13
Madrid, una ciudad sin acceso al mar, de calles estrechas y serpenteantes y plazas amplias; una ciudad caliente donde no corría el aire y las costumbres eran extrañas.
Henrietta subía penosamente una calle empinada con una cesta de higos y granadas. El sol de junio calentaba con fuerza y Harry se pegaba a la sombra de las casas encaladas que flanqueaban la calle mientras se limpiaba las gotas de sudor de la frente con la manga. En la cima de la calle se detuvo ante una verja incrustada en un alto muro de piedra. Tras la verja había un patio pequeño al que daba sombra un enrejado cubierto de parras.
Daniel estaba sentado en un banco, bajo un naranjo, leyendo un fajo de papeles. Levantó la cabeza cuando entró su mujer y sonrió.
—¿Qué tienes ahí?
Harry cruzó el patio y se inclinó para recibir el beso de su marido.
—Fruta del mercado que hay junto a la catedral. —Le tendió la cesta para que la mirara—. Tenía un aspecto tan delicioso que no pude resistirme.
Daniel se recostó en el banco y miró con los ojos entrecerrados a su mujer, que permanecía de pie, moteada por el sol que se filtraba por el enrejado.
—Pero ¿fue eso lo que te enviaron a comprar?
—¿Cómo lo has sabido? —La joven esbozó una sonrisa arrepentida.
—Porque la señora7 se me ha estado quejando con gran locuacidad de tus hábitos adquisitivos, muy poco fiables, por cierto —le dijo Daniel—. Ayer te pidió que compraras huevos y volviste con queso. Hoy quiere que le traigas tomates para hacer una salsa para el almuerzo.
—Pero no tenía bastante dinero para los tomates además de la fruta —señaló Henrietta con una lógica implacable—. Comeremos los higos y nos las arreglaremos sin la salsa.
—Pues se lo dices tú a la señora.
—Oh, y se pondrá a lloriquear y a agitar los brazos delante de mí —dijo Henrietta—. Sólo estoy intentando ayudar yendo al mercado.
—Creo que quizá prefiera arreglárselas sin tu ayuda —dijo Daniel midiendo las palabras—. Es frustrante que planee un plato concreto y nunca pueda estar segura de si vas a volver con los ingredientes necesarios.
—Supongo. —Harry suspiró y contempló la cesta de fruta—. Pero es que comprar aquí es un placer. Jamás lo había disfrutado tanto en casa, ni siquiera en La Haya.
—¡Ah, lady Drummond... lady Drummond! —Una figura vestida de oscuro salió muy afanosa de la casa de piedra que había al fondo del patio y se apresuró a reunirse con ellos.
Henrietta le dedicó una sonrisa cómplice a Daniel y le tendió la cesta a su ama de llaves. La visión de la fruta fue recibida con un chorro de español y la señora Álvara levantó las manos al cielo. Si bien el significado concreto de las palabras estaba fuera del alcance de Henrietta, el sentido era obvio. Daniel se sacó una moneda del bolsillo y se la entregó a la quejumbrosa señora que, tras dedicarle un gesto al cielo, salió corriendo del patio en busca del ingrediente necesario.
—Toma un higo. —Henrietta se sentó en el banco al lado de Daniel—. ¿Qué tal te ha ido la mañana? —La joven le dio un buen mordisco a la suculenta fruta.
—Es difícil de decir... desastre de mocosa. —Se sacó el pañuelo del bolsillo de su jubón de seda marrón y le limpió el jugo de higo que le chorreaba por la barbilla a su mujer.
—No soy ningún desastre. —Harry se apartó con un contoneo de aquellas humillantes atenciones—. Es inevitable cuando son tan jugosos. ¿Qué es difícil de decir?
Daniel frunció el ceño.
