11
—Nan, deja de distraerte. —Henrietta cogió la mano de la niña, había un toque de impaciencia en su voz—. Ya nos hemos entretenido bastante.
—Imagino que otra vez llegaremos tarde a comer —dijo Lizzie con tono alegre desde detrás de un brazado de lavanda recién cortada.
—Y seguro que papi tiene invitados —interpuso Nan con lo que a Henrietta le pareció una despreocupación bastante gratuita.
—Es muy probable —murmuró la madrastra mientras aceleraba el paso por una de las estrechas calles empedradas que serpenteaban por la atestada ciudad de La Haya. Los gritos de los vendedores callejeros atraían a las niñas, que no estaban acostumbradas a la vida en la ciudad, así que Harry tenía que tirar constantemente de una o de la otra para apartarlas de las tentaciones del maloliente puesto de pescado o de las diestras manos de un cestero o de los suculentos aromas de un pastelero. No era que ella no entendiera la fascinación perpetua de las pequeñas, de hecho la compartía, pero habían pasado demasiado tiempo recogiendo lavanda en un campo que había a las afueras de la ciudad y en la casa las estarían esperando para comer.
Daniel, como siempre, se habría pasado la mañana en la Corte, donde se estaban elaborando enfebrecidos planes para reclutar otro ejército con la ayuda de los escoceses, que permanecían leales al rey, para luchar contra el Parlamento. Su marido no había dicho si traería invitados a comer a casa pero no era un hecho infrecuente, ya que mantenían la casa abierta para los muchos exiliados empobrecidos que atestaban la ciudad. Una anfitriona ausente y un retraso en la comida no daba una gran impresión de hospitalidad.
Al fin llegaron a la casa de piedra con su escarpado tejado a dos aguas que se había convertido en el hogar de los Drummond en La Haya. No era una casa insustancial; para la mayor parte de los miembros de aquella Corte en el exilio, cuyas propiedades habían sido embargadas, Daniel era moderadamente rico. Habían conseguido abandonar Inglaterra sin llamar la atención de las autoridades y se habían llevado con ellos una suma considerable. Aunque requería una administración cuidadosa ya que Daniel no podía arriesgarse a volver a Inglaterra para recaudar más fondos en sus propiedades. Los agentes del Parlamento habían comenzado a vigilar los puertos en busca de aquellos que tenían un papel activo en la causa del rey exiliado, y Daniel no tenía ningún interés en que lo identificaran como tal y arriesgar así sus propiedades.
La casa se encontraba en una plaza tranquila, rodeada de casas parecidas, y podía presumir de tener un bonito jardín vallado en la parte posterior. El viento de abril arrastraba el olor del mar y el aroma de los alhelíes y Henrietta le cerró de mala gana la puerta a aquel día de primavera. Las voces se alzaban con una cadencia suave en el saloncito que había a la izquierda del vestíbulo.
—Me pregunto quién será. —Lizzie, una curiosa empedernida, corrió a la puerta y aplicó el ojo a la cerradura mientras se esforzaba por oír algo a través de la pesada madera de roble.
—¡Lizzie! —protestó Henrietta medio riéndose cuando se abrió la puerta de repente.
La niña perdió el equilibrio en el umbral y cayó a los pies de su padre. Daniel la miró con una ceja alzada.
—¿Se te ha caído algo, Elizabeth?
—No... no, señor. Tropecé —tartamudeó la niña, roja de vergüenza mientras se ponía en pie y hacía una apresurada reverencia.
—Qué mala suerte —murmuró Daniel con tono solícito—. Espero que no te hayas hecho daño.
—No, señor. —Lizzie volvió a hacer otra reverencia y le lanzó a su madrastra una mirada angustiada.
Henrietta acudió rauda a su rescate. Una rápida mirada al interior de la habitación le indicó quiénes eran los visitantes, así que dio un par de pasos, se despojó de la capucha de la capa y empujó a las niñas delante de ella.
—Lord Hendon, señor Connaught, creo que no conocen a mis hijastras... Elizabeth y Ann.
—Pues no. —El conde de Hendon se subió los impertinentes y les dedicó a las dos niñas una sonrisa vaga—. Es un placer, queridas. Encantadoras, Drummond... unas niñas encantadoras.
—Gracias —dijo Daniel con sequedad—. Su institutriz está esperándolas arriba, así que espero que sepa disculparlas.
Las niñas hicieron unas reverencias demasiado precipitadas para llegar a ser decorosas y emprendieron una agradecida retirada.
