17

—Es hora de que Elizabeth esté acostada, maese Osbert. —La señorita Kierston, muy decidida, apareció en el umbral del saloncito—. Nan ya lleva casi veinte minutos en la cama.

Lizzie abrió la boca para protestar y luego la volvió a cerrar. Su institutriz tenía todo el aspecto de alguien que quizá no respondiera de forma muy agradable a las protestas. La niña buscó con la mirada a Will, cuya intercesión quizá tuviera más éxito, pero el joven no pareció notarlo. «De hecho», pensó la niña un poco molesta, «esta noche está distraidísimo y por alguna razón ni siquiera parecen divertirle los valerosos esfuerzos que he hecho durante la última hora para entretenerlo.» La pequeña no estaba muy acostumbrada a tales fracasos y en ese momento, con un mohín resentido, se bajó del alféizar de la ventana.

—Buenas noches, maese Osbert. —Una cuidadosa reverencia acompañó al saludo.

Will parpadeó sorprendido ante tamaña formalidad en una personita que tenía más tendencia a dar besos que a hacer reverencias.

—¿Qué ocurre, Lizzie?

—Tengo que irme a la cama —dijo la pequeña.

—Eso no es tan raro. —El joven no pudo evitar sonreír al ver la carita desconsolada—. Pero ¿por qué me parece que te he ofendido de algún modo?

La señorita Kierston hizo un ruido bastante audible con la nariz y se alisó el delantal con un gesto enérgico para indicar que el nuevo retraso la estaba impacientando.

El sonido de las ruedas de un carruaje traqueteando sobre el empedrado, en la calle, se coló por la ventana del saloncito, que permanecía abierta para dejar entrar la suave noche de septiembre. Lizzie, inquisitiva como siempre, se giró al oír el ruido y corrió a la ventana.

—Oh, son papá y Harry, han vuelto —chilló al tiempo que saltaba emocionada al alféizar—. ¡Papi, papi!

Daniel acababa de bajarse del carruaje y se volvió con una sonrisa radiante.

—¡Lizzie, Lizzie! —la imitó dirigiéndose a grandes zancadas a la ventana abierta. La cogió por la cintura y la sacó dándole un fuerte abrazo antes de besarla y dejarla en el suelo. La niña corrió de inmediato hacia Harry, que sintió que la embargaba una alegría maravillosa ante aquella cariñosa bienvenida, ante la confianza de la pequeña, que parecía estar segura de que ese amor era correspondido.

—¿Dónde está Nan? —Con una carcajada, su padre interrumpió los besos, abrazos y parloteo de Lizzie.

—Ya está acostada...

—¡No, no lo estoy! —El emocionado chillido procedía de una de las ventanas de arriba sobre la que Nan se inclinaba peligrosamente, con el cabello cayéndole suelto del gorro de dormir y agitando las manos con frenesí.

Daniel levantó la cabeza.

—¡Cuidado! Voy dentro. —Corrió a la puerta principal abierta, en la que se encontraba Will esperando para saludarlos. Henrietta lo siguió de la mano de Lizzie.

Nan bajaba a todo correr por las escaleras, tropezando con el camisón por las prisas; la pequeña saltó a los brazos abiertos de Daniel desde casi la mitad de la escalera.

—Ya estaba casi dormida —farfulló—. ¡Si hubierais venido dentro de cinco minutos ya lo habría estado y habríais tenido que despertarme!

—Oh, yo no haría eso —la provocó Daniel alisándole la espesa mata de pelo y enterrando los labios en la mejilla infantil, lisa, cálida y fragante—. Habría esperado hasta por la mañana.

—¡No! —La niña vio entonces a Henrietta y se retorció impaciente—. ¡Ahí está Harry!

Daniel la dejó en el suelo y contempló la eufórica reunión con una sonrisa interna de felicidad. Después se volvió con la mano extendida hacia Will, que permanecía a un lado con discreción.

—Will, ¿cómo estás?

