5. INCITACIÓN A LA BUENA VIDA
En las continuas visitas que le hacen sus nuevos familiares, «Claudius» va apreciando, por primera vez en su vida, lo importante que es el silencio para llegar a una cierta comunicación. Gracias a su silencio, suavemente atemperado por continuas y leves sonrisas, Carlota y Leónidas lo notan más próximo que nunca.
Y a él le basta con callar para que, en la hondonada apaciguada de su silencio, sus familiares perciban que la calma llega a ellos después de tantos insomnios y tanta inquietud.
Una de aquellas tardes, Rosana acude de nuevo a la clínica y habla con él en el invernadero, mientras el crepúsculo de otoño incendia la línea del cielo de Madrid, produciendo la impresión de que llamea.
Cuando Rosana llega, él se halla sentado sobre un banco de hierro, junto a dos enormes helechos. Se le ve pálido, aunque algo más saludable que otros días, y está escuchando música con los auriculares.
—¿Qué estás escuchando?
—La Resurrección —contesta, quitándose los auriculares.
—Antes no escuchabas a Haendel.
—Antes no sabía lo que era resucitar.
—¿Te has sentido muerto?
—Sí, ¿y tú?
—También…
—¿Cuánto tiempo estuviste hospitalizada?
—Tres días. Solo me rompí los brazos.
—Tuviste suerte.
—¿Tú crees? La sensación de muerte vino después, cuando ya estaba en casa de mis padres con los dos brazos escayolados. Tuve que aceptar que mi madre me diera de comer como a un bebé. ¿Te imaginas? Fue como regresar a la infancia.
«Claudius» comenta:
—Regresar a la infancia debe de ser más liviano que regresar a las tinieblas anteriores a la conciencia.
—¿Estás seguro?
—Sí.
—La infancia es una ciénaga sofocante.
Los dos se callan y permanecen un rato mirándose e intentando sopesar sus respectivas espesuras. Rosana le mira con temor y balbucea:
—No sabes lo mal que lo pasé cuando me dijeron que te hallabas entre la vida y la muerte… No podía olvidarme del instante del accidente… ¿Tú lo recuerdas?
—Apenas.
—Acababas de poner música de Wagner.
De pronto, «Claudius» cree recordar la música que sonaba mientras volaba por los aires y dice:
—¿La obertura de Lohengrin?
—¡Sí! —exclama Rosana llena de alegría—. ¿Y recuerdas lo que hicimos antes del accidente?
—No. ¿Qué hicimos?
—Otro día te lo cuento, ahora me falta valor.
—¿Estuviste en el entierro de Vicenç Castell?
—Sí, con los brazos escayolados y la angustia en el alma. Me fui en el puente aéreo con tus padres y conocimos a los padres de Vicenç.
«Claudius» siente presión en el pecho y a punto está de echarse a llorar, pero consigue contenerse y pregunta:
—¿Qué te parecieron?
—¿Sus padres? Parecían muy buena gente, de esa que ya no existe. Gente humilde y trabajadora, que lo había dado todo por su hijo. Su padre era enterrador y estaba a punto de jubilarse. Le quedaba solo un mes para la jubilación y tuvo que sellar el nicho de su propio hijo. Fue algo espantoso. Recuerdo aquel día como una pesadilla oscurísima y tétrica. En algún momento de la ceremonia su madre me miró como a una asesina, pero no se lo reprocho. Su indignación estaba soberanamente justificada.
«Claudius» se echa a llorar y ella también. A punto de irse, Rosana le besa en la boca. Él vuelve a notar su olor y su temblor, y roza su mano como si quisiera retenerla. Entonces ella lo besa de nuevo y se dirige al lugar donde se encuentra aparcado su coche.
Zibelius deja que «Claudius» rumie su tristeza. Una hora después, irrumpe en el invernadero y le pregunta a su paciente:
—¿Cómo te ha ido con Rosana?
—Bien. Me ha hecho revelaciones muy dolorosas sobre el entierro de Vicenç Castell.
—Podía habérselas ahorrado, al menos de momento. Esa mujer acabará trayéndonos problemas.
—No me preocupan tanto las revelaciones que pueda hacerme Rosana como la situación real en la que se encuentran los padres de Claudio y los padres de Vicenç, en cierto modo mis padres. A veces pienso que los Esbembo y los Castell tendrían que saber la verdad.
—¿La verdad? No están preparados. Revelarles lo que hemos hecho nos conduciría automáticamente al abismo.
—Tiene usted razón.
—¿Te encuentras con fuerzas para recibir a más gente?
—¿Por qué lo dice?
—Porque va a venir a verte una periodista.
—Oh, no.
—Entiéndelo, «Claudius», antes eras periodista, y tu cuerpo sigue siendo el de un periodista llamado Claudio Esbembo, cuyos artículos has estado releyendo estos días.
