CAPÍTULO 5
A James le costó comprender que, de buenas a primeras, quisiera prolongar mi estancia en España y que lo que debía ser un viaje de apenas unos tres o cuatro días, fuese a acabar transformándose en una estancia indefinida pero me esmeré en hacerle ver que necesitaba aquel parón y pasar una temporada entre mi gente. No podía evitar sentirme enormemente culpable porque sabía que lo justo sería dejarlo con él y entregarme por entero a mi deseo de estar con Marcos pero otra parte de mí me exigía una conversación cara a cara, algo más valiente y justo para él. Lo cierto era no sabía cómo afrontar aquella situación y las mil excusas que lograba conglomerar, sólo me llevaban a darle largas hasta que mi mente estuviera lo suficientemente clara como para tomar una decisión acertada, hiriendo lo menos posible a los demás.
Observé mi teléfono móvil mientras esperaba. Nuevo mensaje de James, para complicar más el lío en mi cabeza: <<No puedo evitar estar preocupado. Me encantaría poder viajar contigo y hablar tranquilamente de lo que te pasa, de cómo te sientes para necesitar esto de repente. Pero me resulta imposible por el momento. Manténme informado de todo, por favor. Te prometo que tan pronto como me sea posible, estaré allí, contigo. Te amo>>.
Paré el móvil, sintiéndome la persona más sucia y rastrera del mundo. Necesitaba mi mejor estado de ánimo para llevar a cabo mi propósito y desde luego, los amorosos mensajes de James no me lo facilitaban.
Después de pasar el día solucionando mil asuntos para poder establecerme en España durante algún tiempo, la noche me tenía frente a la casa de Marcos, en cuyo salón había luz. A última hora de la tarde había preparado algo que quería poner en marcha al caer la noche, de modo que suspiré, lista para cualquier tipo de reacción por su parte cuando supiera que seguía allí, empecinada en mi cometido, y caminé hasta la puerta, a cuyo timbre llamé. Unos segundos después, Marcos me abrió y me miró con expresión asombrada. Vestía una camiseta gris de manga corta y unos pantalones de chándal oscuros. Iba descalzo.
—Vístete, quiero que me acompañes a un sitio.
Di media vuelta, resuelta a esperarle en su jardín pero Marcos me agarró del brazo con suavidad y me miró, con el ceño fruncido.
—¿Qué significa esto?
—Significa que quiero que me acompañes a un sitio.
—Claudia...
—Llevo toda la tarde preparando algo y sería horroroso por tu parte que haya sido para nada. Vístete y ven conmigo. Por favor.
Se llevó los dedos a las sienes y cerró los ojos, exasperado, supuse, ante mi insistencia. Era evidente que no me conocía lo suficientemente bien si pensó que me había rendido sin más. Caminé hasta su moto y me senté sobre el sillín. Me dedicó una larga mirada y, mientras negaba con la cabeza, se introdujo en casa, cerrando la puerta. Por un momento dudé sobre si había ido a vestirse o si había decidido ignorarme e irse a dormir, aunque supuse que, de hacer esto segundo, se dignaría a invitarme a abandonar su propiedad en lugar de dejarme toda la noche allí como si fuera un gnomo de jardín. Por fortuna, no tardó más de cinco minutos en salir, con unos vaqueros y una cazadora de cuero negra; mejor dicho, dos cazadoras de cuero negras, una puesta y la otra en la mano. Me colocó la segunda de ellas por encima al llegar a mi lado, gesto que le agradecí, pues me había pasado de optimista aquella noche con respecto a la temperatura.
—No vas a rendirte, ¿no? —me dijo, mientras preparaba el casco.
—No. Jamás. Puede que no conozcas a Claudia Delgado pero lo harás, créeme. Y no te arrepentirás.
Me miró y aunque quiso sonreírme, debió pensar que así no lograría espantarme. Nos pusimos los cascos y después de colocarme la mochila que había traído conmigo, me agarré a su cintura en cuanto subimos a aquel animal de cilindros y caballos.
—¿Adónde vamos? —me preguntó.
—Sigue mis indicaciones —respondí, rezando interiormente para recordar el camino que había recorrido aquella tarde un par de veces.
