10
Una semana después, cuando Daniel entró en la casa sacudiéndose la nieve de la capa, lo recibieron los sonidos de un violento altercado que salía del saloncito. Era la voz de su mujer, un chillido de furia que se elevaba hasta las vigas y sin embargo quedaba casi ahogado por un bramido estridente que el noble reconoció de inmediato.
—¡Oh, cielos, sir Daniel! —Dorcas, cuya habitual calma había quedado destrozada, se escabulló de la cocina—. Gracias a Dios que habéis vuelto. Se van a matar en cualquier momento.
—No, si yo tengo algo que decir al respecto —dijo él con tono lúgubre después de apoyar con cuidado en la pared el paquete informe que llevaba y abrir de golpe la puerta del saloncito.
La pequeña habitación parecía estar llena de gente, pero lo único que le interesó fue la visión de su mujer, de pie sobre la mesa de roble que había en el centro del aposento, pateando la superficie y chillando como una posesa.
—Pero ¿qué diablos te crees que estás haciendo? —Dos largas zancadas lo llevaron a la mesa—. ¡Bájate de ahí ahora mismo! —La cogió por la cintura y la dejó en el suelo—. ¿Se puede saber qué estabas haciendo? —repitió sin soltarla.
—Estaba intentando hacerme oír —dijo Henrietta que jadeaba un poco, en medio del repentino silencio. Las manos que le rodeaban la cintura eran cálidas y firmes y su roce la tranquilizaba.
—Bueno, pues patear la mesa es un modo bastante original, por no decir totalmente indecoroso, de lograr tu objetivo —declaró Daniel sin alterarse mientras examinaba con ojo crítico el rostro ruborizado de su mujer y su frente húmeda—. Estás acalorada y yo diría que bastante alterada. —Echó un vistazo rápido por el resto de la habitación—. Y también pareces haber olvidado tus obligaciones como anfitriona, Henrietta. Al parecer no les has ofrecido nada a tus invitados.
En semejantes circunstancias, a Henrietta el reproche, un comentario más apropiado para una reunión social que para aquello, le pareció extraordinario y se quedó con la boca abierta. Pero parte de la tensión abandonó su cuerpo.
—Bravo, sir Daniel. Will dijo que erais un hombre sensato y ya veo que tenía razón —dijo una voz con tono aprobador. La propietaria de la voz se apartó del fuego y Daniel se volvió para enfrentarse a una dama alta de contorno rotundo y porte autoritario. Unos ojos verdes destellaban en un semblante curtido que, a pesar de todo, todavía lucía las señales de su antigua belleza.
Daniel sonrió y miró a Will, que permanecía al lado de su madre.
—El parecido es inconfundible, señora. —Daniel se inclinó y se llevó la mano de la mujer a los labios—. Es un placer conocer a la madre de Will.
—Cuando supimos por maese Filbert que los dos se encontraban en Londres —dijo la señora Osbert señalando con un gesto al abogado, que daba la sensación de estar deseando encontrarse en cualquier parte menos allí—, decidimos hacerles una visita para felicitarlos por la boda. Y sé que mi esposo desea saldar ciertos asuntos con vos. No podemos agradeceros lo suficiente vuestra amabilidad y que hayáis cuidado de Will.
Daniel sacudió la cabeza y rodeó con un brazo los hombros de Will con un gesto de afecto despreocupado.
—Will resultó ser un compañero inestimable y les aseguro que no hay nada que saldar.
—Ah, permitidme que discrepe, señor. —El señor Osbert, hacendado, se apresuró a adelantarse—. Will nos lo ha contado todo y...
—¡Pero no se trata de eso! —exclamó Henrietta completamente frustrada—. Han venido con mi padre, Daniel, y él...
—¿Dónde están tus modales? —la interrumpió Daniel cuando la voz de su mujer comenzó a alterarse de un modo alarmante—. ¿En qué estabas pensando para interrumpirnos de un modo tan descortés?
El rubor de la furia murió en sus mejillas y la joven respiró hondo, después se volvió hacia el padre de Will.
—Os ruego que me disculpéis, señor. He sido una maleducada. Por un momento me he olvidado de dónde estaba.
—Eso está mejor —dijo Daniel con dulzura acariciándole la mejilla con el dedo—. No es necesario agitarse tanto. Ya estoy yo aquí. ¿Por qué no vas arriba y te recompones un poco mientras yo voy a buscar algo con lo que obsequiar a nuestros invitados?
Henrietta negó con la cabeza.
—No, quiero quedarme. Si no me hubieras mandado fuera la última vez que tuviste tratos con mi padre, ahora no estaríamos metidos en este jaleo.
—Pero cómo... —Sir Gerald se lanzó hacia ella y Daniel se interpuso de inmediato entre aquel hombre y su hija.
—Es un placer veros de nuevo, sir Gerald —dijo el noble con una sonrisa insulsa.
Sir Gerald se detuvo de golpe con la cabeza baja, como un toro a punto de embestir que se topa con un objeto inamovible.
—Pues para mí no es ningún puñetero placer —soltó sin más—. Ese maldito abogado viene a verme con una demanda insolente...
—¡Insolente! —exclamó Harry—. Pero ¿cómo puedes quedarte ahí y...?
—¡Ya es suficiente! —Daniel se volvió de repente hacia su mujer, estaba molesto de verdad y se le notaba en la cara y en la voz—. Si quieres permanecer en la habitación, deberás guardar silencio. No consigo comprender nada contigo interrumpiendo constantemente de ese modo tan desmedido.
—Un hombre muy sensato —reiteró la señora Osbert con un asentimiento—. No tienes nada que temer, Henrietta. Estamos aquí para que se hagan las cosas bien, y te aseguro que así será.
Sir Gerald se puso de un alarmante color rojizo y empezó a buscar algo que decir. Maese Filbert carraspeó antes de intervenir:
—Así es, lady Drummond —dijo—. No tenéis nada de lo que preocuparos. Este malentendido está a punto de solucionarse.
—¡Malentendido!
—¡Henrietta, ya he dicho que es suficiente! —bramó enfurecido Daniel.
—Maldición, Osbert, no creo que esto sea asunto vuestro —explotó sir Gerald en medio del silencio—. Ni de ningún maldito abogado con cara de lechuguino. —Miró furioso a maese Filbert—. No se puede encontrar ningún documento y no pienso quedarme aquí a ver cómo me dicen lo contrario, ¡y sólo porque os haya untado un maldito mequetrefe!
Daniel supuso con razón que el «maldito mequetrefe» en cuestión era él, pero decidió hacer caso omiso del insulto. «Mi suegro parece sufrir de una carencia lamentable de adjetivos», pensó.
—¿Me permiten ofrecerles una copa de vino, caballeros? Ya que a Henrietta se le ha pasado por alto hacerlo.
