Capítulo IV
En los primeros tiempos después de la elección, poco cambió la vida de la casa. En cambio sí creció la gloria de mi hermana. Iban a más visitas y regalos, nunca faltaban devotos al otro lado del torno y en ocasiones grupos bien apretados que pedían algún recuerdo, un fetiche, un retrato de la santa. Ella a veces les favorecía con su presencia, a veces dialogaba con mujeres y enfermos, mas todavía se negaba a ser tocada con medallas y cruces o a prometer salud, a riesgo de desengañarlos.
Sin embargo aquellas navidades fueron ya diferentes. Aun sin poner remedio a techos y ventanas, llovían sobre nosotras, frutas y carnes, vino dulce con tiernos mazapanes que nos hicieron volver a más felices épocas. Hasta la iglesia volvió a verse tan animada como antes. De la ciudad llegaban como en peregrinación, apretadas hileras, devotas caravanas, en parte por cumplir sus devociones y a la vez con la esperanza de ver, aunque fuera de lejos a la priora nueva, cuya fama de recta y milagrosa crecía presurosa día a día. Llegaban pobres y nobles, enfermos y sanos, gente de a pie y humildes azacanes. Cada cual en demanda de su gracia, en busca de salud perdida a lo largo de meses de tercianas.
Como viento de enero, medroso y constante, llegaba toda aquella vencida tropa, soportando el aliento de la nieve, alzando hogueras con que secar ropas y huesos y a la vez sitiándonos en espera de mercedes. Los más acomodados solían recibir pronta respuesta volviendo al anochecer a su hospedaje, siguiendo luego hacia cualquiera de los cuatro vientos, pero los otros, que eran los más, quedaban extramuros, muchos temblando de fiebre, arropados unos con otros, aguardando estremecidos a que mi hermana se mostrara, para tocar su ropa siquiera fuera por un instante, oír su voz, tentar, asir el firme filo de sus manos que harían hablar a los mudos, conocer a los ciegos y alzarse a los tullidos.
Cierto día muy de mañana recibimos una visita inesperada. Pronto corrió la voz y unas con risas, otras con lágrimas, supimos que sumisa y dolorida como hija pródiga, había vuelto aquella motilona compañera mía del viaje a casa de mi padre. Venía desconocida y rota como recién salida de necias aventuras, abandonada según supe después, de aquel fraile procaz que nos la arrebatara. La portera apenas la reconoció, ni la vieja priora, ni mi hermana la recién elegida, ni yo misma, tal era su apariencia desatendida y tosca. Nunca se vio tal desventura. Todo fue humillarse, llorar, caer de bruces ante la santa suplicando se la volviera a admitir de nuevo. Era cosa digna de ver el humor y la extrañeza de las otras, no sabiendo qué graves faltas rogaba se le perdonasen, qué nueva absolución venía a demandar de nuestro confesor y padre.
Yo nada había dicho. Sólo muy a la ligera y como de pasada que allá quedaba en casa de sus padres, mas las hermanas, sin saber por qué, parece que adivinaban sus necios avatares y una vez conocidos, gozaran recordándolos. Le llamaban la nueva Magdalena, huida al desierto para lavar sus pecados, para gozar a solas contemplando a su Amado. «¡Qué dulces ratos —le decían alzando la voz a sus espaldas—, qué alegres sobresaltos entre riscos y breñas! ¡Qué recias noches, tan vecina al cielo, desnuda de carne mortal, durmiendo en las moradas celestiales!».
Mi amiga motilona no sabía si reír o lamentarse, tan avieso era el tono de las otras, tan de burla sus gestos, tan llenos de caridad en apariencia. Se la volvió a admitir encomendándole los trabajos peores: barrer lo que ninguna barría, vaciar lo que ninguna vaciaba, aligerar, lavar las bacinillas que dan alivio a las enfermas. Todo lo aceptó sin queja alguna, sin ninguna protesta, ni siquiera cuando las compañeras, teniéndola cerca de sí, con un golpe imprevisto, derribaban por tierra el caldero del agua, volvían a pisar los recién fregados suelos o cruzando a su lado disimuladamente, dejaban caer polvo y terrones sobre la ropa puesta a secar en los árboles de la huerta.
Cada una de aquellas pruebas era para ella batalla silenciosa que ganaba humillándose más, hundiendo entre los hombros la cabeza, fregando, sacando lustre a pomos y candelabros, ajena a las palabras, como reconfortada por tanto sacrificio.
Cierto día compadecida de tan ruda y continua penitencia le pregunté si extramuros no viviría mejor, olvidando sus malos pasos anteriores. De todas formas no todo el mundo era como su amigo el fraile; aún debía quedar gente piadosa con la que unirse y servir al Señor sin tener que sufrir castigos tales. A fin de cuentas aún no tenía cumplidos sus votos mayores y por tanto era dueña de marcharse.
