4

Fue a finales de septiembre cuando los cuatro llegaron a Londres. El salvoconducto les había servido bien y Henrietta lucía una vez más una ropa más acorde con su sexo. Por encima del vestido llevaba un guardapolvo, la sobrefalda que protegería sus ropas de los riesgos de montar entre la lluvia y el barro. Llevaba el cabello confinado bajo la cofia redonda y negra propia de un miembro de la burguesía y una práctica capa de lana bermeja la protegía del viento. No se podía decir que fuera ataviada a la última moda, pero sir Daniel había señalado que cuanto menos visibles fueran, mejor, así que Henrietta, sin más que unos cuantos gruñidos menores por tener que llevar una escudilla para gachas en la cabeza, se resignó a la mediocridad. Will y Daniel habían abandonado el encaje y el fajín de los cavaliers e iban vestidos de comerciantes, el epítome de los hombres amantes de la paz cuyo único interés en esos conflictivos tiempos era hacer dinero. Tom seguía siendo él mismo, un robusto labriego que les servía de escolta.

Henrietta no había estado en Londres más que una vez, al comienzo de aquella aventura, cuando se había ido de casa en la carreta de un porteador para reunirse con Will en las habitaciones de éste, cerca de la Posada de Gray. En aquel momento, el frenesí de la ciudad le había parecido emocionante y ni siquiera el hedor a estiércol de caballo, a asaduras y verduras medio podridas y al resto de la suciedad que humeaba en las cloacas, podía empañar la emoción que sentía. La joven miró a su alrededor y a la multitud que se empujaba, ensordecida por los gritos, el enérgico repique de las campanas de los vendedores callejeros que pregonaban sus mercancías, los gritos y los chillidos que emanaban de los callejones oscuros. Había caído la tarde y en la noche destellaban las antorchas y los faroles que se movían entre el gentío. Los caballos se veían obligados a moverse al paso por culpa de la multitud; los niños pequeños se escabullían entre los cascos y bajo los vientres de los animales, rebuscando en el empedrado restos de comida y los tesoros abandonados de la cloaca.

Sir Daniel parecía saber a dónde iba, un hecho que impresionó muchísimo a Henrietta, que no se imaginaba llegar a familiarizarse jamás con aquel desconcertante laberinto y su algarabía. Atravesaron una de las siete puertas de Londres con sus dos torres cuadradas a cada lado y entraron en el distrito de Aldersgate. Daniel hizo girar el caballo por un estrecho callejón empedrado y se detuvo fuera de una bonita posada con tejado de paja y paredes blanqueadas.

El cartel del León Rojo crujía bajo la brisa del anochecer. Un mozo de cuadra salió corriendo para hacerse cargo de los caballos.

—Ven, Meg Bolt —dijo Daniel con una sonrisa mientras la ayudaba a desmontar—. Si estás tan famélica como yo, te alegrarás de cenar algo.

—¿Cuánto tiempo vamos a quedarnos aquí? —preguntó Henrietta al tiempo que levantaba la cabeza para mirar la posada. Había un temblor en su voz cuando hizo la pregunta que llevaba implícita otra. ¿Qué iba a ser de ella a partir de entonces?

Si Daniel oyó el temblor, no lo demostró.

—Hasta que hayamos decidido qué hacer a continuación —le respondió sin más—. Nadie nos pedirá cuentas mientras estemos aquí. El peligro está sólo en los caminos, así que creo que podemos recuperar nuestras identidades habituales.

—Pero ¿vos no debéis ir a casa a ver cómo se encuentran vuestras hijas? —preguntó Henrietta sin ser consciente de que había apretado los puños y que sólo los guantes evitaban que se clavase las uñas en las palmas de las manos.

Una mirada extraña cruzó los ojos que se inclinaron sobre ella, como si tuviera que sopesar su respuesta.

—Así es —dijo el noble poco a poco—. Debo ir, como debo descubrir también qué multas va a decidir imponerme el Parlamento por ser uno de los malignant.

—Nadie sabe que luchasteis en Preston, así que quizá no os embarguen vuestras tierras —interpuso Will.

Daniel pareció desprenderse de su ensueño con aquella interrupción y poco a poco sus ojos abandonaron la cara alzada de Henrietta.

—La esperanza es lo último que se pierde, Will. Entremos. Tom hará que se encarguen de los caballos.

El posadero, que se mostró de lo más solícito, estuvo encantado de proporcionar dos aposentos para sus huéspedes; los hombres compartirían uno, como habían acostumbrado a hacer durante todo el viaje, y a la sobrina de sir Daniel, la señorita Ashby, le mostraron un pequeño aposento al otro lado del pasillo con la promesa de que, a menos que la posada se llenara de huéspedes de forma inesperada, no tendría que compartir la cama.

—Si deseaseis un saloncito privado, señor, tengo una habitación bonita y espaciosa pasillo abajo —dijo el casero con una sonrisa radiante—. Mi esposa estará encantada de proporcionaros una cena de lo más sabrosa y tengo un magnífico borgoña.

—Sí, estupendo —dijo Daniel—. Cenaremos en media hora.

—¿Queréis que envíe a una moza para que ayude a la dama con su aseo, señor?

Daniel miró a Henrietta, que guardaba un silencio inusual en ella y estaba muy seria.

—Antes me gustaría hablar en privado con la señorita Ashby.

La cogió por el codo y la metió en el aposento que le habían destinado. La puerta se cerró tras ellos con un chasquido.