—Os lo agradezco —dijo el señor Osbert con un alivio sincero—. Pero no deberíais culpar a Henrietta. Para ella fue un golpe vernos aparecer aquí a todos. Pero como dice Amelia, no vamos a quedarnos aquí parados y ver cómo la despojan de sus derechos. En cuanto nos enteramos de lo que se cocía, Amelia dijo que esta vez teníamos que actuar; en el pasado hicimos la vista gorda con demasiada frecuencia. —Se rascó la nariz, tan pecosa como la de Will—. Aunque es difícil saber lo que se puede hacer, sir Daniel. No se puede interferir entre un hombre y su hija, aunque no apruebes lo que está pasando y yo no digo que Henrietta fuera una niña dócil... nunca obedecía. Pero esto es diferente, como dice Amelia... se trata de lo que está bien y lo que está mal, y de lo que yo sé. Yo vi esos papeles cuando se habló de una boda entre Henrietta y Will, y estoy dispuesto a presentarme ante cualquier tribunal y decirlo así. Al igual que maese Filbert. —Le dio un buen trago a la copa que le entregaron y se sentó ante la mesa con todo el aire de un hombre que ha dicho lo que tenía que decir, después le lanzó una mirada de inefable desagrado a sir Gerald, cuya actitud se iba haciendo más humilde con cada minuto que pasaba.
—No creo que eso sea necesario —dijo Daniel mientras les daba las gracias a las estrellas por la existencia de Amelia Osbert, que estaba claro que conocía bien sus responsabilidades y no dudaba a la hora de tomar el camino correcto y hacer marchar a los demás con ella. Después levantó una ceja y miró al embravecido Ashby—. Vamos, sir Gerald, discutamos esto de un modo razonable.
—¿Razonable? —Una expresión astuta apareció en los ojos enrojecidos de Ashby—. ¿Razonable, decís? ¿Dónde están los documentos entonces, esos que todos dicen que han visto? Muéstrenmelos y tal vez entonces tengamos una discusión «razonable». —Se terminó la copa y la dejó de golpe en la mesa con una violencia mal contenida.
—Oh, yo te los enseñaré. —Henrietta habló sin alzar la voz. Estaba muy pálida pero parecía muy capaz de dominar sus sentimientos cuando se adelantó—. Yo sé con toda exactitud dónde están. —Le dedicó a su padre el destello de una sonrisa burlona—. ¿Quieres que te lo diga? ¿O viajamos todos a Oxfordshire para que yo misma pueda cogerlos? ¿Qué preferirías tú... padre?
La última palabra iba revestida de tal amargura que dejó a Daniel helado. Se quedó mirando a su mujer en medio del perplejo silencio que los envolvía a todos. La joven se erguía con el cuerpo recto y rígido y parecía concentrar hasta el último gramo de energía, cada fibra de sus fuerzas, cada brizna de su voluntad en la masa volcánica del hombre al que llamaba «padre». Era como si quisiera derrotarlo con el poder que la embargaba, como si creyera que aquel hombre se iba a derrumbar convertido en polvo inofensivo e inútil ante la fuerza de la voluntad de su hija.
Lo que Daniel no sabía, lo que nadie de aquella habitación salvo la propia Henrietta sabía, era que la muchacha estaba siguiendo una corazonada. Su padre era una urraca obsesiva. Lo guardaba todo, ya tuviera algún uso aparente o no, porque decía que nadie sabía lo que podía traer el futuro. Si no había destruido esos documentos, Harry sabía dónde estaban. Y cuando increpó a su padre con la sonda de la certeza que creía tener, vio que tenía razón. Las líneas firmes del rostro de su padre parecieron desdibujarse y la incertidumbre se paseó por sus ojos.
—Los podremos encontrar bajo el falso fondo del cofre de las joyas de lady Mary que hay tras el panel situado junto a la chimenea de vuestro dormitorio —anunció con un estremecimiento de triunfo que no pudo disimular. Fue un triunfo que la hizo temeraria y su voz adquirió un tono provocador—. Y con ellos encontraremos la escritura del pacto con los arrendatarios de las cabañas de Longshire. La escritura que les concede esas cabañas a perpetuidad a las familias por un alquiler nominal, en agradecimiento por los servicios prestados a tu abuelo. La escritura que negaste que hubiera existido jamás cuando echaste a esas familias y vendiste las cabañas para pagar la deuda de juego que tenías con Charles Parker.
Tan embriagadora fue la sensación de victoria cuando leyó la verdad y la incredulidad en la cara de sir Gerald, que sus habituales instintos de precaución se fueron por la borda. Se había acercado mucho a él al ir haciendo aquella sorprendente declaración y cuando el hombre disparó la mano, impulsada por toda la fuerza del brazo, Harry se agachó demasiado tarde, aunque sólo fuera por un instante. Un segundo después una silla se estrelló contra el suelo bajo el peso muerto del bulto de Ashby que se tambaleaba bajo el impacto del puño de Daniel.
—Oh, vaya... Cielos —gimoteaba maese Filbert retorciéndose las manos mientras contemplaba la devastación que lo rodeaba—. Esto es de lo más indecoroso.
Daniel no le hizo caso. Se inclinó para levantar a Henrietta, que estaba de rodillas apoyada en la pared.
—Eso fue una tontería —dijo casi con brusquedad—. Ya lo habías convencido antes de ponerte a hablar de cabañas.
—Puede ser, pero sirvió para demostrarlo —consiguió responder la joven con la voz todavía teñida de triunfo.
Daniel le cogió la barbilla y le ladeó la cara.
—Se te va a poner un ojo muy negro.
—No será la primera vez. Además, mereció la pena. —Harry miró a su padre, que luchaba por ponerse en pie mientras sacudía la cabeza como un toro desconcertado y dijo con cierta tristeza—. Ojalá lo tumbaras otra vez.
—¡Eres una granuja sedienta de sangre! —exclamó Daniel. Will bufó de risa y luego carraspeó y se ruborizó bajo la dura mirada de su madre, que atravesó la habitación con un par de zancadas y se acercó a Henrietta.
—Esto se nos ha escapado de las manos de una forma lamentable. Ven conmigo, Henrietta. Veremos si el ama tiene un poco de carne roja para ponértela en ese ojo. Reducirá la hinchazón.
—Oh, por favor, no. —Harry hizo una mueca—. Eso lo odio, está llena de sangre, es húmeda y fría. Me pondré bien si lo dejamos estar. —Le lanzó una mirada de súplica a Daniel con el ojo que permanecía abierto—. ¿Verdad, Daniel?
—Ve con la señora Osbert —dijo el noble, inmune al ruego—. Ya has hecho tu parte, y muy bien por cierto, y ahora me gustaría hacer la mía sin estorbos.