—Son todos muy educados y atentos y sin embargo no puedo acercarme al chambelán del rey, sin cuya aceptación y mecenazgo jamás tendré una audiencia con el rey Felipe. Nadie me niega nada de forma directa, pero tampoco sucede nada. Sonríen, charlan, son de lo más acogedores pero evitan cualquier tema serio. No sé si es porque no saben cómo tratar exactamente al representante extraoficial de un rey depuesto. No hay nada en el protocolo que cubra semejante situación. —Daniel sacudió la cabeza con pesar—. También es posible que sospechen de la naturaleza de mi misión y si el rey Felipe no puede o no quiere complacer al rey Carlos, puede que crean que es más fácil evitar que se haga la petición, sin más.
—Es frustrante —dijo su mujer con sentimiento. Henrietta no había estado en la Corte, ya que las mujeres no eran bien recibidas en la Corte masculina y a ella todavía no la había recibido la reina, así que no podía acudir al ala del palacio de Su Majestad la reina. Pero sí que había recibido visitas de las esposas de los conocidos de Daniel, visitas que había que devolver de modo puntilloso y que tenían que seguir ciertas normas de protocolo muy estrictas, así que entendía bien el tipo de ambiente que describía Daniel—. ¿Qué son esos papeles?
—Despachos de La Haya. —Daniel había doblado los documentos que estaba leyendo cuando ella entró en el patio y se los había metido en el bolsillo del jubón—. El mensajero llegó esta mañana.
—¿Del rey?
—Así es.
—Bueno, ¿y qué dicen?
Daniel sacudió la cabeza.
—No puedo divulgar su contenido, duendecilla. Su Majestad me ordena que me lo guarde para mí.
—Pero yo soy tu mujer.
Daniel le pellizcó la nariz.
—Ni siquiera mi esposa me convencería para que traicionara la confianza del rey. Además, se refieren a asuntos que no te interesan.
—¿Y tú como lo sabes? —le preguntó Harry—. Lo que te interesa a ti me interesa a mí, ¿o es que me crees demasiado joven y boba para entender tus importantes asuntos?
—Ahora es cuando te estás comportando como una niña tonta y testaruda —la riñó Daniel de forma muy poco prudente—. No te considero boba pero todavía no tienes experiencia en asuntos de estado y no encontrarías nada de interés en los despachos, aunque yo fuera libre de divulgar su contenido.
Henrietta se sonrojó indignada e insistió con terquedad.
—Sé más de lo que crees. ¿Son noticias de los escoceses, de la Corte de La Haya o de Inglaterra?
Daniel la miró muy serio durante un minuto y luego se levantó.
—¿Es que no me has oído, Henrietta?
La joven lo siguió al interior de la casa y subieron al dormitorio cerrado con su fresco suelo de azulejos y las paredes encaladas, después observó a su marido, que guardaba los documentos en la caja fuerte que tenían sobre el tocador de marquetería.
—No me imagino qué puede ser tan secreto para que yo no pueda saberlo.
Daniel se limitó a encogerse de hombros.
—Nos han invitado a una recepción ofrecida por el duque de Medina de las Torres, esta noche. Don Fuentes, el secretario del duque, me entregó la invitación esta mañana, en la Corte.
Como Daniel esperaba, la noticia distrajo a Henrietta de sus quejas.
—Es la primera invitación social que recibimos. ¿Podría significar algo importante?
—Quizá —respondió Daniel—. Desde luego creo que deberíamos ir a ver.
—¿Y qué me pongo? —La muchacha corrió al enorme guardarropa—. Es una pena que sólo tengamos ropa puritana lisa y lasa cuando aquí todo el mundo viste de un modo tan magnífico.
Daniel no dijo nada, se limitó a mirarla mientras ella revolvía desconsolada entre las prendas de colores sobrios. Y luego sus inquietos movimientos se detuvieron.
—Pero ¿qué es esto? —Maravillada, Harry sacó una masa de seda de rayas de color cereza y tafetán de color marfil—. Es precioso. ¿A quién pertenece?
—Bueno, a mí no me vale —dijo Daniel con tono solemne—. Y no sé quién más guarda su ropa en ese armario.
—¿De dónde ha salido? —preguntó la joven, incapaz de responder a las bromas de su marido ante aquella asombrosa sorpresa.
—De las manos de la costurera —respondió él.
