Capítulo 9

 

 

 

Cuando desperté y extendí el brazo, noté que la cama estaba vacía. Prendí la lamparilla y confirmé que, efectivamente, Marcos no estaba allí conmigo. El corazón me dio un sobresalto y me incorporé rápidamente; corrí hasta el salón y lo encontré allí, sentado en el sofá, con el rostro hundido entre las manos y un vaso de agua sobre la mesilla. Al reparar en mi presencia, se volvió y sonrió de un modo distinto.

—¿Te encuentras mal? —le pregunté.

—Un poco.

Caminé hacia él y me senté a su lado, agarrándolo del brazo y apoyando mi mejilla sobre su hombro.

—¿Quieres que llame a un médico?

Negó con la cabeza, despacio.

—No. No hace falta, estaré bien.

Hacía casi un mes que nos habíamos casado y por momentos, Marcos había logrado que olvidase por completo su enfermedad. Hicimos un par de viajes no demasiado lejos de aquí. Su hermano Luis se había empeñado en que una auténtica luna de miel debía llevarnos a desconectar incluso del entorno pero cuanto menos, accedió a nuestra petición de no movernos demasiado lejos, pues no queríamos perder tiempo en terminales, trenes, andenes y aeropuertos. Pasamos cinco días en una casita en la sierra, rodeados de montañas, un fantástico lago cuyas aguas parecían un cristal y un cielo azul como los ojos de Marcos.

El verano se acercaba y el calor nos permitía alargar jornadas en la playa, mucho más atestada de gente,aunque para nosotros dos sólo seguíamos existiendo nosotros dos en un significado muy distinto al que el resto le daba. Todos buscaban allí jolgorio, diversión. Nosotros buscábamos nuestra paz interior.

Marcos me abrazó y colocó su cabeza sobre mi pecho. Le besé en la cabeza y enredando mis dedos entre su pelo, nos dormimos en el sofá.

Una semana más tarde y aprovechando que Marcos no había vuelto a sentirse mal, lo desperté temprano. El cielo aún mostraba un tono anaranjado cuando me senté a horcajadas sobre él y lo besé en los labios. Sonrió pero continuó sin moverse, de modo que descendí hasta su cuello, su torso desnudo y... me sujetó la cara con las manos y me hizo regresar hasta su rostro para volver a besarme.

—¿Tan temprano, Delgado? Eres una abusona.

—Levántate, Saavedra.

—¿Qué hora es?

—No hay hora. Levanta.

Marcos se sentó sobre la cama, sin que yo me hubiera apartado de su regazo y observó la ventana, constatando así lo temprano que era. Pero no me hizo preguntas ni se quejó. Se levantó y, mientras se vestía y se duchaba, yo preparé un desayuno rápido.

Una vez en la puerta, caminé hasta su moto y me monté en el que siempre había sido su asiento. Marcos me miró de un modo sugerente.

—¿Quieres llevarla tú? —me preguntó.

—¿Te fías? Es la única 'mujer' de la que siento celos... Con los mimos que le das.

Marcos se acercó y volvió a besarme en los labios.

—A ti te mimo mucho más, quejica.

—Vale. ¿Te fías de mí?

—¿Has llevado alguna?

Asentí.

—De acuerdo pero no corras.

Nos colocamos el casco y prendí la moto. Había llevado alguna que otra hace ya mucho tiempo, tanto que Marcos hubo de darme alguna que otra indicación pero quería experimentar la sensación de sentirle detrás de mí, aferrado a mi cintura y el viento golpeándome en la cara de un modo distinto a cuando era yo quien viajaba detrás.

Llegamos hasta un viejo polígono abandonado y, sin que ese fuera el lugar planificado, abandoné la carretera. No había un lugar planificado, de modo que qué importaba el dónde. Justo a la entrada del polígono había un pequeño parque con dos columpios y un tobogán roto.

—¿Qué sitio es este? —me preguntó, mientras se quitaba el casco, aún sin bajar de la moto.

Yo sí había bajado ya y caminaba hacia los columpios con una sorprendente determinación. Me volví y me encogí de hombros en respuesta a su pregunta.

Marcos bajó de la moto y me siguió, más despacio. Por momentos no dejaba de fascinarme la confianza ciega que tenía en mí; no cuestionaba nada, no preguntaba nada, no protestaba. Sólo se limitaba a seguirme a cualquier parte.

—¿Sabes que este sitio le parecería a cualquiera un lugar horroroso? —le pregunté, mientras subía al columpio.

Él se sujetó a la barra lateral de la estructura en la que estaban construidos.

—Ya... -respondió—. Cualquiera habría salido huyendo —apostilló con una sonrisa.

—Pero tú no eres cualquiera.