—Yo no te estorbaré —dijo Harry en voz baja—. Quiero oír lo que se decide. ¿Acaso no tengo derecho?
—Ya veo que el matrimonio no te ha hecho más dócil, Henrietta —declaró la señora Osbert—. No le corresponde a una mujer tomar parte en este tipo de conversaciones.
Henrietta entrecerró los ojos con gesto fiero.
—No creo que eso sea lo que vos creéis, señora. Y si no es cierto cuando se trata de vos, ¿por qué habría de sostenerse para mí?
A Will se le escapó otro bufido mal disimulado y el señor Osbert contempló a su esposa con cierto interés, esperando a ver qué respondía.
—Eres una impertinente, Henrietta —dijo la dama al fin, pero había una pequeña chispa en aquellos ojos verdes.
—Lo sé, señora —asintió Harry con gesto alegre.
—Bueno, no puedo evitar compadecer a tu marido. —La señora Osbert se acercó a la puerta—. Será mejor que te quedes ahí sentada sin decir nada mientras yo voy a buscar algo para ese ojo.
Una vez lograda la victoria, Harry se sentó en el escaño que había junto al fuego sin poner más reparos. Aunque se hubiera cortado la lengua antes de admitirlo, tenía la sensación de que le temblaba todo y de repente el ojo estaba empezando a palpitarle de una forma harto dolorosa. Apoyó la cabeza en el respaldo alto de madera del escaño y se conformó con dejar que las voces se alzaran a su alrededor; sabía que ya no tenía más que añadir pero se aferraba con fuerza a su derecho a seguir allí.
Daniel la miró durante un minuto con el ceño fruncido mientras luchaba contra el impulso de llevársela a la cama quisiera ella o no. ¡Parecía tan frágil con aquella gran hinchazón violácea que estropeaba su rostro pequeño con forma de corazón! Pero tenía derecho a quedarse allí si así lo deseaba, ya tenía edad para tomar sus propias decisiones y resolver sola si se sentía lo bastante bien como para llevarlas a cabo. Se volvió hacia su suegro, que había conseguido arrastrarse hasta una silla, donde se sentó inmerso en el silencio perplejo y hosco del matón que ha encontrado la horma de su zapato.
—Bueno, quizá ahora podamos tener esa discusión razonable, sir Gerald —dijo Daniel con tono agradable—. Por favor, tomad asiento, maese Filbert. Habrá que redactar algunos papeles y no hay razón para que desperdiciemos más tiempo. Estoy seguro de que el señor Osbert se prestará como testigo.
Sir Gerald no opuso más resistencia y Harry sólo hizo alguna protesta simbólica cuando la decidida señora Osbert le colocó con firmeza un gran pedazo de carne cruda sobre el ojo, después la dama se sentó a la mesa y los miró a todos como si fuera un auténtico juez.
—¿Cómo lo supiste, Harry? —susurró Will mientras se sentaba en el escaño al lado de la muchacha—. No es que nada de lo que hagas vaya a sorprenderme pero, ¿cómo estabas tan segura de dónde estaban los papeles?
—No lo estaba —le confió la muchacha con una sonrisa vacilante—. Pero me pareció que valía la pena intentarlo. Sé que es ahí donde esconde las cosas valiosas porque encontré el escondite un día que estaba curioseando por su dormitorio. Nadie sabía que yo lo había descubierto.
Will la miró con una mezcla de sobresalto y admiración.
—¿Por qué estabas curioseando en el dormitorio de tus padres?
Harry se encogió de hombros.
—Sólo buscaba cosas. Lo hacía muchas veces. Eso y escuchar en las puertas y las ventanas. Así fue como me enteré de lo de los bienes de mi madre.
—Es un comportamiento horrendo, Harry —dijo Will.
—Lo sé —respondió la joven, que no se arrepentía de nada—, pero piensa en lo útil que ha sido al final. Además, tenía que defenderme. No tenía a nadie más.
Will asintió, silenciado por la verdad que le acababan de decir.
—Tienes mal aspecto, ¿sabes? —dijo después de un momento—. ¿No crees que deberías echarte un rato?
—Sí, quizá lo haga. —Harry se quitó el trozo de carne del ojo y lo dejó en un plato con una mueca de asco. Después, a pesar de la debilidad que todavía sentía en las rodillas, lanzó una risita maliciosa—. ¿Crees que debería ofrecérselo a mi padre, Will? Tiene una magulladura tremenda en la mejilla.
Will se atragantó de risa cuando la ayudó a levantarse y la mantuvo sujeta por el codo cuando la joven se tambaleó un poco.
—Voy a acompañar a Harry a su habitación —les dijo a todos los presentes.
—Sí, creo que voy a descansar un rato —dijo Henrietta con cuidada dignidad.
Daniel le echó un rápido vistazo y luego asintió con calma.
—Creo que es muy prudente por tu parte. Te sentirás mejor cuando bajes a comer después de haber descansado un poco.
—Un hombre de lo más sensato —murmuró la señora Osbert, que era consciente del esfuerzo que le estaba costando al noble quedarse sentado y dejar a su mujer con la convicción de que estaba tomando sus propias decisiones. Un destello de humor resplandeció en los ojos negros que respondieron al comentario de la dama con una mirada sonriente.
—Estoy aprendiendo, señora.
Mucho después, esa misma tarde, Henrietta despertó en el dormitorio oscurecido y de lo primero que fue consciente fue que se estaba muriendo de hambre y luego de que un lado de su cara tenía el doble de tamaño de lo habitual. Los recuerdos la inundaron y se olvidó inmediatamente de todos sus males. Habían ganado, y sin tener que librar una batalla legal cara y prolongada. Se había librado, de una vez para siempre, de la malevolencia de su padre, que parecía haberlo ocupado todo. Pero ¿dónde estaba todo el mundo? ¿Es que se habían olvidado de ella? Semejante descuido parecía injusto después del papel que había tenido en el drama de aquella mañana. Se sentó con cautela. Le palpitaba la cara pero parecía haber recuperado las fuerzas.
El sonido de las voces llegó hasta Henrietta desde el saloncito, voces alegres y el tintineo de los cuchillos sobre el peltre. Cuando bajó por las escaleras, los sustanciosos aromas de la cocina de Dorcas llenaban el estrecho vestíbulo, filtrándose tanto por la puerta de la cocina como por la del saloncito y a Harry se le hizo la boca agua. Abrió la puerta del salón, se quedó en bata en el umbral y observó la escena que se desarrollaba alrededor de la mesa donde estaban sentados Daniel, los tres Osbert y maese Filbert. En el semblante de todos se notaba la influencia de la buena comida, el vino, la calidez del fuego y la buena compañía.
—Ya veo que mi padre no se ha quedado a comer —dijo—. Me parece muy mal por tu parte, Daniel, que no me hayas despertado.