Mi buena motilona hizo un alto en el camino a la cocina antes de contestarme. Descargó el haz de leña que llevaba y alzando apenas los ojos, murmuró:
—Por mal que aquí me traten, no volvería otra vez a ese mundo de fuera aunque tuviera que juntar al día cien cargas como ésta. Mejor oficio pobre que vida ruin. En todas partes nace gente vil pero en mis días no encontré ninguna peor que aquel fraile que vuestra caridad conoce.
—Sin embargo, en aquella ocasión no se lo parecía.
—Es verdad, como necia que soy, pero incluso los necios escarmientan. Miseria por miseria, según viene la edad y la experiencia, cada cual sabe en donde su zapato le aprieta. En cuanto al fraile que dice, espero que el Señor no le haya perdonado y a estas horas se pudra en los infiernos.
—Eso, hermana, es faltar a la caridad.
—¿Caridad, dice? —se volvió de nuevo, esta vez más airada—. ¿Es caridad reunir en torno un rebaño de mujeres lo mismo que el Turco? Tal caridad hizo conmigo después de que dejé esta casa por seguirle, un lugar donde al menos hay cama limpia y comida caliente y hasta un hueco para mí en un rincón del cementerio.
—Pues ¿qué? ¿Con él no tenía todo eso?
—Compartido con otras muchas, como digo. Ésa fue la razón que colmó mi vaso que, aunque simple y pobre, también tiene su medida. No fueron sus palabras que nunca entendí, ni me importaron, sino aquello de juntarme con otras como puta en serrallo.
Quedó en silencio, suspirando, como pensando en sí por un instante, antes de que la carga grande y desbaratada, le hiciera desaparecer bajo sus brotes de abedul, entre un bosque de carrascos que le arañaban el rostro sembrando de hojas su estameña.
De pronto pareció olvidar sus trabajos, el fraile, la casa y las crueles compañeras y en tono tranquilo, con una voz que venía de tantos días perdidos, de tantos malos tratos y miserias, me fue contando cómo su vida se fue tornando purgatorio con el fraile, que acabó abandonándola, cambiándola, por el calor de otras más jóvenes. En voz queda, sin fuego ni pasión, sin punta de rencor ni asomo de tristeza, me fue contando aquel día y en siguientes ocasiones, cómo tras mucho peregrinar de día y holgar de noche, mendigando comida y acomodo en conventos y casas seglares, fueron a dar a una ciudad donde su compañero tenía buen alijo de amigos viejos, medio exclaustrados unos y otros, alzados, huidos de sus comunidades, campando por sus fueros.
Unos y otros llevaban en el mundo una vida templada en apariencia, sometiendo el cuerpo a duras disciplinas, a todo género de mortificaciones, predicando ayunos y oraciones para luego a solas, reunidos en gavilla como bandada de cuervos lujuriosos, sacar a la luz su verdadera condición ante discípulos que día a día se les iban juntando.
Todos unidos, clérigos y seglares, las más de las veces en lugar sagrado, sin distinción de sexo, edad o linaje, usaban de su cuerpo, hasta que entre desmayos y figuraciones, les venía un recio dolor, un derretirse en toda clase de amores y pasiones que les hacía caer exánimes, bañados en sudor, maltrechos de placer como demonios satisfechos, como lascivos animales.
Noche tras noche, entre homenajes de mujeres que se les juntaban y sermones que apenas entendía, entre juegos y secretas ceremonias, la vanidad de su amigo creció, llegó a ser tan notoria que se habló de enviar un memorial al pontífice para que autorizara aquellas ceremonias. Tal era su firmeza, tanto su orgullo que se comparaba a los santos mayores. Pero antes de que enviaran tal petición ya el Santo Tribunal se les adelantaba, indagando, poniendo a buen recaudo sobre todo a los clérigos que bien pronto delataron a sus alumnos mejores.
Y fue el Señor sin duda el que mira por el bien de los que no quiere ver perdidos para siempre, quien separó a mi amiga del fraile, volviendo en contra suya sus sutiles maniobras, permitiendo que solicitase a una de aquellas mujeres que acudían a escuchar de su boca despropósitos tales.
Pronto fueron uno del otro, viviendo, pecando, abandonando a las demás que a la postre quedaron más como siervas que como compañeras. De tal modo que cuando los secuestros y procesos comenzaron, la motilona ya andaba libre en tanto nuestro fraile junto a los otros clérigos, dejados de la mano del Señor, recibía los primeros azotes del tormento; buena muestra de la divina providencia y a la par grave riesgo de quien confía en la palabra de los hombres.
