, además de algunos locales en el centro comercial. Si alguien consiguiera dar un poco de vida a este sitio, podría hacer una fortuna… la gente de aquí es muy rica.

—Ya veo. —Señalé los coches estacionados en los senderos—. Hay más Mercedes y BMW por metro cuadrado que en Düsseldorf o en Bel Air. ¿Quién diseñó todo esto?

—El promotor inmobiliario fue un consorcio holando-alemán, aconsejado por una asesoría suiza que se ocupaba del…

—¿Lado humano del proyecto?

Crawford me dio una palmada en la rodilla riendo alegremente.

—Veo que captas la jerga, Charles. Sé que aquí vas a ser feliz.

—Dios nos libre… la felicidad parece que infringe el reglamento local.

Avanzamos de norte a sur por el bulevar que llevaba al centro del complejo, una calzada de dos carriles bordeada de altas palmeras cuyas copas sombreaban los senderos desiertos. Los aspersores lanzaban unos arco iris giratorios en el aire perfumado y regaban el césped bien cortado junto a la medianera. Detrás de los jardines tapiados había una hilera de chalets grandes con toldos bajos sobre los balcones. Sólo las cámaras de vigilancia se movían para seguirnos. La corteza gris elefante de los troncos de las palmeras titilaba con la luz refleja de las piscinas, pero no había ruidos de niños jugando ni nadie que perturbara la calma casi inmaculada.

—Cuántas piscinas —comenté—, y nadie bañándose…

—Son superficies zen, Charles. Romperlas trae mala suerte. Éstas fueron las primeras casas, se construyeron hace unos cinco años. Los últimos terrenos se ocuparon la semana pasada. Quizá no lo parezca, pero la Residencia Costasol tiene mucho éxito.

—¿La mayoría son británicos?

—Y algunos holandeses y franceses… Casi la misma mezcla que en Estrella de Mar. Pero éste es un mundo diferente. Estrella de Mar se construyó en los años setenta… acceso abierto, fiesta en la calle, bienvenida a los turistas. La Residencia Costasol es puro años noventa. Reglas de seguridad. Todo está diseñado alrededor de una obsesión con la delincuencia.

—Y supongo que no la hay…

—Nada. Absolutamente nada. Ni un pensamiento ilícito perturba jamás la paz de esta gente. No hay turistas, ni mochileros, ni vendedores de chucherías, y pocos visitantes. La gente aquí ha aprendido que prescindir de los amigos es una gran ayuda. Seamos sinceros, los amigos pueden ser un problema: hay que abrir las puertas, desconectar las alarmas y otros respiran tu aire. Además, traen recuerdos inquietantes del mundo exterior. La Residencia Costasol no es única. Estos enclaves fortificados se ven por todo el planeta. A lo largo de la costa, desde Calahonda hasta más allá de Marbella, se están construyendo urbanizaciones parecidas.

Un coche conducido por una mujer nos adelantó y giró por una avenida bordeada dé árboles con chalets un poco más pequeños. Al mirarla me di cuenta de que acababa de ver al primer vecino.

—¿Y qué hace la gente aquí todo el día? ¿O toda la noche?

—Nada. Para eso se hizo la Residencia Costasol.

—Pero ¿dónde están? Hasta ahora sólo hemos visto un coche.

—Están aquí, Charles, aquí. Tirados en las tumbonas o esperando a que llegue Paula Hamilton con una nueva receta. Cuando pienses en Costasol, piensa en la Bella Durmiente…

Salimos del bulevar y entramos en una de las tantas avenidas residenciales. Detrás de las verjas de hierro forjado se alzaban unos hermosos chalets con terrazas que llegaban hasta la piscina, riñones azules de agua inmóvil. Detrás de los senderos asomaban fugazmente casas de apartamentos de tres plantas; unos grupos de coches esperaban al sol: rumiantes metálicos adormilados. Las antenas parabólicas se alzaban al cielo como cuencos de pordioseros.

—Hay cientos de antenas —comenté—. Por lo menos no han dejado la televisión.

—Están oyendo al sol, Charles, esperando un nuevo tipo de luz.

La carretera subía por la ladera de una colina ajardinada. Pasamos por delante de un conjunto de casas adosadas y entramos en la plaza central del complejo. Alrededor del centro comercial había tiendas y restaurantes, y señalé asombrado a los primeros peatones que veía; descargaban los carritos del supermercado en los maleteros de los coches. Al sur de la plaza había un puerto lleno de yates y lanchas amarrados juntos, como una flota apolillada. En la carretera de la costa un puente voladizo cruzaba un canal de acceso que llevaba al mar abierto. La magnífica sede del club presidía el puerto y los muelles, y aunque la terraza estaba desierta los toldos flameaban sobre las mesas vacías. El club deportivo vecino era igualmente impopular: las pistas de tenis polvorientas al sol, la piscina vacía y olvidada.