Daniel apartó la silla y se acercó a su mujer.
—Vamos, no te enfades, Harry —le dijo riéndose de la expresión malhumorada de la joven—. Te hemos guardado la comida pero pensamos que la disfrutarías más cuando hubieses dormido un poco. —La cogió por la barbilla y la sujetó mientras le estudiaba el ojo morado—. ¿Te duele?
Henrietta se encogió de hombros.
—Un poco, pero no tanto como la barriga, que se me está clavando en la espalda.
—Ven a sentarte. Hay pichones asados y un picadillo de conejo y cordero. ¿Qué prefieres comer antes?
Daniel la llevó a la mesa y a la muchacha le resultó imposible mantener el mohín ofendido ante la resuelta negativa de su marido a reconocer el mohín o los motivos que lo provocaban.
Los tres Osbert esbozaban sonrisas solícitas y maese Filbert se inclinó con pundonor como si lady Drummond no vistiera una bata, no tuviera la cara hinchada y no llevara el pelo sujeto por una cola.
—El picadillo, si tienes la bondad.
Había un ambiente festivo alrededor de la mesa, como si a todos se les hubiera caído un gran peso de los hombros. Henrietta, por una vez, no dijo mucho pero se encontró con que le provocaba un placer inmenso observar el aire relajado de Daniel. Sabía lo que aquella inyección de capital significaba para él y el hecho de que ella hubiera contribuido de forma decisiva a conseguirlo la hacía sentirse llena de calor y de luz por dentro, como si ya no tuviera que verse como la suplicante empobrecida rescatada por un capricho, como si ya tuviera un lugar propio en la vida de Daniel, un lugar que estaba a punto de ganarse por derecho.
—Esta mañana te compré un regalo —dijo Daniel de repente acariciándole la cara con los ojos—. Lo dejé en el vestíbulo cuando te encontré bailando una jota en la mesa.
—¡Un regalo! —Harry se atragantó con el vino por la sorpresa—. ¿Por qué ibas a comprarme un regalo?
—Uno de esos caprichos locos y absurdos —le respondió él con una sonrisa provocadora mientras le limpiaba el vino de la barbilla con el pañuelo—. Y fue una compra arriesgada, que conste. En los últimos tiempos las autoridades no miran con muy buenos ojos este tipo de cosas.
—Pero ¿qué puede ser? —El único ojo que tenía abierto se abrió todavía más y le prestó un aspecto tan chueco a la joven que su marido lanzó una carcajada.
—Está en el vestíbulo —le dijo Daniel—. Al lado de la puerta.
Harry se puso en pie de un salto y corrió al vestíbulo para recoger el paquete informe con el que había llegado Daniel esa mañana.
—Ya sé lo que es —exclamó emocionada—. Lo sé por la forma que tiene debajo de todo el papel.
—Bueno, ¿y qué es? —preguntó Will con impaciencia.
—Es una guitarra —respondió la joven maravillada.
—Espero que seas una música tan consumada como dijiste que eras. —Daniel sonrió encantado al verla feliz cuando quitó el papel y levantó el instrumento.
—Oh, desde luego que lo es —dijo la señora Osbert—. Y tiene una voz preciosa.
Henrietta se sonrojó al oír el cumplido mientras acariciaba la suave madera curvada con una mano delicada antes de puntear una cuerda y ladear la cabeza para escuchar la nota.
—Es una nota auténtica —dijo mientras pulsaba otra cuerda—. Es una guitarra magnífica, Daniel. Les enseñaré a tocar a Lizzie y a Nan.
El noble asintió sin dejar de sonreír.
—Pero ahora, ¿quieres tocar para nosotros?
—Si tú quieres. —Se apartó un mechón rebelde de la frente y le sonrió ella también, fue una sonrisa un poco tímida, como si quisiera decir más pero de momento no pudiera. Con un ceño diminuto de concentración, Harry pulsó las cuerdas casi al azar. Después empezó a cantar y su voz se alzó con dulzura en la callada habitación cuando cantó una evocadora balada de amor y pérdidas acompañada por la resonancia dulce de la guitarra. Cuando terminó y sin casi detenerse se entregó a una canción popular algo obscena que hablaba de ciertos asuntos de campo; su voz tomó entonces un tono pícaro e incitante y las cuerdas danzaban bajo los atareados dedos.
—No le enseñes esa canción a Lizzie hasta dentro de un año o dos, si tienes la bondad —dijo Daniel riéndose con los demás cuando Harry terminó con un acorde cantado.
—Es hora de que nos despidamos. —Amelia Osbert se levantó de mala gana—. Siempre serán bienvenidos los dos en Osbert Court... y su familia —añadió—. No dejéis que Henrietta ande por ahí corriendo, sir Daniel, hasta que le haya bajado la hinchazón. Sólo conseguirá que empeore.
—No lo haré —dijo el noble muy serio—. Y no sé cómo darles las gracias.
—¡Tonterías! —declaró Amelia rechazando la idea con un ademán—. Si alguien tiene que agradecer algo, somos nosotros.
Y con agradecimientos y protestas por ambas partes, los Osbert y maese Filbert salieron a la fría noche de enero para dirigirse a sus respectivos alojamientos.
—¿Nos vamos ya a casa? —Harry se abrazó los pechos con gesto convulsivo en medio del haz de aire gélido que permaneció en el vestíbulo cuando se cerró la puerta principal.
—No de inmediato. —Daniel la metió a toda prisa en el saloncito—. Todavía tengo que ver a los comisionados de Haberdasher's Hall y... —Una sombra le cruzó el rostro y borró la calidez y el júbilo anteriores. Se inclinó para atizar el fuego.
—Y... —lo alentó Harry.
—Y quiero esperar el resultado del juicio del rey —dijo el noble al erguirse—. Lo vi esta mañana cuando lo llevaban otra vez a Westminster. Iba a pie, a tomar la barcaza en Gardenstairs, rodeado por esos patanes traidores con sus picas. —Crispó la boca en una mueca de desdén—. Qué sonrisa tan dulce lucía y le dedicó un saludo a todo su pueblo, que ocupaba las calles para verlo pasar.
Harry se acercó al fuego.
—¿Cuál era el humor del pueblo?
Daniel sacudió la cabeza.
—Enfadado, confuso. Sobre todo se callaban. Unos pocos murmuraron «Dios salve al rey» pero en seguida los hicieron callar los que tenían alrededor. Después de todo, ese tipo de oraciones se consideran traición bajo la tiranía del Parlamento. —Casi escupió las palabras—. Que Dios me ayude, Henrietta, pero si asesinan a su majestad, no pienso quedarme quieto.