Y así fue, el cielo se apiadó de mí y llegamos a un pequeño bosquecillo que quedaba sobre una colina y desde el que podía escucharse el lejano rumor del mar. Las luces del pueblo se divisaban como pequeñas gotitas desde la lejanía en un tapiz de oscuridad pero allí no se veía nada, de modo que bajé de la moto y me arrodillé, buscando algo en la mochila. Encendí la linterna y enfoqué a Marcos, que bajó también de su moto y observó, perplejo, el tinglado que había montado allí: Una sábana rectangular que había atado a las ramas de algunos árboles, creando un lienzo en paralelo con el suelo; un proyector de batería y un edredón sobre la hierba.
—¿Qué es todo esto?
—Túmbate —le indiqué en un tono demasiado imperativo.
—Claudia...
—¿Alguna vez has estado en Noruega? —le interrumpí.
—No —respondió él, mirándome.
Me senté sobre el edredón, bajo la sábana que había colgado y le indiqué con un gesto que se situase a mi lado. Con alguna reticencia, Marcos me obedeció y se sentó conmigo. Coloqué mi mano sobre su pecho y se recostó sin resistencia. Yo hice lo propio a su lado.
—Estuve allí hace un par de años —le expliqué, al tiempo que apagaba la linterna—. Y viví uno de los espectáculos más maravillosos del mundo en el cielo. Pero ninguno comparable al que viví hace exactamente 12 años dos meses y 21 días.
Prendí el proyector y la oscuridad que nos envolvía nos permitió la perfecta visión del Marcos de hace el tiempo anunciado, exponiendo su trabajo sobre auroras boreales. No había sonido pero no importaba.
—¡Dios! —exclamó él—. ¿De dónde has sacado eso?
—Marga y Victoria han movido unos cuantos hilos en el instituto —le expliqué, mientras observaba las imágenes, encandilada—. Guardan todas nuestras exposiciones, ¿Te imaginas lo que harán con ellas?
—A buen seguro ponérselas a las generaciones venideras para que se partan el culo. ¿Cómo conseguiría mi madre que me pusiera ese jersey?
Reímos a carcajadas, transportándonos a una época en la que todo era más sencillo.
—Tranquilo, Saavedra, a buen seguro media clase ni siquiera se fijó en eso; más bien te imaginaban sin el jersey y sin todo lo demás.
Él me miró, riendo aún.
—¡Ups! —exclamé—. ¿He dicho eso en voz alta?
—Sí pero más bien me preocupa lo que pensaba la otra media.
—La otra media tuvo la decencia de aguantarse la risa. Incluso fingían escucharte —añadí, cuando la imagen paseó entre los compañeros de clase.
—¿Qué quieres decir con eso? ¿Acaso tú no me escuchabas?
—Yo sólo podía mirarte y babear. ¿Qué importaban las auroras boreales?
—Oye, ¿y tú qué? No es justo que sólo... ¡Oh, mucho mejor! —se interrumpió, cuando la imagen pasó de él a mí, cinco días más tarde según la fecha que parpadeaba en la esquina inferior izquierda de la pantalla. Mi horrorosa exposición de tiranosaurios.
Marcos sonrió mientras me miraba en el proyector.
—Adelante —lo apremié—. Empieza a escupir.
—No tengo nada que decir. Eras y eres —puntualizó— una chica guapísima.
—¿Bromeas? Mira cuántas pecas. Y ese peinado... ¡Dios! ¿Cómo ibas a fijarte en mí?
Marcos rió de nuevo cuando la estúpida adolescente de la pantalla colocó las manos como si fueran los pequeños bracitos de un tiranosaurio rex.
—¡Dios! —exclamé—. ¡Victoria y Marga no me dijeron nada de eso! ¡Zorras!
—¿Por qué los tiranosaurios? —preguntó Marcos, riendo, con la mano colocada sobre su frente y la otra, sobre su abdomen.
—Y yo qué sé. ¿Por qué auroras boreales?
—Porque me gustan y porque...
—Lo sé.
Por suerte, mi imagen duró poco más en la pantalla y una fascinante aurora boreal la suplió. Marcos atenuó la sonrisa y se quedó embobado, mirándola.