—Bastante bien, sir Daniel. Es un placer verlos de vuelta, sanos y salvos. —Will salió de las sombras para estrecharle la mano—. Las niñas los han echado de menos a los dos.

—Sí, y nosotros las hemos echado de menos a ellas —respondió Daniel—. Cinco meses es mucho tiempo.

—Oh, Will, ahí estás. —Henrietta se liberó de las niñas y se acercó a su amigo a toda prisa—. ¡Me alegro tanto de verte otra vez! —El abrazo que compartieron era la expresión más natural de una amistad llena de cariño y Daniel descubrió desolado que le producía una ligera punzada, aunque era consciente de que carecía de toda lógica, dado que eran como hermanos. Salvo que no lo eran. Los recordó con sus riñas y bromas en el viaje de regreso de Preston. Entonces eran poco más que unos niños, niños confundidos, además. Pero habían cambiado mucho los dos. Will se erguía con la confianza de un hombre hecho y derecho y Henrietta... sólo había que mirarla para ver la belleza y el aplomo de la mujer que ha despertado a la vida.

La señorita Kierston se encontraba en la puerta del saloncito, esperando con paciencia a que advirtieran su presencia. Daniel apartó los ojos de su mujer, que abrazaba a su amigo más querido y volvió a ocuparse de sus deberes de padre.

Por fin acostaron a las niñas y Will y los recién llegados se sentaron a cenar.

—Es maravilloso estar de vuelta. —Henrietta miró a su alrededor, el comedor de paneles oscuros, con un suspiro de satisfacción—. No te imaginas el calor que hace en España, Will. Es como el Hades. —Se sirvió un trozo de empanada de anguila y pasó la fuente por la mesa.

—Pero ¿fue emocionante? —preguntó Will mientras cogía un trozo pequeño.

Henrietta no respondió de inmediato.

—¿Por qué coges una porción tan pequeña, Will? Te encantan las anguilas.

El joven sacudió la cabeza.

—No tengo mucha hambre. ¿Fue emocionante?

Henrietta miró con pesar a Daniel.

—A veces, pero sobre todo fue aburrido e incómodo y las cosas siempre salían mal. ¿Verdad, Daniel?

—Con cierta frecuencia —asintió su marido con una risita mientras volvía a llenar la copa de Will—. Pero el pasado, pasado está. Cuéntanos, Will, lo que ha estado ocurriendo por aquí.

Will se encogió de hombros.

—Habréis oído lo de la derrota del ejército escocés en Dunbar, me imagino.

—No, no hemos oído nada. —El tenedor de Daniel cayó con estrépito sobre el plato—. ¿Cuándo fue?

—A principios de mes —respondió Will con franqueza—. Fue una derrota aplastante; el ejército escocés quedó diezmado y todo por unas treinta vidas inglesas.

Era una noticia demasiado trascendental para que la dijera con un tono tan apático. Harry se lo quedó mirando y notó por primera vez la tensión que había en sus ojos, la línea demacrada de la boca, el aire general de abatimiento. Por alguna razón estaba convencida de que una desolación tan obvia no se debía a la situación política.

—¿Qué es lo que te está inquietando, Will?

El joven se sobresaltó, sonrojado.

—Nada en absoluto. ¿Por qué crees que hay algo?

Unos meses antes, Henrietta lo habría atormentado sin pensarlo un momento hasta que le hubiera dicho la verdad. Pero en ese momento se le ocurrió que quizá lo cohibiese la presencia de Daniel si quería desahogarse con su mejor amiga. Él no conocía a su marido tan bien como ella, después de todo, y todavía lo trataba con la deferencia que le había mostrado cuando viajaban bajo su protección. No, esperaría y se lo sonsacaría una vez que se quedaran solos.

—¿Y el rey? —preguntó Daniel—. ¿Sabes cómo ha afectado esa noticia a sus planes? —Cogió una pera del frutero y empezó a pelarla con cuidado.

Will frunció el ceño.

—Se dice que hace planes para viajar a Escocia en persona. Va a alentar a los escoceses con su presencia para que se reagrupen y se alcen otra vez contra Cromwell. Si lo consigue, una fuerza monárquica desembarcará en Inglaterra.