Había una determinación tan letal en aquellas tranquilas palabras que la joven se estremeció sin querer. ¿Qué alternativa tendría? Había capitulado, había jurado lealtad al Parlamento para proteger a su familia y sus tierras. ¿Iba a renegar de ese juramento? Y si lo hacía, ¿qué les pasaría a todos? Por alguna razón, Harry no tuvo valor para hacer esas preguntas, pero las satisfacciones de aquel día parecieron perder todo su fulgor.
—¿Quieres que toque otra vez para ti?
—Si te apetece —le respondió su marido, pero la música no pareció tranquilizarlo ni desterrar los pensamientos más oscuros y después de un rato, Daniel se levantó, inquieto—. Creo que voy a tomar el aire un rato, Henrietta.
—Te acompaño. —Dejó a un lado la guitarra y se levantó—. Vestirme no me llevará más de un minuto.
Daniel negó con la cabeza.
—Hace demasiado frío, Harry. La cara te dolerá muchísimo con este viento. Estarás mejor en la cama con un ponche de vino especiado.
Tenía que aceptar que eso último era una perspectiva mucho más atrayente que aventurarse a salir en su estado actual, pero no podía desprenderse de la convicción de que la preocupación por su salud no era más que una excusa para negarse a que lo acompañara en esa ocasión. Al parecer su marido tenía la sensación de que no podía compartir los demonios que lo acosaban con alguien cuyo entendimiento político todavía no estaba formado, por su edad y su sexo. Le pediría que la enseñase salvo que no le parecía que la petición gozase del favor de su marido en su actual estado de ánimo.
La tensión fue en aumento a lo largo de la semana siguiente, hasta que llegó el día en que se sentenció a Carlos Estuardo a morir decapitado «por tirano, traidor, asesino y enemigo público de la buena gente de este país». Lo sacaron del tribunal de Westminster bajo los gritos de «¡Justicia! ¡Ejecución!» que se elevaron a los cielos cuando la soldadesca bramó pidiendo la sangre del hombre al que creían responsable de toda la sangre derramada durante aquellos años de guerra civil.
Henrietta estaba allí con Daniel, que permanecía hosco y quieto a medida que lo que antes parecía impensable se convertía en una certeza. A su alrededor se alzaba un zumbido de voces, algunas disconformes y enfadadas, otras ruidosas en su apoyo de la sentencia del tribunal.
—Es la ley de Dios —afirmó al lado de Henrietta un hombre de aspecto ascético con una precisión fría—. Son las palabras expresas de Dios: «Que la sangre profane la tierra y la tierra no puede purificarse con la sangre así derramada en ella salvo con la sangre de aquel que la derramó».
Henrietta sintió que una corriente de cólera atravesaba a Daniel como un rayo parte un árbol y de repente tuvo miedo de lo que ocurriría si su marido descargaba allí esa rabia, en medio de aquella multitud. Le tiró desesperada de la mano.
—Volvamos.
Como si estuviera aturdido, Daniel bajó la cabeza y la miró, su mujer había alzado la cara y la angustia flotaba en aquellos grandes ojos, lucía en la sien y en el pómulo la leve sombra de los restos de la mano brutal de sir Gerald.
—Por favor —insistió Harry tirándole otra vez de la mano—. Volvamos ya. Me duele muchísimo la cabeza.
La preocupación destelló en los ojos masculinos e hizo desaparecer la mirada rabiosa y descentrada de la furia atormentada.
—¿Qué te aflige, duendecilla? No es propio de ti ponerte enferma.
—Oh, estoy segura de que no es nada —dijo ella a toda prisa—. Sólo el viento. Pero quisiera volver a la casa. Si Dorcas puede prepararme alguna medicina para la cabeza, estaré mejor al instante.
—Muy bien. De todos modos no hay nada que nos retenga aquí. —La amargura le teñía la voz pero se volvió hacia un callejón sin dejar de sujetar con firmeza la mano de Henrietta. La multitud se disolvía a su alrededor pero el ambiente era sombrío y de vez en cuando estallaban refriegas. Voló una piedra por los aires y se estrelló contra el empedrado a los pies de Henrietta, que se apartó con un gesto de alarma. Daniel le sujetó con más fuerza la mano.
—En este lugar hay un ambiente malsano —murmuró—. No es momento para que una mujer esté en la calle.
—Pero no soy la única —protestó la joven señalando la muchedumbre que se arremolinaba.
—La mayor parte de las demás parecen muy capaces de cuidarse solas —dijo su marido con aspereza al tiempo que alargaba el paso, de modo que Harry se vio obligada a dar unos saltitos para mantenerse a su altura. La mano libre de Daniel reposaba en la empuñadura de su espada y paseaba la mirada por todas partes.
«Y no deja de ser una observación acertada», pensó Harry mirando a su alrededor. Las mujeres tenían la mirada dura y la expresión lúgubre, los zuecos de madera que llevaban restallaban sobre el empedrado y las capas de frisa que las abrigaban mostraban las señales del mucho uso. Muchas llevaban a niños pequeños de la mano o en los brazos y los hombres que caminaban con ellas estaban marcados por el trabajo y la pobreza, con expresiones desprovistas de expectativas. ¿Era ése el rostro de una nación que iba a aplaudir el asesinato de su rey? ¿O se limitarían a dejar que ocurriera como un acto que no tenía nada que ver con ellos, un acto decidido por la sabiduría de los que ostentaban el poder y que debían, por definición, saber lo que hacían?
A Harry le habría gustado discutir aquello con Daniel pero no se atrevió a hacerlo, temía abrir viejas heridas. Cuando llegaron a su alojamiento, no le dieron oportunidad para charlar, ya fuera en serio o no. El intento de alegar que el dolor de cabeza había desaparecido de un modo milagroso durante el regreso a casa se encontró con una ceja alzada y una expresión de incredulidad así que Harry se vio obligada a someterse y dejó que la metieran en la cama y le dieran un brebaje detestable que había elaborado Dorcas. Debía de tener zumo de amapolas porque cayó profundamente dormida mucho antes de la cena y estaba como un tronco cuando Daniel por fin se fue a la cama para quedarse echado y despierto, con el corazón cargado de tristeza y los ojos clavados en la oscuridad mientras luchaba por asumir sus propias necesidades y convicciones, por sopesar los detalles prácticos, las creencias y la lealtad violadas.
Durante los días siguientes, Daniel pareció meterse todavía más en sí mismo. Henrietta intentó atravesar ese ensimismamiento con la música y la charla, con la suavidad de sus manos y su cuerpo en la gran cama y cuando todo lo demás falló, intentó convencerlo para que regresaran a Kent. Los comisionados de Haberdasher's Hall habían accedido a una reducción de mil libras de la compensación y ya no había asunto que los retuviera en la ciudad pero Daniel no quería irse de Londres. Era como si tuviera que esperar con su rey, por el que había luchado la mayor parte de su vida adulta, hasta que el hacha pusiera término al fin a aquella aventura.
