CAPÍTULO 1

 

 

 

El taxi me dejó en la puerta del hotel y en cuanto puse los pies sobre el asfalto, sentí que se me achicharraban como un par de huevos fritos. Apenas habían transcurrido dos días desde mi llegada a la ciudad y ni siquiera había podido pararme a disfrutar lo más mínimo de ella; mucho menos a descansar. Aquel era un viaje esencialmente de negocios y desde el primer momento, tuve claro que el disfrute y el descanso formarían parte de un segundo plano pero el ritmo había resultado tan estresante desde que aterrizase que incluso yo, acostumbrada a aquel frenético ir y venir, me sentía agotada. Estaba empezando a pensar que mi jefe trataba de librarse de mí sin verse obligado a indemnizarme; en pocas palabras: quería matarme.

En cuanto salí del ascensor, de camino a la habitación,  me despojé de los zapatos de tacón que me castigaban los pies y resoplé, aliviada. Acto seguido, introduje la tarjeta en la ranura de la puerta y un siseo inmediato me dio acceso al interior de aquella lujosa habitación.

Me sentí abrumada al entrar, por no decir horrorizada. Mi jefe no escatimaba en gastos a la hora de organizar los viajes de sus empleados pero yo siempre había pensado que todo aquel despilfarro resultaba innecesario, al fin y al cabo, a los clientes no se los recibía en la habitación del hotel, de modo que allí no había necesidad alguna de mantener apariencias. No obstante, al fin y al cabo no era yo quien pagaba, así que tampoco había razón para quejarse más.

Mientras abría el grifo de la ducha, me despojé de las horquillas que mantenían mi moño sujeto y me miré al espejo: una leve sombra surcaba la parte inferior de mis ojos claros. La voz de mi madre repitiéndome que acabaría por ponerme enferma si no empezaba a priorizar mi salud por encima de mi trabajo se repetía una y otra vez en mi cabeza. Aunque detestase admitirlo tenía razón y aunque llevaba prácticamente tres meses sin verla, sabía perfectamente que volvería a decírmelo en cuanto pusiera un pie en casa, algo que pensaba hacer en 24 horas, si todo iba bien.

El sonido de mi teléfono móvil interrumpió mi ansiada entrada en la ducha y aunque estuve a punto de ignorar la llamada, acabé buscando aquel dichoso aparato, inquieta ante la posibilidad de que se tratase de mi jefe, histérico y ansioso por conocer los avances experimentados en la operación que nos atañía. Sin embargo, el nombre que aparecía en la pantalla era el de Marga. Hubiera desechado la llamada, de no ser porque aquel día ya lo había hecho hasta en tres ocasiones más. Suspiré, resignada y descolgué el teléfono con fingida amabilidad.

—¡Marga!

—Claudia, ¿Dónde estás metida? Llevo llamándote todo el día.

—Lo siento, estoy a tope con la compraventa de esa dichosa fábrica. Te juro que si no la dejo cerrada hoy mismo, me va a dar algo.

—¡Pues más te vale! Te recuerdo que mañana tenemos planes.

—¿Planes?

—Dios, no me digas que lo habías olvidado: cena de promoción, ¿recuerdas? Instituto, antiguos compañeros, fracasados, gordas, calvos, solteros de oro... hay tanta fauna por ver...

Reí ante las locas ocurrencias de Marga.

—Pues si te digo la verdad, sí me había olvidado...

—Bueno, pues aquí me tienes para recordártelo.

—Marga, no sé si finalmente vaya. Estoy reventada y aún me espera un largo viaje en tren.

—¡Claro que irás! Dijiste que tras cerrar la compraventa, te quedarías un par de días más en el país, que vendrías al pueblo.

—Lo dije y lo haré pero no estoy tan segura de ir a esa dichosa cena...

—¡Vamos! Has faltado a las últimas 200.

—Vivir en Estados Unidos no me facilita el poder acudir a las cenitas que organizan Pili y compañía.

—Lo sé y por eso precisamente tienes que venir a esta. Para una vez que te pillamos en España...

—Es un viaje de ida y vuelta, ya lo sabes.

—Lo sé pero ya que estarás por aquí, no puedes negarte a ir. ¡Vamos, lo pasaremos bien! Te hace falta un poco de ocio. No puedes negarte. No puedes hacerme esto...

—No te pongas dramática.

—Entonces, ¿vendrás?

Suspiré de mala gana.

—Iré —le prometí a regañadientes.

—Esa es mi chica. Nos vemos mañana, entonces. Iremos a recogerte a la estación, recuerda.

—Te lo agradezco —zanjé, antes de cortar la comunicación.

 

 

*****

 

El traqueteo del tren me había sumido en un sueño intranquilo. Abrí los ojos por enésima vez y cerré el libro  que mantenía abierto inútilmente sobre mi regazo; estaba demasiado cansada como para seguir leyendo. Había logrado dar carpetazo a aquella compleja operación de compraventa que me había traído de regreso a España y sentía que me había quitado un enorme peso de encima pero no así el agotamiento que caía sobre mí como una enorme losa.