—Y si no... —caviló Daniel partiendo la pera y colocándola en el plato de Henrietta—. Si no quieren, la fuerza monárquica deberá poner a prueba su fuerza de todos modos.

—Pero eso sería una locura, seguro —dijo Henrietta mientras mordisqueaba la fruta, aunque de repente había perdido el apetito—. Si el ejército escocés no pudo derrotar a Cromwell, una fuerza monárquica, mucho más pequeña y mal equipada, tendrá muchas menos posibilidades.

Daniel sacudió la cabeza con gesto cansado.

—Tal vez sea así, pero debemos intentarlo una vez más.

Henrietta se estremeció y habló con una pasión repentina.

—¿Por qué hay que hacerlo? ¿Por qué debéis volver a arriesgar todos vuestras vidas cuando sabéis que es una causa perdida?

Los dos hombres la miraron en silencio durante un minuto, después fue Daniel el que contestó con tono sereno.

—Ya sabes por qué, Harry. Es una cuestión de honor y principios y debemos luchar por ambos.

—Y perderéis y es probable que os maten o que quedéis malheridos y todo por nada —dijo con fiereza—. Y el país quedará lleno de viudas y huérfanos por el honor y los principios.

—Por Dios, Harry, hablas como una mujer —dijo Will asombrado—. Jamás pensé que te oiría decir esas cosas.

—Es que soy una mujer —declaró la joven—. No una niña tonta con la cabeza llena de aventuras.

Daniel sonrió.

—Así es —dijo—. Es lo que eres, mi pequeña duendecilla... es lo que eres... a veces.

Will los miró a los dos y decidió de repente que allí estaba de más.

—Si me disculpáis, he planeado una partida de cartas con unos amigos. —Se levantó y después dijo con cierta incomodidad—: Me buscaré un alojamiento alternativo por la mañana, si os parece bien.

—Oh, tonterías —exclamó Harry—. No harás nada semejante, ¿verdad, Daniel?

—Creo que ése es un asunto que debe decidir Will —dijo Daniel sin alzar la voz—. Puede quedarse el tiempo que quiera pero quizá prefiera establecerse en un lugar más privado.

—Oh. —Henrietta se mordisqueó el labio—. Quieres decir que quizá tenga amigos a los que quiera invitar. —De repente resplandeció en sus ojos una luz traviesa que espantó la intensidad de los últimos minutos—. O mujeres de vida alegre, tal vez. ¿Es eso, Will?

Para sorpresa de Harry, Will se puso como la grana.

—Eso no tiene gracia, Henrietta. Es de mal gusto. Creía que ya habrías aprendido algo. Buenas noches a los dos.

La puerta se cerró tras él y Henrietta tragó saliva, incómoda y sonrojada ella también.

—¿Por qué se ha disgustado tanto?

—Bueno, no ha sido muy correcto decir eso.

—¡Bah! Yo nunca soy correcta con Will.

—Quizá sea hora de que empieces a serlo —dijo Daniel—. Ya no sois dos niños, Harry, y Will tiene su dignidad.

Poco después la joven estaba echada en la cama, pensando en todo aquello. Por alguna razón no le parecía que fuese una cuestión de dignidad herida. Will no era él mismo y estaba claro que le correspondía a ella averiguar la causa.

Y con tan encomiable objetivo en mente, bajó al comedor a la mañana siguiente y saludó a Will con tono alegre, como si la desagradable conversación del día anterior no hubiera ocurrido. El joven le devolvió el saludo un poco avergonzado.

—Te ruego que me perdones, Harry —le dijo luego—, por haber sido tan brusco anoche.

—Oh, no fue nada. —Henrietta se inclinó sobre él cuando el muchacho se sentó a la mesa del desayuno y lo besó en la nariz—. Daniel dijo que ofendí tu dignidad y lo siento mucho si así fue.

Will se echó a reír, le rodeó la cintura con un brazo y le dio un rápido abrazo.