En la entrada del centro comercial se alzaba un supermercado, al lado de un salón de belleza con los postigos cerrados en puertas y ventanas. Crawford se detuvo cerca de la tienda de artículos deportivos repleta de bicicletas de ejercicio, artefactos para levantar pesas, monitores de actividad cardíaca computarizados y contadores de respiración, dispuestos en un cuadro acerado, pero acogedor.

—Clin, clan, vaya… —murmuré—. Parece una familia de robots que han venido de visita.

—O una accesible cámara de torturas. —Crawford salió del coche—. Vamos a dar una vuelta, Charles. Tienes que sentir este lugar directamente…

Se puso las gafas de aviador sobre los ojos y echó una mirada alrededor contando las cámaras de vigilancia como si pensara en la mejor ruta de escape. Como el silencio de la Residencia Costasol parecía entorpecer los reflejos, se puso a ejercitar el antebrazo y unos drives cruzados, dando sal ti tos mientras esperaba devolver un imaginario servicio.

—Por allí, si no me equivoco, hay signos de vida… —Me indicó con señas la tienda de bebidas alcohólicas próxima al supermercado, donde una docena de clientes flotaba por los pasillos refrigerados y las empleadas españolas esperaban en las cajas registradoras como reinas atadas a un muelle. La exposición, que llegaba hasta el techo, de vinos, bebidas fuertes y licores, tenía casi las dimensiones; de una catedral y una primitiva vida cortical parecía titilar en el espacio mientras los vecinos iban de un lado a otro comparando precios y cosechas.

—El centro cultural de la Residencia Costasol —me informó Crawford—. Al menos tienen energía para seguir bebiendo… el reflejo de empinar el codo nene que ser el último en desaparecer.

Miró los silenciosos pasillos pensando en cómo desafiar a este mundo sin acontecimientos. Nos alejarnos de la tienda de bebidas alcohólicas y nos detuvimos delante de un restaurante tailandés; las mesas vacías se perdían en un mundo sombrío de empapelado en relieve y elefantes dorados. Al lado había un local vacío, una bóveda de hormigón como un abandonado segmento de espacio-tiempo. Crawford pisó paquetes de cigarrillos y billetes de lotería desparramados en el suelo y leyó un cartel descolorido que anunciaba un baile para mayores de cincuenta años en el centro social Costasol.

Sin esperarme, cruzó el local y se encaminó hacia las terrazas que bordeaban el lado occidental de la plaza. Unos jardines cubiertos de grava, con cactus y pálidas plantas carnosas, llevaban a terrazas sombrías donde los muebles de playa esperaban como si fueran las armaduras de los seres humanos que los ocuparían aquella noche.

—Charles, mira allí dentro discretamente. Ahora puedes ver a lo que nos enfrentamos…

Con la mano alzada para protegerme del sol, escudriñé en uno de los salones a oscuras. Debajo del toldo había una réplica tridimensional de una pintura de Edward Hopper. Los residentes, dos hombres de mediana edad y una mujer de poco más de treinta años, estaban sentados en la sala silenciosa con los rostros iluminados por el brillo de una pantalla de televisión. No tenían ninguna expresión en los ojos, como si hiciera tiempo que las sombras mortecinas de las paredes revestidas de tela se hubieran convertido en un satisfactorio sustituto del pensamiento.

—Están mirando la televisión con el volumen bajo —le dije a Crawford mientras caminábamos por la terraza y pasábamos delante de otros grupos aislados en cápsulas—. ¿Qué les ocurre? Parecen una raza de algún planeta oscuro que encuentra la luz de este lugar demasiado fuerte.

—Son refugiados del tiempo, Charles. Mira a tu alrededor… No hay relojes en ninguna parte y casi nadie lleva reloj de pulsera.

—¿Refugiados? Sí… en cierto modo este lugar me recuerda al Tercer Mundo. Es como una favela de primera categoría en Río, o una bidonville de lujo de las afueras de Argel.

—Es el cuarto mundo, Charles, el que espera apoderarse de todo.