—Harry —dijo el noble en voz baja—, quiero que me prometas que no saldrás de aquí sin decírmelo primero.

La muchacha estudió un nudo de madera que había en las amplias tablas de roble que pisaba.

—Me parece que ha llegado el momento de separarnos, sir Daniel.

—Sí, ya me parecía que se te estaba empezando ocurrir algo así —dijo el noble con cierta dureza—. Bueno, pues no servirá de nada, mi niña. No puedes obligar al pobre Will a que se haga responsable de ti. Apenas es capaz de hacerse responsable de sí mismo. No tienes fortuna propia...

—Pero soy fuerte y puedo trabajar —declaró la joven mientras levantaba la cabeza para mirar al noble a los ojos—. Si Will se niega a casarse conmigo y no puedo encontrar empleo de institutriz, entonces seré la criada de alguien.

—Para dormir en la cocina, sobre un montón de paja, supongo. No seas tonta.

—No pienso volver a mi casa —dijo la joven con tono fiero—. No hay nada que podáis decir o hacer para obligarme.

Daniel, con aire pensativo, se dio unos golpecitos en la barbilla con el largo índice de la mano derecha y se preguntó si era el mejor momento para decirle que cuando habían pasado por Reading el día anterior, había despachado una carta para sir Gerald Ashby, de Thame, contándole que encontraría a su hija, sana, salva e incólume, en la posada del León Rojo, en el distrito de Aldersgate. Había dudado mucho antes de tomar aquella decisión y al final había decidido que un hombre honrado, padre de dos hijas como era él, no tenía alternativa.

Todavía tenía intención de mantener su promesa, no permitiría que nada le hiciera daño, pero el futuro de la joven debía decidirse de la forma adecuada, consultándolo con su padre. Tenía una sugerencia para su futuro pero la forma de presentarla dependería de la opinión que le inspirase sir Gerald. No tenía motivos para pensar que aquel hombre no era más que un padre muy severo pero no podía saberlo hasta que lo conociese. Quizá no fuese el momento adecuado para tener esa conversación con Henrietta.

—Confía en mí —le dijo en su lugar—. Dame tu palabra de que no habrá más huidas.

Henrietta se acercó a la pequeña ventana con parteluces que se asomaba a un jardín de malvarrosas y espuelas de caballero, con un moral en el medio. ¿Qué alternativa le quedaba salvo confiar en él de momento? ¿Qué razones tenía para desconfiar? A decir verdad, se encontraba sin recursos y era ésa una sensación aterradora. Se sentía como si hubiera un espacio vacío en su interior, un hueco hundido que antes estaba repleto de energía y planes. Jamás había tenido dudas, siempre había sabido adaptarse sin contratiempos a las circunstancias. Pero las cosas habían dado un giro que no había previsto cuando se había puesto en camino tan alegremente en la parte trasera de la carreta de un porteador tantas semanas atrás. Entonces estaba muy segura de que a Will sólo le haría falta cierta persuasión contundente para acceder a fugarse con ella, pero lo cierto era que se estaba mostrando de lo más intransigente. Tal vez ahora que habían vuelto a Londres y la guerra había terminado, podría intentar convencerlo otra vez.

—No puedo seguir siendo una carga para vuestra bolsa mucho tiempo más, sir Daniel —dijo con brusquedad—. Habéis sido la amabilidad personificada pero...

—¡Oh, Harry, qué tontería! —exclamó el noble—. Si no hubiera sido por ti, lo más probable es que a estas alturas ya estuviera pudriéndome en una prisión de los roundhead. En eso estamos en paz.

El rubor cubrió las mejillas femeninas y la joven le sonrió.

—Sois muy amable al decir eso, señor.

—No es más que la verdad. —Dio un paso hacia ella y le acarició la mejilla con un dedo—. Vamos, dame tu palabra.

La caricia de aquel dedo, la calidez de aquellos ojos negros, el tono dulce y risueño que se ocultaba en las profundidades de su voz, todo ello tuvo un extraño efecto. Harry se sintió como si no tuviera nada en el mundo que temer.

—Lo prometo —dijo.

—Ésa es mi duendecilla. —Le rozó la frente con los labios, apenas una caricia, pero le pareció que le abrasaba la piel como la llama de una vela—. Lávate el polvo del camino de la cara y las manos y ven a cenar.

La puerta se cerró cuando él salió y Henrietta permaneció al lado de la ventana. Daniel le había hablado como lo haría un tutor con su pupila, pero la había acariciado de una forma muy diferente y sus ojos le decían algo insondable. Era todo un enigma, casi tan grande como las curiosas sensaciones, la confusión agitada que la asaltaba cuando intentaba resolver el enigma.

Un golpe en la puerta anunció la llegada de una moza de mejillas rojas con una jarra de cobre llena de agua y la cháchara alegre que hizo que se escabulleran todos los misterios y fantasías. Fue una aseada, peinada y serena señorita Ashby la que se presentó en el saloncito, donde la aguardaba una fuente de salmón con guisantes hervidos en mantequilla, una ensalada de corazones de alcachofas y un plato de tartaletas de queso.

—Ah, aquí estás —dijo Will, agradecido—. Llevamos esperándote una eternidad. Estamos a punto de morirnos de hambre.

Daniel le señaló con un gesto un taburete que había junto a la mesa de roble.

—Siéntate, niña. Will no exagera. —Le sirvió el borgoña en una copa de peltre antes de sentarse a la cabecera de la mesa.