—No, tú jamás podrías hacer eso. No tengo ninguna dignidad en lo que a ti se refiere.

—Ves —le dijo triunfante a Daniel—. Ya te lo dije... Oh, ¿ocurre algo? Estás muy serio.

Daniel, que había estado observando aquella pequeña escena con el plato de solomillo delante, se dio cuenta de que tenía el ceño fruncido y sacudió la cabeza con viveza.

—No, no pasa nada, pero no hables de mujeres de vida alegre delante de las niñas, ¿quieres? Sería inevitable que Lizzie pidiera una explicación completa de la expresión.

—Pues claro que no. De todos modos, ¿dónde están?

—Han ido a la iglesia con la señorita Kierston —le dijo Will—. Con bastantes protestas, si se me permite añadir. La dama se ha hecho muy devota en los últimos meses y asiste al servicio vespertino todos los días y con frecuencia también por la mañana y por fuerza las niñas deben acompañarla.

—Oh, qué horror —exclamó Henrietta mientras untaba con mantequilla una rebanada de pan de trigo—. ¿No podrían ir un día sí y un día no, Daniel? Pueden pasar ese tiempo aprendiendo a tocar la guitarra conmigo, o algo parecido.

—Si crees que será mejor para ellas... —dijo Daniel con tono afable antes de terminarse la jarra de cerveza y apartar la silla.

—Quizá no mejor —dijo Henrietta con total franqueza—, pero desde luego más divertido.

Daniel se echó a reír.

—Tengo una fe absoluta en tu criterio en esos asuntos, Harry. Decide lo que quieras y díselo a la señorita Kierston.

Harry arrugó la nariz ante semejante perspectiva pero no puso objeciones y aceptó la tarea como propia.

—¿Adonde vas?

—A la Corte. Debo pedir audiencia con el rey para entregarle mi informe. Me gustaría descubrir también qué planes se están trazando.

—Bien. —La joven levantó la cabeza para que le diera un beso—. ¿Volverás para comer?

—Eso espero.

—Pues de perdidos al río —declaró Henrietta cuando se cerró la puerta tras su marido—. Si tengo que enfrentarme a la mirada de desaprobación helada de la señorita Kierston, le diré entonces que las niñas sólo tienen que asistir a la iglesia los domingos, cuando vayamos todos.

—Por lo que te ganarás su gratitud eterna —comentó Will, pero su sonrisa carecía de la chispa habitual.

Harry puso los codos en la mesa, apoyó la barbilla en las manos juntas y miró a su amigo muy seria.

—¿Qué te inquieta, Will?

Un profundo suspiro fue la primera respuesta, pero la joven no dijo nada y siguió esperando.

—Estoy enamorado —dijo por fin el muchacho, poniéndose encarnado de vergüenza ante tamaña confesión.

—¿De Julie? ¡Sabía que ocurriría! —Su amiga se levantó de un salto y rodeó la mesa corriendo para abrazarlo.

—¿Cómo ibas a saberlo? —Will luchó por liberarse del abrazo, todavía rojo como un tomate.

—Oh, desde el primer momento fue obvio que una chispa había saltado entre los dos —respondió Harry—. Por eso sugerí que te quedaras en la casa mientras nosotros estábamos fuera. Sabía que Julie vendría a ver a las niñas a veces y tendríais una excusa... —La joven se encogió de hombros—. En fin, que funcionó.

Will sacudió la cabeza.

—No, no funcionó, Harry.

Su amiga lo miró asombrada.

—¿Entonces Julie no está enamorada de ti?

Will bajó la cabeza y la apoyó en las manos.

—Ella me ama a mí tanto como yo la amo a ella, pero sus padres han prohibido que nos veamos.

—¿Y por qué iban a hacer algo así? —La indignación le teñía la voz.

—No creen que el hijo de un simple hacendado sin títulos sea suficiente —dijo Will desconsolado.

—¿Y quiénes se creen ellos que son? —preguntó Harry, indignada por aquella arrogancia—. ¡Pequeña nobleza empobrecida y en el exilio! ¡Oh, es ridículo! —La muchacha empezó a pasearse por el comedor—. ¿Has hablado con ellos?

