Capítulo VIII

Aquel rayo de sol que solía darme en los ojos, avisándome de que la puerta de mi prisión se abría, rompió a alumbrarme a hora imprevista. Como siempre dio paso al celador que para esta ocasión no aparecía solo, sino seguido de dos acompañantes a quienes no conocía más que, a juzgar por su pompa y ceremonia, adiviné familiares del Santo Tribunal.

Cerraron tras de sí y luego de encomiarme mucho que guardara secreto de todo cuanto hasta entonces hubiera visto, oído o padecido, me preguntaron si hasta la fecha se me había tratado bien, sobre todo en lo referente a la comida y decencia, si en tan largo tiempo había contraído alguna enfermedad o mengua de mis fuerzas y si me hallaba en juicio sano y dispuesta a escuchar todo cuanto debían comunicarme.

Yo asentí a todo en lo tocante a mal o enfermedad, declarando hallarme tan sana como el día en que allí me pusieron y en tanto ellos buscaban en sus ropas el pliego donde venía escrita mi sentencia, me esforzaba por distinguir sus rostros apenas entrevistos en aquella penumbra macilenta. Más que sus rostros que no alcanzaba a ver, era su voz, grave y compuesta la que avisaba de su jerarquía, su modo de leer solemne a la luz del estrecho ventanillo.

Aquella voz daba cuenta por menudo, no sólo de nuestro pecado sino de sus graves y tristes consecuencias. Explicaba cómo llegamos a fingir las falsas llagas, los estigmas milagrosos con grave daño para nosotras y la casa, con mentira y escándalo del que fueron víctimas muchas otras villas y personas. Tan sólo a nuestro favor contaba no haber hallado el tribunal indicios de herejía, sino mera superchería, fruto de nuestras pobres luces en materia tan especial y peligrosa. Así, habida cuenta del tiempo transcurrido ya en prisión, el tribunal se mostraba clemente. Condenada a la santa a abjurar ante sus devotos de sus muchos errores y abandonar la casa, debiendo buscar otra en la que, como simple huéspeda debería cumplir diez años de privación de voz activa y otros tantos de pasiva, salvo caso de gracia. Así pues, se la volvía a encerrar, pero cargando a sus espaldas toda clase de duras privaciones. Se le prohibía oír la santa misa, ser escuchada en confesión o recibir al señor sin permiso de la jerarquía a la que fuera encomendada.

Ordenaba además el tribunal se publicara un edicto en todas las iglesias, villas y aldeas donde se le rindiera culto todavía, prohibiendo retratos, cruces y reliquias que trataran de ella, so pena de excomunión mayor, así como toda clase de devociones.

En lo tocante a mí, salía mejor parada. También debía abjurar ante la comunidad y abandonar la casa, pero el resto de mi pena se resolvía en misas y ayunos; amén de medio año de destierro leve.

Apenas los familiares y celador marcharon, de nuevo a solas en mi penumbra amiga, caí de rodillas y di gracias a Dios Nuestro Señor por la gran merced que entonces se me hacía. Mis ojos tanto tiempo vacíos, secos, sentían el llanto que mojaba en silencio mis mejillas. Ya me veía de nuevo al sol, bajo la luz de aquel patio, sólo pisadas hasta entonces, rumor de vencejos y tañir de campanas; ya me sentía tan viva y fuerte como antaño, presta a correr a los brazos de mi hermana nunca olvidada, siempre presente aun enferma y lejana. ¿Cómo sería su aspecto ahora? ¿Todavía se mantendría firme y altiva o tanto tiempo en prisión habría acabado por arruinar su fortaleza? ¿Cómo serían ahora sus brazos, sus llagas, sus manos? ¿Se habría detenido el mal o aquella azul amenaza seguiría consumiéndola? Según sus jueces vivía al menos, según mi corazón seguía como antaño, a pesar de nuestra larga separación y destierro.

Aún vino agosto con su corte de tormentas que despertaban terribles ecos en los patios. No trajo novedad alguna salvo las visitas acostumbradas de mi celador que, conociendo mi sentencia, parecía más locuaz, procurando animar aquellos últimos días en la celda.

—A mi entender, hermana, no puede sino dar gracias a Dios. No salieron de este negocio malparadas. Salvo las penas grandes, las otras no se cumplen. Al menos no del todo. Hay quien purga la suya de prisión en propia casa, en conventos y hospitales, hay quien sale de día y pasea y goza con familia y amigos para volver al encierro cada noche. ¿Dónde iba a encontrar si no este Tribunal, calabozos para tantos como al año juzga? Ni siquiera los de prisión perpetua, cumplen más de dos o tres años. Peor pintan las cosas para los hombres: azotes, galeras cuando no destierros y confiscaciones.