—Tercero de la ESO, hiciste el trabajo de exposición sobre las auroras boreales —dije—. Me encantaba que te tocase salir frente a toda la clase a exponer algo porque era la excusa perfecta para mirarte sin parecer una obsesa. Aquel día nos imaginé juntos bajo uno de los maravillosos espectáculos que mostraste en fotografías, aunque no escuchase ni una sola palabra de lo que dijiste, lo siento. La profesora, doña Carmina Segovia Salazar, te preguntó por qué habías escogido aquel tema y respondiste que te gustaban las auroras boreales, que te encantaban, porque eran magia en el cielo.
Marcos volteó la cabeza y me miró.
—¿Cómo puedes recordar eso? —me preguntó.
—Porque durante un montón de tiempo nos imaginaba cada día debajo de una aurora boreal. Hay multitud de leyendas sobre ellas —añadí—. Una habla del amor entre la diosa romana Aurora y el dios griego Boreas. Según se cuenta, estaban tan enamorados que plasmaron en el cielo el amor que se profesaban.
En aquel momento, entrelacé mis dedos con los de Marcos, que observaba nuestras manos, visiblemente emocionado.
—¿Sabes que según una tradición asiática, la persona que vea una aurora boreal tendrá suerte toda su vida? —continué diciéndole, con los ojos encharcados pero el firme propósito de no llorar. Quería hacer de sus días algo fantástico y no un continuo recuerdo de algo que él ya sabía perfectamente: que se estaban terminando.
Marcos sonrió y volvió a observar la aurora boreal mientras apretaba mis dedos con fuerza y se llevaba mi mano a sus labios, besándola.
—Es increíble... Si hubiera una sobre...
Negué con la cabeza, haciéndole guardar silencio.
—He viso una de verdad y te juro que no cambiaría esto por aquello. El espectáculo en el cielo son sólo luces si la persona que hay a tu lado no logra dotarlas de magia.
Volvió a mirarme, casi con veneración.
—Gracias por todo, Claudia.
Sujeté su cara, mientras el proyector dibujaba sobre ella las suaves tonalidades de la aurora boreal.
—Esto es sólo el principio, Marcos.
Volteó su cuerpo, colocándose frente a mí y me acarició la mejilla.
—¿Por qué eres tan cabezota?
—Porque exijo de ti lo que no me diste en su día —bromeé.
Me acerqué más a él y nuestros labios se encontraron de una forma distinta a la del primer día; no hubo un desafío ni el disfraz de un valor encubierto; no hubo absolutamente nada que se interpusiera. Sólo su aliento, el mío, su piel, la mía. Marcos y yo bajo el cielo de una aurora boreal, con el mar azotando a lo lejos. Nos abrazamos y volvimos a sumergirnos en la magia de un cielo artificial. Nuestro cielo.
*****
El alba empezaba a despuntar ya por el horizonte pero en lugar de regresar a su casa, detuvimos la moto frente al mar. Aquello sí era magia: no todo el mundo podía pisar la fina arena de una playa después de acabar de ver una aurora boreal. Los tonos anaranjados del amanecer teñían el cielo en el horizonte, reflejándose en las embravecidas aguas que arrastraba el viento.
Marcos bajó de la moto y me miró fugazmente, sonriendo, mientras avanzaba hacia la orilla e introducía sus pies descalzos en la espumosa marea que moría allí. Me acerqué a él y abracé su cintura, colocando mi frente sobre su espalda. Él sujetó mis manos y suspiró.
—¿Estás cansado? —le pregunté.
No habíamos dormido en toda la noche y me preocupaba la posibilidad de estar abusando de su aguante pero Marcos negó con la cabeza mientras la volvía ligeramente para mirarme. Le di un beso en la mejilla y le solté, sentándome sobre la arena y buscando en mi mochila, de la que extraje una botella de zumo de naranja y un par de bocadillos que había preparado la tarde anterior. Sólo esperaba que no estuvieran demasiado duros. Marcos se sentó a mi lado y tomó el que le ofrecí, sin dejar de sonreír. Y aquella mañana, prácticamente en silencio la mayor parte del tiempo, desayunamos frente al mar, un pequeño gesto que en aquel momento me llenaba por dentro, más aún viendo la expresión en sus ojos. En las últimas horas sólo lo había llevado a un bosquecillo cercano a observar una proyección en una vieja sábana y ahora lo traía a una playa que él debía haber pisado mil veces para atestiguar el banal acto de la salida del sol pero Marcos me miraba como si hubiera colocado un imperio a sus pies y luego le hubiera bajado el sol con las manos. Y yo no pude evitar fascinarme ante el cariz que tomaban las cosa cuando se les daba la importancia que realmente tenían, sin estar preocupada del tiempo, de las prisas, de absurdos informes o de cerrar compraventas. Por un momento sentí escalofríos al pensar en la gélida carcasa que habíamos puesto a un mundo que discurría fuera de ella, maravilloso y demasiado ajeno para nosotros.