—Oh, Daniel, sabes que no es eso a lo que me refiero. —La muchacha sacudió los pliegues—. ¿Es para mí? ¿De verdad que es para mí?
—Pruébatelo —dijo su marido—. La costurera trabajó a partir de uno de tus vestidos, pero si hay que hacer algún arreglo, lo puede hacer esta tarde.
El vestido era de seda con rayas de color cereza y un amplio cuello de encaje, otro encaje a juego ribeteaba las suntuosas y amplias mangas que llegaban hasta el codo, adornadas con cintas de terciopelo de color cereza y varios lazos. Las enaguas eran de tafetán de color marfil, bordadas con delicadas flores plateadas. Henrietta jamás había poseído una prenda tan magnífica.
Daniel asintió satisfecho cuando su mujer se detuvo ante él ataviada con sus nuevas galas y giró para que la admirara. Le quedaba a la perfección y el color hacía resaltar su piel, su cabello y sus ojos, exactamente como él se había imaginado.
—Tiene que haber sido carísimo —dijo Harry con el ceño fruncido y una expresión preocupada—. Y no tenemos tanto dinero.
—Más que suficiente para unos cuantos vestidos nuevos —la tranquilizó Daniel—. Debes elegir las telas y le pediremos a la costurera que te haga algunos más.
—Pero ¿y tú? —Todavía inquieta, la joven lo miró con la cabeza ladeada—. No es justo que yo tenga una ropa nueva tan maravillosa y tú tengas que llevar la vieja.
—¿Te vas a avergonzar de mí? —la picó él y luego le cogió las manos cuando la muchacha le clavó un puñito en el estómago—. Ésa no es forma de darme las gracias. Yo preferiría un beso.
Harry se puso de puntillas y le plantó una serie de besos rápidos en la boca.
—¿Es suficiente o quieres más?
—Más —le respondió él—. Muchos, muchos más.
Esa noche Daniel la observó con una expresión orgullosa. El atractivo juvenil de su esposa quedaba de algún modo realzado por ese aire de confianza que lucía, ejemplificado en el modo en que se erguía y se movía, en la naturalidad con la que conversaba y se mezclaba con una sociedad tan inmensamente diferente de la que había conocido hasta entonces. «De hecho», pensó el noble, «no sería exagerado decir que esta noche está bellísima.» El elegante vestido hacía resaltar la ligera figura a la perfección. Recogida justo debajo del pecho, la tela caía en suaves y elegantes pliegues que revelaban la enagua bordada. Unos zapatitos de satén y tacón alto mostraban el giro de un tobillo delicado, igualado por la curva de los antebrazos; la fragilidad de las muñecas surgía del encaje espumoso de las mangas. Llevaba el cabello apartado de la cara y sujeto por una diadema de perlas cremosas, con un collar a juego que le rodeaba la garganta. Era el regalo de bodas que le había hecho a Nan, pero no sintió la menor punzada al verlas adornando a Henrietta, tan bien le quedaban a aquella piel rosada y marfileña, a la suntuosa y resplandeciente seda dorada de su cabello. No, su esposa niña se estaba convirtiendo en una joven de lo más agradable, una esposa de la que podía enorgullecerse cualquier hombre.
—La presencia de lady Drummond enriquece nuestra reunión, sir Daniel. Es una auténtica joya. —El elaborado cumplido lo hacía un tal don Alonso Jerez, que hizo una profunda inclinación. Este hombre era todo un personaje, ataviado como iba con un jubón de satén de color escarlata y amplios calzones ahuecados, además de lucir una profusión de encaje belga tachonado de diamantes en las muñecas y en la garganta.
—Disculpadme la presunción, don Alonso, pero no me queda más remedio que estar de acuerdo con vos. —Daniel le correspondió con una inclinación igual de profunda. El chambelán principal del rey Felipe IV escuchaba siempre a don Alonso Jerez.
—A doña Teresa le gustaría visitar a su esposa por la mañana. Espero que reciba a esas horas.
—Será un honor para ella —dijo Daniel y volvió a inclinarse.
