CAPÍTULO 8

 

 

La cara aún me escocía pero hacía rato que había dejado de llorar. Victoria había venido a buscarme en torno a las 10 de la mañana y después de tres horas en carretera, nos plantamos en casa de mis padres, donde pude descansar algo más y pensar la cosas con pragmatismo. Era el momento de empezar a poner en práctica todo aquello que había convertido en una sólida teoría, doliera o no: aprovechar el tiempo. Nada de prisa pero sí intensidad. Nunca había sido una persona que se lamentase por los errores cometidos o ante la adversidad y si había algo que pudiera rescatar de aquella Claudia era precisamente eso.

Me había dado una ducha y había deshecho el equipaje con las cosas que me había llevado a casa de Marcos para lavar la ropa. Tan pronto como se hubo secado, la recogí de nuevo en mi maleta.

Dos golpecitos en la puerta me interrumpieron momentáneamente pero retomé el ritmo y seguí empacando cosas.

—Adelante.

Marga y Victoria cruzaron el umbral con una curiosa expresión; casi parecían asustadas.

—¿Podemos pasar? —preguntó la primera.

—Adelante —repetí.

—¿Cómo sigues? —quiso saber Victoria.

Ya había hablado con las dos de lo sucedido y por lo visto, en cuanto a amistades se refería, yo iba muy bien servida, cosa que ya sabía. Marga y Victoria habían necesitado apenas unas horas para plantarse en casa de mis padres, aunque yo misma les indiqué que no era necesario. Viki, además, se había tragado mi drama en el camino de regreso.

—Estoy bien —mentí.

Victoria se dejó caer en mi cama, sentada y empezó a guardar las cosas que había allí encima en el interior de mi maleta.

—¿Estás segura de lo que vas a hacer? —preguntó Marga—. Es decir... No quiero que pienses que te juzgo, amiga pero... lamento haber sido una de las precursoras de todo esto. Y creo... que deberías limitarte a valorar lo que has vivido con Marcos y centrarte otra vez.

La miré, apenada. Marga era una persona maravillosa y no dudaba de que una sola de sus palabras no tuviera la firme intención de verme feliz pero mantenía aquel concepto de la vida que yo había abanderado hasta hacía pocas semanas. Centrarme, decía. ¿En qué? Como lo habría definido Marcos, Marga buscaba la forma de planificar cómo ser feliz mientras la vida se le escapaba entre esos planes. Y no dudaba de que ella ya tuviera todo cuanto necesitaba pero sí pensaba que si  fuese consciente y lograse entender la manera en la que Marcos y yo veíamos la cosas, aún podría ser muchísimo más feliz.

Por contra, Victoria me miraba con esa sonrisa cómplice de quien, entendiendo o no entendiendo nada, simplemente te apremia a hacer lo que te nazca porque sabe que en esas pequeñas o grandes locuras está la felicidad. Ella misma había nadado contra corriente más veces de lo que muchos de aquellos que le rodeábamos, entre los que me cuento yo, habíamos llegado a entender. En aquel momento lamenté haber cuestionado cada acto insensato que había llevado a cabo en su vida. Pero sabía que Victoria me perdonaría.

—Marcos es mi vida —respondí al fin—. La he cagado mucho con él. Con todos. Pero haré lo que sea para recuperarle.

—¿Y James? —preguntó Marga—. ¿Qué hay del americano?

Victoria puso los ojos en blanco.

—No le quiero. No me había dado cuenta hasta que topé con Marcos pero no hay lugar para dos personas en un corazón cuando una de ellas lo acapara todo. Con Marcos no hay término medio.

—Él sí está enamorado de ti.

Miré a Marga frunciendo el ceño. ¿Por qué hablaba como si conociera a James?

—Mierda, Marga, déjate de historias —se quejó Victoria, poniéndose en pie—. El americano está aquí.

—¡Viki! —gritó mi otra amiga. Después me miró a mí—. Tu madre nos pidió que no te dijéramos nada. Te ha visto muy agobiada en las últimas horas y como ella no tiene ni idea de lo que está pasando porque no te has dignado en contarle nada, le ha pedido a James que permanezca en el hotel hasta que...

La puerta se abrió en ese momento y James se asomó desde el otro lado. Dios, no podía creerlo.

—Y como puedes ver —concluyó Victoria— tu americano es todo entendimiento y comprensión.