—Por supuesto. Lo he hecho todo como se debe hacer; le pedí a lord Morris la mano de Julie, le hablé de mis propiedades, de mis expectativas, de mi linaje... Mi familia es tan antigua como la suya —añadió el muchacho con un resurgimiento de su antiguo vigor—. Pero no sólo me rechazó sino que ha prohibido que nos volvamos a ver. A Julie no le permiten escribirme ni salir sin su madre, y sólo va a lugares muy concretos.

Henrietta estaba horrorizada.

—Pero eso es una tiranía. ¡Son peores que mis padres!

—Pero ¿qué voy a hacer, Harry? —Will parecía desconsolado—. No soporto estar sin ella. Sólo verla un instante sería un bálsamo para mí, oír su voz, lo que sea... Pero este absoluto desierto me está matando.

—Bueno, no creo que sea para tanto —dijo Henrietta con tono práctico—, pero desde luego te está amargando la vida y no pienso permitirlo.

Will consiguió esbozar un amago de sonrisa al oír las enérgicas palabras de su amiga.

—No hay nada que hacer, Harry. Lord y lady Morris son inflexibles y Julie no puede desafiarlos.

—No de forma abierta, estoy de acuerdo —dijo muy pensativa—. Pero en secreto podría. Iré a visitarla esta mañana, pensaba ir de todos modos y sus padres siempre han visto con buenos ojos nuestra amistad, así que le darán permiso para recibirme.

—¿En qué estás pensando, con exactitud? —Will estaba acostumbrado a los métodos de su amiga y la velocidad a la que tomaba las decisiones. Podía inquietarlo pero también creaba un destello de esperanza. Henrietta pocas veces fracasaba cuando se empeñaba en algo.

—Es muy sencillo —le dijo la joven con una alegre sonrisa—. Debes buscar otro alojamiento de inmediato, porque si sigues viviendo aquí, es razonable que lady Morris no permita que Julie me visite como solía. Pero no van a prohibir mi amistad con Julie porque ella y lord Morris tienen a Daniel en gran estima y cuando Julie venga a visitarme o demos un paseo juntas, tú, «por accidente» o debo decir, «por casualidad», aparecerás por allí. Nadie tiene que saberlo. —La muchacha frunció el ceño de repente y se mordió el labio—. Creo que será mejor que no le digamos a Daniel que tienes prohibido ver a Julie. Quizá no le guste que os veáis aquí desafiando a sus padres. Pero si no sabe que está prohibido, no le dará mayor importancia. Los dos sois amigos míos y estáis conmigo a menudo.

Will la miró no muy convencido.

—No es muy honorable, Harry.

—¿Y por qué no? Es sólo una desobediencia y no tiene nada que ver con el honor —respondió su amiga con tono categórico—. Pero si no te gusta, vas a tener que pensar en otra cosa, porque a mí no se me ocurre nada. Podrías esperar hasta que fuerais mayores de edad, claro, pero te faltan dieciocho meses y Julie tiene que esperar una eternidad. Tiene la misma edad que yo. ¿Puedes esperar tanto tiempo sin ni siquiera verla o hablar con ella? Y entre tanto, puede que sus padres la casen con algún pretendiente viejo pero con los títulos adecuados.

—Oh, no podría soportarlo —dijo Will angustiado ante semejante perspectiva—. Además, ¿quién sabe lo que va a ocurrir en esta maldita guerra? Quiero estar con ella, Harry, durante el tiempo que nos permitan. —El muchacho había bajado la voz, teñida de una infelicidad que bordeaba la desesperación.

Harry lo miró con la cabeza ladeada como si esperara que su amigo tomara la decisión adecuada.

—Si crees que está bien... —comenzó a decir el joven con tono vacilante.

—Por supuesto que sí —lo interrumpió ella con vigor—. Iré a visitar a Julie ahora mismo y tú debes ir a buscar unas habitaciones. Les diré a sus padres que ya te has ido de la casa ahora que hemos vuelto nosotros. Parecerá de lo más razonable.