Una vez presentada la comida, servida el agua y retirados los restos de la cena, su figura tan magra se iba borrando camino de los dos escalones de la puerta. Yo trataba de seguirle mas todo él se me borraba día a día. En un principio lo achaqué a la escasa luz que el ventanillo me enviaba, mas cierto día me vino a la memoria el recuerdo de otras hermanas viejas ya, de sus primeros achaques, aviso de otros más graves que vinieron luego. Nunca hasta entonces paré mientes en mis años, en el tiempo transcurrido desde que fueron a buscarnos, pero luchando por distinguir al celador, por descubrir más tarde la piel ya vieja de mis pobres manos, comprendí que el tiempo, la edad, la muerte, no estaban ni en su figura vaga, ni en los muros imprecisos ahora, sino dentro de mí, en mis pupilas cansadas de tanta oscuridad, en mis ojos cada vez más inútiles luchando por descubrir la vida en torno.

Fue cara a un otoño nuevo, pensando yo si la visita de los familiares habría sido invención o sueño mío, cuando la puerta se abrió definitivamente, dejándome herida de luz y a la vez colmada de esperanza. La misma voz que me hiciera saber mi sentencia me ordenó que presto recogiera cuanto tuviera interés en llevarme, pero ¿qué ajuar podía alzar conmigo yo? Como recién venida al mundo estaba, salvo el hábito y las sandalias ya gastadas y rotas.

Recé una breve oración despidiéndome de aquellas tristes paredes que por tan largo tiempo fueron mi único mundo y con un saludo al celador, seguí a mis dos nuevos guardianes hasta cruzar el claustro y tras él otros patios interiores. Arriba las estrellas se apretaban en blancos racimos, las unas inmóviles las otras vacilantes. Abajo todo era rumor de llaves en la oscuridad, según salvábamos escaleras vacías y torcidos corredores.

Mi corazón acompasaba su latir al rumor de los pies, sentía mi boca sin sabor, mis brazos sin fuerza, secos mis labios. Mi vida entera renacía en la noche, en aquella ciega oscuridad como si desde la puerta de mi calabozo el tiempo pasado se consumiera, se borraran años, dolores y penas.

En aquel viaje al filo de la madrugada entendía que mi vida toda estaba otra vez en aquel nuevo encuentro con mi hermana. Al fin nos detuvimos ante la puerta de una segunda celda. Una de las dos sombras quedó conmigo, en tanto la otra hacía girar la llave hundiéndose en la oscuridad, llamando por su nombre a la santa.

Qué dura espera, qué ásperos rumores, qué rendida pasión aceleraba mi pobre corazón esperando a que mi hermana apareciera. Tampoco ella tendría mucho que llevar consigo, tan pobre y olvidada como yo, todo el tiempo que nos tuvieron separadas.

Una tercera sombra vino a romper el silencio bajo las estrellas avisando a mi guardián de que el carro ya se hallaba presto, preguntando a qué hora se iniciaba el viaje.

—Mejor partir ahora.

—¿Ahora? —se extrañó el otro—. ¿A qué precipitarse? Podríamos esperar hasta que amaneciese.

—Es voluntad del tribunal que así se haga, a fin de que no corra la voz. No vayan sus devotos a importunar el viaje.

—Así se hará —asintió el del carro.

En tanto ante nosotros la puerta se abría. A pesar de las tinieblas, tan sólo reconociendo su figura, su paso leve ahora como si resbalara sobre las losas, un fuego ya olvidado se encendió en mi cuerpo, un vigor renacido me llevaba a sus brazos, borrando a nuestros celadores, y aquel suelo de piedras mal unidas, contra el que las sandalias destrozaban sus cueros tan ruines y leves.

¡Qué magra y débil la noté entre mis brazos! Toda piel y espinazo como vuelta del potro, tan silenciosa y rota. Quedamos en silencio, unidas, dándonos fuerza, amor, como si más que hallarnos otra vez, fuera aquélla nuestra definitiva despedida. Allá en la oscuridad bajo la luz tan leve que de lo alto venía, sin escuchar la voz de los tres hombres que andaban calculando el viaje, mi hermana y yo dábamos suelta al llanto sin otra pausa que algún silencio breve en el que mutuamente nos examinábamos.

—Jesús sea con vuestra caridad. ¿Cómo se encuentra?

Mi hermana alzó los ojos más allá del velo, mirándome como solía.

—Ánimo no me falta. Dichoso este día que viene a poner fin a nuestras muchas miserias.

