6
Rechazos fraternales
Los pueblos de jubilados se alzaban junto a la carretera, embalsamados en un sueño de sol del que no despertaban nunca. Cuando iba por la costa hacia Marbella, me parecía que estaba moviéndome por una zona mucho más accesible para un neurólogo que para un escritor de libros de viajes. Las fachadas blancas de las villas y apartamentos eran como bloques de tiempo que se habían cristalizado al borde de la carretera. Aquí, en la Costa del Sol, jamás volvería a pasar nada, y las gentes de los pueblos eran ya fantasmas de sí mismos.
Esta lentitud glaciar había afectado mis intentos de sacar a Frank de la cárcel. Tres días después del entierro de Bibi Jansen, salí del hotel Los Monteros con una maleta de ropa limpia para Frank, que acudía esa mañana al juzgado de Marbella. Había preparado la maleta en el apartamento, tras un cuidadoso registro del guardarropas. Había camisas rayadas, zapatos oscuros y un traje de calle, pero las prendas sobre la cama parecían elementos de un disfraz que Frank había decidido desechar. Rebusqué en los cajones y en el colgador de corbatas, incapaz de decidirme. El auténtico Frank, mucho más escurridizo, había dado la espalda al apartamento y a su polvoriento pasado.
En el último momento, incluí unos bolígrafos y un bloc de papel; esto último sugerido por el señor Danvila con la vana esperanza de que Frank se retractara. Frank iba a ser trasladado a Málaga para asistir a la vista, una identificación formal de las cinco víctimas por parte del inspector Cabrera y los patólogos que habían llevado a cabo la autopsia. Después, me dijo el señor Danvila, podría hablar con él.
Mientras me detenía en una callejuela detrás de los juzgados, pensaba en lo que podría decirle. Después de más de una semana de detective aficionado, no había llegado a ninguna conclusión. Ingenuamente, había supuesto que la unanimidad con que los amigos y colegas de Frank sostenían su inocencia, haría surgir la verdad, de algún modo, pero de hecho esa unanimidad sólo había añadido otra capa de misterio al asesinato de los Hollinger. No sólo no había abierto el cerrojo de la celda; lo había cerrado con doble vuelta de llave.
A pesar de todo, cinco personas habían sido asesinadas por alguien que muy probablemente seguía caminando por las calles de Estrella de Mar, seguía comiendo sushi y leyendo Le Monde, seguía cantando en el coro de una iglesia o modelando arcilla en una clase de cerámica.
La vista en el tribunal, como inconsciente de todo esto, discurría interminablemente: una figura geométrica de crípticos procedimientos que evolucionaba, daba media vuelta y regresaba al punto inicial. Abogados y periodistas, defienden cada uno una física opuesta en la que el movimiento y la inercia se invierten por sí solos. Me senté detrás del señor Danvila, a pocos metros de Frank y el traductor, mientras declaraban los patólogos, abandonaban el estrado y volvían a declarar, cuerpo tras cuerpo, muerte tras muerte.
Yo observaba a Frank y me sorprendía lo poco que había cambiado. Esperaba verlo flaco y decaído, después de tantas horas grises sentado solo en la celda, y con la frente arrugada por la tensión de seguir con aquella comedia absurda. Estaba más pálido, a medida que el sol de Estrella de Mar le desaparecía de la cara, pero parecía tranquilo y en paz consigo mismo. Me sonrió abiertamente y me dio un apretón de manos que la escolta policial se apresuró a interrumpir. No participó en los procedimientos, pero escuchó con atención al traductor, recalcando para beneficio del juez el papel protagónico que él había tenido.
Cuando salió de la sala me saludó con la mano, animándome, como si yo tuviera que entrar en el despacho del director del colegio después que él. Esperé en un duro banco del pasillo mientras decidía evitar el enfrentamiento directo. Bobby Crawford tenía razón al decir que era Frank quien debía tomar la iniciativa, y que si yo me limitaba a ser simpático, quizá lo obligase a mostrar las cartas.