Julie recibió a su amiga con un entusiasmo que no podía disfrazar su desánimo. Henrietta presentó sus respetos a lady Morris de forma impecable y habló de España y de lo extraña que le resultaba la Corte española, tomó unos sorbitos de licor de saúco, mencionó de pasada que maese Osbert dejaba el techo de sir Daniel y se alojaba en sus propias habitaciones y fingió no notar la repentina palidez de Julie al oír mencionar ese nombre, ni la tensión de los labios, ya bastante finos de por sí, de lady Morris.

—Bueno, muchachas, yo diría que tenéis muchas cosas de qué hablar —dijo lady Morris después de una media hora—. Tengo que atender ciertos asuntos pero te doy permiso para que continúes con lady Drummond, Julia, si la señora no tiene prisa.

—En absoluto, señora —dijo Henrietta con tono recatado—. Os agradezco mucho vuestro permiso.

Julie también le dio las gracias con un murmullo pero mantuvo los ojos bajos hasta que su madre salió de la habitación.

—Dios bendito —dijo Henrietta imitando a su marido—. ¿Tanto te vigilan que deben darte permiso para quedarte sola con una visita en la casa de tus padres?

—¡Oh, es horrible, Harry! No sabes lo que ha pasado...

—Oh, sí, claro que lo sé —la interrumpió su amiga—. Will me lo ha contado todo y tenemos un plan.

Julie escuchó la convincente presentación que hizo Henrietta de su plan.

—Si nos descubrieran... —La muchacha ahogó una exclamación—. No me imagino lo que ocurriría.

—Yo sí —dijo Harry un poco desalentada—. Pero en todo lo que merece la pena hay un riesgo. Si queréis que os ayude a los dos, lo haré con todo mi corazón. Pero si no puedes soportarlo... —No terminó la frase.

Julie se quedó callada un momento, muy pálida.

—Sé que no está bien desafiar a los padres —empezó a decir con tono vacilante—, pero no veo por qué tendría que estar mal amar a alguien.

—Y no lo está. Son tus padres los que cometen un error, y en ese caso, no está mal desafiarlos. —Dado que ésa era la máxima que había gobernado la vida de Henrietta hasta ese momento, la pronunció con una convicción absoluta, y Julie asintió, más tranquila.

—¿Y sir Daniel? —aventuró después—. ¿Qué dirá?

Henrietta, incómoda, cambió de postura en la silla.

—Bueno, creo que sería mejor que no lo supiera. Quedaría entre nosotros tres. Es padre, ya me entiendes, y de dos hijas, así que creo que vería el tema de un modo un poco diferente.

—Oh, vaya —susurró Julie—. Creo que yo no tengo tu valor, Harry. —Se quedó sentada en silencio durante un minuto y luego, de repente, habló muy resuelta—. Sí, sí que lo tengo. Lo haré.

—¡Oh, bravo! Ahora todo lo que nos queda es recibir el permiso de tu madre para que me visites a solas.

Quizá lady Morris creyó que podía empezar a mitigar el estricto encierro de su hija o simplemente tuvo la sensación de que la mujer de sir Daniel Drummond sólo podía ser una compañera intachable para Julia, pero el caso fue que dio permiso para las visitas y el plan se puso en marcha.

El primer aviso que le indicó a Daniel que algo raro estaba pasando le llegó cuando regresó a casa una tarde y sorprendió a su mujer y a Will absortos en una profunda conversación en el saloncito. En circunstancias normales eso no habría hecho que se planteara las cosas ni por un segundo, pero Harry se apartó de un salto de Will cuando su marido entró en la habitación y dos grandes manchas de color le aparecieron en las mejillas.

—Oh, Daniel, me has sobresaltado. —La joven intentó explicar su peculiar reacción—. ¿Quieres una jarra de cerveza?, ¿vino, quizá? ¿Le digo a Hilde que traiga algo?