Iba yo a contestar cuando ya nuestros dos celadores apremiaban. Por última vez obedecimos sus órdenes y pronto alcanzamos el patio donde el carro aguardaba. Primero subí yo; luego quise ayudar a mi hermana, pero cuando intentaba tomarla de los brazos, noté en la sombra que ella los retiraba. El carrero se acercó y sin muchas consideraciones, la tomó por la cintura, alzándola hasta hacerla poner pie en las tablas. Luego, a poco, tras despedirse de los otros, que ya abrían la puerta, subió a su vez, arreando al animal que nos sacó bien presto de muros afuera.

Esta vez el viaje resultó menos honesto y acordado, soportando las voces de aquel hombre que maltrataba de continuo al rucio miserable. Apenas un mal toldo nos defendía del sol que aún se alzaba como brasa a mediodía para caer después tan rojo tras del horizonte como si un gran fuego azotara los campos. El verano decía adiós entre relámpagos y tolvaneras. Una tarde nos llovió encima y antes de hallar refugio, quedamos de tal guisa que fue preciso buscar una posada donde secar la ropa y la humedad del cuerpo, para espantar el riesgo de tercianas.

A la luz del velón, en tanto tendíamos nuestras ruines ropas, pude apenas distinguir qué restaba de aquel cuerpo tanto tiempo querido y recordado. Ahora la piel se hundía en todas partes, los pechos tan alegres, colgaban mustios, secos, la carne huía por entre el leve armazón de las costillas, marcada aún de turbias cicatrices.

Y sin embargo, aquella carne no era la parte más terrible del despojo, sino sus brazos, sarmientos oscuros mal disfrazados por las sucias vendas.

—¿Cómo van vuestras heridas? —le pregunté en tanto se cubría malamente con las mantas del cuarto.

—No diré que tan bien como quisiera, ni tan mal que no me den tormento a ratos.

—¿No se las ha de curar?

—Mejor las tengo por castigo a mis pecados.

Y sin embargo, a pesar de sus palabras, yo no pondría mi mano en el fuego, apostando porque se hallara arrepentida. Había en su apagada voz un destello de ironía. Así le pregunté:

—Y ahora, ¿qué piensa debemos hacer?

—Cumplir con lo que el tribunal nos ha ordenado.

—¿Y después?

—Después, el Señor proveerá. En sus manos estamos.

De nuevo aquella voz, de nuevo aquella mirada que tiempo atrás yo tan bien entendía. Aquella noche, al menos, dormimos sobre colchón, no sobre paja o encima de las tablas. A la mañana, presto nos levantamos y tras decir como de costumbre, nuestras oraciones, quisimos oír misa por haber visto una iglesia vecina a la posada, mas el hombre del carro nos hizo saber que no podía esperar, de modo que, con tan sólo un pedazo de pan en el cuerpo, seguimos adelante contentas a pesar de todo, viendo tan cerca el final del viaje.

Y fue en aquellos páramos, bajo aquel sol de castigo que hacía hervir olivos y rastrojos donde por vez primera supe que mis ojos ya no eran los de antaño. Cuando antes en las tinieblas de la cárcel me era difícil reconocer a mi celador, siempre creí que sería cosa de poco, que una vez fuera, presto la antigua claridad tornaría.

Pero no volvió. En un principio, con la alegría de la vuelta a la vida, no volví a recordarlo, pero ahora en las largas jornadas del carro por tierras sin un árbol, erizadas de retamas, aquella niebla vaga que empañaba mis ojos se fue haciendo cada vez más espesa.

A veces no llegaba a distinguir del todo a mi hermana sino con la ayuda de la memoria que añadía lo que mi vista no alcanzaba. Ella viéndome frotar los párpados, hasta el punto de hacer saltar las lágrimas, preguntaba:

—¿Qué mal tiene en la vista, hermana?

—Ninguno que no pueda esperar hasta llegar a casa.

—Cuide de no asomar. Este sol y ese polvo que traemos lo aniquilan todo.

Yo para mis adentros me avergonzaba de su interés por un mal tan pobre como el mío llevando en sus brazos y manos aquel otro que soportaba sin un solo lamento. Mucho debía sufrir porque a ratos callaba y aguantando las embestidas del carro, sujetándose a duras penas, sus sienes rezumaban.

¡Qué diferente viaje éste! Mal comidas, con una sola parada en mediodía, sin apenas matar la sed, devueltas como a escondidas a casa. ¡Triste miseria nuestra, grave desdén hacia la santa que antes tuvo a sus pies más de cien parroquias entre villas y aldeas!

De tal modo castigadas, sin una nube que nos aliviara, atravesando campos secos como partidos por el rayo, caminábamos muy lentamente, cruzando márgenes de lodo, salvando cauces de arroyos muertos, esperando el instante de llamar a la puerta del convento. En vano me afanaba yo por distinguirlo en las veladas sombras de la tarde. Fue mi hermana quien suspirando, alzó por fin la voz:

—Gracias le sean dadas al Señor; llegamos.