Pero aún había otra razón pareja a la anterior para volver a esta su casa nunca del todo perdida ni olvidada. Y era una nueva desolación que amenazaba tras los alegres días del final de la seca. Viendo alejarse el mal y arribar las lluvias deseadas, se alzaron por doquier cánticos y oraciones, se volvieron a guardar los santos y la tierra pareció revivir en una sola y encendida acción de gracias.
Mas cuando llegó la primavera, sucedió como en otras ocasiones. Pronto se pudo ver que nadie se había cuidado de sembrar, que unidos tedio y desengaño, viendo cuán poco el cielo se cuidaba de ellas, las gentes preferían pedir a sembrar, mendigar el pan del que no se cuidaron, recordando otros años en los que nada cosecharon. Y por si fuera poco aquellos que poseían la semilla apretaban más en el precio justamente por la falta de diezmos, con lo que los caminos y ciudades se poblaron de hombres al sol, unos escasos de ánimo, otros faltos de recursos.
Aquella nueva miseria universal de ricos con simiente y tierras yermas y pobres sin grano, se hacía más patente ahora con el agua reventando en manantiales, en terrenos baldíos cubiertos de hierba inútil en vez de espigas y ganados. Era aquel un imperio de limosnas que, muy temprano, cada mañana, venía a verter sus quejas ante nuestro portal y que una vez saciadas sus necesidades, a duras penas seguía camino adelante orientando el rumbo hacia otras casas de misericordia. A veces, muy de mañana, la portera encontraba alguna criatura abandonada allí por sus hermanos o padres, algún anciano a punto de entregar su alma a Dios o impedidos de toda condición y edad cuya sola demanda era un rincón donde esperar su final definitivo.
En poco tiempo y como si de improviso los antiguos males fueran sólo preludio y anticipo de éstos, el mundo en torno volvió a ensombrecerse. Cuando más esperábamos un merecido alivio se nos tornó de nuevo hostil y hasta cruel porque según decían las hermanas viejas, las plagas del Señor siempre se repetían antes de abandonarnos definitivamente.
Sin embargo no todo era lo mismo que antes. Los caminos no aparecían desiertos ahora sino repletos de mendigos, gente de vida airada y hasta falsos profetas que arrastraban tras de sí a los más débiles.
Se les podía oír desde las celosías, hablando a grandes gritos a aquella pobre tropa. Siempre les prometían una vida feliz tras de la muerte a cambio de un acto común de confesión. Y yo me preguntaba en qué habría ofendido a Dios aquella grey de ciegos, cojos y locos, qué pecado, por leve que fuera, estaba al alcance de sus manos, qué debían a nadie sino la vida, ese cruel sucederse de sus días, sin caridad en torno, esperando sólo en su fe, cuando no en su ira. Pues otros profetas no miraban al cielo, sino a la hacienda de los ricos, a su despensa, a sus vestidos de que aún hacían gala por las fiestas. Alguno hubo que arrastró a sus fieles hasta los muros de la ciudad, quemando casas, atropellando cuanto de valor hallaron a su paso, asaltando graneros y colmados hasta que gente de armas venida de la corte, consiguió expulsarlos no sin antes ahorcar a sus cabezas principales.
El camino real también permanecía. Por él cruzaban, dejando atrás nubes de polvo, viajeros solitarios, cortejos que al caer la tarde dejaban resbalar sobre los campos sombras enormes como grandes pájaros.
Camino de la corte pasaban los correos reales, deteniéndose apenas en la villa, atentos al jinete y caballo que al punto deberían relevarlos. Apenas desaparecían bajo el gran arco de la puerta, cubiertos de lodo y cansancio, y ya a poco surgía el compañero, valiente sobre los estribos y la silla, recién alzado de la mesa o el sueño, cortando el aire de la tarde con su ademán apresurado, defendiendo el sombrero con la diestra. ¿Qué noticias traerían para el rey? ¿Qué le dirían de estas tierras muertas?
Allá se alejaban cabalgando, empujados por la brisa de la noche, por los rayos de un sol a punto de ocultarse, en pos de otros caminos y otros muros no de adobes ni piedra sino de plata y oro, de tantas casas nobles.
Pero aquellos correos que en sus pliegos sellados llevaban a nuestro rey noticias de sus pueblos también tenían oídos con que oír, ojos para atisbar, lengua con que comunicar a los amigos lo que más acá o más allá de la corte sucedía. Así supimos que aquellos lances de los profetas falsos no eran fáciles de extinguir con la soga y la hoguera, que ahora hasta los de un modesto pasar se negaban a pagar tributo, huyendo en partidas armadas a los montes.
Cada cual según su necesidad, según se viera acosado por el hambre o los recaudadores, escogía a su mejor entender una de estas dos únicas veredas. Y aún se corrió la voz de que algunos preferían morir a manos de la tropa, que ver llegar la muerte, semana tras semana, sin que nadie fuera capaz de socorrerlos, rodeados de amigos y parientes, viviendo de limosna al arrimo de conventos como el nuestro.