—He de suponer que habéis tenido una mañana productiva —comentó Daniel observando a Henrietta con una sonrisa en los ojos. La joven parecía llevar la primavera con ella, tanto en la luz que resplandecía en sus ojos y relucía en su piel sonrosada por el viento, como en el aroma que perfumaba los rizos desaliñados del color del trigo y el damasco de su piel.
—Hemos estado recogiendo lavanda para secarla y hacer popurrí —dijo dedicándole aquella mirada coqueta e irresistible que solía emplear cuando cabía la posibilidad de que hubiera hecho algo malo—. Espero no haberlos hecho esperar demasiado para comer, pero me temo que se nos fue el tiempo sin pensar.
—Vuestra hospitalidad, lady Drummond, es de lo más generosa. —William Connaught habló con su habitual tono grandilocuente y ese aire de importancia que no disminuía en absoluto el raído jubón de velarte y las hebillas de plata falsa que llevaba en los zapatos gastados—. Sería el colmo de la descortesía reprocharos algo.
—No obstante, estamos un tanto hambrientos —señaló Daniel—. Después de todo ya son las tres.
—Iré a dejar la capa arriba y le pediré al cocinero que sirva la comida de inmediato.
Henrietta subió al dormitorio y se examinó con ojo crítico en el espejo. En general, no quedó descontenta con lo que vio. También sabía que últimamente Daniel estaba bastante complacido con su aspecto. Su rostro parecía haber cambiado en los últimos meses pero resultaba difícil identificar esos cambios. «Se trata sobre todo de los ojos», fue lo primero que pensó la joven, y después se ruborizó un poco. La verdad era que sus ojos siempre daban la sensación de que acababa de hacer el amor... siempre resplandecientes, sagaces y tan satisfechos. Era un reflejo preciso del modo en que se sentía su cuerpo la mayor parte del tiempo.
El pensamiento le desencadenó una sensación de cosquilleo en la boca del estómago y se apresuró a bajar de inmediato mientras intentaba pensar en la comida y en las responsabilidades de una anfitriona. El cocinero, que era fornido, flamenco y no hablaba mucho inglés, se había hecho cargo pronto de la cocina con la habilidad suficiente como para que Henrietta pudiera enorgullecerse de su mesa sin tener que hacer nada significativo. En ese momento asintió con ademán imperturbable cuando la joven apareció en la cocina y señaló las ollas que burbujeaban en las trébedes de la chimenea. Con un movimiento arrollador destapó las cazuelas y la invitó a que las inspeccionara y le agradeciera los esfuerzos con un cumplido. Henrietta se asomó a los platos con gesto entendido, sonrió y asintió al ver el suculento estofado de cordero, las bolas de patata y la fuente de guisantes salpicada con trozos de beicon. Con una mezcla de signos y monosílabos, Harry consiguió indicarle que a las niñas y a la señorita Kierston ya las habían servido arriba, en el cuarto de estudio de las niñas. El cocinero la invitó a emitir las exclamaciones correspondientes ante la tarta de manzana que había preparado especialmente para Lizzie, a la que no le costaba en absoluto comunicar sus preferencias y a la que se podía encontrar con frecuencia en la cocina, charlando como una cotorra con el silencioso pero atento cocinero, con el muchacho que iba a diario a hacer las tareas más pesadas de la casa y con la joven criada que vivía en el ático.
El almuerzo fue una comida alegre pero Henrietta detectó de inmediato la tensión que contenía Daniel. Era emoción más que angustia, percibió la joven, y había un interrogante en sus ojos cada vez que se posaban sobre ella cuando la joven servía a sus invitados, les volvía a llenar las copas y les daba conversación.
Para sorpresa de Daniel, Harry se había adaptado al papel de anfitriona con gran entusiasmo cuando se habían instalado en La Haya el julio anterior. Sus esfuerzos habían sido recompensados con amplitud, con atenciones halagadoras y abundancia de cumplidos y la joven había florecido de una forma asombrosa. Los invitados a los que atendían en ese momento acudían con frecuencia a la mesa abierta y generosa de los Drummond. Tanto Hendon como Connaught habían huido de Inglaterra tras la batalla de Preston y habían tenido que dejar allí sus propiedades embargadas y todos sus bienes mundanos. Vivían, como la mayoría de los ingleses que se encontraban en La Haya, al día, de la generosidad de los que estaban mejor situados que ellos y de lo que podían pedir prestado. En eso no se diferenciaban mucho de su rey, que, tan indigente como ellos, se veía obligado a pedirles prestado al resto de los monarcas europeos. La revulsión universal que inspiraba en todo el continente la sangrienta ejecución de su padre garantizaba por lo general una respuesta generosa.