Regresamos al Porsche y dimos la vuelta a la plaza. Observé los chalets y casas de apartamentos esperando oír el sonido de una voz humana, un grito, un equipo de música demasiado alto, el rebote de un trampolín, y me di cuenta de que éramos testigos de una intensa inmigración. Los vecinos del complejo Costasol, como los de los pueblos de jubilados de la costa, se habían retirado a sus salones en sombra, a sus búnkers con vistas, porque necesitaban sólo la parte del mundo exterior que las antenas parabólicas extraían del cielo. Los clubes deportivos y los centros sociales, así como los demás servicios recreativos ideados por los asesores suizos, estaban vacíos al sol, como los decorados de una producción cinematográfica abandonada.

—Crawford, es hora de irnos… volvamos a Estrella de Mar.

—¿Ya has visto bastante?

—Quiero oír esa máquina de tenis tuya y las risas de las mujeres achispadas. Quiero oír a la señora Shand regañar a los camareros del Club Náutico… Si invierte aquí, lo perderá todo.

—Quizá, pero antes de irnos, echemos un vistazo al club deportivo. Está casi en ruinas, pero tiene posibilidades.

Pasamos por el puerto y entramos en el patio delantero del club deportivo. En la entrada había un solo coche estacionado, pero parecía que el edificio estaba desierto. Salimos del Porsche y caminamos alrededor de la piscina vacía; el suelo en pendiente exponía al sol unos azulejos polvorientos. Unas hebillas para el pelo y unos vasos de vino se amontonaban alrededor del desagüe, como si esperaran una corriente de agua.

Crawford se reclinó en una silla al lado del bar al aire libre y me miró mientras yo probaba la elasticidad del trampolín. Bien parecido y afable, me observaba con una expresión generosa pero astuta, como un joven oficial que selecciona a un recluta novato para una misión delicada.

—Muy bien, Charles… —dijo cuando me acerqué a él en el bar—. Me alegro que hayas dado este paseo. Acabas de ver el vídeo promocional que se les pasa a todos los nuevos propietarios de la Residencia Costasol. Persuasivo, ¿no?

—Absolutamente. Es un lugar muy, muy extraño. Pero aun así, la mayoría de los visitantes que se den una vuelta no notarán nada insólito. Salvo esta piscina y esas tiendas vacías, todo está extremadamente bien cuidado, la segundad es excelente y no hay ni rastros de graffiti por ninguna parte… la idea del paraíso que hoy tiene la mayoría de la gente. ¿Qué ha pasado?

—¡Nada! —Crawford se echó adelante. Hablaba en voz baja, como si no quisiera perturbar el silencio—. Dos mil quinientas personas se han mudado aquí, la mayoría ricas y con todo el tiempo del mundo para hacer las cosas que soñaban en Londres, Manchester y Edimburgo. Tiempo para jugar al bridge y al tenis, para tomar ciases de gastronomía y arreglos florales. Tiempo para pequeñas aventuras, pasear en barco, aprender español y jugar a la bolsa en el mercado de Tokio. Vendieron y compraron la casa de sus sueños, trasladaron todo a la Costa del Sol. ¿Y qué pasó después? El sueño se apagó. ¿Por qué?

—¿Son demasiado viejos? ¿O demasiado perezosos para molestarse? A lo mejor lo que querían secretamente era no hacer nada.

—Pero no era lo que querían. Terreno por terreno y chalet por chalet, la Residencia Costasol es mucho más cara que las urbanizaciones parecidas de Calahonda y Los Monteros. Pagan suculentos recargos para tener todas estas instalaciones y centros recreativos. En todo caso, la gente aquí no es tan vieja. No es un pabellón geriátrico. La mayoría tiene poco más de cincuenta… Se jubilaron pronto, vendieron sus acciones o su participación en sociedades, y recibieron un dorado apretón de manos. El complejo Costasol no es Sunset City, Arizona.

—He estado allí. Me pareció un lugar bastante animado. Esos septuagenarios pueden ser muy divertidos.

—Divertidos… —Crawford, cansado, se apretó la frente con las manos. Se quedó mirando los chalets silenciosos de alrededor, los balcones en sombra que esperaban que no ocurriese nada. Tuve la tentación de hacer otro comentario frívolo, pero advertí en él una preocupación casi impaciente por los vecinos de la residencia. Me recordaba a un funcionario colonial de la época del Imperio, delante de una tribu próspera aunque perezosa qué se negaba inexplicablemente a abandonar sus barracas. La venda del brazo le había manchado de sangre la manga de la camisa, pero era evidente que no tenía interés en sí mismo y que lo impulsaba un fervor que parecía completamente fuera de lugar en esta tierra de jacuzzis y piscinas con trampolín.

