1. ÁNGEL CAÍDO

Juan Sebastián Zibelius (esa mente abismal de la que quiere ser espejo el relato que aquí se inicia) tardó en aceptar que había surgido del vientre de una mujer, y en consecuencia del vientre de su madre.

Su más grave anomalía residió desde un principio en lo mucho que se demoró en adquirir la conciencia de que era hijo de mujer, en lo mucho que se resistió en ver lo evidente, incluso lo más evidente.

Hasta que no empezó a asistir a la consulta del doctor Meir, la existencia, su propia existencia, tenía para Zibelius un comienzo más vertiginoso que el parto. Se veía en lo alto de un árbol muy frondoso: eso era el comienzo, y todo lo demás se perdía en la niebla.

Él estaba en lo alto del árbol y de pronto resbalaba y caía más y más, rasgando el tejido de ramas, hasta que el agua del río detenía su caída.

Recordaba el estallido, luego el sentimiento de estar rodeado de agua, de ser guiado por el agua hacia mundos de creciente oscuridad.

Despertaba tres días después, en el cuarto de una clínica. Un hombre de bata blanca le llamaba «pequeño pelirrojo». Él lo entendía. No había olvidado todas las palabras ni las cosas a las que hacían referencia.

Sabía que estaba en la cama de una clínica, sabía que era pelirrojo y que ante él se hallaba un médico, sabía que sobre la mesilla reposaba un vaso de agua, pero no reconocía al hombre y a la mujer que se hallaban tras el doctor y que aseguraban ser sus padres. Tampoco recordaba lo que quería decir «madre», no entendía el concepto.

—¡Pero hijo! —clamó la mujer.

Ni recordaba lo que quería decir «hijo». Esa palabra no le decía nada y tenía la impresión de estar escuchándola por primera vez.

El hombre de bata blanca empezó a mirarle con mucho interés. Al doctor le resultaba extraño que el niño recordase casi todo el lenguaje y en cambio hubiese olvidado los conceptos que más lo articulan: el concepto «madre», el concepto «padre».

Como trastorno de la personalidad, al doctor se le antojaba un caso único. No pensaban lo mismo el hombre y la mujer que le miraban con asombro. Para Juan Sebastián fue el año más angustioso de su vida. Todo le parecía extraño: el mundo, los cuerpos, las caras, y el hombre y la mujer que lo llevaron a una casa a las afueras de Madrid. También le parecía extraña la casa en sí, su cuarto, sus juguetes. No recordaba haber estado nunca allí.

Desde la terraza delantera se veían las periferias ricas de Madrid, y desde la trasera un río que descendía entre peñascos hasta un pequeño valle lleno de árboles. La mujer que decía ser su madre, y que le miraba de una forma resbaladiza, le dijo nada más llegar:

—Mira, allí está el árbol desde el que te caíste al agua.

Eso sí lo recordaba: recordaba el río, curvándose en torno a una de las peñas, y recordaba el frondoso castaño. Él se hallaba oculto en la copa, y de pronto resbalaba y caía. No existía más pasado para él, no había más vida.

En los lentos, extraños y amargos años que sucedieron al accidente, sus padres le fueron comunicando su vida anterior. Fue así como supo que había surgido del vientre de su madre en una clínica de Madrid, ante los ojos asombrados y agradecidos de su padre que había colaborado en el parto.

Hasta el día mismo del accidente, Juan Sebastián había sido un niño normal, si bien su normalidad era solo referida a su salud física y a que no había sido víctima de dolencias graves. Su salud era normal pero su inteligencia tendía a no parecerlo. Aprendió a hablar muy pronto, así como a controlar sus esfínteres, y ya desde muy niño tendía a parecer muy presumido y muy escrupuloso, y se negaba a besar a los compañeros de clase en los que detectaba el más mínimo residuo de mocos u otros flujos corporales. Aunque también es cierto que su tendencia a la pulcritud no cuadraba con su pasión por subirse a los árboles, que tanto ensuciaban sus ropas blancas. Su madre llegó a pensar que esa manía surgía de la necesidad que su niño tenía de mirar las cosas desde arriba, circunstancia que lo había convertido en un Ícaro prematuro.

Juan Sebastián escuchaba con atención todo lo que decían de él pero ya nunca pudo librarse de la sensación de que su vida era una ficción, algo que los otros habían inventado, pues por más que sus padres abundasen en detalles sobre lo que había sido su vida antes de la caída, no conseguía recordar nada. Habían desaparecido las imágenes y solo quedaban las palabras que él podía interpretar de mil maneras y que nunca llegaban a suplir de verdad los recuerdos.

De sus dos progenitores, el más dedicado a su recuperación fue su padre ya que su madre padecía depresión y pasaba la mitad de sus días en la cama, envuelta en las penumbras de su desdicha o leyendo a la luz de una lámpara las obras completas de Agatha Christie.