—¿Dónde está Tom? —La joven bebió un sorbo de vino con satisfacción y luego se sirvió un poco de salmón.

—Dijo que se sentiría más cómodo en la taberna —le dijo Daniel—. Los salones privados son para gente de noble cuna.

—Si Harry va a convertirse en criada para ganarse el pan, tendrá que irse acostumbrando a la taberna. ¿Por qué no le preguntas al posadero si le hace falta una sirvienta, Harry? —Will se echó a reír como si hubiera dicho algo muy ingenioso.

Henrietta se ruborizó, colérica. Will se estaba comportando como si su situación fuese una especie de broma.

—No eres ningún caballero, Will Osbert —lo acusó—. Dar tu palabra de matrimonio y luego volverse atrás es el acto de un canalla.

—¡Yo jamás hice semejante promesa! —Una marejada escarlata trepó hasta las raíces del cabello rojo brillante del joven—. Fuiste tú la que decidiste eso y...

—¡Haya paz! —bramó Daniel—. No estoy dispuesto a que se me corte la cena con las riñas acidas de un par de chiquillos temperamentales. Ya he soportado suficiente en las últimas semanas.

—Os ruego que me disculpéis, sir Daniel —dijo Will, muy formal y con el orgullo herido—. Os dejaré por la mañana. Comprendo que he abusado de vuestra hospitalidad demasiado tiempo, pero le solicitaré a mi padre los fondos necesarios para pagaros.

Henrietta lanzó una risita con una lamentable falta de tacto.

—Pero qué ridículo eres, Will. Estirado y terco como un pavo.

Will empezó a gluglutear como el ave en cuestión y Daniel clavó en Henrietta una mirada severa mientras le preguntaba con suavidad:

—¿Acaso prefieres cenar en tu aposento?

Henrietta negó con vigor aunque todavía le bailaban los ojos. Volvió a concentrarse en su plato, pero después de unos minutos barrió la mesa con la mirada y observó a Will. El joven levantó los ojos y le tembló el labio al mirar a su amiga.

—No te pareces en absoluto a un pavo —dijo Henrietta—. Pero no te irás de verdad por la mañana, ¿verdad?

Will, incómodo, cambió de postura en el taburete.

—Debo irme a casa, Harry. Mi familia no sabrá si he sobrevivido a la batalla. Ya sabes cómo es mi madre. Estará fuera de sí.

—Sí. —La risa ya la había abandonado—. No está bien que siga preocupándose. Pero ¿no podrías enviar un mensaje?

Se produjo un silencio embarazoso. Daniel continuó cenando y se abstuvo de participar en una conversación que sospechaba que estaba a punto de abordar un hecho que tanto Henrietta como su reticente galán habían intentado evitar.

—Pero no hay nada que me retenga aquí. —Will consiguió al fin pronunciar las palabras y decir su verdad—. Si quieres regresar conmigo, Harry, conseguiré que mis padres hablen en tu favor. Mi madre no aprueba el modo que tiene de tratarte lady Mary y no ve con buenos ojos que te cases con sir Reginald. Te defenderá, estoy seguro.

Henrietta no dijo nada. Las lágrimas la cegaron durante un minuto y mantuvo los ojos clavados en el plato hasta que pudo vencerlas.

—Tu madre siempre ha sido muy amable conmigo, Will, pero me temo que necesito un defensor bastante más poderoso en este caso. —Alzó los ojos y sonrió. Fue un esfuerzo valiente que no engañó a ninguno de sus compañeros—. No quería atormentarte, Will. Si de veras no deseas casarte conmigo, entonces no hay nada más que decir. Yo pensaba que sólo eran nuestros padres los que se interponían. Pero a partir de ahora me las arreglaré sola.

Will miró por instinto a sir Daniel, que movió un dedo con un movimiento casi imperceptible que de todos modos dejó claro al joven que no tenía que tomar más cargas sobre sus hombros.

—¿Más vino, Henrietta? —Daniel le volvió a llenar la copa—. Si te apetece, mañana podemos visitar los leones del Exchange.

—Creo que me gustaría. —La joven tomó un sorbo de vino—. Pero sobre todo me gustaría quedarme en la cama por la mañana. Disfrutar del lujo de la pereza. Sin viajes ni responsabilidades.

—No me parecías una dormilona —dijo Daniel con una carcajada—. Pero si eso es lo que deseas, así será. Tengo unos asuntos que solucionar en la ciudad antes del almuerzo. Volveré para comer y luego saldremos por la ciudad.

—Un plan muy agradable, señor. ¿Cuándo te irás, Will? —La voz de la joven era firme y la expresión serena. Sus compañeros quizá lo supusiesen pero sólo Henrietta sabía el yermo al que se enfrentaba al ver que había perdido la última tenue hebra de esperanza. Will iba a ser su salvación. No podría ser, así que tendría que confiar sólo en sí misma. Y con esa certeza sintió que le renacían las fuerzas. «Las falsas esperanzas despojaban a una de toda energía», decidió mientras se servía una tartaleta de queso. Desviaban la atención; a partir de entonces, se enfrentaría a la realidad.

—Tal vez visite el Exchange con vosotros —dijo Will, lleno una vez más de juvenil impaciencia—. No he visto los leones y se dice que contemplarlos es una maravilla. Los han traído desde las Áfricas. Podría irme a Oxfordshire pasado mañana.

—Entonces puedes hacerle compañía a Henrietta hasta mediodía —dijo Daniel con naturalidad—. Una vez que haya decidido recibir la nueva jornada con una sonrisa.