Caminó como una embestida hacia la salida y se marchó, empujando casi a James. Marga me miró y luego la siguió.

James se acercó, visiblemente preocupado y sujetó mi cara entre sus manos.

—¿Qué está pasando, Claudia? —me preguntó—. Llevo semanas sin poder contactar contigo, sin recibir respuesta en los mensajes ni en las llamadas. No me diste el número de tus padres y he tenido que mover cielo y tierra para encontrar este sitio que ni siquiera aparece en los mapas. Y créeme, no es una frase hecha.

—¿Qué estás haciendo aquí?

—Creo que soy yo quien merece alguna que otra explicación —me dijo, soltándome y apartándose un par de pasos hacia atrás—. Te marchas para tres días, cuatro a lo sumo, con el fin de cerrar una maldita compraventa y de pronto me dices que te quedas aquí, que no sabes ni por cuánto tiempo ni si volverás. No coges mis llamadas, no contestas a mis mensajes. ¿Y ahora me reprochas que esté aquí?

—Tienes razón. Me he enamorado de otra persona. Eso pasa.

Joder, mi particular sentido de la justicia estaba en pleno funcionamiento: si Marcos había tenido que sufrir mi nulo tacto, James también lo haría.

—¿Qué?

—No estaba planeado, James, sucedió... Me reencontré con él después de muchos años y... yo qué sé. Simplemente pasó.

James sonrió mientras negaba con la cabeza.

—¿Lo has dejado todo en Nueva York porque estás enredada con alguien?

—No, no estoy enredada con alguien; estoy enamorada de alguien, que es distinto. Y si él me acepta, vamos a casarnos. 

—¿Cómo?

—Mierda, James, ya me has oído. Sé que lo he hecho todo rematadamente mal y sólo puedo pedirte perdón. No... no te quiero y es absurdo prolongar más esto. Quería decírtelo a la cara y eso ha hecho que... que sólo lo haya enredado más para terminar de hacerlo igualmente mal. Lo siento mucho. Tú no merecías esto.

James se rascó la frente y apoyó su cadera sobre el tocador.

—¿Queréis aprovechar todo lo que ya teníamos contratado?

Lo miré, absorta.  Después espetó una carcajada. Evidentemente no estaba hablando en serio.

—¿Quién es? —me preguntó.

—No lo conoces. Es un chico que estudiaba conmigo en el instituto. Nos reencontramos y...

—¿Marcos?

Sentí que la sangre se me helaba al escuchar su nombre en boca de James.

—¿Cómo sabes...?

—¿Es él? Joder, Claudia, no puede ser. Si te han entrado dudas de cara a la boda, dímelo. Podemos hablar las cosas y ya está pero no tienes por qué idear gilipolleces para pararla. Puedes confiar en mí y eso deberías hacer en lugar de salir huyendo como si fueras una cría.

—¿Qué estás diciendo?

—Tu madre me ha dicho que has estado en la costa, visitando a un antiguo compañero de instituto, un tal Marcos. No puede ser él.

—¿Y por qué no?

—¿No es él quien se está muriendo?

Nuevo jarro de agua fría. ¿Cómo sabía eso mi madre? Yo no se lo había dicho en ningún momento y... Marga. Estaba segura de que había sido ella, pues por lo que la propia Marga me había contado, mi madre la llamaba asiduamente para hablar con ella, ante la imposibilidad de hacerlo conmigo en las últimas semanas.

—¿Te vas a casar con él? ¿Me estás hablando en serio?

—De veras que siento hacerte esto, James.

—¿Y cuando se muera qué? ¿Vas a casarte para cuatro días? No pretendo ser un insensible con ese pobre hombre, Claudia pero hay que ser un poco más inteligente. Todo esto es ridículo. —Se acercó más a mí y colocó sus manos sobre mis hombros—. Mira, puedo entender que te hayan entrado los típicos miedos de antes de la boda y... joder, te quiero, Claudia. Puedo llegar a perdonar que te hayas enredado con él, confusa como estás, asustada. Pero nos queremos y podemos hacer un esfuerzo por dejar atrás todo esto e iniciar una vida juntos. Nos va bien en Nueva York. Podemos venir aquí a ver a tus padres cuando quieras y pasar temporadas en España si lo deseas pero tu vida está allí, conmigo, en el bufete. Si las cosas van bien, podrás poner en marcha el tuyo propio, dejar al imbécil de tu jefe de lado y ser tú quien dirija las cosas. Tenemos un futuro fantástico por delante, mi amor. No lo tires por la borda por unos simples miedos. —Yo no dije nada—. Claudia, sé que ahora estás confusa y yo estoy dispuesto a darte todo el tiempo que necesites pero es evidente que a ese tío no le importas nada. ¿Para qué iba a querer casarse contigo, si no? Le da todo igual, destrozar una pareja, confundirte, ponerte entre la espada y la pared. Lo único que está haciendo es aprovechar sus últimos...

