5. CRUCE DE CAMINOS

Vicenç se levantó a las siete de la mañana y desayunó plácidamente en el jardín del hotel mientras leía uno de los periódicos del día que había encontrado en la recepción.

Le interesó mucho una noticia que hablaba de las primeras oposiciones para enseñar música en el bachillerato, algo por lo que Vicenç había apostado siempre. Luego estuvo ojeando noticias sobre economía y política: una de ellas proclamaba airadamente los muchos empleos destruidos por el Gobierno, y otra hacía referencia a los misiles de largo alcance con los que la Unión Soviética pretendía amenazar a los Estados Unidos. Finalmente Vicenç se detuvo en la columna semanal de Claudio Esbembo, un periodista que tenía la virtud de irritarle considerablemente. El artículo se titulaba En la hora roja y no tenía desperdicio. Una vez más, el que se consideraba el cronista de las noches de Madrid y al que sus fans adoraban, pues decían que nadie como él estaba captando el espíritu del tiempo, regalaba a su público toda una retahíla de cursilerías sobre el presunto fulgor de las noches madrileñas a la vez que exhibía, como siempre, sus amores de una noche, y como siempre, dejaba ver que no había mujer que se le escapara y que era el rey de las camas y de las noches de blanco satén. ¿Y a eso llamaban en Madrid nuevo periodismo, a esa sucesión insoportable de frases hechas y pedrería barata?, se preguntó.

Dejó el periódico sobre la mesa de hierro del jardín, apuró por última vez la taza de café, acudió a la recepción para pagar, se despidió muy amablemente de la mujer que regentaba el hotel, una falsa rubia de voz dulce y sosegada, cargó con su mochila, y con la alegría en el cuerpo que siempre le proporcionaba un buen desayuno fuera de casa, salió a la calle y se acercó a su bicicleta, a la que llamaba cariñosamente «Casilda», y que le aguardaba como una perra fiel en una esquina de la calle Juan de Austria. Entonces pensó que aún era pronto para irse y entró en una iglesia que se alzaba al final de la cuesta, donde permaneció un buen rato escuchando el sermón de la primera misa del día. El sacerdote disertaba sobre las grandes revelaciones de la vida. Una de ellas era la muerte. A Vicenç le parecía una forma muy mordiente de recibir el día, así que abandonó la iglesia y fue descendiendo hasta el monasterio envuelto en una atmósfera de plata y cinc.

Durmieron cuatro horas. Fue un sueño profundo que los trasportó a los orígenes de su propio ser, cuando dormir era lo mismo que volver al útero y desaparecer en su seno rojo y profundo. Despertaron sintiéndose recién nacidos, con el deseo renovado, y la locura renovada, y renovadas también las ganas de vivir. Fue entonces cuando Claudio dijo:

—La noche de la borrachera demencial en la terraza de la Castellana te mentí.

—Lo suponía. ¿En qué?

—En que no era la primera vez que te veía.

—¿Ah, sí? ¿Y dónde me habías visto antes?

—En el monte Abantos.

—¿Planeando en un ala delta?

—Sí. Te vi despegar con una gran solvencia y me fui detrás de ti.

—Entonces, ¿eras tú aquel pajarraco que se acercaba a veces a mí cuando sobrevolaba el monasterio?

—Sí. Por eso cuando volví a verte de nuevo en la terraza del café Gijón, dije para mis adentros: he aquí mi ángel del abismo.

—Los hombres no decís una verdad ni muertos, pero mejor no pensar en eso. Te propongo una cosa: vayamos ahora mismo a la cima del monte Abantos y volemos todo lo alto que podamos. Yo tengo un ala biplaza.

—En ese caso, ¿a qué esperamos?

Claudio la dejó un rato sola y se fue a por su coche todoterreno que disponía de baca. Cargaron el ala plegada y enfilaron la autovía para torcer más tarde hacia San Lorenzo de El Escorial. En la plaza del pueblo había una tienda china abierta, donde vendían ropa. Claudio dijo:

—Sería conveniente que comprásemos un pantalón y una camiseta para cada uno.