Sin saber cómo, sin ayuda del carrero, ya estábamos las dos junto a la puerta, tirando del cordón, haciendo resonar la campana del zaguán.

Y fue la buena amiga motilona, la primera en asomar al torno:

—¿Quién va?

—Ave María; dos hermanas que vuelven a esta casa.

Me pareció que para sus pocas luces muy pronto comprendía, tanta prisa se dio en abrirnos. Apenas salvamos el zaguán, camino del claustro, entendimos la causa. El Santo Tribunal amén de castigarnos a nosotras, había ordenado enviar a las demás hermanas a distintas casas. Las más se hallaban en su nuevo destino. Tan sólo había quedado la motilona para recibirnos, pues era voluntad del juez que las dos cabecillas principales abjurasen públicamente ante los mismos fieles que por tanto tiempo les honraron, en la iglesia principal de la villa.

Así estaba la casa sola, triste despojo, dispuesta en mala hora a recibirnos. Así estaba la capilla vacía y las celdas desiertas, como su acequia inmóvil y sus patios muertos.

Llegó septiembre el que apura en las viñas la sangre de la tierra. Vino octubre con sus primeros fríos, pero ningún tiempo era bueno para que mi hermana cumpliera la primera parte de su penitencia. Nunca estaba dispuesta a presentarse ante sus fieles que, una vez conocida nuestra vuelta, tornaron con la misma fe, negándose a romper o quemar sus reliquias y cruces. De nada servían advertencias o amenazas. Sólo pedían ver de nuevo a la santa, más allá de la red, tocar sus manos como siempre. Pero el tiempo de mi hermana, poco a poco se consumía según la mancha de sus manos crecía apuntando al corazón, traspasando sus débiles brazos.

Llegó la hora incluso de mi amiga motilona, hora feliz para ella que a la postre, al cabo de tantas desgracias, vio cumplidos sus deseos de una vida mejor, más tranquila cuando menos lo esperaba.

Ya desde tiempo atrás, se ausentaba a menudo de la casa. Yo pensé que sus viajes se debían a su afán de servirnos, pero el tiempo pasaba sin hacernos saber cuándo pensaba abandonarnos.

—¿Hasta cuándo piensa seguir con nosotras? —le pregunté al fin un día.

—No hay prisa, hermana —respondió—. En tanto se hallen aquí, yo quedaré a su lado. ¿Qué importa una casa que otra? Mi gusto por servir a las dos mejor se satisface en ésta que en otro lugar a donde el tribunal me envíe. Además, como sabe, no tengo hechos mis votos.

—De todos modos, mejor sería obedecerle. No vaya a tomar alguna medida en contra.

—¿Qué medida? Harto debe tener en qué ocuparse, como para acordarse de esta humilde pecadora.

Nada más dijo pero su tono parecía esconder alegres novedades. Así nos servía con gesto amigo o cruzaba el portal cantando un son alegre que chocaba con las celdas tan mustias y vacías.

Pero sus muchos cuidados unidos a los míos, en nada hacían mejorar la salud de la santa, sus noches agitadas, su amanecer poblado de gemidos. El mal por mí sembrado, nunca atajado por el médico que aún ahora, alguna vez la visitaba, crecía inapelable, ganando tiempo al tiempo, devorando minutos, horas de salud igual que los jirones de aquella carne miserable.

En la casa, despojo de muros al amparo de la muda espadaña, sólo la motilona parecía mantenerse viva, en pie, con sus furtivas salidas y su voz animando los senderos ocultos de la huerta. Al fin, una mañana, a mediodía, descubrí en el zaguán la razón de su mudanza. No era otra que el hortelano aquel que nos llevó en su carro a la aldea de mi padre.

En un principio no le reconocí a su lado, pero presto se acercó a saludarme.

—¿Qué, hermana, no se acuerda ya de mí? —Y viendo que aún dudaba, prosiguió—: Aquí estoy, como entonces, dispuesta a llevarla hasta donde sea menester.

—El Señor premie sus desvelos.

—¿Y la santa? ¿Cómo va de salud?

—No demasiado bien.

—El Señor hará también que pronto pueda ponerse en pie. El día que cierren la casa, no dejen de avisarme. Después de todo, casi la he vaciado toda yo, con mi carro, a fuerza de viajes. Nunca me moví tanto como en estos meses desde que el tribunal acordó deshacer el convento. No es que discuta yo sus decisiones. Lego soy en tales materias pero habiéndole conocido tan próspero, pena da verlo ahora tan caído y maltrecho.

—De poco sirve lamentarse ahora.

—Eso es verdad, pero bien se me alcanza que tampoco el Padre Provincial ni el obispo siquiera estuvieron a la altura de lo que merecía el buen nombre de la Orden.

