2. SOY TU CALAVERA

De nuevo en la calle, regresó a la región más doliente de su pasado y permaneció un rato apoyado en un buzón de Correos, dejándose envolver por las luces del Paralelo. Volvía a llover, y se difuminaban ante sus ojos los neones recién encendidos. En el prematuro atardecer, pues no debían de ser más de las cinco de la tarde, todo en Barcelona le arrastraba hacia la desdicha.

A la altura del teatro Apolo, volvió a cruzar la avenida y avanzó por la acera derecha. Pasó ante el teatro Arnau y ante el café Español, donde tantas veces se había emborrachado con su amigo Wilfredo. ¿Wilfredo? «Claudius» tembló al pensar en lo mucho que se había erosionado la memoria de Vicenç desde que su cerebro se hallaba en el cuerpo de Esbembo. ¿Esbembo? ¿Estaba realmente en el cuerpo de Esbembo? ¿Y si todos le estaban engañando? Lleno de crispación, avanzó por la avenida hasta llegar a una ferretería que se hallaba frente al cabaré El Molino, y allí compró un destornillador y un martillo. Ya con las dos herramientas en el bolsillo de su gabardina, paró un taxi y pidió que lo llevasen al cementerio de Montjuic. «Claudius» recordaba el nicho donde habían enterrado a su querido abuelo David, y ahora tenía la corazonada de que su nicho estaba junto al de David.

«Claudius» entró en el cementerio cuando más arreciaba la lluvia. El cielo se había ennegrecido, pero se observaban en él amplias regiones fosforescentes que iluminaban a intervalos la gigantesca necrópolis con una luz opaca y fría, que parecía una luz muerta.

«Claudius» miró hacia su derecha y divisó los últimos muelles del puerto mercantil, los depósitos de petróleo, los buques fuertemente amarrados y recortándose, como negros catafalcos, contra el mar embravecido, y se creyó transitando los parajes de un sueño.

Luego se perdió en el laberinto de cruces y panteones. Todas las posibles imágenes del dolor iban apareciendo ante sus ojos. Rostros de mármol que parecían surgidos de la malla enloquecida que iba formando la lluvia y que le crispaban con sus miradas vacías. Uno de ellos parecía el rostro de un demonio que se reía de la muerte y «Claudius» lo golpeó con el martillo, rompiéndole la nariz. Enseguida se arrepintió, lanzó un gemido y continuó su camino hasta una plaza cuadrada, llena de nichos. Se acercó al nicho de su abuelo, miró hacia la izquierda y vio otro nicho, casi a ras del suelo, en el que figuraba su nombre así como las fechas de su nacimiento en Barcelona y su muerte en Madrid.

Pensó que en una tarde tan irredimible nadie se iba a acercar a aquel lugar no menos irredimible y, sirviéndose del martillo y el destornillador logró despegar la losa del nicho, hasta dar con el ataúd.

Bajo una lluvia cada vez más torrencial, consiguió arrastrar el ataúd hasta dejarlo fuera del nicho. En ese momento su ansiedad estaba llegando al paroxismo y temblaban sus manos cuando introdujo el destornillador por debajo de la tapa y dio el primer martillazo.

Finalmente consiguió elevar la tapa pero no se atrevía a mirar el contenido y permaneció un rato arrodillado ante el féretro y con los ojos cerrados.

Para darse fuerzas, empezó a gruñir como un cerdo triste, mientras abría los ojos y miraba su cadáver. Del gruñido pasó al grito, y del grito al silencio.

—Soy yo —musitó y, ya sin escrúpulos, observó su cabeza que ya tenía forma de calavera, de la que se desprendían trozos de carne descompuesta y reseca.

Reconoció el contorno del cráneo, los empastes, las fundas de las dos muelas, una a la derecha y otra a la izquierda. Reconoció el traje y el anillo de plata que oscilaba con la lluvia en el sarmentoso dedo. El agua entraba en las cuencas de sus ojos, el agua repicaba en su calavera, que estaba vacía porque le faltaba la parte trasera del cráneo y porque los gusanos se habían comido el cerebro de Esbembo que le acoplaron. Aún llevaba adheridos algunos pelos, una oreja reseca y varios jirones putrefactos del cuello.

Mi calavera sonríe sardónicamente, como todas las calaveras, pensó «Claudius», que de la falsa calma pasó al espanto, al sorprenderse a sí mismo con su propia cabeza en las manos. No entendía cómo la había arrancado del cuerpo, solo sabía que la tenía en las manos.

La calavera le miró fijamente y pareció cobrar vida.

Aquí em tens, Vicenç, sóc la teva calavera. Entre les meves parets dures com el granit, vaig guardar el teu cervell gairebé trenta anys. Vaig ser la llar del teu cervell, la teva veritable casa. Però, com ja saps, va arribar la meva hora prematurament. En canvi, tu et vas salvar colonitzant un altre cos. Aquí em tens, Vicenç, sóc la teva calavera, i m’espanta veure’t perquè sembles Hamlet quan es va posar a meditar davant les despulles de Yorick aquella negra nit. Però no tens a les mans la calavera d’un bufó… O potser sí? Tens a les mans la teva calavera, i estàs en una ciutat de pedra com Carcosa. Només ets ja un habitant de Carcosa que va morir fa mil lennis.[4]

Horrorizado ante aquella nueva alucinación, «Claudius» arrojó la cabeza al suelo, que empujada por el agua rodó por la pendiente hasta desaparecer.

Fue entonces cuando creyó percibir la luz de una linterna. Una voz gritó:

—¿Quién anda por ahí?

«Claudius» giró la cabeza y percibió una silueta al fondo de la calle formada por dos hileras de nichos y huyó corriendo de allí.

Salió del cementerio por un lugar que conocía desde niño y tomó un sendero que iba bordeando la peña de Montjuic, sin percatarse de que a cierta distancia le iba siguiendo el sepulturero que lo había visto profanar la tumba. El sendero le condujo hasta las inmediaciones del Paralelo.

Ya en el hotel, se quitó la ropa empapada y se dirigió al baño. Fue entonces cuando se cruzó con un espejo y recordó lo que había ocurrido en el cementerio. No se reconoció en el cuerpo de Esbembo y deseó la muerte, porque se sentía prisionero, o porque ya no se sentía. Empezaba a dolerle el cerebro. Tenía la impresión de que todas sus neuronas estaban ardiendo y corrió hasta la ducha.