Estando así las cosas recibió mi hermana carta del duque nuestro protector. Al principio temió la comunidad que con ella acabaran sus favores pero pronto, llamadas a capítulo, vinimos a saber que no sólo los mantenía sino que los mejoraba con su presencia que para pronto prometía. Después de tanto tiempo de abandono, de ser tan sólo una cuenta más en el rosario de sus devociones, la razón de acordarse de nosotras no podía ser otra que la santa cuyo nombre debía haber llegado a la corte ya, quien sabe si en la voz de algún vecino ilustre de la villa. Él así lo reconocía en unas letras mal añadidas debajo de la firma, haciéndonos saber que de buen grado besaría sus manos.
Presta y arrebatada, como la buena nueva, corrió la voz tanto extramuros como en las mustias calles de la ciudad. A lo largo de toda una semana los vivos se olvidaron de los muertos, los desvalidos de su vida ruin, unos y otros de sus pasados pleitos. El tiempo de ira o de oración se convirtió en jornadas apretadas de barrer, encalar, remendar, sacar al sol reposteros y tapices, en tanto más allá del río, sobre almenas y orillas, al igual que en anteriores ocasiones, artificieros venidos de otros pueblos preparaban sus castillos de fuegos, morteros y cohetes.
Según se avecinaba el día señalado, crecían la prisa, las órdenes de la nueva priora, el entusiasmo de sus hermanas más devotas ya y el despecho del resto, los denuestos encubiertos de la vieja. Venían a acusarla de querer ganar la voluntad de nuestro protector a costa del sacrificio de la casa, del hambre de tantos pobres puestos por Dios Nuestro Señor bajo nuestra protección, de buscar gloria y fama a costa de sus llagas.
En pocos días quedó limpio el convento, aderezada y dispuesta la capilla, prevenida la sala capitular. De la ciudad llegaban muestras diarias de sus atenciones: perdices, pavos, carneros y gallinas con que obsequiar a nuestro favorecedor, tocino, capones de leche, conejos y buen acopio de doblones. Todo ello en tiempo de tal necesidad ofendía a algunas de nosotras pero nadie ni aun fuera de la casa, murmuraba, tan pendientes nos hallábamos todas de aquella visita inesperada, desde la motilona hasta mi hermana, a la que nunca había visto tan segura de su autoridad, tan viva y azacana.
Cuando a ambos lados del río todo estuvo prevenido: arcos, cohetes, guirnaldas y vituallas, quedó despejado el camino real, vacío de jinetes y carretas. Los rebaños se mantuvieron en las cimas, con el pastor avizorando, al igual que los clérigos en sus torres y los vecinos en los tejados de sus casas. Todos según su interés o sus necesidades, esperaban la gran nube de polvo o los fuegos peregrinos si el viaje era de noche, anunciando que la gran comitiva se acercaba.
Tal espera resultó inútil a lo largo de una semana. La venida se retrasaba y aquellos protegidos de nuestra caridad que buscando más pingüe beneficio, habían cambiado nuestros muros por las orillas del camino, volvían a importunarnos con sus lamentaciones.
Mas al octavo día, las campanas de la villa amanecieron repicando, obligándonos a dar fin de mal grado a los maitines para irnos a apostar a las ventanas.
Por el camino principal ya se acercaba un cortejo a lento paso. Largo y pesado debió de resultar el viaje porque sólo a la tarde, ya vencido el día, nuevo arrebato de campanas y un rumor de cascos anunciaba la llegada de visita tan esperada. Según aparecía, la comitiva iba creciendo, estirándose como una brillante procesión de jinetes vestidos todos de colores, de uniformes marchitos por el polvo.
Tal como los gusanos en la huerta, así de perezosa se arrastraba aquella hermosa caravana, llenando el camino de brillantes armas, poblando cimas y muros de vecinos como nunca vimos. Parecía como si el mismo Rey Nuestro Señor llegara con toda su majestad, que la corte entera con sus ministros y consejeros viajara rodeándole; parecía que el campo, la ciudad y el convento estuvieran también a punto de cambiar a su paso, tal era su pompa y ceremonia.
Las campanas volteaban como en el cielo, el viento llegaba tibio y plácido, el rumor de los vítores y el rodar de los carros se alzaba sobre el rumor solemne de los cánticos. Cuando el cortejo desapareció tras los muros de la ciudad, los cerros vecinos se despoblaron súbitamente, las orillas del río vieron crecer su cauce con el paso de los que lo vadeaban y el camino real quedó chico, incapaz de recibir la gran avalancha de gentes que luchaba por acercarse a las murallas.