Cuando llegamos a su casa estábamos empapados, después de un par de carreras locas en el agua y una mañana de risas balsámica. Las carcajadas de Marcos y la expresión en sus ojos azules cuando reía se habían convertido para mí en la mejor armadura contra mil pensamientos insanos. Por sorprendente que a mí misma me resultase, no sentía ganas de llorar a cada momento, sino de disfrutar de cada segundo con él, sin importar nada más. Nos dimos una ducha caliente y nos derrumbamos sobre su cama pasadas las diez y media. Abrazada a él, con el rostro hundido entre su cuello, nos abandonamos a un necesario sueño. Dormirme contra su pecho, percibiendo cada uno de los latidos de su corazón, resultaba fascinante.
*****
Cuando se despertó, eran las cinco de la tarde y yo ya llevaba un buen rato en pie, preparando algo parecido a una merienda-cena. Me hubiera encantado arrastrarle a cualquier otro lugar inesperado y sorprendente pero necesitábamos normalizar un poco el ritmo o acabaríamos tan agotados que pasaríamos los días tirados en el sofá. Además, el frío había arreciado ligeramente aquel día, de modo que preparé una velada casera. No necesitaba llevarlo a mil sitios distintos cada día; bastaba con tenerlo a mi lado para que cada día fuese único y mágico.
Marcos se acercó por detrás de mí y colocó sus manos sobre mi cintura mientras yo terminaba de poner la mesa, en la que había colocado un par de velas aromáticas y unas bonitas flores.
—Buenos días —murmuró—. O buenas tardes, ¿qué debería decir?
Me volví y paseé las manos sobre su torso desnudo, buscando sus labios con los míos.
—No digas nada. Y no provoques, Saavedra. Vístete.
Sonrió, mientras se llevaba las manos a la nuca y suspiraba, observando la mesa.
—Claudia...
—Nos conoceremos poco a efectos prácticos, Marcos pero odio cuando empleas ese tono.
Él continuó sonriendo tenuemente.
—Lo de ayer fue... no sé, se me acaban las palabras contigo y eso que yo siempre he tenido mucha labia.
Reí.
—Lo sé. Y estoy encantada con haber conseguido tal efecto.
—Pero no puedo permitir que hagas esto, que te levantes cada día pensando en qué hacer para mí, adónde llevarme, con qué sorprenderme. Va a resultarte agotador y ni...
—¿No sería maravilloso que todas y cada una de las personas de este mundo se levantasen cada día con ese propósito hacia aquel o aquella a quien aman? —lo interrumpí.
Me miró durante unos segundos, sin ser capaz de borrar la sonrisa, con los labios entreabiertos y transmitiéndome el único e infantil pensamiento de que no podía existir nadie más guapo que él en el mundo.
—A quien aman... —murmuró—. Hace tan poco que...
—Ya sé lo que vas a decir. Hace tan poco que nos conocemos... porque lo que vivimos hace 14 años no cuenta, porque éramos personas muy diferentes entonces, apenas niños empezando a vivir. Pero vamos a dejar de preocuparnos de eso, Marcos, vamos a dejar de ponerle nombre a la cosas. ¿Qué siento por ti? ¿Qué importa lo que sea si me hace experimentar cosas maravillosas? Si soy, mínimamente capaz de transmitírtelas a ti. No me levanto cada mañana con el quebradero de cabeza de hacerte reír; me levanto con el anhelo, el deseo y la imperiosa necesidad de sacarte una sonrisa. Tal vez creas que hago esto por ti pero te aseguro que soy mucho más egoísta de lo que piensas. Lo hago por mí, porque quiero, porque lo necesito, porque deseo estar a tu lado y en ningún otro sitio más, con ninguna otra persona más. Déjame estar contigo sin cuestionarlo a cada rato.