—Ellos sabrán la causa.

—Puede que el miedo o el interés de algunos en que la fama de la santa no se alzara más allá de lo debido. Hay quien piensa que incluso otros conventos vieron con malos ojos las promesas de vuestro protector, aún más desde que la hija avisó su propósito de profesar en éste. Quizás temieron quedar ellos perjudicados en hacienda y limosnas, al aumentar para éste las mercedes. De todos modos —añadió tras una pausa, pensativo—, así va el mundo; los unos por miedo, los otros por mezquinos intereses, todos son a hundir a los más débiles, en tanto los poderosos, entre bulas y alcabalas, prosperan, año tras año, y aun presumen de misericordiosos.

—¿Pero qué recelo han de tener los que están —razoné a mi vez— por encima de nosotros?

—En lo tocante a limpieza de sangre —repuso el hortelano—, nadie está por encima de nadie. Del más alto al más bajo, todos temen que les salga de pronto algún pariente con el que no contaron, moro o judío, que acabe con sus huesos en el palo. Según va nuestra vida de apretada ¿quién puede asegurar que sus abuelos fueron cristianos viejos? Por eso hasta los Provinciales rehuyen toda clase de juicios y en mentándoles la santa Inquisición, quien puede la evita, tal como piensa hacer quien me acompaña.

Miré a la motilona y pregunté extrañada:

—¿También ella anda en tratos con el Tribunal?

—No, hermana, pero no quiere acatar sus decisiones. Otras también piensan de ese modo.

—¿En qué cuestión?

—¿En cuál ha de ser? En que no entienden por qué han de pagar justas por pecadoras, por qué se las espanta de este convento sin haber sido antes acusadas de delito alguno. Algunas piensan recurrir a Roma y otras marchar a casa.

El hortelano miró a la motilona como animándola a hablar. Entonces supe por su boca que, también como las otras, pensaba dejar la senda del Señor.

—Así ¿quiere dejar la Orden?

—Pienso dejar el hábito.

Quedé confusa y extrañada. A pesar del tiempo transcurrido, aún recordaba sus protestas de amor hacia la casa, hacia esta vida defendida de los males del siglo que afuera acechaban.

—Eso era cuando el convento estaba unido —me respondió—, pero no ahora con tanta desazón. Vuestra caridad lo ignora por haber estado ausente tanto tiempo, pero en los últimos meses, no hubo tormento, ni locura que no hallara lugar abonado en él, dejado como estaba de la mano de Dios y a merced de los caprichos de la huéspeda.

—Pero ella ya no está. No será fácil volver a encontrarla donde quiera que la lleven.

—No deseo correr tal riesgo. Antes seglar mil veces que volver a otra casa de mujeres. Las he llegado a aborrecer tanto que ni aun en trance de muerte, podría soportarlas a mi lado.

Por vez primera después de tantos meses, tuve ganas de reír. Pobre amiga motilona, compañera de viaje, hermana mía, tan dispuesta a seguir a los hombres apenas la solicitaban, a pesar de sus afrentas y desaires. ¿Dónde andaría su fraile prevaricador? ¿A quién engañaría ahora si aún los tribunales no habían puesto fin a sus desmanes?

No quise recordárselo viéndola tan feliz con su hortelano que, a su vez, le devolvía en la mirada, su amor multiplicado. Por el contrario, como aprobando su decisión, le pregunté:

—¿Y dónde piensa vivir? ¿Cuenta con hacienda o heredades?

—Estas dos manos son mi única hacienda —respondió decidida, tendiéndolas.

—Y estas mías que no la han de faltar. —Añadió su compadre—. Así supe que pensaban casar. A fuerza de ir y venir, de llevar hermanas en su carro, el hortelano había acabado por aficionarse a ella y aunque viudo y con hijos ya crecidos, la motilona lo había aceptado en todo, acordando la boda para cuando el convento estuviera vacío.

Supe también el mal fin del galán de nuestra huéspeda a quien una bala perdida de mosquete dejó impedido de ambas piernas en aquella guerra lejana de la que nunca acababan de llegar noticias.

Triste cortejo el suyo tendido en unas sencillas parihuelas, pobre recibimiento el que su dama le deparó bajando a duras penas de su celda. Se diría que trataba con algún remoto pariente, algún amigo del padre, no con aquel que, tan rendido, tiempo atrás llegara a visitarla.

Viéndole ante sí, tendido, luchando por hacer menos duros los dolores, le había preguntado:

—¿Y mi padre? ¿Lo sabe?

—Fue a pocos pasos de él.

—¿Por qué no me lo dijo?