Amaneció el martes, 30 de enero. Daniel se levantó en silencio, se vistió en silencio y con ese mismo silencio bajó las escaleras y se dirigió a la puerta principal. Henrietta salió corriendo tras él, luchando con los ganchos y los botones de su traje de montar.
—Voy contigo.
—¡No, no vienes! —declaró él con una vehemencia feroz, más sobrecogedora todavía al surgir tras el prolongado silencio—. Te vas a quedar en casa hasta que yo regrese. —La puerta se abrió y una lanza de aire gélido se coló como una estocada por el frío húmedo del vestíbulo, después se cerró la puerta con un golpe.
Harry se quedó quieta un minuto, acurrucada en la chaqueta que no había terminado de abrocharse y con los dedos entumecidos manejando con torpeza los ganchos.
—Entrad en la cocina y calentaos junto al fuego, querida. —Dorcas habló tras ella, le frotaba un brazo en un dulce gesto de consuelo—. Es mejor dejarlo con sus demonios y hoy es un día en el que el mal galopa sin freno.
—Sí. —Henrietta se dio la vuelta y siguió a Dorcas a la cocina, donde el fuego ardía en los fogones y las lámparas centelleaban desafiando la penumbra encapotada de un amanecer de enero; Joe y el marido de Dorcas estaban desayunando con gesto imperturbable, como si el rey no fuera a morir ese día a manos de su pueblo.
Dorcas colocó un cuenco de cuajada y pan blanco ante Henrietta y un licor de grosella roja que calentó al instante el hueco frío y vacío del estómago de la joven. Era un alimento tranquilizador, que fortalecía al tiempo que tranquilizaba y Henrietta se levantó al fin serena y resuelta.
—Muchas gracias, Dorcas. Era lo que necesitaba. Ahora me voy a Whitehall.
—A sir Daniel no le va a gustar. —Dorcas pronunció esas palabras con tono neutro, casi como si pensara que era su obligación decirlas pero que como obligación no iba más allá.
—No permitiré que me excluyan de algo que lo toca de una forma tan profunda —dijo Henrietta en voz baja—. Si mi marido va a estar allí sufriendo, si va a ser un observador impotente, entonces yo también sufriré lo mismo. No puedo compartirlo de otro modo.
—Tenéis que hacer lo que debáis. —Dorcas recogió los platos de la mesa—. Pero tened mucho cuidado. Habrá agitación en las calles.
—La ha habido durante las últimas semanas.
Dorcas se limitó a asentir. Era cada esposa la que debía decidir cuál era su deber. Y si esta joven lo veía así, no era ella quién para discutírselo.
—Joe irá con vos.
El joven no parecía demasiado entusiasmado con la perspectiva de la excursión pero su madre le dio una palmada en el hombro.
—¡Venga, zoquete! —le dijo—. Vete ya y asegúrate de que a lady Drummond no la ofende nadie.
Aunque no la habría pedido, Henrietta aceptó la escolta con alivio y una vez que se encontraron en medio de la ciudad, el alivio fue sincero. Las calles estaban llenas de una marea de gente que se movía de forma inexorable en la misma dirección, con lentitud pero con determinación, como un gigante que se cerniera sobre su presa. Una vez que se unieron a la marea, apartarse era imposible. Te convertías en parte de la bestia.
Unos rayos de sol finos y glaciales se filtraron entre las nubes cuando se acercaron a Whitehall, unos rayos que iluminaban el cadalso instalado en el exterior de la Casa de Banquetes. La multitud se lanzó hacia delante y Henrietta se encontró formando parte de un grupo que se adelantaba a los demás. Sin pretenderlo se vio entre las primeras filas de espectadores, que cayeron en un silencio ominoso cuando miraron el cadalso con su tajo de madera lleno de surcos. El verdugo ya se encontraba allí, con el largo mango del instrumento de la justicia entre las manos. El sol se reflejó en la curva vil de la hoja plateada. ¿Qué se sentía al saber que sería tu brazo el que cortaría la cabeza del rey de Inglaterra?
Henrietta se quedó mirando al hombre como si pudiera leerle los pensamientos, pero la máscara le daba un aire irreal que lo separaba de las formas y los contornos duros del mundo que la rodeaba. Harry buscó el bulto grande, torpe y conocido de Joe pero no pudo verlo. Sólo había caras de extraños que reflejaban todas las emociones posibles, desde la lujuria al horror, mientras esperaban. Sintió un estremecimiento de pánico en el vientre. Intentó alejarse poco a poco, separarse del cadalso, pero el muro humano que tenía a su espalda era impermeable. Desesperada, examinó la multitud rezando por ver a Joe o quizá a Daniel. Sabía que su marido estaba allí, pero ¿dónde?
Y luego empezó a crecer un murmullo bajo entre la multitud, un murmullo que fue aumentando hasta convertirse en un sonido en parte ansioso por la anticipación, en parte horrorizado, cuando un escuadrón de soldados salió de la verja de Whitehall. Carlos Estuardo caminaba entre ellos. Llevaba la cabeza desnuda. Ver al rey con la cabeza descubierta entre sus súbditos, todos con sombrero, le pareció a Henrietta el aspecto más horrendo de aquel horrendo asunto. Sabía que era absurdo fijarse en una cosa así pero parecía simbolizar el tono casi fantasmagórico de aquella mañana.
Y ella ya no podía hacer nada salvo contemplar la escena que se desarrollaba ante ella. El rey subió al cadalso, que de inmediato quedó rodeado de filas de soldados tan numerosas que cuando su majestad se volvió para dirigirse a la multitud su voz no pudo transmitirse hasta todos ellos. Le dio la chaqueta a un sirviente, rechazó la venda para los ojos, perdonó a su verdugo y se arrodilló. Se produjo un silencio tan inmenso que parecía imposible que se llegara a romper jamás. El sol lanzó un destello plateado cuando la hoja se elevó y cayó con un movimiento limpio y arrollador. Un gemido inmenso se alzó entre la multitud, un gemido de desesperación e incredulidad, un sonido capaz de estrangular los órganos vitales, un sonido que se alzó y se hinchó en el aire. Las lágrimas le corrieron con libertad por las mejillas cuando Henrietta oyó su propio lamento fúnebre que se mezclaba con el sonido que la rodeaba.
Y entonces alguien gritó, la multitud avanzó, intentó adelantarse y luego se retiró cuando la gente trató de separarse. Varios escuadrones de caballería caían sobre ellos, sus jinetes blandían picas y alabardas, decididos a dispersar de inmediato a la muchedumbre. Un escuadrón marchaba sobre ellos desde Charing Cross, otro los dirigía hacia Charing Cross, así que todo era confusión cuando la multitud se dispersó por uno y otro lado, desesperada por evitar las picas que los pinchaban y a los caballos que se encabritaban y corcoveaban.