—Pienso mantener el ceño fruncido por lo menos hasta las diez —declaró Henrietta, entrando con alegría en el espíritu de la conversación.

—Y para asegurarnos de que no es más tarde, sugiero que no te demores mucho en retirarte. —Daniel se levantó y encendió una vela pequeña que había en el aparador de roble—. Estás muy cansada, niña. Que duermas bien.

La joven cogió la vela, esperó durante un segundo un gesto que parecía propio del momento y cuando no se produjo y recibió sólo una sonrisa, les deseó a los dos buenas noches y dejó el saloncito.

«El maldito animal no está a la altura», confirmó sir Gerald Ashby por décima vez en la última hora. Jamás debería habérselo comprado a Wetherby. Ese hombre no sabía juzgar los caballos. Las espuelas de sir Gerald se clavaron con crueldad en los flancos sudorosos y palpitantes de la montura y la saliva se convirtió en espuma alrededor del bocado cuando el caballo se esforzó por responder.

Sir Gerald lanzó una mirada colérica a las calles de Londres. No soportaba la ciudad. Oxford ya era horrenda pero la capital era una guarida maloliente de ladrones. ¿Y quién diablos era ese tal Daniel Drummond, baronet, que tenía a su cargo a la deshonrada Henrietta? La carta destilaba un tono bastante cortés, bien redactada pero no muy esclarecedora en cuanto a las circunstancias. Si por sir Gerald hubiera sido, habría sepultado a la fulana de su hija en la más absoluta oscuridad. Pero lady Mary se empeñaba en que se podía corregir a la muchacha y si en nueve meses no paría un bastardo, quizá pudieran convencer a sir Reginald de su inocencia. Se podía pergeñar alguna historia sobre una visita a unos parientes y si a la pequeña furcia se le podían enseñar los modales de una hija obediente, no todo estaría perdido. La noche de bodas se podía disimular la virginidad perdida... siempre y cuando no hubiera ningún bastardo. Los Osbert afirmaban que Will no había tenido nada que ver en la desaparición de Henrietta pero no engañaban a sir Gerald ni a lady Mary. Henrietta llevaba dos años empeñada en casarse con aquel muchacho y ni las palabras ni el látigo habían tenido el menor efecto sobre su decisión. Pero si habían sido tan tontos como para fugarse, no sería difícil solucionarlo. Ningún tribunal del país confirmaría un matrimonio entre dos menores de edad en contra de los deseos de sus padres. No, lo único que realmente les preocuparía sería un bastardo.

Un niño pequeño se cruzó en la calle delante de él y el caballo de sir Gerald se espantó e hizo pedazos de pronto esas reflexiones. Sir Gerald maldijo de un modo infame y azotó la panza del animal con la fusta. El caballo chilló, se encabritó y uno de los cascos golpeó al muchachito en el brazo. El niño cayó sobre el empedrado entre un estruendo de furia cuando los transeúntes lo rodearon e insultaron a gritos al jinete que estaba demasiado ocupado intentando controlar a su frenética montura para darse cuenta de nada.

Dando golpes a su alrededor con la pesada fusta, sir Gerald Ashby consiguió salir del tumulto y puso a su caballo al galope por el desigual empedrado. El desgraciado animal tropezó, pero por algún milagro consiguió no perder pie cuando atravesaron Alder's Gate.

—¡Eh, tú... tú! —le bramó sir Gerald a una mujer que se encontraba ante un umbral, con un niño en los brazos y otros dos pegados a sus faldas—. ¿Dónde se encuentra el León Rojo por estos pagos?

—Mi muchacho os lo mostrará, señor —dijo la mujer mientras empujaba a uno de los niños, un pequeñín de no más de cuatro años—. Aquí, Sam, os lo enseñará, señoría.

El niño se aventuró a salir a la calle y luego se escabulló por delante del caballo, giró por un callejón estrecho y se detuvo delante de la posada con tejado de paja. El niño señaló con el dedo pero no dijo ni una palabra. Cuando sir Gerald desmontó, el muchachito extendió la mano sin decir nada, con los ojos apagados en aquella carita mugrienta. Sir Gerald lo maldijo pero tiró un cuarto de penique al empedrado lleno de lodo antes de dirigirse con grandes zancadas a la posada, tras dejar su caballo al cuidado de un mozo de cuadras que murmuró indignado al ver el estado del animal y el verdugón ensangrentado que tenía en la panza.

Henrietta estaba en el saloncito privado con Will, jugando al backgammon mientras esperaban el regreso de sir Daniel.

Los dos oyeron el tono inconfundible que bramaba desde el vestíbulo. El tablero cayó al suelo y las fichas se esparcieron cuando Henrietta se levantó de un salto. Su rostro había adquirido un color ceniciento cuando se volvió hacia la puerta con una mano en la boca. ¿Cómo podía haberla descubierto? Sólo una persona podía haberla traicionado y fue la certeza de esa traición tanto como el miedo que le inspiraba su padre lo que provocó los puntos negros que le bailaron ante los ojos e hizo que el corazón le martilleara con tal violencia en el pecho que pensó que iba a desmayarse.

La puerta se estrelló contra la pared y sir Gerald llenó el umbral, cada uno de sus corpulentos centímetros expresaban una rabia viperina que los dos jóvenes que aguardaban dentro sabían que no intentaría dominar.

—¡Mujerzuela! —Una única palabra que levantó ampollas en aquel aposento lleno de luz. La puerta se estremeció en sus goznes cuando la cerró de una patada—. ¡Y el desgraciado de tu amante! Sois un par de fornicadores.