Me senté de costado en el columpio, quedándome de frente la cadena a la que debía aferrarme y, la otra, a mi espalda. Marcos hizo lo mismo en el columpio contiguo y así permanecimos un rato, mirándonos, en silencio.

—Tengo que contarte algo —le dije entonces.

Él guardó silencio y supuse que si le preocupaba lo que tenía que decirle, no me lo expresó.

—Estoy embarazada.

Marcos prolongó el silencio, aunque el brillo que adquirían sus ojos evidenciaba el efecto que aquella noticia había generado en él. 

—¿Y qué vas a hacer?

La voz no le salió al formular la pregunta; sólo fue un susurro.

—¿Por qué me preguntas eso?

Mi tono fue idéntico.

—Porque vas a estar sola, Claudia. Y lo que tú quieras será...

—Tengo muy claro qué voy a hacer, Marcos. Pero quiero saber qué te gustaría a ti que hiciera.

—Tenerlo —me respondió de inmediato—. Dejar que nazca.

—Voy a tenerlo, Marcos. Vamos a tenerlo.

Bajó del columpio de forma apresurada, mientras yo pasaba la pierna hacia el otro lado. Se arrodilló delante de mí y me abrazó con toda la fuerza que le quedaba, mientras, por primera vez desde que le conocía, arrancó a llorar. Dios supo que intenté todo por no acabar igual, por tirar de él en aquel momento en el que se derrumbaba pero no pude y lloramos los dos sin decirnos nada hasta que él fue capaz de apartarse y mirarme, sonriendo pero con los ojos enrojecidos y la cara bañada en lágrimas. Colocó sus manos sobre mis mejillas y yo me arrodillé junto a él.

—Te juro que no le va a faltar de nada —me dijo—, aunque yo no esté. Voy a dejaros la suficiente cantidad económica como para que podáis subsistir bastante tiempo sin pasar incomodidades. No será eterno pero al menos te dará un margen amplio. Pídele ayuda a mis padres cuando los necesites, van a estar ahí para lo que haga falta; a mi hermano. Llévales al niño con frecuencia, por favor. Y háblale de mí...

—Marcos, basta —le pedí, mientras acariciaba su rostro. Bajó la cabeza, incapaz de sostenerme la mirada—. No quiero que me hables de eso. Yo voy a trabajar y a nuestro hijo no va a faltarle de nada.

Marcos sonrió.

—Nuestro hijo... —murmuró.

—Nuestro hijo —le confirmé—. Tenemos muchas cosas que decidir, cosas que atañen a su padre y a su madre. Estamos aquí, juntos y vamos a decidirlas.

—Su nombre —me dijo él tras un lago silencio.

—Me encantaría que lo eligieras tú, aunque yo tengo un par de sugerencias.

—Me muero por oírlas.

—Marcos, si es un chico; Mar, si es una chica.

—Qué original, Delgado.

Sonreí y le golpeé en el hombro de forma cariñosa.

—No soy partidaria de llamar a los hijos igual que a los padres —le aclaré—, me parece una cuestión obsoleta y anticuada pero creo que, dadas las circunstancias, esto es distinto.

—Me parece bien. Sólo estaba bromeando. —A pesar de que sonreía, aún le enjugué un par de lágrimas más—. A mi madre le encantará. ¿Te imaginas la cara que se le quedó cuando Luis le dijo que le pondrían Daphne a su hija?

—Debió ser una parecida al momento en el que tu hermano le regaló un vestido de lentejuelas para tu boda.

Marcos rió y el rostro se le iluminó de nuevo de forma sincera.

—Más o menos. En serio, me encanta.

—Bien, una cosa decidida. ¿Te gustaría que lo bautizásemos?

—No soy demasiado creyente pero... no sé, ha sido un especie de tradición familiar. Me gustaría hacerlo, a menos que tú desees otra cosa.

—Bautizo. ¿Comunión?

—¿No te estás yendo muy allá?

—Quiero tomar contigo todas las decisiones que sean posibles y conciernan a la vida de nuestro hijo. Vengan con dos meses, con dos años o con dos décadas.

—Confío en que con dos décadas sepa tomar sus propias decisiones.

Le miré y sujeté su mano para juguetear con sus dedos. Allí estábamos los dos, a las seis de la madrugada en un polígono abandonado, arrodillados junto a unos columpios, hablando de lo que sería la vida de nuestro hijo, el hijo de Marcos y mío. Justo el tipo de situaciones que habíamos logrado hacer diferentes al resto del mundo; justo el tipo de situaciones que siempre recordaría.

—Sólo me gustaría saber qué harías tú en cada momento, Marcos —le dije al fin—. Me aterra encontrarme en una situación en la que haya de decidir, preguntarme qué te gustaría a ti y no hallar la respuesta.