La esposa de don Alonso era camarera mayor de la reina y esa visita sólo podía anunciar una invitación para que Henrietta acudiera a ver a Su Majestad la reina. Quizá estaban progresando un poco en aquella complicada danza del protocolo, pero Daniel no pudo evitar sentir una pequeña punzada de inquietud. A pesar de toda su recién hallada belleza y confianza, Henrietta todavía carecía de sofisticación y preparación para los asuntos diplomáticos y la Corte de la reina era un semillero de intrigas y cotilleos. Él no podía seguirla hasta allí, así que su joven esposa tendría que encontrar su camino por aquel laberinto sin su ayuda. Daniel no estaba del todo seguro de que estuviera preparada para hacerlo.
Henrietta, ignorante todavía de los planes que se estaban haciendo para ella, disfrutaba del momento. Parecía recibir las atenciones más halagadoras tanto de hombres como de mujeres. La música era cautivadora y aprovechó con entusiasmo la oportunidad de bailar, que hacía tanto tiempo que se le negaba; el gozo de la joven era tan evidente en su sonrisa, en el resplandor de sus ojos y en la agilidad de sus pies, que los que la rodeaban disfrutaban del júbilo de la muchacha, que parecía intensificar el propio.
—¿Cuánto creéis que sabe de los asuntos de su marido, doña Teresa? —La pregunta la hacía una mujer alta con el cabello canoso oculto bajo una mantilla extraordinaria tachonada de joyas; unos ojos negros y perspicaces destacaban en el rostro maquillado.
—Es difícil decirlo pero según tengo entendido es un hombre sensato —respondió la otra, una dama regordeta cuyos ojos no eran menos perspicaces que los de su compañera y que tampoco llevaba la cara menos maquillada.
—¿Tan sensato como para no querer compartir confidencias de estado con su joven esposa? —La marquesa de Aitona levantó una ceja al mirar al otro lado de la atestada sala, decorada con suntuosas alfombras persas y colgaduras doradas, allí se encontraba sir Daniel Drummond conversando con otro noble—. La vigila de cerca, creo... y con ojos de enamorado.
—Es una chica muy joven y es de suponer que todavía ingenua —dijo la otra con tono pensativo—. Si hay afecto entre ellos, puede que podamos aprovecharlo... La muchacha deseará serle de ayuda a su marido.
—Desde luego —murmuró la marquesa—. Tengo entendido que esta mañana llegaron unos despachos de La Haya.
—Y se espera un enviado extraordinario del Parlamento inglés —caviló doña Teresa—. Según le he entendido a la reina, Su Majestad el rey quiere descubrir a toda costa si la Corte de La Haya tiene una red fiable de espionaje en Inglaterra. Sería revelador descubrir si los despachos de La Haya contenían información relativa a la inminente llegada a Madrid del enviado extraordinario del Parlamento.
La marquesa se limitó a asentir con los ojos clavados en la ligera figura que era el objeto de su discusión.
—Es una criatura muy atractiva. La reina la encontrará agradable, creo.
—Y útil.
—Y muy útil, si jugamos bien nuestras cartas.
Ya era más de medianoche cuando Daniel cruzó el salón de baile todavía repleto de gente y se dirigió a las puertas que se abrían a la terraza con balaustrada que colgaba sobre los exuberantes jardines donde jugaba el agua de las fuentes y los majestuosos olmos flanqueaban los serpenteantes paseos, todo ello iluminado por un fulgor extravagante bajo la negrura aterciopelada y recubierta de estrellas de un cielo meridional.
Henrietta se encontraba al borde de la terraza, con una copa de cristal veneciano en la mano y el rostro alzado hacia su interlocutor, un joven grande y muy atractivo de ojos castaños y brillantes que lucía una barbita pulcra. Daniel fue de repente consciente de la pobreza de su atavío comparado con la suntuosidad de seda, encajes y brocados del admirador de Harry, porque estaba muy claro que era un admirador. Como también quedó muy claro que lady Drummond estaba disfrutando de esa admiración cuando un encantado trino jubiloso surgió entre sus labios y golpeó la mano de su cortesano con el abanico, a modo de reproche burlón y coqueto.