—Yo se lo supliqué. En un principio pensé curarme tan presto como para volver aquí antes que la noticia. —Frunció los labios luchando por alzarse, pero las piernas a pesar del esfuerzo, seguían inmóviles—. Duro destino éste —murmuró a su pesar—, estar vivo y muerto a la vez, amarrado como Tántalo y libre como si acabara de nacer. ¿Quién conoció tormento parecido?

—El Señor tendrá a bien compadecerse.

—Antes prefiero un buen cirujano. Conozco uno en la corte que ha puesto en pie enfermos peores. Hasta entonces no tendrás que volver a soportarme. Queda con Dios.

—Qué Él te devuelva la salud.

—Si, como espero, ese hombre que digo recompone mis huesos, he de volver bien presto a recogerte.

La huéspeda no respondió. Quedó mirándole en tanto los soldados alzaban en el aire aquel cuerpo rendido a un tiempo por la pasión y los dolores.

Ahora viéndole alejarse a ras de tierra, cerca del barro, tras de llegar un día valiente en su montura, galán y decidido, arrancaba lágrimas en algunas de las hermanas, en todas se diría, salvo en aquella que más debía sentir tan infeliz partida.

Por breve tiempo quizás le recordó, pero pronto volvió a vivir pendiente del correo, del juicio de la santa que ya por entonces harto se prolongaba. A nadie extrañó que no volviera a preocuparse de quien tal vez entonces luchaba por la vida. Encerrada en su celda, defendida del mundo en torno por sus largas esperas y sus horas perdidas, nada más allá de sus muros le importaba, salvo el triunfo o la muerte de mi hermana y amiga.

Cuando se despidió la motilona, quedé largo tiempo en el zaguán meditando a solas, preguntándome de qué barro estaba hecha aquella reina ruin colocada por nuestro protector en la casa como simiente de discordia. Pensé que a lo peor ya el Señor nos tenía su infierno preparado, su castigo prevenido, antes de que mi hermana y yo pensáramos ofenderlo, antes de que engañáramos a la comunidad; tales son sus poderes, tales deben de ser también sus secretos designios.

Todo ya dependía de la salud de mi hermana, como antes de su juicio y aún antes, de sus manos.

Una tarde, hallándome de hinojos en la capilla pidiendo por su salud a Dios, sentí llamar a la puerta del zaguán y como la motilona no estuviera, me encaminé hacia el torno a pesar de la lluvia que caía. Los cielos se vaciaban en el claustro, arrastrando la cal, las destrozadas tejas, camino de los desagües cegados desde meses antes. El suelo entre los setos antaño florecidos, se convertía ahora en sucio piélago por donde navegaban a grandes zancadas, zapateros y arañas en todas direcciones. Las palomas habían huido ya en pos de las hermanas; los vencejos debían esconder sus plumas en los ensambles de las vigas; todos, del más humilde al menos valeroso, parecían aguardar en las tinieblas rotas por ráfagas de luz, la destrucción completa de la casa, verla caer bajo el peso del agua, del desdén y el olvido por nuestras culpas no expiadas del todo.

Yo misma no pensaba en ella como tiempo atrás cuando junto a mi hermana descubría al azar los secretos caminos de la huerta, cuando a solas nos encontrábamos en sus encrucijadas y rincones, en aquel prado ameno, a la sombra de los álamos. Ahora nada de ello existía para mis ciegos ojos, sólo un rumor de lluvia, de agua violenta, hostil y el retumbar de las nubes preludio de relámpagos.

Ni siquiera la santa vivía ya, tendida eternamente, levantada por mí una vez al día, esperando la hora de presentarse ante el Señor antes que ante la tropa incierta de sus fieles. Ni siquiera éstos se atropellaban en la gran explanada de fuera. Ahora como si el tiempo o el temor les hicieran menos activos por más recelosos, sólo de cuando en cuando, venían a llamar como éstos cuyos golpes seguían resonando, rumbo a los cuales entre el viento y el agua intentaba abrirme paso. Allí estaban las dos pues que de dos mujeres se trataba, más mojadas que yo, esperando al amparo de los arcos.

—Ave María —murmuré a través del torno—. ¿Qué se ofrece a estas horas?

—Disculpe su caridad; traíamos esto para la santa.

A través de la mirilla intenté averiguar de qué limosna se trataba. Me pareció una de tantas, un cestillo mal cubierto con un paño.

—Está bien, déjelo en el torno. Yo se lo haré llegar.

Ya me iba camino de la celda cuando lo sentí girar de nuevo a mis espaldas. Ahora ante mí aparecía una cruz muy pequeña de madera. La voz de la mujer volvió tan clara como antes.

—Hermana. ¿No podría tocar con esta cruz su hábito?

—Está prohibido. ¿No lo sabe?

—Aun así. Sería un gran favor para nosotras.