—Claudia, nuestro hijo vivirá su vida y se encontrará ante mil disyuntivas en las que te pedirá ayuda y consejo. Y no importará si sabrías lo que yo le diría porque vas a ser una madre excepcional y en cada momento decidirás lo mejor para él. Da por sentado que ante cada cosa que le digas, me tendrás detrás tuyo, apoyándote. Siempre.

 

 

*****

 

Tres semanas más tarde ya se lo habíamos dicho a todos, habíamos recibido todo tipo de felicitaciones e incluso regalos. Como no sabíamos si sería niño o niña, el color de la ropita solía ser blanco, amarillo o de esas tonalidad que uno no podía asociar al género de la criatura.

Con el paso de ese mismo tiempo que nos embargó de felicidad con aquella noticia, la salud de Marcos empezó a resentirse. Pronto nuestras salidas alocadas sin destino ni excusa, se convirtieron en serenas tardes en casa, acurrucados en el sofá o en la cama. Él era reacio a acudir a un médico y cuando las cosas se complicaban era el doctor, amigo de la familia de sus padres, el que venía a verlo a casa, entre sus protestas y quejas.

Por lo que me había dicho el doctor, Marcos no se sentía nada bien pero su determinación por no expresarlo resultaba contradictorio para mí. Por una parte quería hablar con él de eso, ayudarle en todo, impedir que se levantase cuando las fuerzas no le daban, apremiarle a pedirme ayuda, a expresar su  malestar sin remilgos. Pero por otro, quería seguir dotando a nuestra vida juntos de normalidad, asustada tal vez por la idea de una pronta despedida. Marcos y yo habíamos vivido en una permanente cuenta atrás pero siempre quise situarla como algo lejano e incierto. Ayudaba a eso la buena energía que él desprendía, sus eternas sonrisas, el ir continuamente de un sitio a otro, sus locas ocurrencias. Pero todo eso empezaba a faltarme y ante mí quedaba sólo la más cruda realidad. Marcos se me iba; se apagaba poco a poco y mi templanza amenazaba con no aguantarlo.

Aquella mañana habían dado las 12 y él no se había levantado aún. Cada vez que eso sucedía, los minutos se convertían en un infierno para mí; temía ir a buscarlo y no encontrarlo ya, del mismo modo que cada noche, al acostarnos, temía que no hubiera un mañana juntos. Pero cuando abrí la puerta, Marcos me miró y extendió la mano. Me acerqué, despacio y traté de sonreír.

—¿Cómo estás, mi vida? —susurré, mientras lo besaba en la frente.

—Llama a mi madre, por favor —respondió él—. Llámalos a todos.

Trató de sonreírme sin llegar a conseguirlo y noté cómo intentaba apretar mi mano. Sujeté la suya y la besé, tragándome las ganas de llorar. Mis emociones eran como un dique a punto de estallar pero Marcos se moría y aunque siempre había confesado no sentir miedo, quise que supiera que estaría ahí para él, que no titubearía a la hora de darle la mano cuando el momento llegase, que podía confiar en mi fortaleza, por mí misma y por su madre, por su padre, por su hermano y por todos cuantos íbamos a necesitar mucha ayuda tras su muerte.

—Todo va a ir bien, ¿me oyes? Todo va a ir bien, Marcos.

Lo abracé con fuerza y le aparté el pelo de la frente. Siempre lo había llevado bastante corto pero en las últimas semanas aquello había dejado de importar. Sus labios pronunciaron algo que su voz no llegó a avalar: <<Te quiero>>.

—Yo también te quiero. Siempre juntos, Marcos. Siempre. Voy a cuidar de tu madre, de nuestro hijo. Voy a hablarle de ti cada día, te lo juro. Puedes estar tranquilo.

Alejandro, Carmen y Luís, así como Diana, llegaron a tiempo para poder despedirse de Marcos antes de que el doctor lo sedase. Él siempre había rehuido cualquier intervención médica pero esta tenía ya como fin únicamente paliar el dolor y cualquier malestar que pudiera estar sufriendo, hacer más llevadero el trance. Y después de una noche descansando a su lado, con la cabeza sobre su pecho y nuestras manos entrelazadas, después de una mañana gris, este llegó. Eran las 14:26 minutos de la tarde del 25 de junio de 2014. 99 días después de nuestro reencuentro. 99 días después de dar con él reparando su moto en el jardín; 99 días después de que me mirase con esos ojos que eran el mismo cielo y me invitase a entrar en su casa. 99 días después de que hiciéramos el amor por primera vez. Y 99 días después del resto de nuestra vida. Era curioso: estudiamos juntos durante cinco años; cada uno hizo su vida durante otros 14. Y sin embargo, nos bastaron 99 días para crear un universo entero, nuestro propio mundo, para conocernos de verdad, enamorarnos, casarnos, concebir un hijo y aprender a vivir, nada menos. Mi marido había sido el maestro más maravilloso que había podido tener para todo eso.