Daniel se acarició la barbilla con gesto pensativo; no le hacía gracia que su mujer coqueteara con nadie que no fuera él, pero no iba a actuar como un marido celoso, era un papel demasiado degradante, así que decidió cruzar la terraza para reunirse con su mujer.
—Se hace tarde, mi querida esposa —dijo inclinándose ante ella, acto seguido le cogió la mano y se la llevó a los labios.
Henrietta pareció sorprenderse mucho ante un saludo tan poco habitual por parte de su esposo.
—No me lo había parecido. ¿Conoces a don Pedro Escobar? Ha estado entreteniéndome de una forma maravillosa con unas historias de lo más malvadas. —Los labios femeninos se curvaron en una sonrisa cautivadora dedicada a don Pedro—. Permitidme presentaros a mi marido, señor.
—Sir Daniel. —El español hizo una profunda reverencia—. He oído hablar mucho de vos y es un placer conoceros al fin. Debo agradeceros que me hayáis permitido disfrutar de la compañía de vuestra esposa esta noche.
—¿Lo ha permitido él? —preguntó Henrietta, que por un instante se había olvidado del protocolo de aquella sociedad—. Creía que había sido cosa mía.
Los labios de Daniel temblaron cuando vio que el joven buscaba una respuesta apropiada a una declaración tan poco convencional.
—Sois muy amable, lady Drummond —dijo don Pedro inclinándose sobre la mano de la joven—. Pero es incluso más amable por parte de vuestro marido privarse de vuestra compañía para que otros podamos disfrutarla.
—¡Oh, bravo, señor! —Henrietta aplaudió admirada—. Lo habéis expresado muy bien.
—Pero me temo que ahora debo llevarme a mi mujer —dijo Daniel con naturalidad—. Ya es hora de que nos despidamos.
—¿No te parece un hombre de lo más atractivo? —susurró Henrietta cuando se alejó del brazo de su marido.
—Tolerable —respondió Daniel con tono despreocupado—. Si te gustan las barbitas y las barbillas puntiagudas.
—¡Daniel! —Harry se paró en seco a la entrada del salón de recepciones—. ¡No estarás celoso!
—Pues claro que no —dijo su marido con arrogancia—. Qué idea tan absurda.
Henrietta miró a su marido con los ojos entornados.
—¡Lo estás!
—¡No lo estoy! —Aquellos ojos negros la miraron traviesos—. Estás demasiado pagada de ti misma, mi niña.
La joven se acarició los labios con la lengua.
—Pues a mí no me lo parece, señor. He recibido muchos cumplidos esta noche.
—Así son los españoles —dijo él con despreocupado desdén—. No hay que tomarlo en serio.
—No, supongo que no —contestó Harry con una vocecita mientras se miraba los pies.
Daniel se arrepintió al instante y le dio unos golpecitos en la mano.
—Sólo hablaba en broma, amor. Esta noche estás radiante, no es de extrañar que hayas recibido muchos cumplidos. —Cuando su mujer no respondió sino que siguió caminando con los ojos clavados en el suelo, Daniel la atrajo hacia el nicho aislado de una ventana que quedaba protegido por un tapiz de suntuosos colores donde las hebras de color plateado y azur se mezclaban en un intrincado diseño—. No quería herir tus sentimientos, duendecilla. Ya lo sabes. —Le cogió la barbilla como tenía por costumbre y le levantó la cara hacia él. Los ojos femeninos desbordaban malicia y júbilo—. ¡Granuja! —la riñó con fiereza—. Por un momento pensé que te había disgustado de verdad.
—Pues la culpa es tuya y de nadie más —le informó ella con una sacudida de la cabeza.
«Y seguramente lo es», pensó Daniel. Había algo en aquella Henrietta que él no había visto jamás. Luego su mujer le puso una mano en el brazo y susurró.
—Pero él no es tan atractivo como tú, en absoluto.