Aquella misma noche ardió entera la ciudad en el gran artificio de cohetes alzado en la plaza mayor. Luego fueron quemados otros muchos castillos en el río, dejando en la brisa un olor a cañas y pólvora que quitó el sueño a muchas hermanas no acostumbradas a tales espectáculos.
Tras de cada estallido, preguntaban:
—Y aquí. ¿Cuándo vendrá?
—¿Por qué se retrasa su Excelencia? Es esta casa la que ha de visitar, la que le hizo venir. ¿No somos antes que la villa?
—¿Quién sabe? Seguramente tendrá otros negocios que tratar allá. Dicen que se niegan a pagar las tasas.
—¿Y por qué viene tanta tropa con él?
—Trae la que acostumbra siempre.
—La que le corresponde.
—No, hermanas, yo nunca vi tanta gente de armas junta.
—Tampoco le vio vuestra caridad sin ellas.
—Eso es verdad. Es la primera vez que se acerca por aquí desde que estamos en la casa. De todos modos hace mal en preferir la ciudad. La santa está aquí, mal que les pese a otros, y por muchos negocios que le tienten, tarde o temprano tendrá que olvidarlos.
Tales palabras llenaban la espera y ocio del convento. El tiempo se nos iba en tales tratos y eran vanos los esfuerzos de mi hermana por apartarnos de las celosías. A las preguntas de las más jóvenes sólo sabía recomendar paciencia, prometiéndoles que a buen seguro nuestro señor acudiría y no precisamente con las manos vacías, sino dispuesto a realizar las generosas promesas de su carta.
Mas al día siguiente tampoco apareció. En vano también esperamos a lo largo de toda la mañana, en vano dejamos pasar la tarde ojo avizor, atendiendo de mal grado las labores. Ni siquiera mi hermana era capaz de mantenerse largo tiempo en la silla, sin buscar un pretexto para acercarse a la ventana, sin preguntar por la noche a nuestra motilona por las nuevas que pudieran llegar de la ciudad donde, a lo que parecía, se sucedían los honores ante el visitante. Así supimos de su llegada a la iglesia mayor, a su propio palacio donde por todo un día, recibió a cuantos se le acercaron con quejas y demandas, poniendo a prueba su devoción y caridad para otras funciones que al parecer en la ciudad, gozaban de primacía sobre nosotras.
En lo tocante a nuestra casa, tan sólo una razón le empujaba: ver, tocar, besar las manos de la santa, pedirle suerte y valor para las empresas de toda índole que el rey Nuestro Señor le encomendaba, sobre todo para aquella que más allá de la villa, parecía la principal de todas. Pues corría el rumor de que alguna provincia aún más pobre que la nuestra, esquilmada por el hambre y la alcabala, se resistía a pagar cualquier impuesto real y alzada en armas, prefería asolar sus propios campos a sembrar la tierra para pagar jinetes y soldados con los que mantener otras guerras más duras y lejanas.
Al fin, al tercer día, nuestro valedor cumplió tal como avisó en su carta. Muy temprano se nos vino a anunciar la esperada visita y otra vez fue todo confusión mientras la nueva priora vestía su mejor hábito y la iglesia lucía engalanada. En tanto la aprestaban, rogábamos porque el duque no se volviera atrás de su propósito y el Señor debió escucharnos pues ya cerca de la hora tercia, el sendero que cruzando el río, llegaba hasta nosotras, quedó sembrado de forasteros y vecinos dispuestos a presenciar el paso del cortejo.
Salió a recibir a nuestro dueño la priora rodeada de la comunidad, las unas de buen grado, obligadas las otras. La santa se adelantó a ofrecerle, tal como se suele en ocasiones tales, las llaves de la casa, pero el duque las rechazó con un vago ademán de humildad exagerada. A este lado de la cerca quedamos luego todas viendo pasar a nuestro valedor camino de la sala capitular donde fue a orar ocupando el lugar de la priora. Desde el coro espiábamos la gala y donaire de sus acompañantes, la alegría de los rostros y uniformes, la figura maciza, ya puesta en carnes del duque nuestro señor a pesar de su ropilla adornada de encajes. Sus mangas y brahones, sus flancos de terciopelo acuchillado se ceñían de mal grado al vientre prominente en tanto los mostachos apuntaban al cielo y los azules ojos abiertos de par en par, pasaban revista asombrada a las grietas del techo o al blanco manto de cal que la humedad hinchaba en las paredes. Más que señor de corte parecía capitán de tropa, tales eran sus gestos y señas, tal su modo de moverse, arrodillarse, de alzarse entre los que le rodeaban. Más parecía señor de batallas que de paz, olvidado del altar y el coro, pendiente de campañas venideras. Así le vimos suspirar contento cuando, una vez concluida la acción de gracias, dejando a un lado séquito y alguaciles, le dimos paso hasta nuestra sala particular donde se había previsto un refrigerio. Allí mi hermana, en nombre de la comunidad le dio las gracias por hallarse en su presencia.