Daniel Drummond estaba a punto de tener un papel decisivo en la causa del rey y la emoción que sentía se debía a la certeza de que había sido su rey quien había pedido explícitamente que fuera él quien se encargara de llevar a cabo esa misión, una petición que encarnaba la confianza que el rey Carlos II había depositado en su súbdito, sir Daniel Drummond. Sin embargo, se preguntaba también cómo reaccionaría Henrietta al escuchar la noticia, y, sobre todo, si la joven sería capaz de asumir las tareas y responsabilidades que se le encomendarían.
—Bueno, lady Drummond, ¿creéis que os gustará Madrid? —La sorprendente pregunta la había hecho el conde, que tenía el aspecto sonrosado de alguien que come y bebe bien, aunque su atavío fuera tan raído como el de su amigo.
—¿Disculpad, mi señor? —El cuchillo que estaba utilizando para cortar la tarta de manzana se le deslizó entre los dedos y cayó con estrépito en el plato de peltre.
—Todavía no he tenido oportunidad de hablar del viaje con mi esposa, Hendon —dijo Daniel, bastante disgustado con su invitado—. Me lo han mencionado esta misma mañana, en la audiencia con el rey.
—¡Oh, perdonadme, os lo ruego! —Hendon adoptó el gesto confundido que era de esperar—. Por supuesto que sí. No sé en qué estaba pensando.
—¿Madrid? —Henrietta se quedó mirando a Daniel desde el otro lado de la mesa.
—Su Majestad me ha pedido que vaya como embajador ante el rey de España para pedir fondos para reclutar otro ejército —le dijo sin alzar la voz—. Pero será mejor que lo discutamos después.
—Sí, si así lo deseas. —Harry bajó los ojos hacia el plato y se dedicó a empujar la tartaleta sin rumbo con la cuchara mientras le daba vueltas a la noticia. «Es eso lo que había emocionado a Daniel. Será un viaje muy arriesgado; España es una tierra salvaje y enloquecida, ¿no? Y sin embargo tiene una Corte que se rige por las reglas más rígidas de la etiqueta. ¿Cómo voy a interpretar el papel de esposa del embajador? No hace demasiado tiempo estaba correteando por los campos con ropas de muchacho... Es una perspectiva aterradora.»
Se levantó de repente.
—Les ruego que me disculpen, caballeros. Les dejaré con su vino ya que tengo algunos asuntos de la casa de los que ocuparme.
Daniel se levantó y fue a abrirle la puerta.
—Hablaremos de todo ello en breve —dijo en voz baja—. Pero hay un asunto del que podrías ocuparte sin más demora...
—¿Sí?
—Podrías enseñarle a Lizzie que para descubrir lo que está pasando al otro lado de una puerta, lo más sencillo es llamar a dicha puerta.
Durante un segundo la joven se olvidó de lo de Madrid y en sus ojos bailó una luz traviesa.
—Pero entonces no es tan divertido, Daniel.
Su marido dominó su expresión con firmeza.
—Escuchar por las cerraduras es un comportamiento dudoso y carente de principios, Harry.
—Pero útil en ocasiones —señaló su mujer.
—No obstante, si encuentro a Lizzie dedicándose de nuevo a ese tipo de actividades, ya sea en tu compañía o no, va a pasarlo bastante mal. Así que si deseas ahorrarle algún que otro mal rato, te sugiero que te asegures de que lo entiende.
Henrietta frunció el ceño.
—¿Por qué tengo que decírselo yo? ¿No deberías hacerlo tú?
Daniel negó con la cabeza y una sonrisa se asomó a las comisuras de sus labios.
—Tengo la sospecha certera de que la niña cree que tú no condenas ese comportamiento y me gustaría que la desengañaras lo antes posible.
Su mujer lo miró con una expresión tan contrita que la sonrisa de Daniel se desarrolló por completo.
—Mi pequeña duendecilla —continuó—, sólo tienes que explicarle a Lizzie que, al contrario que tú cuando eras niña, a ella no le hace falta desarrollar hábitos tan cuestionables.
Harry asintió con gesto pesaroso.
—Tienes razón, por supuesto. Y es cierto que me reí. Hablaré con ella.
—Hablaremos de ese otro asunto en cuanto nuestros invitados se hayan ido —le prometió Daniel inclinándole la barbilla con un dedo lleno de calidez—. No hay razón para inquietarse.
—No —dijo su mujer, que no parecía muy convencida—. Le diré a Hilde que recoja la mesa.