Los días que conseguía salir de la cama, atendía con mayor o menor concentración a su hijo, pero hasta en esos días la cabeza se le iba a regiones del pasado que pudieron oler a vida en su momento pero que ahora desprendían siempre el olor dulzón de la muerte.

En una ocasión, Juan Sebastián la sorprendió masturbándose a media tarde, a la luz de una vela que palpitaba en el corazón de aquel universo de persianas echadas y silencio. Su madre respiraba agitadamente y alzaba hacia el techo los ojos en blanco. Parecía una cabra despeñándose al revés, en una caída que fuese en realidad un ascenso al cielo de las locuras terrenales. ¿En quién estaría pensando su madre al gemir y agitarse así? ¿Y esa era la madre que le había tocado en suerte? A Alejandro Magno le había tocado como madre Olimpia: hermosa, despierta, fría y siempre pensando en su hijo, y a Jesucristo le había tocado María, que tampoco estaba mal pues parecía una mujer muy reservada e inteligente, en cambio a él le había tocado aquella sombría onanista proyectando su ansiedad en mundos imaginarios. ¿Eso era justicia cósmica?

Llegó a cogerle cierto miedo a su madre (los niños le tienen mucho miedo a la locura), y prefería estar con su padre, que lo trataba siempre con delicada deferencia, en parte porque se sentía el más culpable de las desgracias de su hijo.

Nacido en Varsovia en 1910, Geronimus Zibelius se había afiliado a los veinte años al Partido Comunista Polaco. En 1943, tras caer prisionero en el frente del Este, fue deportado a Auschwitz, donde salvó la vida gracias a sus estudios de medicina, que le permitieron trabajar como asistente de uno de los médicos del campo.

Acabada la guerra, Geronimus estuvo trabajando en Moscú con el doctor Demikhov, pionero de los trasplantes de cabeza en animales, y a finales del año 53 se trasladó a la morgue de Cracovia, donde al parecer llevó a cabo experimentos más que dudosos y siempre en secreto, hasta que decidió huir del universo comunista y probó fortuna en España, país por el que sentía una gran fascinación desde la infancia.

Geronimus Zibelius nunca le confirmó a su hijo toda esa información, pero sí que se ocupó, hasta el día mismo de su muerte, de inculcar en Juan Sebastián la pasión por explorar el cerebro humano. Geronimus Zibelius hablaba a veces, con cierta precaución, del «principio de la inteligencia», y pensaba que para nuestro bien y nuestro mal acabaría imponiéndose algún día.

Siempre que podía, Geronimus defendía ante su hijo la tesis de que en el territorio de la inteligencia nunca existiría la igualdad, y que las inteligencias superiores merecían más vida y más muerte que las demás. Y nunca, cuando abordaba el tema, hablaba de los nazis y sus seguidores. Hablaba más bien de Lenin y lamentaba que hubiese muerto tan pronto, dejando a la Unión Soviética en manos del tosquísimo Stalin, al que odiaba con virulencia.

En 1954 Geronimus Zibelius contrajo nupcias con Eulalia Manrique, una madrileña nacida en el seno de una familia de diplomáticos, cuyos padres residían en París. Ese mismo año, Eulalia daría a luz a Juan Sebastián, tras un parto difícil en el que le extirparon la matriz, y doce años después fallecía de melancolía clásica aguda, maldiciendo la vida que le había tocado vivir.

Un lustro más tarde, cuando Juan Sebastián tenía diecisiete años, Geronimus Zibelius se sintió morir, y habló seriamente con su hijo.

—¿Recuerdas tu caída?

—Sí. Ocurrió el día de mi octavo cumpleaños.

—¿Y no recuerdas lo que estabas viendo antes de caer?

—No.

—Me estabas viendo a mí, un hombre más que maduro, acoplado a dos enfermeras. Me estabas viendo a mí y estabas viendo también a dos mujeres, y no sabías quién era yo y quiénes eran ellas, y caíste como un pájaro que acaba de encajar un tiro en el pecho. Mientras tu madre yacía en la cama aquejada de una depresión incurable, yo me solazaba con dos enfermeras vestidas pero sin bragas. Una escena más bien patética que te colocó en la estratosfera y te desequilibró.

Juan Sebastián miró a su padre, que permanecía tendido en la cama, reducido a su mínima esencia, y de pronto empezó a recordar y el tiempo pasado se trasformó en tiempo presente:

Ve a su padre tumbado en el césped con dos mujeres vestidas de blanco. Geronimus besa la boca de una de ellas mientras la otra le hace una felación. Son gestos que le asombran, que le estremecen. Juan Sebastián los observa desde la copa del enorme castaño y sus ojos se abren como cielos incendiados por una sola imagen ígnea. Está dentro de la copa como dentro de su madre, como dentro de su oscuridad está… Y desde la copa los ve, tendidos sobre la hierba. Entonces resbala.

