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La dama junto a la piscina

Elizabeth Shand, con la cara en sombras bajo el sombrero de ala ancha, dormitaba en la mesa del almuerzo al lado de la piscina. El traje de baño color marfil le acentuaba el blanco inmaculado de la piel; como una cobra enjoyada y semidormida en un altar, me observó mientras yo me acercaba por el jardín, y empuñando una botella de aceite se puso a untar las espaldas de los dos jóvenes que estaban estirados detrás de ella. Mientras les masajeaba los hombros musculosos, ignorando sus murmullos de dolor, parecía que estuviese cepillando a un par de lustrosos perros de carrera.

—La señora Shand lo recibirá ahora. —Sonny Gardner me esperaba en la piscina y me indicó que me acercara—. Helmut y Wolfgang… dos amigos de Hamburgo.

—Me extraña que no lleven collar de perro. —Eché un vistazo a la cara vigilante y aniñada de Gardner—. Sonny, hace días que no te vemos por el Club Náutico.

—La señora Shand decidió que trabajara aquí. —En aquel momento se oyó un trino en la pérgola de rosales y Sonny se acercó el teléfono móvil a la boca—. Un poco más de seguridad después del incendio de los Hollinger…

—Buena idea. —Me volví y observé la hermosa mansión que se alzaba sobre Estrella de Mar y el imperio Shand—. Sería una lástima que esto también se incendiase.

—Señor Prentice, acérquese… —Elizabeth Shand me llamaba desde el otro lado de la piscina. Se limpió las manos con una toalla y palmeó en el trasero a los jóvenes alemanes, despidiéndolos. Pasaron a mi lado mientras yo rodeaba la piscina, pero evitaron mirarme, inmersos en sus propios cuerpos y en el juego del músculo y el aceite. Corrieron por la hierba, abrieron una puerta enrejada y entraron en el patio de un anexo de dos plantas contiguo a la mansión.

—Señor Prentice, Charles, venga, siéntase a mi lado. Nos encontramos en ese funeral espantoso, pero es casi como si lo conociera desde hace tanto tiempo como a Frank. Me alegra verlo, aunque lamento no tener nada útil que añadir a lo que ya sabe. —Llamó a Gardner con el dedo—. Sonny, trae unas copas…

Mientras me sentaba al lado de ella me miró cándidamente, haciendo un inventario que empezó con mi pelo menguante, pasó por los ya borrosos moretones de mi cuello y terminó en los zapatos cubiertos de polvo.

—Señora Shand, le agradezco que me haya recibido. Me preocupa que los amigos de Frank de Estrella de Mar le hayan cerrado casi todas las puertas. Hace tres semanas que estoy buscando algo que pueda ayudarlo, y, para ser sincero, no he encontrado absolutamente nada.

—A lo mejor no hay nada que buscar, ¿no? —La señora Shand me enseñó unos dientes enormes, lo que podía interpretarse como una sonrisa preocupada—. Estrella de Mar puede ser un paraíso, aunque un paraíso demasiado pequeño. No hay tantos recovecos; es una lástima.

—Comprendo. Supongo que no cree que Frank haya incendiado la casa Hollinger…

—No sé qué creer. Es todo tan horrible… No, no puede haberlo hecho. Frank era demasiado dulce, demasiado escéptico con respecto a todo. Quienquiera que haya incendiado esa casa era un fanático…

Esperé mientras Gardner servía las copas y retomaba su ronda por el jardín. En el balcón del anexo los alemanes se examinaban los muslos al sol. Habían llegado de Hamburgo hacía dos días y ya se habían metido en una pelea en la discoteca del club. Ahora la señora Shand los había confinado al anexo, donde podía, literalmente, tenerlos bien agarrados. Se levantó el ala del sombrero y los observó con la mirada posesiva de una patrona que supervisa los ratos de ocio de la servidumbre.

—Señora Shand, si Frank no mató a los Hollinger, ¿quién lo hizo? ¿Se le ocurre alguien que los odiara hasta esos extremos?

—Nadie. Francamente no sé de nadie que quisiera hacerles daño.

—Sin embargo no eran muy populares. La gente con la que he hablado se queja de que eran un poco estirados.

—Eso es absurdo. —La señora Shand hizo una mueca rechazando tamaña tontería—. Él era productor de cine, por todo los cielos. Les encantaba Cannes, Los Ángeles y todo ese mundo de la pantalla grande. Si guardaban las distancias era porque Estrella de Mar se estaba volviendo un poco demasiado…

—¿Burguesa?