—No acabes esa frase, James. No destroces la imagen que tengo de ti. No tienes ni puta idea, de modo que cierra la boca. Marcos no sabía de tu existencia porque lo engañé igual que te he engañado a ti pero... todo lo que acabas de decir, la vida que acabas de dibujar... todo resulta tan vacío, tan superficial... Agradezco tu comprensión, que no hayas perdido los nervios y me hayas llamado de todo; lo habría entendido. Pero sólo puedo decirte lo que siento... y es que prefiero cuatro días con él a 90 años contigo. Porque a su lado, viviría.

—¿Y al mío no? —preguntó, tras un largo silencio.

—Al tuyo sólo respiraría.

Resopló, riéndose y negó con la cabeza.

—Te vas a arrepentir de todo esto, Claudia. Sabes que tengo razón. Cuando él se muera y te veas sola, empezarás a darle vueltas a la cabeza y te darás cuenta del error que estás cometiendo. Y puede que yo ya no esté ahí para ti. Piénsalo.

—No tengo nada que pensar. Pero gracias por venir... pobre hombre.

James se volvió cuando ya salía.

—Así te has referido tú a él pero el único que inspira lástima eres tú.

—¿Y por qué? ¿Porque mi novia me los ha puesto?

—No, seguramente te has quitado una buena de encima. Pero no tienes ni puta idea de lo que es la vida y por más años que pasen nunca lo sabrás.

James asintió, sonriendo y se marchó. Aquella fue la última vez que le vi. No podía considerarle una mala persona, a pesar de las desafortunadas expresiones que había utilizado para referirse a Marcos. Supuse o quise suponer que suficiente aguante había tenido tratando el tema, aunque Marcos fuese el menos culpable en todo eso.

Victoria regresó a la habitación en cuanto James se hubo marchado.

—¿Has roto con él? —me preguntó.

Yo asentí.

—Sí... —murmuré.

—Choca —ordenó, mientras alzaba la mano.

Yo negué con la cabeza y correspondí a su saludo, de mala gana. Tampoco es que quisiera celebrar nada; aquello era algo que debía haber hecho hacía mucho tiempo y de un modo muy diferente.

Marga entró también y me miró. Era curioso: éramos amigas pero la madurez de Marga hacía que siempre necesitase algo así como su aprobación y temía que esta vez esta no llegase. Pero me equivocaba.

—Si has hecho lo que crees que debes hacer, adelante.

Me abrazó con fuera y Victoria se unió a aquel gesto espontáneo.

—Chicas, os necesito para llevar algo a cabo —les dije— o más concretamente, al novio al altar.

—¿Crees que aceptará? —preguntó Marga.

—No lo sé pero no puedo hacer otra cosa más que invertir mi vida en intentarlo.

—Pero si él no...

—¡Oh! ¿Quieres cerrar el pico? —exclamó Victoria, alterada—. Marcos no va a rechazarla porque no es idiota, ¿me oyes? Todo va a salir bien. Y si no acepta, entonces yo me casaré con él para impedir que ninguna otra zorra lo haga.

Reí, mientras negaba con la cabeza.

—Gracias, Viki... tú sí que eres una amiga.

—Lo sé. Para eso estamos. De todos modos, pídele el número de Martín, ¿quieres?

—Martín está casado —replicó Marga.

—¿Y?

—Chicas, ahora la prioridad soy yo, de modo que cerrad el pico.

Reímos y abandonamos mi habitación en cuanto hube acabado con mi equipaje, dispuestas a poner en uso mi penúltimo cartucho. Con Marcos siempre sería el penúltimo.