—Señor Prentice, tengo que disculparme… —El señor Danvila se acercó corriendo, con huellas de un nuevo revés en la cara compungida. Las manos palpaban el aire como si buscaran la salida de este caso cada-vez-más-confuso—. Disculpe que lo haya hecho esperar, pero hay un pequeño problema…
—¿Señor Danvila…? —traté de calmarlo—. ¿Cuándo podré ver a Frank?
—Tenemos una dificultad. —El señor Danvila parecía buscar unos maletines ausentes, como si quisiera cambiarlos de mano—. Me cuesta mucho decírselo, pero su hermano no quiere verlo.
—¿Por qué no? No lo creo. Todo esto es cada vez más absurdo.
—Pienso lo mismo, señor. Estuve con él hace un momento y me lo ha dicho muy claro.
—Pero ¿por qué? Dios mío… ayer mismo me dijo que estaba de acuerdo.
Danvila señaló una estatua en un nicho próximo, como si invocara el testimonio de aquel caballero de alabastro.
—Hablé con su hermano ayer y anteayer, y no se negó hasta ahora. Lo siento, señor Prentice. Su hermano tiene sus razones. Yo lo único que puedo hacer es asesorarlo.
—Es ridículo… —Me dejé caer en el banco, cansado—. Está decidido a condenarse. ¿Y qué pasa con la fianza? ¿Hay algo que podamos hacer?
—Imposible, señor Prentice. Son cinco asesinatos y una confesión de culpabilidad.
—¿Podemos conseguir que lo declaren loco? ¿Mentalmente incapaz?
—Es demasiado tarde. La semana pasada hablé con el profesor Xavier del Instituto Juan Carlos de Málaga… un conocido psiquiatra forense. Estaba dispuesto a examinar a Frank con autorización del juez. Pero Frank se opone. Insiste en que está completamente cuerdo. Señor Prentice, lamento decirlo, pero coincido con él…
Aturdido por todo esto, esperé fuera de los juzgados con la esperanza de ver a Frank mientras lo llevaban a uno de los furgones policiales que lo trasladaría de regreso a Málaga. Pero después de diez minutos, renuncié y volví al coche. El desaire duele. La negativa de Frank no sólo era un rechazo a mi papel tradicional de hermano mayor protector, sino un signo evidente de que él deseaba alejarme de Marbella y Estrella de Mar. Alguna lógica absurda lo empujaba a pasar décadas de confinamiento en una prisión provinciana española, una ordalía que parecía estar esperando con una calma incomprensible.
Volví a Los Monteros y caminé por la playa, una franja desolada de arena de color ocre, cubierta de maderas y cajones cargados de agua, como despojos de una mente revuelta. Después de almorzar dormí toda la tarde en mi habitación hasta que a las seis me despertaron los ruidos de las pistas de tenis. Me incorporé y me puse a escribir una de mis más largas cartas a Frank, reafirmando mi fe en su inocencia y pidiéndole por última vez que retirara la confesión de un crimen tan atroz que ni siquiera la policía pensaba que lo hubiese cometido él. Si no me contestaba, me iría a Londres y volvería sólo para el juicio.
Ya había empezado a oscurecer cuando cerré el sobre; las luces de Estrella de Mar temblaban al otro lado de las aguas oscuras. Mis sentidos despertaron mientras observaba esa península privada con teatros de aficionados y clases de esgrima, un psiquiatra de dudosa reputación y una médica bien parecida pero de cara magullada, un tenista profesional obsesionado con la máquina de saques, y unas cuantas muertes en lugares altos. Estaba seguro de que la muerte de los Hollinger no se explicaba por la relación de Frank con un productor cinematográfico retirado, sino por la naturaleza peculiar del complejo turístico en que había muerto.
Tenía que convertirme en parte de Estrella de Mar, sentarme en sus bares y restaurantes, meterme en los clubes y asociaciones y sentir por las tardes cómo la sombra de la mansión destruida caía sobre mis hombros. Tenía que vivir en el apartamento de Frank, dormir en su cama y ducharme en su cuarto de baño, introducirme en sus sueños mientras éstos rondaban sobre la almohada y por el aire de la noche, esperando fielmente a que él regresase.