—¿Por qué?

—¿No te gustaría que volásemos desnudos?

—Me encantaría.

—Entonces dejemos las ropas que llevamos puestas junto a una granja que conozco al lado de una vía agropecuaria que está a las afueras del pueblo, y subamos al Abantos con la ropa de los chinos. Ya en la cima del monte, nos despojamos de nuestros pantalones y nuestras camisetas, que no nos van a costar más de quinientas pesetas, nos desnudamos y las dejamos allí. Nos lanzamos después desnudos, aterrizamos juntos a la granja y volvemos a vestirnos.

—¡Qué idea más magnífica! Hagámoslo ya, que estoy cada vez más excitada.

Entraron en la tienda, compraron la ropa y acto seguido se dirigieron a la granja, donde ocultaron la ropa que llevaban entre unos arbustos junto a un arroyo torrencial, y se pusieron las camisetas y los pantalones chinos. Desde allí tomaron la carretera del monte Abantos y subieron a toda velocidad por curvas vertiginosas y riéndose como locos.

Ya en la cima del monte, desplegaron el ala, se desnudaron conservando solo las botas, y se dispusieron a dar el salto. Estaban a punto de hacerlo cuando Rosana dijo:

—Yo iré debajo, controlando las oscilaciones pendulares y guiando el aparato, y tú encima. Quiero experimentar el coito de los ángeles.

—¿Estás loca? Supongo que ya sabes que es muy peligroso. No conozco a nadie que lo haya hecho.

—Razón de más para probarlo. Me gusta ser la primera en todo. ¿A ti no?

—¡Cómo me conoces, maldita! Hagámoslo, sí. Los dioses protegen a los valientes.

—¡Tú lo has dicho!

Trasportados por una euforia que hasta entonces desconocían, se ajustaron los arneses, corrieron perfectamente acompasados, se lanzaron por la pendiente, y empezaron a elevarse mucho, arrastrados por una gran corriente térmica, hasta que se vieron planeando en la mañana cálida y diamantina, muy por encima de los bosques y los edificios de San Lorenzo, sintiendo en todo el cuerpo un vértigo exquisito y compartiendo la misma emoción.

—Entra ya en mí. Procuraré mantener el equilibrio en todo momento.

Claudio le hizo caso e inició con mucho cuidado la penetración. Fue el mejor momento del vuelo, cuando creyeron que eran el mismo cuerpo y el mismo ser. Claudio no necesitaba agitarse: le bastaba con mantener su miembro bien cobijado en la entraña de su amiga, que a veces cerraba los ojos para sentir más a fondo el placer. Habían ya alcanzado la máxima altitud posible cuando llegaron al clímax. Fue entonces cuando estuvieron a punto de perder el control del vuelo y precipitarse al abismo, pero en el último momento Rosana volvió a controlar el aparato y consiguieron aterrizar junto a la granja, llenos de júbilo. Estaban tan emocionados que reventaron en sollozos mientras se comían a besos.

De nuevo en San Lorenzo, estuvieron desayunando en el café Suizo y decidieron emprender el regreso a Madrid, creyéndose dioses del Olimpo.

—No teníamos que haber hecho semejante locura —musitó Rosana cuando aún se hallaban en San Lorenzo—. Podríamos llegar a concebir juegos demasiado peligrosos. Reconozco que ha sido una experiencia deliciosa, pero a la vez me duele el haber cedido. Eres un ligón repugnante, y tú lo sabes. ¿Cuánto va a durar lo nuestro?

—No lo sé.

—¿No lo sabes? —rugió ella, y empezó a golpearle en el hombro.

—Rosana, por favor, cálmate y confía en mí. Te quiero más que a mí mismo.

—Ya veo. Dentro de unos días te hartarás de mí y mirarás hacia otra parte. ¿Cuánto tiempo llevas huyendo hacia adelante?

—Desde que nací. Tú también huyes hacia adelante.

—Pero de otra manera, Claudio, de otra manera. Yo huyo hacia adelante con un poco más de conciencia, con un poco más de juicio, sin devastar.