El duque la miró despacio, seguramente buscando sus manos escondidas en las vueltas del hábito.
—El caso es —murmuró—, que también yo deseaba hace tiempo esta visita; sobre todo desde que llegó a mis oídos el rumor de los prodigios que en la casa suceden. ¿Saben que se habla de ellos en la misma corte?
—¿En la corte? —un murmullo estalló a lo lejos—. Aquí llegan pocas noticias de fuera.
Nuestro valedor sonrió por un instante y apurando el vaso de malvasía que nuestra motilona, temblorosa, de cuando en cuando le llenaba, añadió a su vez:
—Pues así es y repito que por mi gusto ya me habría acercado pero aquellos que nos debemos a Su Majestad no siempre somos dueños de nuestras decisiones. Nuestro tiempo se lo debemos por entero, sobre todo en tiempos de guerra.
Esta vez nos miramos unas a otras medrosas. En la penumbra, más allá de los muros desconchados ya creíamos escuchar el paso de la tropa, el rumor de los saqueos en los que ni los conventos se salvaban, tantas calamidades sufridas por muchas de nuestras casas. Era verdad que tales avatares sucedían siempre contra turcos o herejes pero los gajes de tal condición corren veloces como las malas nuevas. Mas ya nuestro padre y valedor calmaba estos temores. El enemigo no le espantaba el sueño. Se trataba tan sólo de un puñado de míseros labriegos que se negaban a pagar las cargas de la Hacienda.
—Son años duros —murmuraba mi hermana.
Y aún podría añadir yo —bien que lo recordaba—, las razones del hortelano aquel que nos llevó en su carro a mí y a la motilona, camino de la aldea de mi padre.
«El que labra —decía—, tiene que sustentarse a sí mismo y al señor de la heredad y al señor de la renta y al que recauda el diezmo, porque prelados, grandes y señores, los que recogen el pan en grano que los demás sembramos, no pagan cosa alguna; sólo reciben lo que los otros trabajamos. No pagan las alcabalas porque las cargan sobre nuestras espaldas».
Aunque mujer y sin estudios, sin saber otra cosa que aquello que la vida enseña, bien presente tenía ahora aquellas palabras escuchando en silencio las razones del duque.
—Para la hacienda real no hay años buenos ni malos —replicaba—, sino vasallos dispuestos a cumplir con ella o a escatimarnos su ayuda en las cargas del Estado, en las guerras que su Majestad mantiene por la Fe en todo el orbe de la tierra. La salvación de la Cristiandad bien merece se le dediquen esas cargas pequeñas.
—No tan pequeñas, excelencia.
—Diría mejor livianas pues poco son comparadas con otros capitales que de más lejos llegan. Pero, pobres o no, han de ser recabadas pues no es justo que unos pueblos ayuden y otros se nieguen por más fuerza que hagan y más cortes que junten.
—Pero éstos siempre pagaron en los años buenos.
—Ya digo que eso no ha de excusarles —replicó nuestro valedor esta vez impaciente—. Pienso salir mañana mismo a encontrarme con ellos.
¿Qué pensaría mi hermana, ahora asintiendo en silencio, como todas? ¿Se acordaría de sus padres desheredados? Sólo callaba, escuchaba al duque, su voz monótona explicando cómo hubiera preferido rendir una plaza o luchar en el mar antes que servir a su señor en empresas tales.
—Tanto honra servirle en las humildes como en las altas o especiales. Excelencia, esta es vuestra casa. Disponed de ella y de su comunidad como siempre.
—Ésa es otra de las razones que me traen hasta aquí —respondió el duque, ufano, desviando por un instante la mirada de la santa para abarcar la sala toda—. En atención a los prodigios que hasta mí han llegado, es mi intención legarla con sus heredades a la comunidad, librándola a perpetuidad de toda clase de gabelas y cargas.
Un rumor sorprendido volvió a extenderse en la penumbra. Nuestro capellán, en silencio hasta entonces, se abalanzó a los pies del duque, pero éste retiró las manos atajando con un gesto su repentina devoción.
—Excusad las gracias. Poca cosa es donar cuatro paredes cuando en ellas han sucedido acontecimientos tales. Fuera yo mal cristiano si no renunciara en beneficio de estas santas mujeres a aquellos privilegios que, venidos de la mano de quien todo lo da, no hacen sino volver a ella por camino diferente.
Maravilladas quedamos todas ante tal declaración. Nunca pensamos que un hombre tal, tan caballero, curtido en las miserias de la corte fuera capaz de expresarse en términos tan generosos, pero aún su recia voz nos deparaba sorpresas mayores.