—Tenemos ambas cosas en el aparador —le recordó su marido con cierta sequedad—. Buen día, Will.

—Buen día, señor. —Will se levantó un poco incómodo—. Ya me iba.

—No te vayas por mí —dijo Daniel—. Tómate una copa de vino conmigo.

Will no podía rechazar la invitación sin mostrarse descortés y la forzada conversación que sostuvieron desconcertó muchísimo a Daniel. ¿Por qué diablos aquellos dos, con los que había compartido tantos momentos íntimos, tendrían que comportarse como si estuvieran en presencia de un extraño? La oportuna llegada de sus hijas, recién liberadas de las lecciones, trajo cierta naturalidad, su alegre parloteo se apoderó de la conversación y Will y Henrietta alentaron la cháchara hasta que el muchacho pudo despedirse sin perder el decoro.

—¿Vas a ir a dar un paseo mañana, Harry? —Will hizo lo que parecía una pregunta casual mientras se dirigía a la puerta.

—Por la tarde —respondió su amiga con tono igual de despreocupado—. Por el malecón, creo.

—¿Podemos ir? —pió Nan.

—Sí, vamos. —añadió su hermana, también deseosa—. Hace siglos que no paseamos por allí.

—Mañana no —dijo Henrietta—. Iremos allí al día siguiente, si queréis.

—Pero ¿por qué no podemos? —corearon las pequeñas, que no estaban acostumbradas a que las excluyeran de ese tipo de excursiones.

—Porque Henrietta ha dicho que no y con eso debería bastar —intervino Daniel, con lo que rescató sin querer a Henrietta, que buscaba como loca una razón convincente. Lo cierto era que no quería permitir que las niñas participaran de ningún modo en los encuentros clandestinos entre Will y Julia. En muchos sentidos, la compañía de las niñas habría proporcionado la excusa perfecta, la imagen perfecta de la inocencia, a esos paseos y encuentros «accidentales» pero la idea la ofendía profundamente.

—Pero eso es una tontería —murmuró Lizzie sin mucha prudencia—. Tiene que haber una razón de verdad.

—Disculpa, Lizzie, no te he entendido —dijo Daniel con tono afable—. ¿Podrías repetirlo, por favor?

—No creo que vaya a hacer semejante tontería —dijo Henrietta cogiendo a la niña de la mano—. Vamos a decirle adiós a Will. —Y se llevó fuera a Lizzie, que la siguió de buena gana—. Decir esa impertinencia fue una estupidez, ¿no crees?

—Pero es que tiene que haber una razón —insistió Lizzie, que sabía que no corría peligro hablándole así a Harry.

—Sí, la hay, pero no es una razón que esté preparada para contarte —dijo Henrietta—. Y me temo que tendrás que aceptarlo así.

—De acuerdo —dijo Lizzie después de pensarlo en silencio—. Pero sabía que había una razón. —Tras decidir que quizá no fuera muy prudente volver al saloncito de inmediato, la niña subió las escaleras.

Will intercambió una sonrisa arrepentida con Henrietta cuando los dos salieron a la calle.

—Se parece mucho a ti, Harry.

—Lo sé —dijo la joven paseando con él hasta la esquina—. Por desgracia, las características que comparte conmigo son las que su padre no ve con ojos tolerantes... al menos no en sus hijas —se corrigió—. No parece importarle que las tenga yo.

—Es una suerte —dijo Will con una risita—. Pero yo diría que tiene la sensación de que eres una causa perdida.

—Supongo.

Los dos se echaron a reír y Will la abrazó.

—Te veré a ti y a Julie en el malecón mañana.

—Sí. —Harry le hizo una leve caricia en el rostro—. Me alegro de verte contento de nuevo, cariño.

Daniel permaneció ante la puerta abierta y los observó preguntándose si estaba celoso de aquel afecto tan espontáneo y natural. Eran los dos tan jóvenes y vitales, estaban muy seguros el uno del otro, y compartían una historia. Quizá no fuera tan extraño experimentar una punzada de celos al observar lo especial que era su relación. En ese momento Henrietta se dio la vuelta, lo vio de pie en la puerta y se recogió las faldas para correr a reunirse con él con una sonrisa.