—No, nada de eso —tartamudeó Will—. No ha habido deshonra alg...

—¡A mí no me mientas, pequeño canalla! ¡Te voy a dar una paliza que jamás olvidarás!

—Señor, no podéis culpar a Will. —Henrietta recuperó el habla y dio un paso hacia su padre, muy nerviosa.

—Tú también recibirás tu parte, no te equivoques —le dijo a su hija con saña—. Pero primero me ocuparé de este desgraciado.

—Señor, no consentiré que me llaméis así. —Will, pálido de indignación por el insulto se irguió y un minuto después cayó al suelo bajo un porrazo del puño de sir Gerald. La barbilla de Will crujió al chocar con la punta de la lámina que los protegía del fuego y se quedó echado y quieto delante del alegre crepitar procedente de la chimenea.

—¡Lo has matado! —Henrietta cayó de rodillas delante de la figura caída.

—Y todavía no he empezado. ¡En cuanto pruebe esto, ya verás como recupera el sentido! —Sir Gerald levantó la pesada fusta—. Hazte a un lado, muchacha.

—No. —La joven levantó la cabeza y lo miró, horrorizada por la brutalidad de un ser capaz de azotar a un hombre inconsciente—. No lo vais a tocar. No os ha hecho ningún mal.

—Prefieres que te eche, ¿no? —La larga correa de la fusta crujió y Henrietta silbó entre dientes cuando el dolor le mordió los hombros, pero siguió en su sitio, protegiendo a Will con su cuerpo. Con el siguiente golpe, la joven gritó pero la obstinación innata que tan bien conocía su padre le impidió moverse y la llevó a apretar aún más los dientes; su voluntad de resistir sólo quedaba reforzada por los medios utilizados para quebrarla.

Daniel Drummond oyó el crujido del látigo y el grito desde abajo cuando entraba sin prisa en la posada. El posadero se encontraba a los pies de las escaleras con una expresión tan indignada como temerosa.

—Ésta es una casa respetable, señor —bramó cuando Daniel pasó a su lado—. Es el padre de la dama, que ha venido a buscarla. Aquí no quiero tejemanejes, señor. O la moza es vuestra sobrina o no lo es. Jamás os habría dado alojamiento si lo hubiera sabido.

—¿Sabido qué? —soltó Daniel por encima del hombro mientras se maldecía por no haberse esperado eso tan pronto. Había pensado que tendría tiempo para preparar a Henrietta y explicar sus acciones—. ¡No hay nada que saber! —Subió las escaleras de dos en dos y entró como una tromba en el saloncito—. ¡Dios bendito, hombre! ¡Dejadla ya! —Con dos zancadas cubrió la distancia que separaba la puerta de la escena que se desarrollaba junto al fuego.

—¿Y quién os creéis vos que sois? —quiso saber sir Gerald, aunque en ese momento se contuvo—. No es asunto vuestro interferir entre un hombre y su hija.

—Daniel Drummond —dijo Daniel con aspereza—. Y en este caso, sir Gerald, reclamo ese derecho. Levántate, Henrietta. —El noble le tendió la mano pero la joven retrocedió como si le hubiera ofrecido algo nocivo.

—Me habéis traicionado —dijo sin expresión—. Rompisteis vuestra promesa y me traicionasteis.

Daniel negó con la cabeza.

—Puede que eso sea lo que parece pero no es así. ¿Está Will herido?

—Un momento —interpuso sir Gerald—. Admito que os debo estar agradecido, señor, pero tengo intención de saber cómo os habéis involucrado con este par de fornicadores, por mucho que me duela utilizar semejante palabra para describir a mi propia hija.

—Entonces es una suerte que semejante palabra se haya usado aquí de forma indebida —dijo Daniel con sequedad—. Os puedo asegurar, sir Gerald, que tengo la certeza de que no ha habido deshonor alguno y que vuestra hija todavía es dueña de su virginidad.

Will gruñó y se agitó. Henrietta volvió a inclinarse sobre él, había olvidado su dolor, angustiada por el estado de su amigo.

—Will, ¿te encuentras bien?

El joven abrió los ojos.

—¡Mi cabeza! ¿Qué ha pasado? —El rostro de sir Gerald Ashby se enfocó entonces ante sus ojos y Will lo recordó todo—. Señor, no voy a consentir vuestros insultos. —Intentó levantarse y su rostro se crispó por el esfuerzo de formar un discurso digno que expresara su ultraje.

—En estos momentos no estás en condiciones de consentir nada. —Fue Daniel el que habló—. Vamos, déjame ayudarte a levantarte. Siéntate y toma un sorbo de coñac. Henrietta, coge la licorera del aparador.

—No creo que necesitemos vuestra ayuda, sir Daniel —dijo Henrietta con amargura mientras se levantaba y hacía una mueca al sentir el escozor de los hombros—. Ni vuestras indicaciones. Es vuestra interferencia la que ha provocado todo esto.

—¡Cuidado con esa boca, muchacha! —Sir Gerald decidió que ya llevaba tiempo suficiente lejos del estrado—. Te vas a venir conmigo. Lady Mary sabrá cómo devolverte el sentido de la responsabilidad. —La cogió por el brazo y la empujó hacia la puerta.