—Yo también en mi juventud tuve intención de abandonar el mundo tal como dicen los libros santos, y dedicar mis días a la oración en soledad.
Al amparo de aquella suave luz, pugnaba yo por representármelo con el tosco sayal del ermitaño, viviendo de la caridad, durmiendo entre las rocas, bebiendo agua de nieve en el cuenco carnoso de su mano. Su figura demasiado redonda, demasiado grande, demasiado imponente en nuestro círculo de mantos y tocas, no se avenía bien con tales intenciones, con las miradas que debía descubrir en torno, en el silencio que respondía a sus palabras. Como si hiciera a nuestro capellán intérprete de nuestras dudas y sorpresa repitió volviéndose hacia él:
—Así es. Una hermosa vocación que mi hija ha heredado. Ello y la fama de esta casa le han decidido a profesar.
—¿Piensa hacer votos?
—Tal es su intención por ahora.
—¿Y dónde piensa ingresar, excelencia? —preguntó el capellán—. ¿En algún convento de la corte?
—No por cierto. Quiere ser monja en esta casa.
—¿Por qué en esta, precisamente?
—¿Y dónde mejor, si se para a pensar? Por una vez, me parece muy juiciosa su decisión.
—No seré yo quien afirme nada en contra; tan sólo expresaba mi sorpresa.
—¿Y por qué esa sorpresa?
El capellán había quedado en silencio, mudo, incapaz de responder al duque. Fue mi hermana la que en nombre de todas, tomó por él la palabra, murmurando:
—Nos sorprende y nos honra a un tiempo. Nos sorprende porque la juzgamos demasiado pobre para tan alto huésped. Nos honra porque tal linaje nunca ha buscado amparo entre nosotras.
Y en tanto hablaba rompió marcha la santa alumbrando ante los ojos del duque los techos donde el cañizo asomaba su trama carcomida, el yeso roto, las grietas por donde el hielo se convertía en lluvia apenas la primavera se iniciaba. Todo se lo ponía ante los ojos como muestran los cirujanos las diversas partes de un cuerpo herido, las llagas de un enfermo, las entrañas de un animal después de la matanza.
Según la luz del candelabro iba entrando en todas y cada una de las distintas partes de aquel gran esqueleto castigado por tantos años de calor y heladas, iba nuestro señor torciendo el gesto, volviéndose más grave, acariciando con su diestra su cinturón de cuero como ante un duro y solemne contratiempo, como dispuesto a entablar batalla, no con torpes labriegos alzados contra el rey, sino contra el huracán, el granizo y las tormentas. Su cólera creció aún más cuando tuvo noticia del informe del Provincial que tanto temíamos.
—¿Y quién es él para decidir si el convento debe cerrarse o no? Yo proveeré lo que sea necesario, y si es preciso he de escribir a su Majestad de mi mano. Duerman en paz, que esta casa no ha de cerrarse mientras viva.
Hubo un nuevo rumor en torno, mezcla esta vez de llanto y bendiciones. Las hermanas presentes daban gracias a Dios en tanto el capellán y la priora, sin saber qué decir, se miraban en silencio como quien ve cumplidos sus deseos. Al fin la santa fue a arrodillarse como todas, pero el duque no se lo consintió.
—Soy yo quien debe hacerlo. Dejad que, a cambio de tan pobre merced, muestre mi devoción besando vuestras manos.
Sentí mi corazón hundirse en lo más hondo de mi pecho, cerré los ojos para no ver el gesto de mi hermana asintiendo, para no oír el susurro de su manto. En un silencio de momentos vacíos en donde los suspiros restallaban como truenos nacidos de los destellos de la lámpara, escuché cómo aquellas dos manos fariseas volvían a la luz entre los pliegues ordenados del hábito, cómo el resuello se mantenía en suspenso más allá de los rostros enlutados.
Venía de fuera el vago alzarse de palabras y gritos, con que llenaban tiempo y pasión peregrinos, mujeres y soldados. Sus voces llegaban de otro mundo ajeno, cordial, vivo, no estremecido y solemne como el nuestro. Fue entonces cuando escuché por vez primera aquella voz cantando el romance de la nueva santa, una historia con sus sucesos principales que desde entonces habría de perseguirme en la noche, que llegué a aprender en todas sus palabras, llenas de devoción, cargadas de famosas invenciones. Fue entonces cuando oyendo su nombre más allá de las parras, de los patios y rejas, algo vino a decirme dentro de mí que la santa de mí se separaba, que su vuelo era otro, alto, pausado, atento, menos simple que el mío.