—Crawford… —traté de tranquilizarlo—. ¿Acaso importa? Si quieren pasarse la vida amodorrados con el volumen bajo, déjalos…

—No… —Crawford se detuvo y me tomó la mano—. Sí que importa. Charles, así va el mundo. Has visto el futuro, y no funciona ni pasa nada. Los Costasoles de este planeta se están extendiendo. Los he recorrido en Florida y Nuevo México. Tendrías que visitar el complejo Fontainebleau Sud en las afueras de París… una réplica de estas residencias, pero diez veces más grande. Costasol no es obra de un promotor de pacotilla; fue planeada con cuidado para dar a la gente la oportunidad de una vida mejor. ¿Y qué han obtenido? Muerte cerebral…

—Muerte cerebral, no, Bobby. Ésas son palabras de Paula. La Costa del Sol es la tarde más larga del mundo, y ellos han decidido pasarla durmiendo.

—Tienes razón. —Crawford habló en voz baja, como aceptando lo que yo había dicho. Se sacó las gafas de aviador y miró la luz fuerte que se reflejaba en los azulejos de la piscina—. Pero me propongo despertarlos. Ése es mi trabajo, Charles… no sé por qué lo he elegido, pero me topé con una manera de salvar a la gente y devolverle la vida. La probé en Estrella de Mar y funcionó.

—Quizá. No estoy seguro. Pero no aquí. Estrella de Mar era un lugar real. Ya existía antes de que Betty Shand y tú llegarais.

—La Residencia Costasol también es real. Demasiado real. —Crawford recitó obstinadamente un credo problemático, enumerando razones que, suponía yo, había ensayado muchas veces, una amalgama de best-sellers alarmistas, editoriales del Economist y unas cuantas intuiciones obsesivas que había ensamblado en el balcón ventoso de su propio apartamento—. Los sitios a donde uno escapa de las ciudades están cambiando. El plan de la ciudad abierta pertenece al pretérito… no más ramblas, no más islas peatonales, no más orillas izquierdas ni barrios latinos. Avanzamos hacia una época de rejas de seguridad y espacios amurallados. En cuanto a la vida, la dejan en manos de nuestras cámaras de seguridad. Echan llave a las puertas y apagan el sistema nervioso. Yo puedo liberarlos, Charles, con tu ayuda. Podemos empezar aquí, en la Residencia Costasol.

—Bobby… —Crawford clavaba en mí una atractiva mirada de color azul marino con una curiosa mezcla de amenaza y esperanza—. Yo no puedo hacer nada. He venido a ayudar a Frank.

—Lo sé, y lo has ayudado. Pero ahora ayúdame a mí, Charles. Necesito alguien que vigile por mí, que mantenga los ojos abiertos y me avise si voy demasiado lejos… el papel que tenía Frank en el Club Náutico.

—Mira… Bobby, no puedo…

—¡Sí que puedes! —Crawford me sujetó de las muñecas y me atrajo hacia él por encima de la mesa. Detrás de esta súplica había un extraño fervor misionero que le flotaba en la mente como las visiones palúdicas del joven funcionario colonial, al que tanto se parecía, y que pedía ayuda a un viajero de paso—. Tal vez fracasemos, pero intentarlo vale la pena. La Residencia Costasol es una cárcel, como la de Alhaurín de la Torre. Estamos construyendo cárceles en el mundo entero y las llamamos urbanizaciones de lujo. Lo asombroso es que las llaves están todas dentro. Yo puedo ayudar a la gente a abrir los cerrojos y salir otra vez al mundo real. Piensa, Charles… si funciona, puedes escribir un libro, un aviso al resto del mundo.

—El tipo de aviso que nadie se molesta en escuchar. ¿Qué quieres que haga?

—Que te ocupes de este club, Elizabeth Shand lo ha arrendado… lo reabrimos dentro de tres semanas. Necesitamos a alguien que dirija el lugar.

—No soy la persona indicada. Necesitas un verdadero gerente. No sé contratar ni despedir empleados, ni llevar la contabilidad ni dirigir un restaurante.

—Aprenderás pronto. —Crawford, seguro de que me había reclutado, señaló el bar con cierto desdén—. Además, no hay ningún restaurante, y Betty se ocupará de contratar y despedir al personal. No te preocupes por la contabilidad… David Hennessy tiene todo eso bajo control. Únete a nosotros, Charles. Una vez que pongamos en marcha el club de tenis, lo demás vendrá solo. La Residencia Costasol volverá a la vida.

—¿Después de unos cuantos partidos de tenis? Aquí podrías montar el torneo de Wimbledon y nadie se enteraría.

—Sí, Charles, se enterarían. Naturalmente que habrá más que tenis. Cuando organizaron el complejo Costasol faltaba un ingrediente.