—Un momento, sir Gerald. —Daniel se movió a toda prisa y se colocó ante la puerta. No tenía alternativa y lo había sabido desde que había entrado en la habitación. Un hombre capaz de azotar con una fusta a su hija mientras la joven atiende a un muchacho inconsciente no era un hombre que fuese a mostrarse comprensivo ante la sugerencia de que se instalase a Henrietta en el hogar sin hijos de la hermana de sir Daniel Drummond. Frances habría agradecido la compañía de la muchacha y Daniel había supuesto que sir Gerald y su mujer estarían encantados de deshacerse de su problemática hija de una forma respetable y económica una vez que se les sugiriese tal solución. Después de todo, se hacía con frecuencia. Cuando los desacuerdos o la deshonra hacían que la armonía familiar fuese imposible, se enviaba al cuclillo a otro nido.

Pero ya sólo quedaba una forma de salir de aquel enredo. Un enredo que había tejido él mismo, después de todo y la solución, si bien podía resultar alarmante, tampoco lo sumía en el abatimiento. Con una calma y una resignación que unas semanas antes lo habría asombrado, oyó su propia voz por encima del siseo suave y el crepitar del fuego.

—Hay algunos asuntos que me gustaría tratar con vos antes de que os vayáis.

—Si es cuestión de lo que os debo por haceros cargo de esta...

—No, no es eso —lo interrumpió Daniel—. Me gustaría pediros la mano de vuestra hija, sir Gerald.

El silencio que cayó en la habitación fue profundo. Will se quedó con la boca abierta, como si se le hubiera muerto la mandíbula. Henrietta se lo quedó mirando. Los ojos inyectados en sangre de sir Gerald se dispararon en su semblante enrojecido.

—Pero ¿por qué ibais a querer casaros conmigo? —dijo al fin Henrietta, justo cuando parecía que el silencio iba a continuar para siempre y las figuras iban a permanecer para toda la eternidad grabadas en la actitud que tenían.

—¿Y por qué no iba a querer? —Daniel la miró con calma.

Henrietta sacudió la cabeza poco a poco.

—Creo que quizá sólo sea el modo que tenéis de compensarme.

—¿Y no crees que quizá, y por mi honor, no podría casarme contigo sin el permiso de tu padre?

—¿Y por eso le dijisteis que estaba aquí? —Sus ojos se hicieron incluso más grandes en aquel rostro con forma de corazón—. ¿Por qué no me dijisteis nada de esto antes?

—¿Compensarla? —interrumpió sir Gerald, que se había recuperado de su asombro y le ahorraba así a Daniel la necesidad de responder—. Si debéis compensarla por la virginidad que le habéis quitado, señor, os voy a decir ya...

—Yo no soy maese Osbert, sir Gerald. ¡A mí no me vais a calumniar como si fuese un jovenzuelo! —Por primera vez la ira destelló en los ojos de Daniel—. He dicho que vuestra hija es tan casta como mi propia hija. No dudéis de mi palabra.

—Mi hija está comprometida —dijo sir Gerald con una nota huraña en la voz, la nota del matón obligado a retirarse.

—¡No pienso casarme con sir Reginald! —exclamó Henrietta.

—¡Te casarás con quien yo te lo ordene! —Todavía la sujetaba por el brazo y en ese momento levantó la otra mano en un gesto de amenaza.

La joven ladeó la cabeza y se agachó con un movimiento rápido que le indicó a Daniel mejor que cualquier otra cosa lo acostumbrada que estaba Harry tanto a las amenazas como a su cumplimiento.

—Tenéis una deuda que vence al cumplimiento de la ley principal, según tengo entendido —dijo Daniel—. Veamos si podemos llegar a algún acuerdo.

Sir Gerald lo miró no muy convencido.

—¿Qué queréis decir?

—Creo que sería mejor discutir esto a solas —dijo Daniel sin alterarse—. Henrietta se llevará a Will a su aposento, a ver qué puede hacer por él. Le está apareciendo un cardenal monstruoso en la barbilla.

—No lo entiendo —dijo la joven—, y quiero entenderlo.

—No te corresponde a ti tomar parte en las conversaciones matrimoniales —le recordó Daniel—. Esto es entre tu padre y yo.

—Pero ¿no puedo decir si estoy dispuesta o no? —Henrietta no refutó la afirmación de Daniel ni quiso hacerle esa pregunta a su padre, la respuesta que le iba a dar la sabía muy bien.

Pero sí que quería hacérsela al hombre que parecía estar asumiendo el control de las vidas de todos.

—Cuando haya hablado con tu padre, tú y yo tendremos una charla —le prometió—. Podrás decir entonces todo lo que desees.

—Ven, Harry. —Will se levantó un poco grogui—. Siento como si en la cabeza me estuvieran tocando una retreta con los tambores de un regimiento entero.

Henrietta seguía sin moverse, mirando a Daniel sin saber que hacer. Su padre le soltó el brazo.

—Haz lo que te dicen —le dijo con tono duro—. Si todavía es posible salvar algo de esta escapada, ya puedes dar gracias.

Henrietta comprendió que sir Gerald había calculado a toda prisa que merecía la pena explorar la posibilidad del pájaro en mano. Era de suponer que sir Reginald estaba volando en ese momento y no tuviera intención de bajar. La joven pensó en su regreso a casa, en su vengativa madrastra y en lo que la aguardaba con o sin sir Reginald al final del viaje. Se giró y abrió la puerta.

—Iré a ver si el posadero puede darme un poco de olmo escocés, Will. Deberías echarte un rato.

La puerta se cerró tras ellos y sir Daniel se acercó al aparador.

—¿Vino, sir Gerald, o preferís coñac?