Al cabo de una hora había hecho la maleta y pagado la cuenta. Mientras conducía alejándome del hotel Los Monteros, decidí que me quedaría en España al menos por otro mes, cancelaría mis compromisos de trabajo y transferiría algunos fondos de mi cuenta de Londres. Ya sentía una extraña complicidad con el crimen que trataba de resolver, como si no sólo se cuestionara la declaración de culpabilidad de Frank, sino también la mía. Veinte minutos más tarde, mientras salía de la autopista de Málaga y entraba en el camino de acceso al complejo, sentí que volvía a mi auténtico hogar.
Enfrente de la avenida Santa Mónica, a unos cien metros de la entrada del Club Náutico, había un pequeño bar nocturno con una clientela de chóferes, mecánicos y marineros que trabajaban en el puerto. Sobre el bar se alzaba un cartel de cigarrillos Toro, una marca de tabaco fuerte, alto en nicotina. Paré junto a la acera y miré al orgulloso toro negro con cuernos que apuntaban a cualquier aspirante a fumador.
Hacía años que intentaba volver a fumar, pero sin éxito. A los veinte años, el cigarrillo siempre me tranquilizaba o llenaba las pausas de una conversación, pero yo había dejado de fumar después de una neumonía, y los tabúes sociales eran ahora tan fuertes que ni siquiera me atrevía a meterme en la boca un cigarrillo apagado. Sin embargo, en Estrella de Mar las coacciones del nuevo puritanismo parecían menos rígidas. Dejé el motor en marcha, abrí la puerta y decidí comprar un paquete de Toro y probar el poder de mi voluntad contra una convención social intolerante.
Dos chicas con las familiares microfaldas y sostenes de satén emergieron de un callejón junto al bar. Los tacones repiqueteaban contra la acera mientras se acercaban a mí con un leve balanceo, dando por sentado que yo esperaba que me abordaran. Me quedé al volante admirándolas; relajadas y decididas a la vez. Las prostitutas de Estrella de Mar parecían muy seguras de sí mismas, no les preocupaba la posible presencia de la policía, y eran muy diferentes de las mujeres de la calle de otros lugares del mundo, casi analfabetas, nerviosas, con marcas en la piel y tobillos débiles. Tentado por las dos chicas, que seguramente sabrían algo del incendio de la casa Hollinger, esperé a que se acercaran. Pero en cuanto llegaron a la luz, reconocí las caras y me di cuenta de que sus cuerpos desnudos no tenían nada que pudiera sorprenderme. Ya las había visto desde el balcón del apartamento de Frank, en las tumbonas de la piscina mientras chismorreaban por encima de las revistas de moda y esperaban a sus maridos, socios de una agencia de viajes en el paseo Miramar.
Cerré la puerta y conduje a lo largo de la acera hacia las mujeres, que adelantaron los pechos y muslos como azafatas de unos grandes almacenes que invitan a probar alguna exquisitez. Cuando las dejé atrás, saludaron con la mano las luces traseras y entraron en un portal oscuro del callejón.
Me quedé sentado en el parque del Club Náutico escuchando el ritmo incesante de la música de la discoteca. ¿Esas dos mujeres estaban jugando, tratando de excitar a sus maridos, como una versión moderna de las damas lecheras de María Antonieta, pero esta vez haciéndose pasar por prostitutas? ¿O eran auténticas? Se me ocurrió que los residentes de Estrella de Mar a lo mejor no eran tan prósperos como parecían.
En la colina, debajo del club, sonó una alarma, penetrante como el canto nocturno de una cigarra metálica. La sirena de respuesta de la patrulla de seguridad gimió entre las palmeras como un alma en pena y flotó por encima de las casas oscuras. Crímenes anónimos perturbaban el sueño de Estrella de Mar. Pensé en las favelas, las violentas barriadas en las alturas de Río. Recordaban a los ricos que dormían en lujosos apartamentos un mundo todavía más elemental que el del dinero. Aun así, yo nunca había dormido tan profundamente como en Río.