—Exactamente. Ahora es todo tan serio, tan clase media. Los Hollinger llegaron aquí cuando los únicos otros ingleses eran unos pocos rentistas y algunos baronets en desgracia. Eran del ancien régime, se acordaban de la Estrella de Mar de antes de las clases de gastronomía y las…

—¿Reposiciones de Harold Pinter?

—Me temo que así es. No creo que los Hollinger se hubieran aficionado alguna vez a Harold Pinter. Para ellos el arte significaba conciertos de gala en California, fundaciones para museos y dinero de Getty.

—¿Y qué hay de los enemigos económicos? Hollinger era dueño de muchas tierras alrededor de Estrella de Mar. Quizá frenasen el desarrollo urbano.

—No, se había resignado a lo que pasaba. Se mantenían al margen. Él estaba contento con su colección de monedas y ella muy preocupada porque los liftings no se le desprendiesen.

—Alguien me dijo que querían vender su parte en el Club Náutico.

—Frank y yo se la íbamos a comprar. Recuerde que el club había cambiado. Frank había traído a un grupo de gente más joven y animada que bailaba a otro ritmo.

—Lo oigo todas las noches cuando trato de dormirme. Sin duda es un ritmo muy animado, especialmente cuando lo interpreta Bobby Crawford.

—¿Bobby? —La señora Shand esbozó una sonrisa casi aniñada—. Un chico agradable, ha hecho mucho por Estrella de Mar. ¿Qué haríamos sin él?

—Me cae bien. Pero ¿no es un poco… imprevisible?

—Eso es lo que necesita Estrella de Mar. Antes de que él llegara, el Club Náutico estaba muerto.

—¿Cómo se llevaba con los Hollinger? Supongo que no les hacía gracia que hubiera traficantes en el club.

La señora Shand miró al cielo, como si esperara que se retirara de su vista.

—¿Hay traficantes?

—¿No los ha visto? Me sorprende. Están sentados alrededor de la piscina como agentes de Hollywood. La señora Shand suspiró, y me di cuenta de que había estado conteniendo el aliento.

—Últimamente hay drogas en todas partes, especialmente en la costa. Cuando el mar se encuentra con la tierra pasa algo nuevo y extraño. —Señaló los pueblos lejanos—. La gente está tan aburrida, y las drogas impiden que se vuelvan locos. Bobby es a veces un poco demasiado tolerante, pero quiere que la gente deje todas esas pastillas que les prescriben gentes como Sanger. Ésas sí que son drogas peligrosas. Antes de que llegara Bobby Crawford, el Valium les salía a todos por las orejas.

—Me imagino que los negocios en general andaban bastante mal, ¿no?

—Terrible. La gente no necesitaba nada más que un tubo de pastillas. Pero se han recuperado. Charles, lamento lo de los Hollinger. Hacía treinta años que los conocía.

—¿Usted también fue actriz?

—¿Tengo pinta de haber sido actriz? —La señora Shand se echó hacia adelante y me palmeó la mano—. Me halaga. Era contable. Muy joven y muy inflexible, liquidé la productora de Hollinger… un barril sin fondo, con toda esa gente en plantilla, comprando derechos de cosas que nunca se filmaban. Después, me pidió que entrara en su empresa constructora. Cuando allá terminaba el boom de la construcción, en los años setenta, aquí empezaba. Eché un vistazo a Estrella de Mar y me pareció prometedora.

—¿Así que Hollinger era muy amigo suyo?

—Tan amigo como puede serlo cualquier hombre. —Hablaba con total naturalidad—. Pero no en el sentido que usted cree.

—¿No había discutido con él?

—¿Qué trata de decir? —La señora Shand se sacó el sombrero como preparándose para una pelea, y me miró sin parpadear—. Dios mío, yo no prendí fuego a esa casa. ¿Es eso lo que sugiere?

—Por supuesto que no, sé que no fue usted. —Traté de apaciguarla, cambiando de táctica antes de que llamara a Sonny Gardner para que la ayudase—. ¿Qué pasa con el doctor Sanger? No he parado de pensar en esa escena del funeral. Era evidente la aversión que todos le tenían, casi como si fuera el responsable.

—Del embarazo de Bibi, no del incendio. Sanger es el tipo de psiquiatra que se acuesta con las pacientes y cree que les hace un favor terapéutico. Se especializa en criaturas drogadas que necesitan un hombro amigo.