—¿Trabajo?

—No, trabajo no, Charles.

Esperé mientras él miraba los silenciosos chalets que rodeaban la plaza. Desde los postes de alumbrado las cámaras seguían a los coches que salían del centro comercial. El rostro abierto y entusiasta de Crawford parecía tocado por una determinación que también a Frank tuvo que parecerle intrigante. El modesto club deportivo con aquellas destartaladas pistas de tenis y la piscina vacía estaba a años luz del Club Náutico, pero si aparentaba ocuparme de él me acercaría a Crawford y a Betty Shand y podría al fin retomar el camino que había llevado al incendio de la mansión Hollinger y a la absurda confesión de Frank.

Un yate entraba en el puerto, un balandro de casco blanco con las velas recogidas. Gunnar Andersson estaba al timón; la figura de hombros estrechos, era tan alta como el palo de mesana, y la camisa le flotaba como un jirón de vela rota. El barco parecía descuidado y tenía el casco manchado de petróleo. Supuse que Andersson había navegado por la ruta de los petroleros desde Tánger. Después noté que un trozo de cinta amarilla ondeaba en la barandilla de proa, la última de las cintas de la policía que habían estado enrolladas alrededor del barco.

—Es el Halcyon, el balandro de Frank… ¿qué hace aquí?

Crawford se puso de pie y saludó a Andersson que respondió quitándose la gorra.

—Hablé con Danvila, Frank está de acuerdo en que el puerto de Costasol es más seguro para el yate… sin turistas que corten tiras de jarcias. Gunnar va a trabajar en el varadero y reparará todos esos motores artríticos. Con un poco de suerte, conseguiremos que la regata Costasol sea el espectáculo más esnob de la cosía. Créeme Charles, lo que la gente necesita es aire de mar. Vaya, aquí está Elizabeth, cada día más guapa. Es evidente que el bratwurst le cae bien…

La limusina Mercedes entraba en el parque del club deportivo. Betty Shand yacía apoyada en la tapicería de cuero; un sombrero de ala ancha le ocultaba el rostro velado, una mano enguantada sujetaba la agarradera del asiento del pasajero como si le recordase al enorme coche quién era su legítima dueña. El magrebí moreno estaba al volante, y los dos jóvenes alemanes en el asiento de detrás. Cuando el coche se detuvo junto a la escalera, Mahoud tocó la bocina y al cabo de un instante David Hennessy y las hermanas Keswick emergieron del restaurante tailandés. Se encaminaron juntos hacia el club con un fajo de folletos inmobiliarios bajo el brazo.

El equipo se estaba reuniendo en la plaza central de la Residencia Costasol: Crawford, Elizabeth Shand, Hennessy y las hermanas Keswick, todos dispuestos a discutir los distintos planes para el complejo y los residentes. El encargado del restaurante tailandés saludó con la mano a los comensales que partían; empezaba a darse cuenta de que los menús cambiarían pronto.

—Betty Shand y las Keswick… —comenté—. Los frutos de mar serán muy buenos.

—¿Charles? Sí, las chicas Keswick se harán cargo del tailandés. Saben lo que la gente necesita, y eso siempre es una gran ayuda. Bueno, ¿has pensado si quieres trabajar para nosotros?

—De acuerdo —dije—. Me quedaré hasta el juicio de Frank. Pero que no sea demasiado arduo.

—Por supuesto que no. —Crawford se inclinó sobre la mesa y me tomó por los hombros, sonriendo con franca satisfacción; durante un instante sentí que me había convertido para él en la persona más importante del mundo, el amigo que venía a ayudarlo. Mientras me sonreía con orgullo, tenía una cara que parecía casi adolescente, el pelo rubio en desorden, los labios abiertos por encima de unos dientes inmaculadamente blancos. Me apretó con manos fuertes y me habló en un torrente de palabras exaltadas—. Sabía que aceptarías, Charles… tú eres la persona que necesito. Has visto mundo, comprendes cuánto tenemos que hacer para ayudar a esta gente. A propósito, el trabajo incluye una vivienda. Te buscaré una con pista de tenis, así podremos jugar unos partidos. Sé que eres mucho mejor de lo que aparentas.

—Pronto lo verás, A propósito, podrías pagarme un pequeño salario. Gastos para vivir, alquiler del coche y esas cosas. Como no gano nada en ninguna parte…

—Desde luego. —Crawford se echó atrás y me miró, con cariño mientras Elizabeth Shand hacia su entrada imperial en el club—. David Hennessy ya te ha preparado el primer cheque. Créeme, Charles, hemos pensado en todo.