 

*****

 

Organizar todo aquello me había llevado un par de días,  48 horas que no me permitiesen pararme a pensar, a sopesar riesgos ni temores. 48 horas dedicadas una y exclusivamente a moverme y actuar. Ahora que sólo me faltaba esperar, el estómago se me arrugaba como el pedazo de un papel equivocado. Alcé la mirada y me encontré con la expresión cómplice de Diana. Victoria y Marga permanecían detrás de mí y, con frecuencia, me extendían la mano para estrechármela y confortarme. Mi madre charlaba de forma discreta con la de Marcos, mientras mi padre paseaba por el lugar y el de Marcos permanecía sentado sobre una roca.

La gruta era fría pero el ingente cantidad de velitas que la salpicaban, no sólo la dotaban de una atmósfera mágica, sino que incluso lograban conferirle cierta sensación de calidez. Me había costado un mundo que la mayoría de ellas no se apagasen pero por suerte, el viento había amainado y la marea aún tardaría en subir. A lo lejos escuchaba el rumor de las olas, golpeando contra las rocas. Tratando de evitar la mirada impaciente de don Tomás, única persona autorizada en ese momento para llevar a cabo enlaces matrimoniales en el pueblo, clavé la vista en la entrada de la gruta desde la que se perdía un caminito de velas.

Luis entró a través de él y se acercó hasta mí.

—¿Crees que vendrá? —le pregunté.

—Marcos es muy cabezota —me respondió—. Pero le he colado a una emisaria imposible de rechazar.

Me guiñó un ojo y aunque trató de resultar un gesto cómplice no podía negar que estaba aterrada ante la posibilidad de que no viniera. Pero lo hizo. Habían pasado apenas cinco minutos desde el amago de conversación con su hermano, cuando Marcos se asomó a la gruta, siguiendo a una pizpireta Daphne, que corrió a los brazos de su padre.

—¿Qué está pasando aquí? —preguntó él, incapaz de moverse de su sitio.

Cuando sus ojos se clavaron en mí, avancé despacio hacia él. Pero en aquel momento, Nerea entró tras sus pasos, azorada también, y me detuve en mitad del camino.

—¿Qué ocurre? —quiso saber ella.

Su presencia supuso para mí un duro golpe. Ignoraba por qué estaban juntos pero desde luego no era lo que había esperado y por un momento me quedé completamente en blanco, sintiéndome el ser más ridículo del mundo porque mis padres y los suyos propios estaban ahí. Todos verían su rechazo y cómo me cambiaba por su exmujer en el mismo escenario en el que había preparado nuestro propio enlace. Sin embargo, algo se activó en mi interior cuando Nerea le dio la mano sin que él dejase de mirarme. En el tiempo que llevábamos juntos había aprendido a descifrar cada mirada de aquellos ojos de ensueño. De pronto me dio igual Nerea, me dio igual el ridículo y me dio igual la humillación. Continué avanzando y me planté frente a él.

—Cuando tenía 13 años me enamoré de un chico al que no me atreví a decirle nada —le dije—. El instituto acabó cuando cumplimos los 18; él se marchó y yo me marché. Le perdí. Ya por aquel entonces yo era un desastre con patas. Y sigo siéndolo 14 años después. He sido una imbécil, Marcos y me he equivocado mucho contigo. Pero no quiero perderte otra vez. Y si aceptas... quiero que seas mi marido.

Marcos miró a su madre, que sonrió con tristeza, como si temiera que su hijo fuese a tomarse mal el hecho de haberse convertido en mi cómplice en esto. Después, Marcos me devolvió la atención a mí.

—¿Has preparado una boda?  —preguntó.

Asentí, emocionada y al borde del llanto.

—Nuestra boda —le aclaré.

—Y has traído aquí a todos.

—A todos.

—Dios... —exclamó él.

—No te lo digo porque me sienta orgullosa de haberlo hecho; debió ser mucho antes y debí haberte contado la verdad pero... he dejado a... bueno, he cancelado... ya sabes, todo. No quiero otra cosa más que estar contigo. No me apartes de tu lado, Marcos. Por favor.

Él suspiró profundamente y su silencio logró exasperarme.

—No te cases con ella —le pidió Nerea entonces.

Clavé mis ojos en la ex de Marcos, respondiendo al desafío de los suyos, que me hubieran fulminado si hubiesen podido hacerlo.

—Nerea... —murmuró Carmen, suplicante.

—No hipoteques tu vida por un rato de diversión —continuó diciendo ella—. Recuerda todo lo que hemos vivido, todo lo que hemos pasado juntos.