Observé el paisaje primaveral y sonreí al reconocerlo. En algo menos de media hora habría llegado a  mi destino, ese pueblecito que me vio nacer y también marcharme; el mismo que había aborrecido de pequeña y que había llegado a echar tantísimo en falta durante los días grises en Nueva York.

Me aparté el pelo rojizo de la cara y apoyé la sien sobre el cristal, despojada ya de la modorra que me había hecho ir dando cabezazos durante las últimas horas de viaje. Extraje el teléfono móvil del bolsillo y observé el grupo de WhatsUp que Pili había creado con motivo de la cena de promoción. Llevaban celebrando aquel evento desde hacía varios años pero yo no había podido asistir a prácticamente ninguno, pues hacía ya mucho tiempo que  había asentado mi vida al otro lado del charco, como muchos decían y aunque en ocasiones me apenaba pensar así, sentía que cada vez me ligaban menos cosas a España.

Sonreí al leer algunas de las locuras que mis antiguos compañeros de instituto departían en la pantalla de mi teléfono móvil y no pude evitar permanecer atenta a la espera de una intervención que estaba tardando demasiado en darse. Pensar en Marcos me hizo llevarme una mano a la frente y sonreír. Marcos Saavedra. ¿Cómo estaría 14 años después? ¿Qué habría sido de aquel guapísimo muchacho de ojos azules que me había enamorado —sin quererlo ni saberlo— a los 13 años? Mi primer amor platónico, el mismo por el que había llorado amargas lágrimas de adolescente frustración y el mismo con el que había fantaseado todo tipo de locuras, hasta una boda. Marga y las demás chicas me habían dicho años atrás que seguía siendo igual de guapo y que Marcos era uno de los pocos chicos de la promoción que había ido madurando, no sólo con dignidad, sino con una imponente perfección. Pero de aquello hacía ya mucho tiempo, pues ni siquiera a mis más íntimas amigas me había atrevido a confesarles que la imagen de Marcos volaba hasta mi memoria con inusitada frecuencia. Hacía mucho que había dejado de preguntar por él y convencidas de mi olvido, también ellas habían dejado de hablarme de él, por lo que no tenía ni la más remota idea de qué podía haber sido de su vida: ¿Se habría casado? ¿Tendría hijos? ¿En qué trabajaría? Preguntarme todo aquello y plantear la posibilidad de hallar respuestas aquella misma noche, me hizo sentir nerviosa.

Negando con la cabeza ante mi propia estupidez, cerré el grupo de WhatsUp y busqué otro nombre entre mis contactos, el de James, mi prometido. El último mensaje que de él había recibido databa de la noche anterior: <<Ten cuidado y avísame cuando llegues a casa de tus padres. Te quiero>>.

Aunque en un primer momento pensé en responder para advertirle de mi pronta llegada y tranquilizarlo, finalmente, acabé  por cerrar el móvil y guardarlo de nuevo en mi bolsillo. Ya habría tiempo para escribir —pensé—. Además, sabía que el cambio horario tendría a James durmiendo aún, de modo que no había ninguna prisa.

En poco más de media hora había llegado, por fin, a mi destino. Recogí las dos maletas que había llevado conmigo y caminé entre el gentío hasta dar con las inconfundibles figuras de Marga y Victoria, que me esperaban ya.  La primera de ellas era muy alta y sus interminables piernas habían sido objeto de envidia de todas ya desde nuestra adolescencia. Yo solía pensar que Marga hubiera podido ganarse la vida como modelo si se lo hubiera propuesto pero por paradójico que resultase, ella prefería colocarse al otro lado de los focos e hizo de la fotografía su profesión. De cabello rubio y llamativos ojos azules, el físico de Marga no pasaba inadvertido ni siquiera entre aquel tumulto asfixiante de gente. Aún podía recordarla el día de su boda con Carlos; parecía un ángel.

Algo menos llamativa en sus facciones y cuerpo aunque más exuberante en su indumentaria resultaba Victoria. Bastante más bajita que Marga, continuaba llevando la corta melena negra con la que siempre la había conocido. En el instituto solían bromear con el hecho de que Victoria había nacido con ella.

En cuanto pudimos dejar atrás el océano de gente y reencontrarnos, las tres nos fundimos en un fuerte abrazo al tiempo que gritábamos y reíamos, emocionadas.

—¡Claudia, estás guapísima! —exclamó una aparentemente sincera Victoria—. Los aires de Estados Unidos te sientan bien.

—¿En serio? Será la contaminación y demás... —bromeé.

Reímos, mientras Marga tomaba una maleta y Victoria, la otra.

—Chicas, vengo de un viaje, no de la guerra —me quejé—. Puedo llevarlas yo.

—Vamos, no te quejes —respondió Marga—. No quiero que tengas excusas para borrarte de la cena.

—Sigues con eso —mascullé mientras caminábamos, serpenteando entre la gente.