Media hora después, Henrietta estaba sentada con aire pensativo al lado de la ventana abierta de su dormitorio, que daba al bonito jardín cercado; Lizzie y Nan estaban jugando en el suelo, a sus pies, cuando entró Daniel.
—¿Ya se han ido?
—Así es —dijo su marido con naturalidad mientras se agachaba para examinar la elaborada estructura que estaban creando sus hijas—. Coge esa hebra, Nan, y ya lo tendrás.
La pequeña le dedicó una sonrisa radiante y siguió el consejo; Lizzie le lanzó una mirada rápida y especulativa con los ojos entornados. Era obvio que Henrietta había tenido su pequeña charla con ella. Daniel pellizcó la mejilla de la niña y sacudió la cabeza a modo de suave advertencia; la chiquilla esbozó una sonrisa vacilante.
—Quiero hablar con Harry —dijo Daniel, que ya hacía mucho tiempo que había renunciado a prohibirles a las niñas que utilizaran el apodo de su madrastra—. Id con la señorita Kierston.
—Oh, pero papi, si vamos a la clase, nos obligará a ir a la iglesia con ella —protestó Lizzie—. Ella siempre va a al servicio vespertino y es muy aburrido.
—Y no entendemos nada de lo que dicen —interpuso la vocecita de Nan.
—Pero es bueno para el alma —bromeó su padre—. Y las vuestras están muy necesitadas de redención. Vamos, id con ella.
Las niñas se fueron sin más protestas, directas aunque quejándose por lo bajo y arrastrando los pies.
—¿Nos las llevaremos a Madrid? —preguntó Henrietta jugueteando con el ribete de seda de su chal.
Daniel sacudió la cabeza.
—No, no quiero exponerlas a los riesgos del viaje, ni a los del clima. —Se hincó sobre una rodilla al lado de la silla de su mujer y cubrió con una mano los dedos inquietos que no dejaban de trenzar la seda—. Ni a ti, duendecilla, si prefieres no ir.
—Oh, ¿cómo se te ocurre sugerir algo así? —exclamó levantándose de un salto—. ¡Quieres dejarme aquí para que vaya a la iglesia con la señorita Kierston mientras tú te diviertes con los grandes de la Corte española!
Daniel se levantó con una carcajada.
—No, no quiero dejarte. Pero ¿de verdad deseas acompañarme?
—No, si tú no quieres que lo haga —declaró Harry sacudiendo la cabeza—. Yo creía que las parejas casadas se enfrentaban juntas a la mayor parte de los peligros pero si tú no piensas así... ¡Eh! —El burlón y digno comentario terminó con un chillido cuando Daniel la cogió por la cintura y la dejó caer sin cumplidos sobre la cama con baldaquín.
—Te estás metiendo en aguas muy peligrosas —le comentó con tono afable su marido, que le había sujetado las manos a ambos lados de la cabeza y se había sentado a horcajadas sobre ella mientras la joven se retorcía sin poder hacer nada—. Yo tendría cuidado si fuera tú.
Harry se quedó muy quieta y puso una expresión de total docilidad, salvo que en sus ojos ardía un mensaje muy diferente y se pasaba la lengua por los labios.
—Por el amor del cielo —susurró Daniel—, a veces me pregunto qué le pasó a la pequeña inocente con la que me casé.
—¿Ah, sí? —le susurró ella también—. ¿Querrías recuperarla?
Daniel negó con la cabeza.
—Sólo es un juego, amor.
—¿Quieres que juguemos ahora?
Daniel le soltó las manos y empezó a desatarle el canesú con cuidado, sin dejar de mirarla ni un instante.
—Si tú quieres.
—¿A qué jugamos? —Se quedó muy quieta mientras él le desnudaba los senos poco a poco y la brisa fresca vespertina tocaba los suaves montículos y le acariciaba los pezones, que se endurecían cada vez más excitados.
—Me gustaría tener a una gitana española en mi cama —dijo su marido mientras le soltaba el cabello y se lo peinaba con los dedos, derramando la mata sedosa por la almohada, donde se desplegó como un abanico alrededor del pequeño rostro—. Una gitana española con el pecho desnudo y el cabello enmarañado que le arranca un hechizo salvaje a las cuerdas de su guitarra.
—Y que entreteje un embrujo al bailar. —Un fulgor soñador y vago apareció en los ojos castaños. Harry se llevó las manos a los pechos y se los acarició con delicadeza. Daniel se apartó de ella con la mirada clavada en las manos de su mujer, que reposaban sobre aquella piel orgullosa y sensual que le estaba ofreciendo con cada una de las tiernas caricias de sus dedos. Se levantó sin prisas, con el vestido desabrochado hasta la cintura, el cabello derramándosele por los hombros, y la seducción en los ojos y en los labios.