El día de su entierro fue uno de los más extraños de mi vida. Mientras recibíamos visitas expresándonos su pesar por tamaña pérdida, tuve la sensación de que un muro de silencio y soledad se había alzado a mi alrededor. No importaba que aquello estuviera atestado de gente, pues entre todos aquellos rostros no volvería a ver nunca más la luz de esos ojos que se habían convertido en los faros de mi vida. Y era como si la locura en la que habíamos convertido aquellos tres meses juntos hubiera estallado, dejando tras de sí una enorme e incomprensible nada.

Durante muchos de nuestros días juntos, aquellos en los que yo buscaba una tregua para derrumbarme pensando que él no lo sabía y descubriendo que sí, aquella noche que cenamos en casa de sus padres, solía tratar de inculcarme la idea de que el tiempo me prepararía para este día, de que por doloroso que resultase, sabría encajarlo y sólo sentiría una serena tristeza. Pero no fue así. Despedir a Marcos de manera definitiva fue devastador. Necesitaba que él y sólo él se abriese paso entre la gente, me abrazara y me susurrase que todo estaba bien, que no quería verme así y me propusiera una escapada loca a cualquier lugar. Pero aquello ya no ocurriría.

Por la tarde, Carmen, Alejandro, Luís y yo esparcimos sus cenizas en el mar. Por un momento me sentí como una diosa devolviéndole el alma a un hijo. El día era soleado y caluroso; el cielo estaba completamente azul, sin ni una sola nube que se atreviera a empañarlo.

Luis y Alejandro se apartaron un poco, concediéndonos a Carmen y a mí una necesaria intimidad. Ella estaba completamente deshecha en llanto, mientras yo la abrazaba.

—Marcos me dijo un día que su abuela solía compararle con el mar —le dije. Ella alzó la mirada y asintió.

—Revoltoso como las olas —respondió—; sereno como la marea; profundo en sus pensamientos; enigmático por su secretismo... y azul.

—Por sus ojos —apostillé.

—De pequeño solía enfadarse con eso último; decía que él no era un pitufo.

Carmen y yo reímos, evocando aquello ella; imaginándolo yo.

—Tu hijo quería que lo buscásemos en el mar cuando lo necesitásemos, Carmen. Y ya lo ves, hoy está de buen humor. Marcos nos hace saber que está bien.

—Pero yo lo quiero aquí, conmigo —protestó ella, desolada.

La marea, que no había estado llegando a nosotras hasta ese momento, embistió nuestros pies y reculamos un poco, desprevenidas. Miré a Carmen y me arrodillé en el agua, acariciando la fina arena mojada, mientras observaba el horizonte.

—Ya está, cariño —murmuré—. Ya ha pasado todo. No más dolor, no más sufrimiento. Se acabó.

Carmen se agachó a mi lado y me echó el brazo por encima.

—Doy gracias al cielo por que mi hijo te conociera, Claudia. Tenía razón con eso de que eres mágica.

Sujeté su mano y la besé.

—Marcos lo era, Carmen.

Una nueva ola nos embistió en ese momento, llegando a empujarnos.

—Marcos lo es —corregí, gritando—. Lo es porque sigue aquí —añadí en un susurro.

Carmen reía, incapaz no obstante, de dejar que las lágrimas dejasen de recorrerle las mejillas. Me puse en pie y la ayudé también a ella a incorporarse.

—¡Te quiero! —grité—. ¡Te quiero, Marcos Saavedra!

El montón de bañistas que había allí me miraban como si fuese una chalada; buscaban entre ellos, como si el interpelado se encontrase allí. Pero a mí no me importaba nada más que él. Marcos y yo habíamos ignorado siempre a todos aquellos que atestaban la playa cuando estábamos juntos en ella. Y así seguiríamos haciéndolo siempre. Él no estaba allí, entre la gente. Él era mucho más que un cuerpo entre un millón; era una esencia, un modo diferente de entender la vida, vastedad, libertad, amor, todo. Él era mi marido y el padre de mi hijo.

Eché el brazo por encima a Carmen y seguimos los serenos pasos de Luís y Alejandro. A la playa volveríamos todos y cada uno de los días de nuestra vida; en esos soleados de felicidad, en los tormentosos de furia; en los nublados de tristeza y en las noches de secretos cómplices. Siempre volvería a Marcos, como ya lo había hecho una vez. No importaba el tiempo que pasase porque la vida era algo que había de medirse en latidos.

 

 

 

 

MAR

        COS