—Vino. —El más maduro parecía haber perdido buena parte de su seguridad bajo aquellas nuevas circunstancias pero intentó farolear un poco más—. He concertado un buen matrimonio para mi hija, señor. Tendréis que hacer un esfuerzo para igualar los términos. Si sois un malignant, entonces me parece que no tendréis mucho con lo que jugar.

—¿Y qué posición habéis tomado vos en esta guerra, señor? —preguntó Daniel con suavidad mientras le daba a su invitado una copa de peltre—. Seguro que os habéis mantenido bien apartado y a salvo, diría yo.

—Estoy a favor del rey —dijo sir Gerald ruborizándose—. Pero no tiene sentido arriesgar tierra y familia. Capitulé por trescientas libras en el cuarenta y seis y no pienso arriesgar más.

Daniel asintió.

—Ahora nos veremos todos obligados a capitular y a aceptar el Pacto Nacional5. Pero habladme de esa deuda. Si la asumo por vos, os desharéis de ella sin más, igual que si Henrietta se casara con vuestro acreedor.

Su futuro suegro lo miró con astucia.

—Es una moza bastante bonita, diría yo. Buen material de cría. Pero no tiene caudal.

—¿Y eso por qué? —Daniel tomó un sorbo de su vino e hizo la pregunta con un tono casi neutral. Era inaudito que una doncella de la posición de Henrietta no tuviera ni un solo penique a su nombre en forma de dote.

—Tengo otras tres hijas a las que mantener. Ésta no ha dado más que problemas desde el momento en que nació. —Sir Gerald sacudió la cabeza con asco y se terminó la copa—. Si la queréis, que se vaya con viento fresco. Pero de mí no recibirá nada.

Daniel sonrió con ironía.

—Y yo debo asumir vuestro compromiso como pago por vuestra hija. ¿Es ése el modo en que queréis que se lleve este asunto?

—Pues sí, señor, así es —afirmó sir Gerald con la misma mirada astuta—. Os recuerdo que fue a vos al que se le ocurrió esto. A mí me da igual porque la casaré con sir Reginald una vez que se le haga entender cuál es su deber.

Daniel asintió mientras ocultaba el asco que le inspiraba aquel padre desnaturalizado.

—Entonces terminemos de una vez con esto. —Daniel colocó la copa en el aparador—. Me gustaría hablar con Henrietta a solas primero, después redactaremos los documentos ante un juez que puede realizar la ceremonia al mismo tiempo. —Sus ojos examinaron con desdén a sir Gerald—. Supongo que no os interesará celebrar la boda de vuestra hija con más pompa.

—Suponéis bien, señor. —Sir Gerald se volvió a llenar la copa, impasible ante el desdén que expresaban tanto la cara como la voz—. Que se vaya con viento fresco, ya os lo he dicho bien claro.

Daniel dejó el saloncito y cerró la puerta tras él con una calma exagerada. Hervía en cólera, más furioso de lo que jamás había estado. Iba a comprarle una esposa sin dote a un patán brutal que seguro que en ese momento se estaba felicitando, muy satisfecho de sí mismo, por haber logrado un auténtico golpe maestro.

Aquella exasperante reflexión no alentó la suavidad de sus ojos cuando entró en el aposento que compartía con Will. Éste se encontraba echado en la cama, Henrietta estaba sentada a su lado y aplicaba un paño húmedo en la hinchazón de la barbilla del joven. Por el brusco silencio que se hizo al entrar él, quedó claro que los dos jóvenes estaban sumidos en una profunda conversación. Henrietta lo miró nerviosa.

—Vamos a tu habitación. Tenemos cosas de las que hablar —dijo Daniel con tono seco mientras le sujetaba la puerta.

—Señor, creo que os estáis arrepintiendo de un ofrecimiento que hicisteis en un impulso. —La joven comenzó a hablar con cierta dificultad pero Will la interrumpió.

—Maldita sea, Harry, no te pongas tan tiesa. Señor, llevo diez minutos diciéndole que acepte su buena fortuna. —Se apoyó en un codo y se incorporó con cierto esfuerzo—. El problema, señor, es que cree que pedisteis su mano por compasión y no porque de veras lo desearais.

—¿Y por qué iba a querer? —quiso saber Henrietta mientras se limpiaba las lágrimas de los ojos con gesto brusco—. Tú no quieres y nosotros nos prometimos hace dos años.

—No es que no quiera —protestó enérgicamente Will—, pero no creo que esté listo para casarme todavía. Si quisieras esperar hasta que cumpla la mayoría de edad, quizá entonces...

—¡Para entonces ya estaría casada y dormiría con un viejo achacoso y maloliente!

Daniel sintió que la ira lo abandonaba. De todos modos no estaba dirigida contra Harry y en ese punto no dejaba de ser injusto que la joven soportara sus consecuencias. El noble esbozó una sonrisa tranquilizadora.

—Vamos, niña, yo sí que estoy listo para casarme y espero no ser ni viejo, ni achacoso ni oler mal. Tiene que ser mejor destino que cualquiera de los que se te ofrecen en este momento.

Henrietta frunció el ceño.

—No es que no os esté agradecida, pero no entiendo por qué, si no es por compasión, querríais hacerme tal oferta.

Daniel se encaramó al amplio alféizar y decidió que bien podía tener esa conversación en presencia de Will, después de todo.