Marcos la miró, sorprendido, supuse, ante aquella inesperada confesión; o al menos, inesperada para él porque yo había tenido muy claro desde el principio lo que Nerea sentía.

—No funcionó... —respondió él.

—Aprenderemos de nuestros errores —añadió ella, sujetándolo de la cara—. Cuidaré de ti, te velaré y me desviviré por darte tranquilidad y calma, invertiré cada segundo de mi existencia en ayudarte y no en estupideces como plagar una cueva de velas, una maldita idiotez que no te sirve de nada. ¿Esto te parece una boda? —exclamó, soltando a Marcos y acercándose a mí—. Una boda fue el día maravilloso que él y yo vivimos, en una preciosa carpa en el campo con un montón de invitados y... esto es sólo basura, una burla más. Lo que deberías hacer, si le quisieras realmente es dejarlo en paz y entender que estar conmigo es lo mejor para él, que yo sí me preocupo y no me limito a disfrutarlo mientras pueda.

Marcos cerró los ojos y le soltó la mano. Algo me decía que quería intervenir pero estaba dolido conmigo y  supuse que defenderle tampoco le nacía.

—Creo que Marcos tiene edad e inteligencia suficientes como para elegir por él mismo —respondí— aunque a ti sus decisiones te importen un mierda.

—¿La decisión de morir? —exclamó, más alterada.

Marcos resopló, mientras me miraba.

—No —volví a responder yo—, la decisión de vivir. A su manera.

—Nerea —intervino Alejandro, el padre de Marcos—, lo vuestro no funcionó en su día y ahora mi hijo tiene derecho a rehacer su vida, a estar con quien desee.

—Por supuesto. Su hijo elige a esta mujer para pasarlo bien pero a mí cuando se siente mal y creo que eso evidencia en quién confía realmente, quién debe estar a su lado. A quién necesita de verdad.

—¿A qué te refieres? —exigí saber—. ¿Te has sentido mal? —le pregunté a Marcos.

—Hoy se ha sentido mal y ha sido a mí a quien ha llamado, a mí a quien recurrido. No a ti.

—¿Por qué no cierras el pico, harpía? —intervino Victoria.

Mucho había tardado. Marga la sujetó y trató de calmarla pero mi amiga estaba en todo su apogeo.

—Viki... —murmuré yo también.

——Ni Viki ni porras! —gritó ella—. Para empezar nadie te ha invitado aquí y para continuar deberías entender que tu tiempo ya pasó. ¿O quieres que te lo haga entender yo? —continuó, mientras se remangaba.

—Por Dios,Victoria —musitó Marga, espantada.

—Viki, cálmate, por favor —le pedí yo.

Marcos seguía mirándome pero no logró hablar, abrumado por la preocupación de su madre.

—¿No estás bien? —quiso saber esta—. ¿Por qué no has dicho nada, hijo? Todo esto ha sido un error; deberías estar descansando y no aquí... Este montón de locuras no te ayudarán ni...

Me aparté en ese momento y traté de abandonar la gruta, consciente de que allí no iba a suceder lo que había planificado, sintiéndome una idiota por organizar una boda sin contar con el novio. Pero Marcos me siguió y me agarró de la  mano, impidiendo que me fuese. El viento soplaba con algo más de fuerza ahí fuera y yo fijé la mirada en los puntitos de luz que se perdían en la negrura, como si a través de ellos pudiera dar con un camino que amenazaba con desaparecer. Me di cuenta de que Marcos observaba lo mismo que yo.

—Sólo estaba cansado —me aclaró—. Y enfadado.

—Y la has llamado a ella...

Nuestros miradas se encontraron entonces, temerosas de hallar algo que nos impidiera seguir adelante, una dura confirmación que acabase con lo que habíamos construido.

—La he llamado a ella... Estaba furioso contigo, dolido.

—¿Ha pasado algo?

Marcos me miró, mudo y sentí que algo en mí amenazaba con romperse.

—¿Te has acostado con ella? —insistí. Ni siquiera sabía por qué preguntaba aquello. Constatarlo me resultaría devastador. Pero supuse que lo necesitaba.

—No —respondió él, para mi sorpresa—. Ha estado a punto de pasar pero no he podido.

—¿Hasta dónde llegasteis?

Marcos suspiró se llevó los dedos a las sienes.