La joven cogió la guitarra de cinco cuerdas que descansaba en el alféizar de la ventana y la acunó, sintió la madera lisa y fría contra sus pechos como si tuviera vida, tan exquisitamente armonizados estaban sus sentidos. Inclinó la cabeza cuando le arrancó un acorde y luego otro. La música se estremeció entre sus dedos y era una música mágica, a veces maliciosa e incitante, otras dolorida por la necesidad de algo desconocido, por los anhelos vagos del alma y de la carne. Y entonces el humor de la joven pareció cambiar de repente. Los dedos de Harry se movieron con una velocidad asombrosa y llenaron la habitación de una melodía airosa, vibrante, que hacía mover los pies y provocó una carcajada involuntaria de placer en Daniel. La muchacha echó atrás la cabeza y se rió con un sonido alegre. Dejó el instrumento, se puso en pie de un salto y se despojó de los zapatos de un par de patadas y dibujó un torbellino con el cabello y las faldas girando en el aire, la curva cremosa de sus pechos se alzaba maliciosa y sensual. La melodía que acababa de tocar burbujeó entre sus labios cuando bailó para su marido la danza salvaje y exótica de una promesa que se movía cada vez más rápido hasta que ya no fue más que un remolino de lino turquesa con el cabello del color del trigo y Daniel creyó que su mujer se disolvería en medio del movimiento. Pero al fin se fue deteniendo y se desplomó con elegancia sobre el suelo, con las manos tendidas hacia él, la cabeza ladeada y una sonrisa traviesa dibujada en los labios invitando a aplaudir a su marido.
—Dios bendito —murmuró Daniel cogiéndole las manos y levantándola para atraerla hacia él. Con una mano le acarició la curva de la mejilla y la besó en la boca, la otra mano la posó en el pecho de Harry para percibir el tono impaciente de su corazón. La joven gimió con suavidad y se apretó contra él como si la pasión ejemplificada por su baile tuviera que encontrar ya otra salida. Harry se peleaba con el vestido abierto, intentando quitárselo y su marido se apartó sin prisas.
—Sí —dijo con tono vibrante y ronco—, desnúdate para mí.
Su mujer se quitó la ropa como si todavía fuese la gitana bailarina, pero sus movimientos se habían hecho más lentos y sinuosos, infundidos de tal promesa erótica que Daniel se quedó sin aliento y la sangre le corrió como fuego por las venas. Cuando se quedó desnuda, su marido la cogió entre sus brazos y disfrutó del tacto de aquella piel desnuda, de los planos y contornos de aquel cuerpo que recorría con las manos; pero la joven, cautiva del ambiente apasionado que ella misma había creado, esclava de su propia creación, le exigía mucho más; Harry se aferró a su marido, frotándose contra el astil duro que presionaba los calzones de ante mientras le mordisqueaba la boca y le sorbía el labio inferior como si fuese una ciruela madura.
Daniel disfrutó de aquel abandono que la hacía responder de una forma suprema al menor de sus mimos, al simple roce de un dedo, a la caricia húmeda de su lengua. Le tocaba a él tañer aquel instrumento y Daniel la tocó con la delicadeza que ella había utilizado con la guitarra, arrancándole las notas altas de la perfección de modo que la joven se estremeció en la cumbre de nuevo y luego otra vez y él se contuvo y no alcanzó la cima para disfrutar mejor de la de ella. Pero llegó un momento en que el comedimiento ya no fue posible y se desprendió de una patada de los calzones, la empujó sobre la cama y permaneció sobre ella para levantarle las piernas y encajarla a su alrededor. Harry le rodeó las caderas y le masajeó las nalgas con los pies cuando los músculos se tensaron, hundiéndolo hasta lo más hondo de su ser.
Al bajar la mirada para contemplarla, allí echada, la viva imagen de la lujuria, con los brazos estirados por encima de la cabeza, los pechos aplastados sobre las costillas, las caderas levantándose al ritmo que le imponía él, a Daniel lo embargó una ternura maravillosa. Su mujer tenía los ojos cerrados y los labios un poco separados, una suave película de sudor le empañaba la piel, entonces se le agitaron los párpados, los abrió y la joven le dedicó una sonrisa radiante cuando la llenó la gloria. Su marido se perdió al instante, cayó hacia delante para apretarla entre sus brazos y acariciarle la espalda mientras la intensa oleada de placer se encrespaba, se estrellaba y al fin retrocedía devolviéndolo de nuevo al mundo.
