6. LA HORA DE LA VERDAD
Zibelius acelera bajo la lluvia densa y en menos de media hora ya se halla ante la clínica de El Escorial. Aparca muy cerca de la entrada y corre hasta el quirófano donde le aguarda Marcovi, que enseguida le muestra tres cuerpos, dos de ellos rodeados de cables.
—La mujer está fuera de peligro, si bien se ha roto los dos brazos.
—¿Y ellos? —pregunta Zibelius.
—Los estamos manteniendo en situación latente con todos los aparatos posibles. Uno se ha quedado sin cerebro, pero el resto de su cuerpo podría sobrevivir, y el otro se ha quedado con la cabeza intacta, pero con las vísceras deshechas. Dicho en otras palabras: tenemos un cuerpo relativamente entero, y un cerebro todavía vivo, pero hay que actuar ya.
—¿Iban documentados?
—Sí, uno de ellos se llama Vicenç Castell y es catalán.
—¿El que conserva intacto el cerebro? —interroga Zibelius.
—Exacto. El otro es Claudio Esbembo.
—¿El cronista de las noches de Madrid? —pregunta Zibelius.
—Sí.
Zibelius mira los cuerpos con asombro y susurra:
—Es nuestra oportunidad.
—Por eso te he llamado. ¿Traes el suero antirrechazo?
—Claro, y el plasma de la vida.
—En ese caso pongámonos manos a la obra.
—Tú lo has dicho. Nos espera una noche larga y sofocante, pero te juro que mañana Claudio Esbembo tendrá un nuevo cerebro. Así que no lo pensemos más: ahora tenemos dos hombres prácticamente muertos, mañana tendremos solamente uno, pero vivo y renacido —dice Zibelius, quitándose la chaqueta.
Poco después ya se hallan los dos en el quirófano, manipulando los dos cuerpos parcialmente deshechos. Hasta esa misma noche fundamental en sus vidas, el trasplante de cerebros en seres humanos resultaba bastante quimérico, pero ellos están seguros de que lo van a lograr por primera vez en la historia, en parte porque ya lo han conseguido con chimpancés, gracias a la utilización del suero antirrechazo y el plasma de la vida.
Obviamente, el mayor problema para lograr un trasplante cerebral con éxito había sido hasta ese momento la dificultad para conectar la médula espinal con el nuevo cerebro, ya que el tejido nervioso no se regenera tan fácilmente, como bien saben todos los desdichados que se han roto la columna vertebral. A tan insalvable barrera había que añadir los problemas derivados del rechazo que podían provocar en todo organismo los injertos de órganos ajenos. Ambas dificultades estaban lejos de resultar insalvables para Zibelius y su amigo gracias a una máquina de perfusión de sangre que conectaron a las venas y arterias, así como a la utilización del plasma de la vida, que consiguió regenerar las células de la médula espinal, y el recurso del suero antirrechazo, que evitó desde el principio la enemistad entre los órganos propios y ajenos, sin provocar por eso la más mínima debilitación de los sistemas defensivos del cuerpo. Los elementos básicos para la elaboración de los dos «elixires», como los llama Zibelius, los habían extraído de las células madre de fetos todavía vivos que les proporcionaba una clínica clandestina.
Zibelius y Marcovi reconocerían más tarde que el secreto del trasplante había estado, más que en la máquina de perfusión de sangre y el suero antirrechazo, en el plasma de la vida: literalmente un pegamento válido para todo el sistema nervioso, que propició la fusión no solo de la médula y el cerebro, sino también la conexión inmediata y sin problemas de los nervios oculares y auditivos con la materia cerebral.
Otro problema con el que se encontraron fue la diferencia craneal entre los dos individuos, de modo que tuvieron que sustituir parte del cráneo de Esbembo por el de Castell, para que encajara bien la sesera.
La operación duró nueve horas y media, si bien fue la primera hora la más determinante y en la que tuvieron que llevar a cabo los movimientos más complejos y arriesgados, como enfriar el cerebro trasplantado a doce grados, mantener el sistema circulatorio del cuerpo e inducirlo al paro cardíaco total, para acto seguido llevar a cabo la reactivación y reconexión de todos los sistemas vitales.
Durante el proceso, los dos amigos pasaron por momentos de gran desasosiego y nerviosismo en los que creyeron que el experimento se les iba de las manos. Ya estaba amaneciendo cuando al fin pudieron desprenderse de los aparatos quirúrgicos y gritar como posesos:
—¡Lo hemos conseguido!