—¿Has venido a buscarme? —Se puso de puntillas y besó a su marido.

—Tuve la sensación de que te demorabas muchísimo en despedirte de Will —respondió Daniel rodeándole los hombros con un brazo y disfrutando de su calidez y su docilidad cuando la muchacha se apoyó con entusiasmo en su abrazo. Desterró los celos entonces, no era más que una tontería.

—Se me ocurrió acompañarlo unos cuantos pasos. Hace una tarde preciosa. ¿Paseamos un poco?

—Si quieres —asintió el noble mientras giraba con ella hacia la plaza—. ¿Qué has hecho con la impertinente de mi hija?

—Se fue arriba. Es probable que le pareciera lo más prudente dadas las circunstancias.

Daniel se rió un poco.

—Es probable que lo fuera. Pero ¿por qué no pueden acompañarte a dar ese paseo mañana?

Harry no se esperaba la pregunta y no pudo evitar que la embargara una repentina rigidez bajo el brazo que la rodeaba.

—Bueno, Julie y yo queremos hablar de nuestros secretos —dijo al recuperarse.

—Ah. —Daniel no encontró nada raro en esa explicación pero sí que se preguntó qué era lo que había provocado la reacción incómoda a su pregunta—. ¿Son secretos que no se pueden compartir con un marido? —aventuró.

El color inundó las mejillas femeninas.

—Pero bueno... ¿Cómo se te ocurre...? Bueno, quizá... quizá lo sean... pero...

Daniel se detuvo en medio de la calle y le volvió la cara. Después alzó las cejas con ademán burlón.

—Harry, ¿qué estás tramando?

La muchacha se llevó las manos a las ardientes mejillas y maldijo su incapacidad para mentirle a su marido de una forma convincente. Jamás había tenido esa dificultad con nadie antes.

—No es ninguna travesura. —Tragó saliva—. Son los secretos de Julia. —Eso al menos era verdad y sintió que se le bajaban los colores.

—Ya veo. —Su marido decidió dejar el tema y continuaron su paseo. Henrietta se recuperó y comenzó a charlar como era habitual en ella, escuchó también los últimos sucesos de la Corte y le hizo preguntas perspicaces sobre lo que él creía que iba a pasar, ya que el rey había hecho planes concretos para dirigirse a Escocia.

—No voy a viajar con el rey —le dijo Daniel—. Quiere que me quede aquí de momento. Algunos de nosotros debemos encargarnos de organizar aquí un ejército monárquico, listo para viajar a Inglaterra en cuanto sea necesario.

—¿Necesario de qué modo?

—Para unirnos al ejército reagrupado escocés e invadir Inglaterra —dijo él con tono sereno.

Henrietta se estremeció pero no dijo nada.

Daniel la abrazó con más fuerza.

—Lo que quiere decir que pronto se pondrá fin al tiempo que hemos pasado en Flandes. Volveremos a respirar aire inglés. —Bajó la cabeza y la miró muy serio—. ¿Te alegras de volver a casa, a Kent, duendecilla?

—Me alegro de tener tiempo para convertirla en mi casa. —La joven le respondió con franqueza y expresión pensativa—. No pasamos allí muchas semanas antes de irnos a Londres y luego vinimos aquí casi de inmediato. Y mientras estábamos allí, tenía la sensación de que era tu casa, no la mía.

—¿Y todavía es así?

—No, será muy diferente —le aseguró su mujer—. Porque ahora es diferente nuestra relación.

—Mmm —murmuró él—. Desde luego que lo es.

—Creo que será mejor que volvamos sobre nuestros pasos —declaró Henrietta— para que podamos hacer una demostración de esa diferencia un poco más en privado.

Y en el aislamiento de su dormitorio, Harry le ofreció una prueba tan abrumadora de esa diferencia que el noble olvidó todas las rarezas de la tarde. Por desgracia, la amnesia no duró mucho tiempo.