—Cómo te envidio, Harry —dijo Julia Morris, melancólica, a la mañana siguiente. Ambas chicas eran el perfecto contraste la una de la otra. Si Henrietta era pequeña, Julia era alta y de figura imponente, si una era rubia y de piel muy blanca, la otra era morena y de piel olivácea, pero eran casi de la misma edad y las mejores amigas del mundo.
—¿Y eso por qué? —preguntó Henrietta mientras iba a cerrar la ventana porque un chubasco repentino llegó del mar, oscureció el cielo y mandó un chaparrón de gruesas gotas a estrellarse contra el suelo. Harry jamás había tenido una amiga, jamás había experimentado el lujo de compartir confidencias con nadie salvo con Will, y los hombres eran diferentes. La simpatía instantánea que había surgido entre Julia y ella era una de las mayores fuentes de su actual felicidad y contaba con la aprobación tanto de Daniel como de lord y lady Morris, que, al igual que muchos otros, habían elegido el exilio y la pobreza al seguir a su soberano. Los tres miraban con muy buenos ojos la amistad de las dos jóvenes.
—Me gustaría estar casada —decía Julia, que empleaba la aguja sobre el bastidor redondo con gran diligencia—. Tienes tanta libertad, Harry. Puedes ordenar tu vida como quieras y no hay nadie que te diga que no.
Henrietta esbozó una ligera sonrisa.
—No es del todo así. Pero tienes razón, Julie, es muy agradable estar casada, y por muchas razones. —Los recuerdos de la velada anterior resplandecieron cálidos en su mente, pero ésos no pensaba compartirlos, ni siquiera con Julia.
—Y te vas a Madrid —continuó Julia levantando la mirada de su bordado—. ¡Eso es toda una aventura! Y yo, en cambio, tengo que quedarme aquí, ser obediente y seguir bordando. —La muchacha hizo una mueca de asco—. Tú no tienes que coser.
Harry se echó a reír.
—Pero eso es porque no sé.
—Y sin embargo encontraste marido —declaró su amiga con tono indiscutible—. Pero si yo intento decirle eso a mi señora madre, dice que me va a dar un buen purgante para deshacerme de los malos humores.
—Espero que no le hayas contado cómo conocí a Daniel. —Harry se estremeció un poco al pensar que la rígida y correcta lady Morris pudiera oír una historia tan escandalosa.
Julia lanzó una carcajada.
—No seas ridícula, Harry. Jamás se lo creería. Cree que sir Daniel es demasiado respetable.
Harry encogió los dedos de los pies dentro de los zapatitos de cuero al pensar lo poco respetable (y respetuoso) que podía llegar a ser su marido. El sonido de la gran aldaba de latón interrumpió aquellas deliciosas cavilaciones.
—¿Quién podrá ser? No espero a nadie y Daniel está en la Corte. —Entonces se quedó inmóvil y escuchó un tono de voz muy conocido. Con un chillido de alegría, voló a la puerta del saloncito y salió al vestíbulo como una tromba—. Will... Es Will. Pero ¿qué haces tú aquí?
—Por Dios, Harry, dame aunque sea una oportunidad —protestó Will cuando se encontró con los brazos llenos de Henrietta.
—Está lloviendo a cántaros, mi amor. Será mejor que entremos.
Harry no había visto a Daniel detrás de Will, así que se retiró con una carcajada.
—¿Dónde lo has encontrado?
—En la calle. —El noble se sacudió la lluvia de la capa cuando entró en el vestíbulo—. Venía en nuestra búsqueda.
—Eso espero. —Harry cogió a Will del brazo y lo empujó hacia el saloncito—. Tienes que quedarte con nosotros... ¿verdad, Daniel?
Will empezó a poner reparos pero las palabras murieron en sus labios cuando vio a la ocupante del saloncito. Julia esbozó una sonrisa tímida e hizo una reverencia.
—Ah, Julie, éste es mi querido amigo Will, que ha venido a La Haya —balbuceó Henrietta con tono emocionado—. Aunque ha venido justo cuando nosotros nos vamos a Madrid.
—¡Madrid! —Will apartó los ojos de Julia por un instante—. ¿Y cómo es eso?
—Todo en su momento —dijo Daniel poniendo un cierto orden en aquel desbarajuste—. Permíteme hacer las presentaciones como debe ser, ya que Harry al parecer ha perdido un poco la chaveta... La señorita Julia Morris, maese Will Osbert.
—Encantado. —Will se inclinó, sonrojado hasta la raíz de su encendido cabello—. Es un honor, señorita.