—Quizá no provocó el incendio, pero ¿es posible que pagara a alguien para que lo hiciera? Los Hollinger le habían quitado a Bibi.

—No lo creo, pero ¿quién sabe? Lo siento, Charles, no he sido de gran ayuda. —Se levantó y se puso el albornoz—. Lo acompañaré de vuelta a la casa. Sé que está preocupado por Frank. Probablemente se siente responsable.

—No exactamente responsable. Cuando éramos más jóvenes mi trabajo era sentirme culpable por los dos. Y me ha quedado la costumbre, no es fácil quitársela de encima.

—Entonces está usted en el sitio apropiado. —Mientras salíamos de la piscina señaló las playas abarrotadas—. En Estrella de Mar no nos tomamos nada demasiado en serio. Ni siquiera…

—¿Un delito? Hay muchos delitos aquí, y no me refiero al asesinato de los Hollinger. Atracos, robos, violaciones, por mencionar algunos.

—¿Violaciones? Horrible, ya lo sé. Pero hace que las chicas estén más en guardia. —La señora Shand se bajó las gafas para mirarme el cuello—. David Hennessy me contó lo del ataque en el apartamento de Frank. Qué vileza. Parece una gargantilla, de rubíes. ¿Robaron algo?

—No creo que el móvil haya sido el robo. No me lastimaron en serio. Fue sólo una extraña agresión psicológica.

—Eso parece algo bastante actual y de moda. Hay que tener presente que hay mucha delincuencia en estos sitios. Gangsters retirados del East End que no pueden quedarse quietos.

—Pero no están aquí. Eso es lo extraño de Estrella de Mar. Aquí la delincuencia parece obra de aficionados.

—Son los peores de todos… Confunden tanto las cosas que es difícil aclararlas. Para un trabajo decente, confía en un buen profesional.

Detrás de nosotros, Helmut y Wolfgang habían regresado a la piscina. Se lanzaron al agua desde dos de los trampolines e hicieron una carrera hasta la otra punta. La señora Shand les sonrió con aprobación.

—Chicos muy guapos —comenté—. ¿Amigos suyos?

Gastarbeiters. Están en el anexo de la casa hasta que les encuentre trabajo.

—¿Camareros, entrenadores de natación…?

—Digamos que sirven para todo.

Salimos de la terraza y entramos por el ventanal a un salón largo de techos bajos. Recuerdos de la industria cinematográfica cubrían las paredes y la repisa de la chimenea: fotos enmarcadas de entregas de premios y representaciones alegóricas. Sobre un piano de media cola había un retrato de los Hollinger durante una barbacoa junto a la piscina. Entre ellos había una chica atractiva y de aire confiado, con una camisa de manga larga y unos ojos que desafiaban al fotógrafo a que captara el espíritu inquieto que había en ella. Ya la había visto en el televisor del apartamento de Frank, sonriendo con valentía al objetivo de otra cámara.

—Todo un personaje… —señalé el retrato del grupo—. ¿Es la hija de Hollinger?

—Anne, la sobrina. —La señora Shand sonrió con tristeza y tocó el marco—. Murió con ellos en el incendio. Una belleza, podría haber triunfado como actriz de cine.

—Quizá lo hizo. —El chófer esperaba junto a la puerta entreabierta; era un magrebí robusto de unos cuarenta años, evidentemente otro guardaespaldas y me observaba como si todo en mí le molestase, incluso que mirara la limusina Mercedes—. Señora Shand, seguro que usted lo sabe, ¿hay algún cineclub en Estrella de Mar?

—Hay varios. Son todos muy intelectuales. No creo que le atraigan.

—Yo tampoco. En realidad estoy pensando en algún grupo que haga películas. ¿Hollinger filmó algo por aquí?

—Hace muchos años. No le gustaban las películas de aficionados. Pero sí, hay gente que hace cine. Creo que Paula Hamilton es aficionada a la cámara.

—¿Bodas y esas cosas?

—Quizá. Pregúnteselo. A propósito, creo que ella es más adecuada para usted que para Frank.

—¿Por qué? Si casi no la conozco.

—¿Cómo lo diría? —La señora Shand apretó una mejilla fría como el hielo contra la mía—. Frank era terriblemente dulce, pero sospecho que Paula necesita alguien con ciertas tendencias… ¿anormales?

Me sonrió, muy consciente de que ella era para mí una mujer encantadora, deseable y completamente corrupta.