—Hace cuatro años que soy viudo —dijo—. Me siento solo y me gustaría volver a tener una esposa. Mis hijas necesitan los cuidados y la compañía de una madre. Eres joven, Henrietta, pero no demasiado joven. —De repente sonrió—. ¿No dijiste que querías buscar empleo de institutriz?

—Sí, pero vos dijisteis que sólo un loco escapado de Bedlam emplearía a alguien como yo —objetó Harry.

—Y tú dijiste que no te conocía —le recordó Daniel en voz baja—. Ahora te conozco mejor y me gustaría seguir conociéndote. —Los ojos del noble sostuvieron los de la joven durante varios minutos y pudo leer reflejados sus pensamientos en aquellas sinceras profundidades castañas—. Quiero ser honesto contigo —dijo el noble al fin—, y me gustaría que a cambio lo fueras tú también. ¿La idea de casarte conmigo te resulta desagradable?

Henrietta bajó los ojos. Un matiz rosado le tiñó los pómulos cuando pensó en la desconcertante confusión que sentía tan a menudo en su compañía, el modo en que su cuerpo se agitaba de una forma extrañísima cuando él la tocaba o le sonreía de cierto modo. No, la idea de casarse con él no le resultaba en absoluto desagradable y podía aprender a ser una esposa para él y una madre para sus hijas. Dependía de ella asegurarse de que sir Daniel no se arrepintiera del trato.

Levantó la cabeza y se encontró con la mirada franca del noble.

—No me resulta desagradable, señor. Intentaré ser lo que vos queréis que sea.

—No —dijo él en voz baja—. Quiero que seas tú misma.

Henrietta esbozó una sonrisa vacilante.

—Pero soy un desastre, señor, una criatura arrogante. Preguntadle a Will.

Will parecía inmensamente aliviado.

—Es verdad que lo eres, pero mi madre dice que sólo necesitas el marido adecuado y te convertirás en toda una mujer.

—¿Tu madre dijo eso? —Henrietta se quedó con la boca abierta.

—Lo dijo —afirmó Will—. Igual que dijo que yo no era el marido adecuado para ti.

Daniel se echó a reír. La expresión de Henrietta era la viva imagen de la indignación; la de Will, de absoluta confianza, como si acabara de citar al oráculo.

—Sois un par de niños absurdos —declaró Daniel—. Will, tendrás que hacernos de testigo. ¿Te encuentras bien, puedes levantarte?

—¿Se va a hacer ya? —preguntó Henrietta, sobresaltada.

—No parece tener mucho sentido aplazarlo más —dijo Daniel con dulzura.

—No, supongo que no. —Una mirada melancólica cruzó su rostro por un instante pero la joven sacudió la cabeza de inmediato para desechar la idea—. Mi padre querrá regresar a casa sin demora.

A Daniel no se le había escapado la melancolía y podía suponer el motivo. Una muchacha tenía derecho a soñar con una boda elegante y gloriosa, con pífanos y tambores, banquetes y felicitaciones. Aunque el Parlamento no aceptaba como legal ninguna boda que no celebrara un juez de paz y había declarado ilegales las ceremonias eclesiásticas y todo tipo de celebraciones, ese tipo de ceremonias y celebraciones todavía se llevaban a cabo de forma clandestina. Pero ésta sería una boda precipitada, de tapadillo, un padre que se deshacía de una hija desobediente con un mínimo de gastos y jaleo.

—Prepárate, entonces —fue todo lo que dijo Daniel—. Voy a preguntar la dirección del juez más cercano.

El posadero les proporcionó la información necesaria, al juez Hazlemere se le podía encontrar donde el cartel de la pluma, en Boulder Lañe, a sólo dos pasos de allí. Comieron primero, una fiesta incómoda ya que nadie parecía saber cuáles eran los temas de conversación más apropiados en esas circunstancias. Henrietta sólo jugueteó con su comida pero el apetito de Will no pareció afectado por la barbilla magullada. Sir Gerald consumió unas cantidades imponentes de una comida que no cargarían a su cuenta y Daniel contempló con aire lúgubre la perspectiva de tener que cargar con una deuda considerable en un momento en el que estaba a punto de enfrentarse a las severas multas que le impondría el Parlamento por apoyar la causa perdida de los monárquicos.

Junto al cartel de la pluma se hizo cargo de la deuda de quinientas libras que le debía sir Gerald Ashby, de Thame, en el condado de Oxfordshire, a sir Reginald Trant, de Steeple Aston, en el mismo condado.

El juez Hazlemere era un hombre arisco con la cara demacrada y los ojos llorosos. Llevaba a cabo sus obligaciones con una eficiencia imperturbable. Cogió el Directorio, el conjunto de reglas para el culto público recopilado y ratificado por el Parlamento, y le preguntó a sir Daniel Drummond si quería casarse con Henrietta Ashby. Cuando se le dijo que ése era el deseo de sir Daniel, el juez se dirigió a Henrietta.

—¿Y vos, señorita Ashby, queréis casaros con Daniel Drummond, baronet?

Henrietta tragó saliva, carraspeó y se humedeció los labios.

—Sí —dijo.

—Entonces —dijo el juez—. Yo os declaro marido y mujer. Podéis pagarle a mi escribano cinco chelines y él os redactará el pergamino que firmaré y legalizaré para dar fe de que están casados ante los ojos de la Iglesia y de la ley.

Y así fue que el vigésimo séptimo día de septiembre de 1648, Henrietta Ashby se convirtió en Henrietta, lady Drummond, esposa de sir Daniel Drummond, baronet, de Glebe Park, en la aldea de Cranston, del condado de Kent.