—Por supuesto que sigo con eso. Ya lo intentaste ayer y no pienso darte la satisfacción.

—Me hace ilusión ir, en serio. Pero estoy hecha polvo.

—En ese caso —intervino de nuevo Victoria—, cargaremos con tus maletas, te llevaremos a casa de tus padres y podrás descansar durante toda la tarde. Cuando te despiertes, te darás una reparadora ducha caliente y esta noche estarás fresca como una lechuga.

Sonreí mientras negaba con la cabeza. Habíamos cruzado ya la treintena pero en las actitudes de Victoria y Marga, parecía que seguíamos viviendo en aquellos días en las que ambas me arrastraban de un lado a otro, aunque por aquel entonces yo necesitaba bastante menos insistencia.

El pueblo me recibió bajo un cielo plomizo aunque el calor empezaba ya a arreciar, merced de la cercanía del verano. Marga y Victoria cargaron las maletas en el vehículo blanco de la primera y en pocos segundos estuvimos camino a la casa de mis padres. Yo había preferido viajar en el asiento trasero, donde podía estirarme con algo más de comodidad, pues el largo viaje en tren me había dejado las piernas entumecidas, a pesar de la caminatas que había tratado de dar de vagón en vagón.

Una sonrisa nostálgica se dibujó en mis labios al reencontrarme con la actividad de aquel pequeño pueblo de no más de 10.000 habitantes. La mayoría de las tiendas continuaban en su sitio, aunque algunos nuevos establecimientos me recordaban que llevaba ya mucho tiempo lejos de mi tierra y de mi gente. El parque había cambiado mucho también desde aquellas tardes de verano, en las que  Victoria, Marga y yo misma jugábamos a pelota , a la comba o mil cosas más; el mismo cuyo viejo banco, desgastado, nos había tenido sentadas, pegadas una contra las otras, para tratar de abordar el frío crudo del invierno y el mismo que me había visto darme mi primer beso con un chico cuyo nombre ya ni siquiera recordaba, un muchacho que llegó allí de turismo un verano y que apenas estuvo un mes en el pueblo. Qué triste...

Reconocí algunas caras entre la multitud que desfilaba al otro lado de la ventanilla y me encontré con otros tantos rostros que había olvidado o que ni siquiera sabía identificar. Todo aquello me parecía ya algo tan ajeno que por momentos sentí escalofríos. Allí vivían anclados los recuerdos de mi infancia, una parte de mi vida irrecuperable y con  la que, de algún modo, había roto  para siempre de manera necesaria. Mis aspiraciones me habían exigido unas alas para volar lejos de un sitio demasiado pequeño y limitado.

Cuando quise darme cuenta, la vieja fachada de la casa familiar se alzaba ya ante mí al tiempo que el motor del coche de Marga se detenía.

—¡Bueno, pues ya estamos aquí! —exclamó ella.

Marga y Victoria bajaron del coche y caminaron hasta el maletero para extraer mis dos valijas. Yo, por mi parte,  observaba los muros de aquella vieja casa como si llevase siglos sin verla. Apenas podía dejarme caer por el pueblo pero siempre que tenía ocasión lo hacía y aunque no recorriera las viejas callejas que había dejado atrás hacía sólo unos minutos, mi casa era aquel particular paréntesis que a veces necesitaba más de lo que yo misma estaba dispuesta a admitir. La relación con mi madre había sido siempre un tira y afloja que nos llevaba a adorarnos y, al mismo tiempo, no soportarnos pero aquel lugar era para mí una certeza de mil cosas que me recordaban quién era y de dónde venía, una realidad que nunca debía perder de vista.

Con mi padre, las cosas eran distintas: él era un hombre extremadamente sereno, con su sempiterna sonrisa dibujada en sus finos labios y un aire nostálgico en la mirada. Fuente de sabiduría y complicidad, siempre había sido mi mejor amigo, algo que mi madre siempre le recriminaba: <<Tu papel en su vida es educarla>> —solía decir—. <<Y no ser su cómplice de travesuras. Así no llegará nunca a ningún lado>>.

Supongo que no me ha ido tan mal.

—Te ayudaríamos a subir las maletas —intervino Victoria— pero tu madre nos tendrá aquí parloteando hasta las mil y hoy no hay tiempo, de modo que...

Sonreí, consciente, interiormente, de que Victoria tenía razón. Mi madre adoraba ser la perfecta anfitriona, tanto en una velada planeada como de forma improvisada.

—Sí, Teresa es un sol pero cuando suelta la lengua no hay quien la pare —apostilló Marga.

—Despreocupaos, chicas. Suficiente habéis hecho ya.

Las abracé de nuevo antes de despedirme de ellas y cargué con las maletas hasta la puerta, frente a la cual llamé al timbre. El rostro fatigado aunque emocionado de mi madre me recibió al otro lado, flanqueado por el de mi padre, con idéntica expresión.

—Bienvenida a casa —dijo él.