—No es santa ya —respondí con vehemencia, pensando que la mujer se asustaría pero no sucedió tal. Por el contrario, ajena a mis palabras, se apresuró a explicar:

—Es para un hijo que tengo enfermo de tercianas.

—El Santo Tribunal lo tiene prohibido. Está escrito en la puerta. ¿No lo vieron?

—Hermana; no sabemos leer. De todos modos si no quiere pasar por ello, que el cielo le guarde.

—Que el Señor les acompañe.

Quedó en silencio el torno y yo con mi cesto en la mano, apretada de truenos y relámpagos. El agua venía a ráfagas, en pesadas cortinas que retumbaban sobre cercas y terrados. Otra vez al amparo de los medrosos soportales pronto dejé atrás el claustro, ganando el patio interior cerca del otro más pequeño en torno del cual se abrían las celdas. Ahora todas de par en par, abandonadas, mostraban al aire su interior de blancas madrigueras. Tan sólo quedaba en ellas algún colchón de paja a media reventar, podrido de humedad, sucio de moho, restos que fueron sillas y alguna estampa abandonada. Era como si un hato de demonios se hubiera revolcado en su interior, destrozando desde lo más ruin a lo más alto, todo cuanto encontró a su paso.

Seguramente las hermanas habían dejado la casa bien a sus anchas tal como la motilona aseguraba de la huéspeda. Ésta sin duda acabaría en la corte como deseaba aunque tuviera que pasar antes por otros conventos nunca tan miserables como este del que ni siquiera se molestó en llevar otra cosa que la plata y joyas y algunos de los muebles principales.

El día de la partida, aun con los familiares del Santo Tribunal esperando a la puerta, se había demorado explicando que no estaba dispuesta a viajar con el sol en lo alto. Más tarde pidió un nuevo plazo para escribir al padre protestando de aquel traslado y finalmente fue preciso esperar a que el correo llegara pues a pesar del sello, puso todo su empeño en entregar la carta por su mano.

A todo se avinieron los familiares, en atención a su rango, ya que no a su jerarquía pues el cargo de priora quedó en suspenso hasta que la comunidad una vez expiada su falta, se hallara de nuevo reunida.

Según contó la motilona, ya avanzada la tarde, todavía ama y doncella se afanaban con el equipaje.

—Señora —preguntaba la muchacha—. ¿Qué haremos con los trajes?

—Recoge los que puedas; los demás los dejas.

—¿Incluso este de raso? Piense señora si cambia de parecer; puede ser que a la postre venga a necesitarlo. A fuer de sincera le diré que antes que monja mejor os veo yo en la corte donde no han de faltaros galanes.

—De todos modos puedes dejarlo. En casa de mi padre ha de haber otros tantos.

—¿Quiere decir, señora, que ya no profesamos?

—Tú apúrate. ¿Quién sabe?

—Mis deseos son los vuestros. Para mí todo es uno estando a vuestro lado.

Así quedó su celda vacía tras su marcha, tan muerta como ahora, convertida en mudo espejo de sus vacilaciones.

Y así iba yo, rumbo a la de mi hermana, con aquel cesto que aún había de servirnos para engañar el hambre.

Llegué a su puerta y murmurando como siempre «Ave María. ¿Cómo va la salud?» fui a abrirme paso en la penumbra camino del catre. Al pronto pensé que por el frío se habría cubierto con las mantas, pero éstas se hallaban en el suelo, a los pies, como en verano cuando el calor aprieta. Así mi hermana había salido. Quizás andaba en la capilla. Tal pensamiento me llenó de gozo pues parecía indicar que ya sus fuerzas volvían. Mas la capilla estaba tan vacía y oscura como siempre. Salí al patio y grité a media voz:

—¡Hermana! ¿Me oye su caridad?

La lluvia se había calmado y en lo alto, entre nubes brillantes, apuntaba la carrera de la luna.

—¡Hermana! —volví a llamar.

Nadie me contestó. El clamor último del agua en los canales del tejado, los murmullos de los secretos caminos de la acequia, llenaban de rumores el claustro, ninguno de los cuales era el que yo esperaba, la voz solemne y suave de mi hermana.

La busqué en la cocina, en la despensa inútil, en el antiguo establo más tarde convertido en almacén de aperos. Llegué a mirar hasta en la misma acequia tan crecida y rebosante como un lago de plata remedo de la luna. Miré en su fondo, pero sus aguas revueltas, tan veladas como mis ojos, no me dieron respuesta alguna.

Y ya de vuelta, cansada de gritar, guiándome en la oscuridad tan sólo con mis manos, vine a encontrarme otra vez en el pasillo de las celdas.