—Oh, no seáis tan formales —les exigió Henrietta con un gesto desdeñoso—. Julie es mi mejor amiga, después de todo, así que no debéis andaros con cumplidos.
—¿Una copa de vino de Canarias, Will, o prefieres cerveza? —El sereno ofrecimiento de Daniel le dio a Will la oportunidad de recuperarse un poco—. Julia, sé que tú prefieres jerez. Henrietta, ¿quieres ir a buscar la cerveza a la cocina, por favor? ¿Y no sería mejor que le dijeras al cocinero que tenemos más invitados?
—Oh, no puedo quedarme a comer —dijo Julia, muy aturdida.
—¿Y por qué no? —quiso saber Harry mientras rodeaba el cuello de Will con los brazos en un gesto impulsivo y lo abrazaba otra vez—. Siempre te quedas.
La puerta, que se abrió de repente, salvó a Julia de tener que responder.
—Harry, la señorita Kierston tiene dolor de cabeza y dice que no va a bajar a comer. —Lizzie y Nan se precipitaron en la habitación con los ojos brillantes ante la perspectiva de la ausencia de su institutriz, que debía permanecer en el lecho, y las dos se detuvieron en seco al ver a su madrastra abrazando a un extraño.
—¿Y quién es ése? —Nan soltó la pregunta que la mayor edad y experiencia de su hermana le habían hecho tragarse.
—¿Disculpa? —dijo Daniel con tono inquietante.
—Oh, la niña no quería ser descortés —dijo Henrietta—. ¿Verdad, Nan? —La pequeña sacudió la cabeza con vigor y el pulgar le desapareció en la boca. Daniel le quitó automáticamente el dedo antes de regresar con un suspiro resignado al aparador y a la licorera.
—Éste es mi amigo Will —dijo Henrietta cogiendo a las niñas de la mano y atrayéndolas hacia sí—. Will, ésta es Lizzie y ésta es Nan.
Will les dedicó una sonrisa afable a las hijastras de Harry, que lo observaron con un interés considerable.
—Harry nos ha contado muchas cosas de vos —dijo Lizzie, que se acordó de hacer la reverencia con cierto retraso.
—Ah. —Will miró inquieto a Harry—. ¿Y qué os ha dicho?
—Oh, todo tipo de cosas... sobre todo los apuros en los que se metían los dos. —Lizzie empezó a entusiasmarse con el tema—. Como aquella vez que por accidente le disparasteis al hacendado con la catapulta y...
—¡Basta! —exclamó Will, desgarrado entre las ganas de reírse del ingenuo relato y la vergüenza que estaba pasando ante aquel público—. Harry, no tenías derecho.
Henrietta se encogió de hombros y le guiñó un ojo a Julia, que parecía haberse recuperado de su timidez con la llegada de las niñas y estaba riéndose con todas sus ganas, como el resto de los presentes.
—Era un buen cuento para dormir. Lizzie ve a la cocina y dile al cocinero que tenemos dos invitados más para la comida, y trae una jarra de cerveza cuando vuelvas. —Lizzie se escabulló corriendo y dándose ciertos aires y Harry se dirigió a Nan—. ¿Quieres ir a preguntarle a la señorita Kierston si le gustaría que le subiéramos una bandeja a su dormitorio? Quizá le apetezca un poco de caldo, o una tisana.
Tras haberse encargado a la vez de las niñas y de sus propios recados de un modo tan satisfactorio, Harry aceptó la copa de vino de Canarias que le ofrecía Daniel y se sentó en el amplio alféizar de la ventana.
—No me puedo creer que estés de verdad aquí, Will. ¿Qué te ha traído?
El joven sacudió la cabeza y no respondió de forma inmediata a su pregunta.
—Estás diferente, Harry. No del todo, por supuesto, pero... No sé bien lo que es. —Volvió a sacudir la cabeza antes de continuar—. Es sólo que desde la última vez que te vi en Londres has cambiado... Tal vez sea porque eres madre. —Esa vez asintió, como si estuviera seguro de haber dado con la solución del enigma.
Daniel ocultó una sonrisa, después sorprendió el destello cómplice en los ojos de su mujer y se volvió a toda prisa. Que Will creyera lo que quisiese.
—¿Quieres que sirva la cerveza, papi? —Lizzie entró tambaleándose bajo el peso de la jarra colmada de cerveza.
—Creo que quizá será más seguro que tú me sujetes el jarro y yo sirva la cerveza —sugirió Daniel, muy diplomático—. Pesa demasiado para una niñita de nada.
—¡Yo no soy una niñita de nada! —protestó la pequeña con una carcajada—. Soy casi tan alta como Harry.