Siete metros lo separan del agua…

El tiempo de la caída es un tiempo suspendido aunque el cuerpo se mueva siguiendo la ley de la gravedad, tan implacable, tan definitiva.

El tiempo de la caída es un tiempo onírico, lleno de imágenes reflectantes, a veces evanescentes, a veces insoportablemente nítidas.

El tiempo de la caída es un tiempo indefinible, que no se deja apresar aunque permanezca fijo para la mente.

El tiempo de la caída es un tiempo denso. Y durante unos instantes espesos como la muerte, Juan Sebastián no sabe si baja o sube, si va a estrellarse contra el cielo, o contra el suelo o el agua.

El tiempo de la caída es un tiempo enigmático y elástico, que se estira, que se alarga, que se eterniza y que no se ajusta al tiempo regular del reloj, porque es un tiempo de pura emoción y puro vértigo.

Así lo siente Juan Sebastián ahora, en el seno del recuerdo, gracias a las palabras de su padre, y siente también el instante en el que choca contra el agua. Un estallido bestial que saca a los amantes del paraíso, que los arroja de él como el ángel aquel de la espada de fuego, y los ubica en la dura realidad.

Entre los tres lo sacan del río cuando Juan Sebastián está a punto de llegar a la cascada de la presa.

Juan Sebastián lo recuerda al fin, con una claridad espantosa, como si lo volviera a experimentar, y se le eriza la piel y se le eriza el pensamiento.

Y mientras mira a su padre en el lecho de muerte piensa, o más bien reconoce, que desde el día de la caída hasta ese momento preciso ha estado perdido y cayendo del árbol sin saberlo.

—¿Por qué no me iluminaste antes? —grita Juan Sebastián.

Geronimus mira a su hijo afligidamente, roza con levedad su mano y susurra con una voz tan ronca como agónica:

—Porque quería que tu cerebro estuviese preparado. Yo solo creo en el cerebro. Somos únicamente cerebros, hasta cuando copulamos, solo cerebros flotantes, que vagan por el espacio y el tiempo. Ojalá mi cerebro toque al tuyo en algún momento, en este momento, piel con piel, hasta que nos haga daño la sesera. Ojalá pueda seguir viviendo en tu cuerpo.

Geronimus se calla un momento, mira con devoción a su hijo y añade:

—Abre el cajón de la mesilla. Encontrarás un cuaderno de cubiertas negras que me ha acompañado toda la vida.

Juan Sebastián obedece y extrae del cajón el cuaderno. Ya lo tiene en sus manos cuando su padre añade:

—En ese cuaderno está parte de mi cerebro, que pasará a ti aunque no quieras. En él hallarás los secretos del suero antirrechazo y del plasma de la vida. Ningún padre puede dejarle a su hijo una herencia tan valiosa. Guarda contigo esos secretos y dirige a partir de ahora tu destino hacia una única meta: conseguir que se haga realidad la metempsicosis de la que hablaban los pitagóricos, pero de forma física y material. Conseguir que los cerebros puedan cambiar de cuerpo. Cuando yo no esté, trasládate a París, a casa de tu abuela, e inicia allí tus estudios universitarios. La ciencia francesa es más poderosa que la española y sus instituciones más serias y responsables. ¿Me prometes que lo harás?

—Te lo prometo.

En la noche ígnea del alma las ondas rojas se rompen al chocar contra las negras rocas de la memoria, dejando paso a visiones de una claridad hiriente. El agua del río brilla, relámpagos de sangre viva, remolinos de cinabrio líquido, y él está subido al árbol y los mira.

Ellos se agitan sobre la hierba. Están destronando a un príncipe que los observa aturdido, deseando la caída, deseando el olvido.

Juan Sebastián da vueltas sobre la cama y llora de alivio. ¿Hacía cuanto que no lloraba? En la noche ígnea del alma las ondas rojas se rompen, finalmente se rompen y abren de par en par las puertas de la conciencia. Al mes siguiente, Geronimus ya se halla bajo tierra y Juan Sebastián se traslada a París e inicia sus estudios de medicina. Durante toda la carrera llevará una vida tan dura como austera, con muy pocas relaciones. Su mundo se reducirá a la casa de su abuela, a la facultad de medicina y a las bibliotecas, en las que es capaz de pasar más de doce horas seguidas.

Concluye los estudios de medicina general a la edad de veinticuatro años, luego pasa algún tiempo frecuentando las humanidades, y más tarde comienza a estudiar neurología y psiquiatría, a la vez que asiste a cursos de antropología e historia en el Colegio de Francia. Es en esa época cuando empieza a entablar amistades definitivas y a dejarse ver por algunos lugares de la ciudad donde le admiran por su aspecto equilibrado y serio, su apariencia distinguida y la elegancia de sus trajes.