—Oh, no tienes que evitar herir mis sentimientos —le dijo su marido dibujándole la boca con la yema del dedo—. Soy consciente de que no llego a la altura de tanta juventud y elegancia.
Henrietta lo miró espantada.
—¿Cómo puedes creer semejante cosa? Tú eres mil veces más elegante y guapo, y a mí no me gustan los imberbes.
—Creo que vas a tener que demostrarme que prefieres a los ancianos —le dijo en voz baja sosteniéndole la mirada hasta que los profundos y aterciopelados estanques de los ojos femeninos parecieron envolverlo.
—Vamos a casa en seguida. —Y con ese mandato Harry se dio la vuelta y salió con paso firme del nicho de la ventana, con la falda flotando con elegancia a su alrededor y los tacones resonando por el suelo de mármol negro y blanco, la cabeza ladeada en un gesto resuelto—. Vamos, rápido —le ordenó por encima del hombro—. No quiero demorarme en demostrártelo y no puedo hacerlo aquí.
—Desde luego que no —murmuró su marido, que seguía el avance impetuoso de la joven por el salón de recepciones—. Pero debemos despedirnos correctamente.
—¡Bah! —No obstante, Harry se retrasó un poco y permitió que su marido la cogiera del brazo y la dirigiera hacia el resto de invitados.
Daniel podía sentir la impaciencia que vibraba en la mano que reposaba sobre su brazo, podía oírla en su voz cuando la joven luchaba por dominar su ansia de irse y respondía con la cortesía adecuada y morosa al duque y a la duquesa de Medina. Pero al fin fueron libres de hacer la última reverencia, la última inclinación y apresurarse a salir a la noche cálida.
—Creí que no nos íbamos nunca. —Henrietta dio un suspiro de alivio y un saltito sobre el empedrado—. Bésame.
—¿Aquí? ¿En medio de la calle?
—Sí. —Harry asintió con vigor—. Has sido tú el que me has excitado con esa charla sobre demostraciones.
—Sí que lo hice. —Cubrió la boca de su mujer con la suya, disfrutó de la dulzura con sabor a vino de sus labios e inhaló la delicada fragancia de su piel.
De repente la joven tomó el mando de lo que en un principio no iba a ser más que un tierno saludo, un mero preliminar a lo que ocurriría en el dormitorio. La lengua de Harry se introdujo entre los labios de su marido con insistencia, le rodeó el cuello con los brazos, le alborotó el cabello al acariciarle la cabeza y se la sujetó con fuerza mientras su cuerpo se apretaba con pasión contra el de él.
—Pero ¿qué diablos estás haciendo? —Daniel la apartó casi sin aliento—. Éste no es sitio para eso.
Había una expresión salvaje en los ojos de la joven, que se echó a reír con unas carcajadas gozosas y despreocupadas.
—Querías que te demostrara algo y te demostraré que la pasión que siento por mi anciano marido trasciende a toda precaución. Quiero hacer el amor bajo las estrellas, esposo mío. Ahora.
—Dios bendito —exclamó Daniel por lo bajo—. ¡Hay luna llena!
Henrietta se rió otra vez y miró hacia donde el gran disco dorado pendía con aire benevolente en un cielo cargado de estrellas.
—Puede ser. Entremos ahí. —Atravesó disparada una pequeña verja que llevaba a un jardín oscurecido, tranquilo y silencioso, impregnado de los aromas a madreselva, albahaca dulce y rosas. Harry se precipitó de nuevo entre sus brazos y sus manos se movieron en caricias íntimas por todo el cuerpo de su marido, se afanaron con los broches de sus calzones y se deslizaron en el interior para acariciarlo con dedos diestros y roces llenos de confianza. Y no dejó de besarlo, de rozarle la garganta, la barbilla, la comisura de la boca, los párpados... todos ellos eran besos coronados de fuego que calentaron la sangre masculina y borraron toda precaución de su cabeza.