Me abrazó con fuerza, con tal necesidad que en aquel momento respiré tranquila, sabiendo que nunca más volvería a intentar apartarme de su lado.
Mientras comíamos, no pude evitar darle rienda suelta a aquella curiosidad que él había saciado el primer día, el de nuestro alocado y pasional reencuentro pero que se reactivaba con cuantas más cosas quería de él.
—Dijiste... que las cosas no habían terminado del todo mal con tu ex. ¿Habéis vuelto a hablar?
Mientras untaba mantequilla en su tostada me miró, sorprendido supongo ante la inesperada pregunta.
—Justo cuando nos separábamos a mí me diagnosticaron la enfermedad y Nerea estuvo ahí durante todo el tratamiento —me explicó. Aquello me dejó sorprendida. Había imaginado una ruptura más traumática y radical, a ella dando un portazo o algo por el estilo—. Cuando recaí y le dije que no iba a seguir con el tratamiento se marchó. Sé que no lo entendió, se enfureció y... bueno... También sé que llama asiduamente a mi madre para preguntarle por mí. Su comportamiento sólo consiguió acentuar mi sensación de culpa para con ella.
—¿Ha rehecho su vida?
—No, que yo sepa. Pero ojalá lo haga.
—¿Crees que aún sigue enamorada de ti?
Marcos me miró y alzó una ceja.
—No, no lo creo.
—¿Y por qué no? Es decir, no se marchó porque ya no te quisiera ni nada por el estilo; sino, simplemente porque ambos buscabais cosas distintas en aquel momento de vuestras vidas. Pero ella siempre estuvo ahí; no ha rehecho su vida y si sigue interesándose es porque te quiere y no...
—¿Estás celosa, Delgado? —me interrumpió él.
Lo había preguntado en un tono jocoso pero lo cierto era que la preocupación planeaba sobre mi cabeza.
—¿Volverías con ella si te lo pidiera? —le pregunté.
Marcos siguió mirándome con la misma expresión.
—No —respondió tras un breve silencio—. Nuestro tiempo pasó, Claudia.
Supongo que percibió la inquietud en mí, de modo que acercó más su silla y sujetó mi cara entre sus manos.
—Dijiste que a veces las cosas no llegan en el momento en el que deberían. Yo creo que siempre llegan en el momento oportuno para ser tal y como han de ser. No es con ella con quien debía estar.
—Tal vez sea conmigo...
—Me encantaría.
La sentencia en las palabras de Marcos lograron hacerme sentir como una basura. Me tranquilizaba, en parte, saber que estaba seguro de no sentir ya nada por su mujer y de dejar las puertas abiertas a lo nuestro, lo que quisiera que fuese y se llamase como se llamase pero Marcos había sido sumamente honesto conmigo desde el primer momento y yo continuaba ocultando una parte de mi vida que él tenía derecho a conocer. A medida que mis sentimientos hacia él crecían, empezaba a tener claro que mi relación con James no tenía sentido alguno y que prolongarla era cada vez más injusto para todos. Encontraría el momento para romper con él y sopesaría lo necesario de contárselo a Marcos. Lo último que deseaba era hacerle sufrir y tenía claro que evitaría cualquier cosa que pudiera conseguirlo. Si James dejaba de ser mi prometido, ya no habría razón para hablarle a Marcos de él. Lo haría en circunstancias normales, claro que sí pero no en las nuestras; con un tiempo limitado y destinado a vivir.
—¿En qué piensas? —me preguntó, sacándome de mis pensamientos. Me besó en los labios y siguió mirándome, esperando una respuesta que no llegaba en mí—. En serio, Claudia, no tienes por qué preocuparte.
Lo abracé con fuerza en una silenciosa petición de perdón y él se limitó a responderme del mismo modo, aunque por otros motivos, tratando de transmitirme tranquilidad y una necesidad de mí que me dejase claro que yo era lo que quería en su vida en aquel momento.