—Que desde luego no es una niñita de nada —anunció la dama en cuestión—. Y no te atrevas a disentir, Daniel.
—No disiento —dijo él con una risita—. Eres temible.
—Pues sí que lo es, en ocasiones —asintió Will—. ¿No os lo parece, señorita...? —El joven tosió y volvió a sonrojarse—. Quiero decir, ¿Julia?
Julia sacudió la cabeza y se rió, confundida.
—Pues no, la verdad es que no.
—El almuerzo está listo. —Nan apareció de pronto en la sala—. Y la señorita Kierston dice que le gustaría tomar un poco de caldo, por favor y yo no creo que podamos dar clase esta tarde.
—Qué perspectiva más horrenda —murmuró Daniel sacándolas del saloncito rumbo al comedor, que estaba al lado—. Debéis de estar desoladas.
Las dos niñas lanzaron risitas encantadas ante tamaño absurdo. Nan fue a coger el cojín sin el que apenas le llegaba la nariz a la mesa y Daniel la subió a la silla. Lizzie se encaramó sola y observó la mesa con expresión expectante, a la espera de que comenzara el espectáculo de la conversación de los adultos.
—Bueno, Will, ¿y qué te trae a La Haya? —preguntó otra vez Henrietta—. ¿Va todo bien en casa?
—Sí. —El joven ensartó un bocado de capón relleno de ostras—. Pero aquello no puede ser más deprimente. No se permite la música, ni siquiera en la iglesia y todo el mundo tiene miedo de su vecino. Basta una insinuación de que alguien no teme de verdad a Dios para que el predicador lo deje en ridículo y le imponga una penitencia pública el domingo siguiente.
—Entonces la iglesia es igual que la de aquí, es horrible —interpuso Lizzie—. También es aburridísimo y no se entiende nada de lo que dicen.
—Eres muy perspicaz, jovencita —dijo Will con una carcajada—. Pero creo que el ambiente en casa te resultaría más duro que aquí.
—¿Has venido a ayudar al rey? —preguntó Daniel haciendo callar a Lizzie con un rápido gesto cuando la niña abrió la boca con impaciencia para responder a las palabras de Will. Se podían permitir ciertas licencias alrededor de la mesa familiar pero cuando tenían compañía, a los niños, por lo general, no había que verlos ni oírlos.
Will asintió con fuerza y dio un buen trago a su copa de vino.
—Los escoceses lucharán por él en cuanto tenga un ejército y se dirija a Escocia encabezándolo. Todavía conseguiremos derrotar a Cromwell y a su Nuevo Modelo.
—Por eso nos vamos a Madrid —dijo Henrietta—. Daniel va como embajador de Su Majestad ante el rey de España para pedir fondos con los que reclutar un ejército.
—Ojalá pudiéramos ir nosotras también —se lamentó Lizzie.
—Y yo también —dijo Julia—. ¡Qué aventura!
—Sí que lo sería —asintió Will mirándola a los ojos desde el otro lado de la mesa.
Henrietta sorprendió la mirada compartida y se quedó con la boca abierta por la sorpresa. Miró a Daniel pero su marido le estaba cortando a Nan un trozo de ave que se le resistía a la niña y no había podido ver nada.
—¿Por qué no te quedas tú aquí mientras nosotros estamos fuera, Will? —sugirió con tono pensativo—. Hay espacio de sobra. Estaría bien tener a alguien que supervisara un poco las cosas, ¿no te parece, Daniel?
—Bueno, desde luego —asintió de inmediato el noble—. Pero ¿qué le parece a Will compartir la casa con dos niñas y su institutriz?
—No le importará en absoluto.
—Quizá deberías dejar que respondiera Will.
—Oh, di que no te importaría —le rogó Lizzie antes de que el sorprendido Will pudiera responder—. Seríamos muy, muy buenas... no te causaríamos ningún problema y todos podríamos...
—¡Elizabeth! Si insistes en interrumpir, tendrás que dejar la mesa.
La niña se quedó callada pero Will se encontró sometido a la mirada de dos pares de ojos suplicantes. Se rascó la nariz pecosa antes de contestar.
—No me importaría en absoluto, pero no podría abusar de vuestra hospitalidad de este modo, señor.
—¡Tonterías! —dijo Daniel con el mismo tono que había utilizado con Lizzie.
—Pues ya está. —Henrietta le dedicó una sonrisa radiante a toda la mesa—. Vivirás aquí mientras nosotros estamos fuera y estoy segura de que harás muchos amigos.
—Eso espero —respondió Will mirando a Julia.