«Claudius» asiente y recuerda algunos de los textos de Esbembo que le ha ido pasando Zibelius. Pertenecen casi todos ellos a la columna semanal que solía leer a veces. Los artículos llevaban títulos como: Suaves noches de Madrid, Las alegres chicas de Tarifa, Dinero flotando, Nostalgia del château, Ginebra y carmín, Buscando a Beatriz desesperadamente, El ombligo de Estela, Cita con una starlet, La suite de los espejos, Besos robados, ¿Los ricos son diferentes?, y La hora roja, que ya había leído en El Escorial y que volvió a leer con cierto entusiasmo.
—Menudo bagaje… —murmura ante el doctor.
—¿A qué te refieres?
—A los artículos de Esbembo. Ya me he aprendido párrafos enteros: Flota en el aire vibrante una intensa excitación, pero la noche permanece suave como la seda pulida que ciñe el cuerpo de Alize Urbach… Hemos ido a tomar un cóctel al Balmoral, luego nos vamos deslizando hacia la Castellana y más tarde hacia la Gran Vía en la noche rielada de luces líquidas, y bla, bla, bla… ¡Todo un poema! ¿Y le pagaban por eso?
—Claro que le pagaban, y mucho más de lo que Castell, con cuyo cerebro piensas, con cuyo cerebro sufres, ganaba por sus tristes clases.
—¿Y por qué cree que mis clases eran tristes?
—¿Hablas de tus clases? ¿Te crees Vicenç Castell? Parte de ti ya no es de él, parte de él ya no es tuya.
—Cierto.
—Tan cierto como que tienes cuerpo, como que tienes manos, como que tienes ojos, como que tienes… sexo.
Tras un breve silencio, «Claudius» musita:
—Y la periodista que va a venir, ¿me conoce?
—Solo de oídas. Bastará con que le hables, con suavidad y firmeza, de tus cambios tras el accidente… Esta entrevista nos conviene. No es recomendable acentuar el misterio acerca de tu persona. La gente que te conocía pregunta por ti. Bien, es hora de que constaten que sigues vivo.
—De acuerdo.
La periodista llega. Es una mujer de unos veintiocho años y rostro pecoso, que trabaja para una revista femenina. Da toda la impresión de que seguía con interés la columna de Esbembo y que lo admira como cronista de la noche.
—¿Podemos tutearnos?
—No —responde «Claudius».
La mujer se contrae levemente, como si no esperase esa respuesta. «Claudius» sonríe y comenta:
—No tema, en determinados estados, el usted resulta más próximo que el tú.
—¿Y cuál es su estado?
—El de una venturosa postración.
—Ya no veo su columna por ninguna parte.
—He dejado de escribir.
—¿Por qué?
—Por una razón de peso: detesto todos mis artículos anteriores al accidente. De volver a escribir, elegiría otros temas.
—¿Cuáles?
—La vida en los hospitales, la vida en los manicomios, la atmósfera de la cordura, la atmósfera de la locura, la sustancia del dolor… También hablaría de la muerte, y hasta de la resurrección.
—El dolor nunca salía en sus crónicas.
—Quizá ni siquiera salía el verdadero placer.
—¿Por qué lo dice?
—Porque al no saber profundizar en el dolor tampoco sabía profundizar en el placer.
—¿Podría explicarse mejor?
—No.
Una enfermera les sirve dos cafés y los vuelve a dejar solos. La periodista comenta:
—Antes del accidente, era usted un columnista muy bien pagado, según dicen. Mucha gente valoraba sus crónicas y pensaba que usted estaba captando como nadie el espíritu del tiempo…
«Claudius» sonríe con paciencia antes de decir:
—No siga por ahí, se lo ruego. Nadie sabe lo que es el espíritu del tiempo que, tal como ahora lo entiendo, tiene poco que ver con la frivolidad lírica con la que yo envolvía todas mis frases.
—¿No ha vuelto a ver a sus amigos de antes?
—No.
—¿Cuáles son sus proyectos?
—De momento no los tengo. Estoy en un tiempo muerto en el que al fin me atrevo a pensar. La gente ya no se concede tiempos muertos en la vida, la gente huye del silencio, la gente huye del enemigo interior.
—¿Usted no?
«Claudius» sonríe amablemente y susurra:
—Se acabaron las preguntas.
La periodista ya se ha ido cuando Zibelius, que ha permanecido agazapado tras los helechos, se vuelve a acercar a él.
—¿Ha escuchado la entrevista?
—Sí.
—¿Y qué le ha parecido?
Zibelius lo abraza intensamente y dice:
—«Claudius», has estado perfecto. Eres como el hijo muy amado en el que mi mente hubiese depositado todas sus complacencias, y no solo algunas.
«Claudius» se echa a temblar y desea que el doctor le siga abrazando. Zibelius, que continúa estrechándolo, le susurra al oído:
—Piensa, querido, que ya ha pasado lo peor y disfruta de tu resurrección. Atrévete a gozar de la vida como Esbembo, hijo, atrévete a gozar del esplendor.