—Nos besamos. Empezamos a desnudarnos y... cuando la tendí en la cama, sólo era capaz de verte a ti allí sentada, llorando unos días antes mientras yo hacía tu maleta. No pude. Luego llamó Daphne y dijo que viniera a la playa, que siguiera el rastro y que me necesitaba. No entendí nada pero... aquí estoy. Sólo quiero saber algo —añadió, tras un largo silencio.

Lo miré, esperando a que expusiera sus dudas.

—Puedo entender —empezó a decir— que no te atrevieras a decirme que estabas con alguien pero... el hecho de que no lo hubieras dejado... ¿Dudabas sobre si seguir con él cuando yo...?

—No. No, Marcos. Te juro que no. Ni siquiera pienso volver a Estados Unidos. Quiero quedarme aquí —añadí, mirando el mar.

—Marcos... —murmuró Nerea, apareciendo de pronto.

—Lo siento —se disculpó él, volviéndose hacia ella—. No dejo de meter la pata contigo. Pero este es el punto y final.

Ella le miró, desconcertada.

—¿Vas a... casarte con ella? —preguntó—. ¿Aquí?

—Si ella todavía quiere...  —respondió, mirándome.

Nerea se marchó sin mediar palabra y por extraño que resultase, aquello no me supuso ninguna sensación de triunfo.

—¿Quieres casarte conmigo, Claudia Delgado? —me preguntó él.

—¿Cómo voy a decirte que no, si yo misma lo he organizado todo? —reí de forma nerviosa mientras lo abrazaba. Sentirle en aquel momento encajado conmigo me devolvió todo el aire que me había faltado esos días atrás, aunque paradójicamente instaló en mi corazón un silencioso miedo que no reconocería y que, probablemente, Marcos ya sabría: si tan asfixiante se me había hecho su ausencia en pocos días, ¿cómo lograría afrontar la definitiva?

—Te he echado de menos. —murmuró él, con la voz amortiguada.

Se apartó, despacio y me acarició la mejilla, sonriendo con un halo de amargura.

—¿Esto quiere decir que hay boda? —irrumpió Carmen, acompañada ahí fuera por su hijo Luis.

—La hay, mamá. Claro que la hay.

Carmen sujetó a Marcos sin más demora y lo arrastró del brazo hasta la entrada de la gruta.

—Siempre he soñado con acompañar a mi hijo en el día de su boda... con un vestido decente, quiero decir y no con aquel horror con lentejuelas que Luis me compró para tu boda con Nerea.

Luis puso los ojos en blanco, mientras regresaba dentro.

—Estás preciosa, mamá —le dijo Marcos, mientras la besaba en la frente.

—Te quiero, mi vida —respondió ella, emocionada.

—Yo también te quiero.

Caminaron lentamente, recreándose Carmen en cada detalle, en la visión orgullosa de su hijo. Al llegar a aquel improvisado altar —en realidad no había—, abrazó a su padre, a su hermano, a Diana y a Daphne.

—¿Ves como Claudia es mágica? —le susurró a esta última.

La niña lo miró como si no lo entendiera.  Después, los ojos cristalinos y emocionados de Marcos se fijaron en mí, mientras caminaba también del brazo de mi emocionado padre hasta allí. Las palabras de don Tomás se escuchaban mezcladas con el rumor de unas olas a las que di prioridad porque significaban, de algún modo, una extensión más de Marcos, un asidero para el futuro. Repetimos los votos y nos colocamos los anillos; idénticos a aquel que el propio Marcos me había regalado hacía sólo unos pocos días, en mitad de una carretera secundaria cualquiera.  De hecho, el mío era el mismo. Yo se lo había entregado a Luis y este los había colocado en un pequeño cojín que Daphne había traído consigo. Y tras pronunciar el 'sí, quiero' más rotundo de toda mi vida, después de escuchar el suyo, nos besamos. Abracé a Marcos como si aquella fuese a ser la última noche juntos, el tan temido final. Pero no lo era. Aquello era sólo un principio más en una vida juntos que habíamos llenado de inicios.

Nos despedimos de todos con besos y felicitaciones. Al día siguiente comeríamos juntos en casa de sus padres para hacerlo en un lugar más íntimo pero donde al mismo tiempo no faltase nadie. Al día siguiente. Porque aquella noche, Marcos era mío y aquella noche daría inicio nuestra particular luna de miel, que interrumpiríamos sólo para el banquete con los nuestros y que retomaríamos después para no terminarla ya nunca más.