Henrietta se concentró en no perder pie. Todo lo demás carecía de importancia. No tenía ningún tipo de control sobre la dirección que seguía pero sabía que si resbalaba sólo una vez y caía bajo la estampida, jamás volvería a levantarse. Su pequeña estatura era una grave desventaja y lamentó con amargura haber perdido el apoyo fornido de Joe. El muchacho podría haberla sostenido cuando la empujaron hacia delante y hacia atrás, de uno a otro lado, según el flujo y reflujo de la marea.
La salvación apareció en forma de la abertura estrecha y oscura de una puerta. Justo antes de que la llevaran más allá, Harry consiguió colarse por debajo del brazo de un individuo fornido que blandía un pesado palo y llegar a la seguridad de aquel umbral. Se acurrucó jadeando contra el marco de la puerta mientras la marea pasaba a su lado. No tenía ni idea de dónde estaba pero al menos seguía en pie y en algún momento aquella inmensa masa arremolinada de cuerpos acabaría por pasar.
Daniel iba a caballo. Anticipándose a la posibilidad de que se produjera un alboroto, se había colocado a gran distancia de la muchedumbre y se había ido antes de que las tropas comenzaran a maniobrar. Por tanto llegó a Paternoster Row sin demasiadas dificultades mientras oía el rumor creciente de la multitud que había dejado atrás. Tenía frío, estaba agotado y se sentía vacío de todo sentimiento. Todo había acabado. Era lo único en lo que podía pensar. Estaba demasiado paralizado para seguir sintiendo rabia. De hecho, había llorado aquella muerte por adelantado y ya se había sumido en un profundo letargo... hasta que Dorcas le informó de que Henrietta había ido a Whitehall con Joe.
Recuperó de repente el sentido de la realidad, como si le hubieran metido la cabeza debajo de una bomba de agua.
—¡Pero le prohibí que dejara la casa! —Se quedó mirando a Dorcas mientras las imágenes de los disturbios llenaban su cabeza—. ¡Dios bendito! —Se dio la vuelta y salió corriendo a la calle, miró como un loco a su alrededor y se preguntó qué dirección debía tomar.
Era una locura dirigirse hacia la multitud pero no podía quedarse allí parado como un imbécil paralizado. Entonces vio a Joe que corría hacia él. Vio a Joe, pero ni rastro de Henrietta.
—¿Dónde diablos está? —le preguntó al muchacho cogiéndolo por el cuello de la chaqueta con una violenta sacudida.
—La he perdido, sir Daniel —balbuceó Joe—. Lo siento, señor, pero no pude evitarlo. Un minuto taba allí, cerca del cadalso y luego ya no taba. Miré por toas partes pero había tanta gente que era imposible verla. —El muchacho respiraba entre sollozos, a lo que no contribuían demasiado los tirones continuos de Daniel, que, sin ser consciente de ello, no dejaba de sacudirlo—. He vuelto tan rápido como he podío, señor. De veras.
Las palabras por fin penetraron en la conciencia del noble. Daniel lo soltó de repente.
—Te ruego que me perdones, Joe. No quería maltratarte —dijo mientras intentaba aclararse la cabeza, centrarse en lo que importaba de verdad—. ¿La perdiste en Whitehall?
—Sí, señor —asintió Joe con vigor.
—¿Antes de... antes de que mataran al rey?
—Sí, señor. —El rostro de Joe se oscureció—. Fue una escena espantosa.
—Ve a buscar mi caballo. Acabo de llevarlo al establo. —Seguro que era inútil pero no podía esperar con el alma en vilo, rezando para que su mujer reapareciera. Montó y después volvió sobre sus pasos.
Henrietta permaneció en el umbral de aquella puerta hasta que la marea se convirtió en un simple goteo. Fue una espera larga pero nada la hubiera convencido para que dejara su refugio hasta que se hubiera disipado el tumulto. Todavía había soldados pero no le prestaron la menor atención cuando la joven se escabulló de su escondite y se quedó allí, desconcertada, preguntándose dónde estaba y en qué dirección se encontraba St. Paul's. Después se armó de valor y se acercó a uno de los soldados, que le hizo un gesto con la pica.
—Por allí, señorita.
Henrietta le dio las gracias y se puso en marcha con paso cansado. La vuelta le pareció mucho más larga que la ida, pero probablemente fuese porque al ir todavía no había visto lo que acababa de presenciar, no había soportado lo que acababa de soportar. Tenía la sensación de que la habían golpeado hasta en el último hueso de su cuerpo, le dolían los músculos y tenía la piel irritada, y aquellos horrendos recuerdos no sólo no la abandonaban, sino que absorbían las pocas energías que todavía le quedaban.
Daniel la vio justo cuando empezaba a pensar que no sería capaz de controlar el pánico por más tiempo. Había intentado contener todo pensamiento de lo que podría haberle ocurrido a su mujer mientras peinaba las calles, las vías principales y los callejones, viendo sólo los rostros conmocionados de extraños que tropezaban sumidos en el desconcierto. Después, al bajar por Ludgate Hill tras pasar una segunda vez por St. Paul's, Daniel vio la pequeña figura que subía la colina casi arrastrándose, con los ojos clavados en el suelo mientras ponía un pie delante del otro con una deliberación consciente. Había perdido el sombrero y llevaba la gola del cuello rasgada.
El noble cayó sobre ella entre el estrépito de los cascos sobre el empedrado. Henrietta levantó la cabeza, conmocionada y llena de miedo, al oír la amenaza autoritaria del sonido. Luego el caballo se detuvo con pesadez, Daniel se giró en la silla, la cogió por debajo de los brazos y la subió a la grupa del caballo. Durante un horrendo momento, Harry pensó que su marido la iba a arrojar boca abajo en la silla, delante de él, tal era la furia salvaje que había visto en su rostro en el segundo que apenas pasó antes de que la cogiera. Pero aterrizó con un golpe seco delante de él, atontada y magullada, pero erguida. Daniel no dijo ni una palabra, se limitó a darle la vuelta al caballo y los dos cabalgaron de vuelta a la casa.
En ausencia de invitación alguna para que se explicase, Henrietta también se quedó callada, pero por dentro la inquietud la desgarraba. Ése no era el Daniel que conocía. Su rostro era una máscara encolerizada, los ojos negros eran puntas furiosas de sable y el cuerpo en el que apoyaba la espalda estaba rígido por el esfuerzo que le suponía contenerse.