—Ya.

Claudio se echó a reír y observó el cielo, que se estaba encapotando.

—Se avecina tormenta —dijo.

—¿En qué sentido? —preguntó ella.

—¡En todos! Pero qué puede importarme la lluvia si llevo a mi lado la valquiria más radiante del Rin. ¿Te apetece escuchar a Wagner?

—Vale —contestó Rosana más calmada.

Claudio manipuló el equipo de música y se despistó. Fue entonces cuando les salió al encuentro un ciclista en el cruce con otra carretera. Claudio intentó frenar, pero ya era demasiado tarde. El ciclista saltó por los aires y ellos fueron a estrellarse contra un árbol.

Por los aires…, como si de repente pasase de la condición de ciclista a la de ave que alza el vuelo de forma tan inesperada como fulminante.

Por los aires…, notando cómo el tiempo se convertía en una sustancia elástica, sintiendo cómo el cuerpo se trasformaba en materia leve y ajena a la ley de la gravedad. Aún no estaba descendiendo, aún la fuerza que le había expulsado de la bicicleta lo proyectaba hacia arriba y atravesaba el tejido de ramas de un árbol que crecía junto a la carretera.

Por los aires…, hasta que empezó a notar que descendía, lenta y vertiginosamente descendía. ¿Hacia dónde? No quería saberlo, solo anhelaba que el descenso no acabase nunca, que su cuerpo no chocase nunca contra nada y que el vuelo durase toda la eternidad.

Por los aires…, y descendiendo como el oficial sudista del puente sobre el río Búho, hasta que su cuerpo se estrelló contra aquella especie de dentadura de granito rodeada de flores y juncos, y de su boca emanó un grito de dolor que se oyó en todo el valle mientras en el equipo del coche sonaban los últimos compases de la obertura de Lohengrin.

La lluvia azota las arboledas. Las gotas gordas estallan contra las paredes de cristal del invernadero de la clínica del doctor Zibelius, tan cálido como el vestíbulo de un horno crematorio.

Rodeados de plantas carnosas, Zibelius y Marcovi fuman sendos habanos que acaban de encenderse el uno al otro. Enseguida el perfume dulzón de las flores empieza a mezclarse con el recio aroma del trópico.

Los dos amigos recuerdan su noche en el casino y las cien mil pesetas que se llevaron cada uno. Luego Marcovi pregunta:

—¿Cómo siguen nuestros chimpancés?

—Perfectamente. El suero antirrechazo ha funcionado.

—Estaba seguro de que iba a funcionar. El problema viene ahora. Han perdido su identidad y se están volviendo locos, no lo niegues…

—Eso ya lo sabíamos, ¿o no?

—Lo sabíamos. Luba ha empezado a actuar como si fuera un macho, y Lenzo como si fuera una hembra…

—¿Y si el sexo estuviera solo en el cerebro?

—No seré yo el que lo niegue. A veces pienso que todo en mi sexualidad es cerebral.

—Y en la mía.

—¿La tuya?

—A pesar de mi peculiaridad, nada me impide que lleve conmigo el código sexual, que como tú sabes, y quizá mejor que nadie, es bastante inseparable de nuestro ser. A veces puedo tener sueños vagamente eróticos. ¿Y esos sueños de dónde surgen?

—Evidentemente del cerebro.

Se callan un momento hasta que Zibelius dice:

—Ayer me eché a reír cuando vi a Luba y Lenzo intentando copular… No se entendían, no sabían cuál era la función de cada uno, perdían los papeles…

—Juraría que han intentado suicidarse.

—¿Estás loco? Los chimpancés no se suicidan, o quizá sí. Sería cuestión de estudiar algo más sus costumbres, a veces muy sorprendentes. Va a ser fundamental la terapia tras el trasplante.

—Sin la menor duda.

Marcovi trabaja como neurólogo en la clínica de El Escorial, además de en la clínica de su amigo, y tiene que marcharse. Zibelius se despide de él y regresa a su despacho. Cinco horas después, Marcovi le telefonea desde El Escorial y le pide reunirse inmediatamente con él.