Tomé a Marcos de la mano y caminamos hacia fuera, abandonando aquella bonita gruta que habíamos convertido en nuestro particular santuario. No era una enorme carpa plagada de invitados en algún lujoso paraje. Pero era nuestro. Cuando pisamos la playa, observamos la hilera de velitas que se perdía por la arena, hasta el paseo. Marcos no dejaba de mirarlas.

—Tú las utilizaste para enseñarme el camino hacia ti —le aclaré—. Y yo las utilizo para enseñarte el camino hacia nuestro próximo destino.

—¿Hay que seguirlas?

—Hay que seguirlas.

—¿Hasta dónde?

—No lo sé.

—¿Has puesto... has puesto de esto por todas...? —se interrumpió, incrédulo.

Me encantaba lograr que se quedase sin palabras, que me mirase de esa forma que me hacía sentir única, transmitiéndome un mudo agradecimiento y admiración.

—A decir verdad, he contado con ayuda. Supongo que Luis te pasará la factura de su fisioterapeuta.

Él rió y yo lo sujeté de la mano, siguiendo el camino de puntitos de luz. Cuando llegamos al paseo, comprobamos que continuaban cruzando la carretera y el pequeño parque que allí había.

—Dios... —murmuró Marcos, negando con la cabeza.

—Eso sí, señor Saavedra, tendrá usted que dejar la moto aquí por esta noche; iremos andando.

—No puedo dejar aquí a mi niña —se quejó, mientras me abrazaba.

—Tu niña va a estar bien. Pero tu mujer te reclama.

—Eres increíble, Claudia.

—Lo sé. Pero en serio, tienes que dejarla aquí. El camino era más corto a pie y las velas se me iban de presupuesto. Además, la policía nos puso muchos problemas y... bueno, hay cosas que no tienes por qué saber.

Marcos rió mientras daba media vuelta y empezábamos a caminar, siguiendo aquella peculiar estela. Fue increíble la dimensión que el simple acto de cruzar aquel pequeño pueblecito a pie adquirió de la mano de Marcos. Por momentos, me subía sobre su espalda y corríamos, riendo, gritando; por momentos nos deteníamos y nos comíamos a besos. El camino se hizo deliciosamente más largo hasta que la última velita nos llevó a la puerta de su casa.

Marcos me cogió en brazos, como manda la tradición y entramos en el interior pero todo cuanto encontró allí nada más cruzar la puerta, lo hizo soltarme con suavidad para seguir admirándose. De nuevo los puntitos de luz nos mostraron el camino, esta vez hasta el dormitorio, el baño, la cocina, el cuarto de invitados... Cuando llegamos a la escalera que conducía a la planta superior, el reguero de luces se bifurcaba. Lo tomé de la mano  subí un escalón, consiguiendo así ser un poco más alta que él.

—No importa adónde me lleven esas luces, Marcos; en todos y cada uno de los sitios a los que vaya estarás tú. Siempre.

Se acercó para besarme pero negué con la cabeza, arrastrándole del brazo.

—Un poco de paciencia.

Llegamos hasta la habitación y al entrar se detuvo en el umbral. Las paredes estaban completamente forradas con fotografías de él y mías. Y en el centro, justo sobre el cabezal del lecho, la más antigua de todas: la foto de final de curso en Bachillerato. Casualidad o no, posamos juntos entre aquel nutrido grupo de alumnos y yo había recortado a todos los demás, dejándonos sólo a él y a mí, a dos chiquillos de 18 años sonriendo, más él que yo, mirando al frente y ajenos a todo cuanto nos depararía la vida.
Marcos se acercó a la cama y comprobó que su nombre y el mío se trazaban con un montón inagotable de purpurina. Yo me acerqué y rodeé su cintura con mis brazos.

—Los pétalos están muy vistos —murmuré.

—Y has pensado que embadurnarnos en purpurina es una buena idea —respondió él, sonriendo.

—En realidad ha sido idea de Daphne.

—¿Consultas con una niña de cinco años lo que vas a poner en tu cama en la noche de bodas?

—Bueno, más bien lo consultaba con su madre pero ya sabes cómo son los niños. Ella me aconsejó que adornase la camita de su tío Marcos con purpurina y ¿cómo voy a decirle que no?

—Puedes decirle que sí y después hacer lo que te parezca más conveniente.