Al llegar a la casa el noble se tiró del caballo y bajó a Henrietta, después entró con paso colérico en el vestíbulo y llamó con un bramido a Joe para que se ocupara de su montura. Tanto Joe como Dorcas aparecieron en el umbral de la cocina. La mujer se llevó la mano a la boca al ver la expresión de Daniel y el rostro alarmado y pálido de Henrietta. Empezó a decir algo pero Daniel se dirigió con paso firme a las escaleras, medio llevando, medio arrastrando a Henrietta con él.
—¿Cómo te atreves a desobedecerme precisamente hoy? —dijo al fin mientras cerraba la puerta del dormitorio con una patada.
—No fui sola —tartamudeó la muchacha—. Joe estaba conmigo. Sólo que nos separamos...
—Yo no te di permiso para dejar esta casa, ni con Joe ni con nadie —la reprendió con furia sin soltarle los brazos—. ¿Crees que no sabía lo que iba a pasar en las calles?
Henrietta tragó saliva, intentaba no apartarse de él aunque era él quien seguía sujetándola.
—Tenía que ir —dijo—. Sabía que estarías sufriendo y tenía que formar parte de ello para poder entender cómo te sentías. —Se estremeció de repente y los ojos se le llenaron de lágrimas—. ¡Lo vi! Vi caer el hacha... Lo vi, con la cabeza descubierta, con los soldados que seguían con el sombrero puesto... —Las lágrimas le empañaron la garganta y se llevó una mano al cuello para masajearlo como si la presión externa pudiera aliviar la interna.
Daniel la soltó de repente.
—Vete junto a la ventana. Estoy tan enfadado que no me fío de mí mismo si sigo junto a ti.
Se apartó de su mujer y se acercó al fuego mientras la joven cruzaba la habitación corriendo y se colocaba al otro lado de la cama.
—No quería que me excluyeras de tu dolor —dijo Henrietta con dificultad, sujetándose las manos con fuerza—. No querías llevarme así que tuve que ir sola.
Daniel apoyó los brazos en la repisa de la chimenea y dejó caer la cabeza sobre las manos.
—¿Tienes idea de lo que podía haberte pasado?
—Sí, por supuesto —respondió Harry—. Me las arreglé para encontrar un sitio seguro en un portal hasta que pasó la multitud, pero vi lo que les pasó a algunos. Sabía que no debía tropezar o... —Le empezaron a castañetear los dientes cuando la inundó una oleada de frío y náuseas.
Daniel le dio la espalda al fuego, se pasó los dedos por los labios, la miró y permitió que el significado de las palabras de su mujer atravesaran la cólera alimentada por el miedo. Había ido a Whitehall para experimentar el sufrimiento de su marido, para poder entenderlo y compartirlo. Era un acto extraordinario y sin embargo, si lo veía bajo la perspectiva de la propia Henrietta, era del todo razonable. Era la misma determinación y el mismo valor que su mujer exhibía al defender la causa de otros. Daniel la había creído demasiado joven, demasiado ingenua e inexperta en las costumbres mundanas para implicarla en aquella agonía. Se había negado a confiarle sus sentimientos así que su mujer había tomado una determinación, de un modo predecible, sencillo y directo. Y había sufrido por ello. La vio allí quieta, temblando, con el rostro ceniciento y aquellos enormes ojos acosados por lo que habían visto.
Sin decir nada dejó la habitación y bajó a la cocina. Cuando volvió diez minutos después con una bandeja en la que había dos jarras humeantes y un plato de pan de jengibre, su mujer seguía de pie como la había dejado, salvo que estaba mirando por la ventana, contemplando la calle.
—Acércate al fuego —le dijo en voz baja mientras ponía la bandeja en el aparador—. Necesitas calentarte. Hay ponche y un poco del pan de jengibre de Dorcas recién salido del horno.
Daba la sensación de que la tempestad había pasado. Henrietta se acercó a él con gesto vacilante, frotándose la parte superior de los brazos cruzados con las manos.
—Aquí dentro no hace frío.
—No, el frío está en tu interior —le respondió su marido cogiéndole las manos y frotándoselas con vigor—. Jamás olvidaremos lo que hemos visto hoy, nadie que lo haya visto lo olvidará jamás, pero debemos seguir adelante a pesar de todo. La lucha debe continuar porque ningún hombre honesto puede vivir bajo el gobierno de unos regicidas.
Henrietta tragó saliva.
—¿Qué quieres decir, Daniel? Has capitulado, has aceptado el Pacto.
Daniel sacudió la cabeza.
—No juré lealtad a unos regicidas. Carlos I está muerto. Carlos II vive y es a él al que le debo mi lealtad.
—¿Qué vas a hacer? —La pregunta era apenas un suspiro.
—Voy a ir a La Haya —dijo el noble sin más—. A ver al rey en su exilio y a comprometerme con su causa.
Henrietta asintió poco a poco.
—Hay muchas familias en el exilio. No nos sentiremos extraños entre todas ellas y las niñas aprenderán mucho de esos viajes.
Daniel se la quedó mirando un momento. No había pensado más allá de lo que para él era imperativo y su intención había sido dejar a Henrietta y a sus hijas a salvo en la aldea de Kent. Pero su mujer ya le había demostrado ese día cuál era su opinión y cómo creía que debía ser una relación de pareja.
Daniel sonrió, le cogió la cara y le acarició con los nudillos los pómulos altos.
—¿Crees que la señorita Kierston se adaptará a la vida en el exilio?
La luz y la vida regresaban a aquellos ojos castaños antaño tan solemnes.
—¿Tenemos que llevarla?
Su marido asintió.
—Me temo que sí, duendecilla. Ya tendrás bastante que hacer en la corte siendo mi esposa sin tener que cuidar sola a Lizzie y a Nan.
—Al menos no habrá que hacer mantequilla —dijo con un destello pícaro en los ojos.
—Ni árboles a los que trepar —le respondió él muy serio—. Tienes que aprender a ser un miembro de la corte.
Henrietta se planteó aquella perspectiva.
—No creo que sea mucho más difícil que todo lo demás que he aprendido a hacer. —Sonrió de repente y estiró los brazos para rodear el cuello de su marido, después se puso dé puntillas para besarlo—. Pero supongo que no será tan placentero como algunas otras cosas.
—Probablemente no —asintió Daniel apretando aquel cuerpo ágil contra el suyo, sintiendo su calidez y su impaciencia, sintiendo que su propio cuerpo respondía a aquel roce. Y de repente lo embargó un deseo apremiante, necesitaba aquel cuerpo que tenía entre los brazos, como si en la unión de la pasión se pudiera encontrar una cura para la tristeza de ese día.
Henrietta sintió el cambio en aquel abrazo, vio que la pasión espantaba todo lo demás en la mirada de aquellos ojos negros que se inclinaban sobre ella. Y con el deseo que la embargó a ella llegó una curiosa sensación de triunfo cuando arrastró a su marido hasta la cama.