Un cenador de rosales los llamaba y los dos se dirigieron casi sin ver al interior de su oscuridad profunda y olorosa. Daniel la condujo hacia un banco de madera tallada mientras su mujer le mordisqueaba la oreja y le susurraba dulces palabras llenas de erotismo. El noble se hundía en aquella figura fragante, cálida y susurrante que era su esposa. Se sentó y la joven entendió sin palabras lo que quería de ella, se subió las faldas y las enaguas de pie frente a él, desnudándose bajo el roce suave de la noche, de modo que él pudo recorrerle con las manos la longitud cremosa y resplandeciente de aquellos muslos, acariciarle la redondez suave de las rodillas y subir para jugar en el vértice del color del trigo bañado por la luna que tenía entre los muslos. Después deslizó la mano para sentirla cálida y lista. Cuando la bajó y la sentó a horcajadas sobre su regazo, Harry lo tomó en su interior, lo apretó contra sí; quería que se convirtiera en parte de ella, en parte de su esencia. Apretó las rodillas contra los muslos de su marido y su cuerpo se movió con un vigor rítmico que los fue excitando a los dos hasta que empezó a ralentizarlo y se dejó llevar por un movimiento suave y lánguido que los meció en un sensual mar de placer. Daniel se contentó con dejar el juego en manos de su mujer pero cuando quiso levantarla y apartarla en el momento del clímax, Harry le colocó las manos en los hombros y lo contuvo con fuerza en su interior, disfrutando del latido palpitante del goce de su marido hasta que un grito estalló entre los labios femeninos y cayó hacia delante para reposar los labios en la frente del noble cuando las oleadas de deleite la bañaron por completo.
—Tal vez hayamos hecho un hijo —le susurró a Daniel cuando recuperó el aliento.
Daniel le acarició la espalda estrecha y sintió la fragilidad de los omóplatos a través de la suntuosa seda de su vestido, sintió la piel cálida de sus muslos apretados contra los suyos.
—Al parecer no consigo anticiparme a tus impulsos —dijo con pesar el noble—. Y no es que andes escasa, mi pequeña duendecilla.
Harry levantó la cabeza y bajó la mirada para contemplar el rostro de su marido entre las sombras.
—¿No querrías que ocurriera?
Un rayo de luna desgarró las sombras de la oscuridad, acarició los planos de la cara masculina y se reflejó después en las profundidades negras de sus ojos.
—Preferiría que estuvieras a salvo en casa cuando te quedes encinta —le dijo.
—Bueno, no podemos pasarnos nueve meses en este país —le dijo ella con tono práctico—, así que daré a luz en casa.
Daniel sonrió y sacudió un poco la cabeza.
—Sólo podemos esperar y ver qué pasa. Venga, levántate. —Le deslizó las manos por debajo y la levantó—. Eres muy mala. Me pregunto de quién es el jardín del que acabamos de hacer un uso tan desvergonzado.
Henrietta se echó a reír mientras se alisaba las faldas.
—Nada de uso desvergonzado sino el mejor y más maravilloso de los usos. Espero haberte tranquilizado ya sobre el tema de la ancianidad.
—Pues sí —asintió Daniel al tiempo que se abrochaba los calzones—. Y no me siento en absoluto como un anciano. No creo que nuestros mayores les hagan el amor de una forma tan imprudente a jóvenes tercas en jardines de perfectos extraños.
—No, estoy segura de que no. —Harry deslizó una mano entre las de su marido—. Vamos a casa y hagámoslo otra vez, sólo para demostrarme que mi marido no carece de ninguna de las energías de la juventud.
—Te hará falta dormir —le dijo él—. Se me olvidó decirte que quizá recibas una visita de doña Teresa Jerez por la mañana y querrás tener buen aspecto.
—Esa señora es la camarera mayor de la reina, ¿no?
—Así es, y si te aceptan en esa Corte, eso sólo puede ayudarme en mi misión —respondió Daniel—. Si tú tienes una audiencia con Su Majestad la reina, a mí no podrán negarme el mismo privilegio con el rey Felipe.
—Haré lo que haga falta para que me acepten —le aseguró su mujer cuando llegaron a su casa—. Me convertiré en una auténtica dama española.