—Eso sería mentir. Además, a mí me parece muy excitante. ¿A ti no?

Me coloqué delante de él y me deshice del vestido blanco, al más puro estilo ibicenco, que había llevado ese día.

—Lo cierto es que no lo he hecho nunca en tan brillantes circunstancias.

—Esa es la idea, hacer las cosas de una manera en que nunca las hayas hecho, ¿aún no lo entiendes?

Ni siquiera le di tiempo  a responder. Empecé a desabrochar su camisa mientras mis labios devoraban a los suyos. Sus manos lograban erizar mi piel al deslizarse a lo largo de mi espalda, de mis costados, mis brazos, mis caderas. Caímos sobre la cama y la purpurina se desparramó por todas partes. Cerré los ojos y reí, al igual que Marcos pero enseguida nos olvidamos de todo y nos centramos sólo en nosotros mismos; no importaba si sobre aquella cama había purpurina o piedras, pues en brazos del otro todo resultaba sencillamente perfecto.

No era la primera ni la segunda vez que Marcos y yo hacíamos el amor pero aquella noche algo fue diferente. Y no lo marcaba el hecho de que nos hubiéramos casado porque aquello para nosotros sólo era un símbolo, uno más en una relación que requería de ellos para convertirlos en continuas señales que me guiasen particularmente a mí cuando él ya no estuviera.

La brillantina se adhirió a mi piel cuando el sudor se convirtió en una segunda capa, diseñada por Marcos y compuesta por cada una de sus caricias, de sus besos, sus movimientos sobre mí. Todo allí resultaba delicioso. Lo empujé, volteándolo y acabé encima de él, paseando mis manos por su torso, perdida en una sinfonía de gemidos que él acompañaba a la perfección con su respiración disparada. De pronto Marcos se sentó y me alzó, arrastrándome fuera de la cama.

—¿Qué pasa? —logré preguntar de forma costosa—. ¿Estás bien?

Era increíble. Con la cara llena de purpurina de todos los colores, despeinado y cubierto de sudor, Marcos seguía siendo el chico más guapo que había visto jamás.

—Estoy bien —respondió, sin soltarme de la cintura— pero estoy empezando a comérmela —farfulló, mientras escupía.

No pude evitarlo. Estallé a reír y me dejé llevar hasta la ducha, donde Marcos abrió el grifo del agua caliente que no tardó en cubrirnos, despojándonos de aquel brillo artificial. Me besó en los labios, tratando de refrenar un deseo que se le hacía evidente en la forma de mirarme. Marcos no quería ser brusco conmigo pero yo podía percibir su desesperación por acaparar todo mi cuerpo con sus manos; percibir y comprender porque a mí me pasaba lo mismo con él. Paseé mis manos sobre su embriagador torso, mientras él me sostuvo de las caderas y me alzó, colocando cuidadosamente mi espalda contra la pared.

Sus  manos resbalaban al compás del agua, deslizándose a través de mis muslos, la línea de mis caderas, mi cintura, hacia mis pechos, que buscó también con los labios, con la lengua. Yo fui  incapaz de amarrar un gemido. Agarré  con fuerza su cabello y deleité mi otra mano sobre las líneas de su espalda, sus brazos, su torso. Todo en él era perfecto, necesario y vital para mí. Dos cuerpos destinados a encajar, a trenzarse entre jadeos, lazos de placer y palabras que se escapaban en susurros entrecortados. Él me miraba a los ojos, mientras yo viajaba en volandas de sensaciones únicas, de percepciones nuevas: el tacto cálido de sus manos salvadoras recorriendo mi cuerpo desnudo; su aliento contra mi cara, sus labios bendiciendo cada parte de mi ser. Su presión contra mí se acentuó cuando perdí  la capacidad de respirar, aferrándome a él con más fuerza y los gemidos de Marcos se tornaron para mí en música celestial que me dibujaron una sonrisa en la cara.

Agotado, cesó en su movimiento mientras yo le acariciaba el pelo. El agua seguía descargando sobre nuestras cabezas y las mejillas de ambos estaban cubiertas de rubor, consecuencia del calor que nos abrazaba. Marcos me besó en la clavícula y me dejó apoyar de nuevo los pies sobre la ducha. Las palabras sobraban en un momento así, pues lo que sentíamos era una corriente eléctrica que se transmitía con el más mínimo gesto.