Las puertas de la discoteca se abrieron de pronto y la música estroboscópica se derramó en la noche. Dos hombres, a primera vista dos camareros españoles, retrocedieron y se apartaron del resplandor mientras una pareja joven corría hacia el parque. Los hombres vacilaron junto a un macizo de flores, como listos para orinar sobre las cañas, con las manos metidas en los bolsillos de los chaquetones y moviendo los pies, con esos pasos rápidos e inquietos de los traficantes que esperan a sus clientes.
La terraza de la piscina estaba desierta; el agua se acomodaba para pasar la noche. Llevé mis maletas hasta la puerta del ascensor, detenido en la tercera planta, donde además del apartamento de Frank había dos oficinas y la biblioteca del club. Nadie, ni siquiera en Estrella de Mar, pedía un libro después de medianoche. Esperé el ascensor, bajé en el tercer piso y miré por las puertas de vidrio las estanterías repletas de olvidados best-sellers y los expositores con ejemplares del Wall Street Journal y del Financial Times.
En la puerta del apartamento, la mullida alfombra que esa misma mañana la criada había limpiado con el aspirador, tenía marcas de tacones de aguja. Mientras abría la puerta, advertí una luminiscencia en el dormitorio, como de una lámpara débil. El haz del faro de Marbella barría la península e iluminaba los techos de Estrella de Mar. Metí dentro las maletas, cerré silenciosamente la puerta detrás de mí y eché el pestillo. La luz de la luna se derramaba sobre los muebles como un manto de polvo. Un aroma suave flotaba en el aire; reconocí las afeminadas lociones para después de afeitarse que tanto gustaban a David Hennessy.
Entré en el comedor escuchando mis propios pasos que me perseguían por el parqué. Los botellones de whisky estaban en el aparador de madera oscura, un mueble favorito de mi madre que Frank había traído a España. Toqué en la oscuridad los cuellos de cristal de los botellones. Uno tenía el tapón flojo; el vidrio estaba todavía húmedo. Probé el sabor dulce de la malta tratando de que mis oídos se adaptaran al silencio del apartamento.
La criada había ordenado el cuarto y abierto la cama como si estuviese esperando la llegada de mi hermano. Transportada por la evocación de Frank, se había acostado y había apoyado la cabeza en la almohada mientras dejaba que sus recuerdos vagaran por el techo.
Dejé las maletas en el suelo y alisé la almohada antes de entrar en el cuarto de baño. Busqué a tientas el interruptor en la pared y sin querer abrí el botiquín. Por el espejo vi que alguien emergía del balcón, se metía en el dormitorio, y se detenía un momento antes de entrar en la sala.
—¿Hennessy…? —Harto de tanta comedia, salí del baño y fui a oscuras hacia el dormitorio—. Vamos, amigo, encienda la luz, así podremos vernos haciendo payasadas.
El intruso chocó con la maleta, tropezó y cayó sobre la cama. La luz de la luna mostró una falda e iluminó unos muslos femeninos. Una mata de pelo negro cubrió la almohada y un olor a miedo y sudor flotó en el aire. Me agaché y agarré a la mujer por los hombros tratando de levantarla, pero un puño duro me golpeó debajo del esternón. Caí sobre la cama sin aliento mientras la mujer se apartaba de mí de un salto. Estiré la mano, la aferré por la cadera, la empujé contra las almohadas y le sujeté las manos contra el cabezal, pero consiguió soltarse y la lámpara de mesa cayó al suelo.
—¡Déjame! —Me apartó las manos y la breve luz del faro descubrió una barbilla enérgica y unos dientes feroces—. Te lo dije… ¡no seguiré adelante con este juego!
La solté y me senté en la cama mientras me frotaba la dolorida boca del estómago. Volví aponer la lámpara sobre la mesa, acomodé la pantalla y encendí la luz.