Poco a poco, procurando frenar el corazón, imaginando distintas suertes, tomé con que alumbrarme y fui pasando revista a todas hasta apurar la cuenta de la comunidad entera. Y al salir de la última me vino como un viento a la cabeza, el recuerdo de la huéspeda.

Allí, en su celda estaba, sentada ante el espejo de plata, vestida con su traje de raso, con la cabeza caída sobre el pecho.

Y cosa extraña, no tembló la luz en mi mano. Era como si de antemano yo supiera que allí debía estar, rodeada de todo aquello que su enemiga dejó para pasto del tiempo, singular heredera de una vida que debió ambicionar tanto.

Sus dos brazos inmóviles por donde la que no perdona debió de ir a su encuentro, yacían extendidos apuntando al suelo. Las vendas de mal zurcidos trapos se desprendían como sucias cortezas desde los negros tendones macerados. Aun así, a pesar del hedor, de sus ojos terribles, fijos, abiertos, ciegos, me abracé a ella intentando alzarla una vez más, alcanzar a oír su voz, sentir su cuerpo herido junto a mi propio cuerpo. Pero esta vez no habló, ni vaciló, ni volvió hacia mí sus pupilas; tan sólo quiso resbalar, caer a tierra más que muerta, seca.

La arrastré como pude, casi a tientas, hasta el lecho y una vez en él acomodada, hincándome de hinojos, comencé a rezar por ella ofreciendo al Señor mi vida a cambio de su vida, mi maltrecha salud por su salud, mi propia salvación por su condena.

Pero ¿quién era yo para juzgarla así, para saber si el Señor la había arrebatado en gracia o era el demonio quien consigo la arrastraba? ¿Quién era yo, contrita y a la par rebelde contra el mundo y la comunidad, contra mi propia fe y el destino común que allí tenía su fin junto a aquel cadáver maltrecho?

Allí a mis pies, lejana, indiferente se hallaba vestida para una fiesta de la corte, dormida, esperando quién sabe qué son o música para iniciar el paso más allá de los espejos de la celda. Bajo la inmensa falda rutilante, los chapines, sin acomodar, mostraban unos pies cansados, ensanchados del mucho trajinar. Las manos color oliva en las que el mapa de las venas trazaba la ruta del común engaño, ahora apenas llegaban a juntarse por culpa de los pliegues y los lazos. El cuerpo era preciso adivinarlo como el cuello roído por el mal, y el pelo mal crecido después de tanto tiempo de ocultarlo.

Aquí, a mis pies está toda mi vida, mis sentidos, mi placer, mi orgullo, mi compañera y madre. ¿Quién la abandonará? ¿Quién será capaz de dejar que la desnuden y la vistan con el hábito zurcido, remendado que usan para enterrar a las hermanas? Será preciso velarla, luchar por ella como en vida, acompañarla, defenderla. Pues es mi vida la que defiendo en ella, mi salvación la que yace entre sus manos, mi destino y razón lo que en ella nace y muere, en ese cuerpo en tiempos victorioso, hoy semilla de nada, vacía y muerta. Nadie toque mi amor, nadie se acerque a nuestro lecho y nido, nadie ponga sus manos sobre esas manos tan dulces y valientes. Nadie venga a estorbar su sueño, a hundirla en ese otro lecho de ceniza y cal que recibe a la caja mal trabada y estrecha. Magro escondite para dos; nadie nos llevará hasta ese rincón en donde los cipreses medran, donde las parras no llegan a granar y sólo sirven de pasto a grajos y cornejas. No quiero sentir mis pobres ojos más inútiles aún, cegados de grava y arena; quiero ver más allá de los muros los negros cerros jalonando esta tierra miserable. Nadie va a separarnos. Quedaré a la espera de que nuestro castigo común se cumpla. ¿Cuándo vendrá, Señor, nuestro tiempo de gloria, por tanto tiempo prometido? Aquí estamos, las dos pendientes de ese amor tuyo capaz de salvarnos, de trocar en dicha la pena miserable, de mostrarnos ese camino que lleva hasta ti como llama de gozo que crece hacia las nubes.

Tal camino seguiremos juntas. Nadie me arrancará de su lecho de esparto. Será preciso alzarnos, arrastrarnos, darnos tierra a la par.

Esos cipreses desmochados velarán nuestro sueño, la parra miserable nos cubrirá con sus frutos tan amargos y el viento de octubre que todo lo barre, barrerá nuestros nombres para siempre. Nadie más volverá a estorbar esta postrera y secreta unión. Ese rincón del claustro será nuestro definitivo reino hasta el día en que nos llames.

Las dos, lejos de hermanas y prioras, viviremos por siempre pidiéndote que en tanto dure el mundo, nadie vuelva a despertarnos, nadie venga a sacarnos de este lecho tranquilo donde las dos a solas amamos y esperamos.