Henrietta fue demasiado fiel a su palabra para el gusto de Daniel, que entró en el dormitorio a media mañana y se detuvo en seco, horrorizado.
—¿Qué demonios estás haciendo, Henrietta? Quítate eso ahora mismo.
—Pero ¿por qué? Todas las damas españolas se pintan, desde la reina a la mujer de un simple pescador. Seguro que lo más educado es adoptar las mismas costumbres —protestó la joven con aparente inocencia mientras se frotaba un poco más de bermellón en los pómulos y se aplicaba polvos blancos en la frente.
—¡Lávate! —le ordenó su marido, asqueado—. Pareces una cualquiera.
Henrietta hizo un mohín con los labios rojos de carmín.
—¿Por qué yo parezco una cualquiera si las damas españolas no lo parecen?
—¿Y quién te ha dicho que no lo parecen? Tú, sin embargo, eres mi esposa y yo no pienso tolerarlo. ¡Y ahora lávate!
—Pero dijiste que debería hacer todo lo que pudiera para que me aceptaran en la Corte de la reina... ¡Ay, Daniel! —La muchacha chilló y protestó con voz aguda cuando su marido la cogió por una oreja y la obligó a levantarse. A Harry se le ocurrió, aunque ya un poco tarde, que sus bromas no habían encontrado suelo fértil cuando se encontró arrastrada sin cumplidos hasta el aguamanil y la jofaina que había sobre la superficie de mármol del tocador.
—Si no quieres quitarte esa pintura tú, lo haré yo por ti —le dijo Daniel sin contemplaciones sin soltarle la oreja mientras le frotaba la cara con la mano libre y la joven se retorcía y escupía agua.
—¡Lo habría hecho! —exclamó Harry cuando su marido la dejó por fin—. Sólo estaba bromeando.
—Pues yo no le encuentro ni la menor gracia —le espetó él frotando un trozo rojo que se le había pasado por alto—. ¿Cómo se te ha ocurrido hacer algo así? Pocas veces me ha repugnado algo tanto.
—Sólo deseaba ver qué aspecto tendría —dijo Harry, ofendida, mientras se frotaba la oreja con gesto acusador—. Me pareció gracioso, como un payaso... No había necesidad de enfadarse tanto ni de ser tan brusco.
—Por alguna razón no terminaste de convencerme de lo gracioso de la situación —comentó Daniel con aspereza—. Dios sabe que no soy ningún puritano pero la pintura en las mujeres siempre me ha asqueado. Y en ti... —Sacudió la cabeza, incapaz de describir lo que había sentido al ver su bonito rostro, suave y fresco, manchado por aquella máscara roja y blanca—. No te he hecho daño —le dijo cuando ella siguió mirándolo con un reproche en los ojos.
—Me tiraste de la oreja como si fuera un golfillo desastrado en lugar de una esposa.
Daniel se echó a reír al oír aquella afirmación desconsolada y sin embargo innegable.
—Ven, que te voy a curar con un beso.
Harry se quedó quieta mientras él le rozaba el apéndice ofendido con los labios y luego se retorció para apartarse cuando la lengua masculina entró como un rayo en sus contornos.
—¡Oh, sabes que no lo soporto! —La joven luchó entre los brazos de su esposo mientras la lengua de él la exploraba a conciencia, cada contorno y cada espiral, pícaro y consciente de todos los puntos sensibles—. Oh, ¿cómo has podido ser tan cruel? —jadeó Henrietta cuando el noble la soltó por fin.
—¿Cruel? —protestó él—. Pero si yo sólo quería complacerte... y sabes que eso te complace.
Su mujer intentó no sonreír pero se le curvaron los labios a pesar de sus esfuerzos.
—No puedo negarlo... pero es un placer extraño.
—Haya paz —dijo él en voz baja mientras le tendía los brazos.
Harry se acercó a él.
—No me imagino no estar en paz contigo.
—No hay razón para que eso vaya a pasar —le dijo él—. Nos entendemos demasiado bien, mi pequeña duendecilla.
Fueron unas palabras que los dos iban a recordar durante las semanas siguientes.