Así atentas, pausadas, lentas, sus manos de nuevo aparecían. Poco a poco, afiladas como de gavilán, más viejas y más sabias, a ratos transparentes y a trechos macilentas, surcadas por aquellas venas tantas veces besadas por mis labios en su tibia maraña cenicienta. Aquellas manos dulces en el amor, hirientes, torvas cuando ese amor llegaba en las horas oscuras de la noche, sabias cuando tendidas, muertas, soberbias, reconocidas al primer tacto, frías eternamente, solemnes, doloridas. Ahora volvían a nacer bajo el cerco de velos agitados, que apenas celaban la ansiedad, cierta angustia curiosa y vacilante.
Allí volvieron como en la última ocasión ante la vieja priora, allí se mostraban tersas, brillantes, pulidas con sus huellas gemelas, trabajadas por el polvo y los cristales. Allí estaban dispuestas a sangrar de nuevo si era preciso, a impartir bendiciones, a dividir en dos la comunidad, a la vez ofendida y sometida pero dichosa al fin ante los buenos tiempos que aquella ceremonia prometía.
El duque, por su parte, rodilla en tierra, aguantando el sombrero con la diestra, alzaba con la siniestra mano aquella carne muerta hasta sus labios, creyendo quizás librar la esencia de un hecho extraordinario, besar las llagas del Señor, beber su propia sangre milagrosa. Tal era su devoción, su fe, su éxtasis profundo como de niño que besa la punta de los dedos de la madre, tanto su gozo, su placer, su orgullo cuando, tras levantarse, parecía hacer suyas las heridas, la casa toda a la que habría de ceder para siempre aquella hija en sazón, futura hermana nuestra.
Una vez de vuelta, con el séquito que aguardaba ante el portal, se repitieron las ceremonias de la llegada, esta vez para rendirle gracias por su visita. También se repitieron las promesas anteriores y a poco, su cortejo se perdía en el polvo, dejando tras de sí un convento conmovido, en lágrimas. Cuando subió al coche pareció resucitar en su adusto ademán, en su ceño, grave y pesado, acostumbrado a más altas empresas, a más altos empeños.
Atrás quedábamos nosotras espiando, acechando a través de tapices y celosías, esperando nuestra modesta gloria, un tiempo cierto, de fe y bendiciones que adivinábamos en la mirada de la antigua priora, en el gesto de mi hermana, en su nuevo porte, alejándose del cuarto, colmada de ventura y parabienes.
¿Dónde quedaba ahora su amor por mí? ¿Dónde aquellos silencios solaz de los sentidos, aquella ausencia en que nuestra melancolía nos llamaba y guiaba por claustros y pasillos hasta fundirnos en lo más hondo del cuerpo y alma como hermano y hermana con aquella pasión de nuestras cautas horas? Aquella llama grande que parece que abrasa y aniquila no volvería más; nuestra común riqueza que nos daba calor y vida, bien se veía que estaba a punto de morir, tan apagada aparecía, borrada por su gloria, herida por su nueva jerarquía. ¿Quién sería capaz de acercarse a ella ahora, posar las huellas en sus huellas, morir con ella cada noche, mecida por su oscura voz, velada por sus sueños? Miserable de mí, polvo de nada, más infeliz que todas, abandonada, sola, sin otro amparo que su recuerdo y mi aflicción, recogidos por mí en el corazón, en el antiguo desván de mi memoria.
Fue aquella misma noche o poco tiempo después, cuando nuestro enemigo vino a visitarme. No era su aspecto abominable como siempre, desde muy niña, me dijeron, no vi llamas en torno, naciendo de su cuerpo, ni sentí olor a azufre, ni otra cosa que me lo revelara sino sus ojos que sin saber por qué me recordaban a mi hermana y su boca afilada como tallada de un solo tajo. No había nada torvo en él y sin embargo mi mano temblaba en busca de mi cruz. Él me dijo que no me esforzara, que peligro no corría y era su voz amable y sonora como de padre que habla a un hijo rebelde para aconsejarle. Él me recomendó que no me esforzara, y con voz y ademanes de caballero se interesó mucho por la salud del convento y por la mía en particular, como si no quisiera entrar en materia principal sin contar con mi venia.
Yo apenas contestaba. Cuando movía los labios, unas palabras atropellaban a las otras y borradas al punto, sólo pensaba en el momento en que aquellos dos ojos sobre la boca cruel callada ahora, abandonaran la penumbra, dando forma a su rostro para acercarlo al mío.
Y vino a suceder, como temía, que a poco, adivinando que las fuerzas me faltaban, se llegó muy lentamente haciendo temblar la madera a su paso. Un viento de terror y a la vez de pasión se desató de pronto en mi cabeza como en tiempos atrás camino de la celda de mi hermana. Pensé ahogarme; quise gritar pero su mano helada me selló los labios a punto de hacerme perder el sentido, rendida de dolor, de una aguda punzada que a la vez que me hería me halagaba. Aquel dulce puñal hundido en mi costado acabó con mi razón. Era tal aquel nuevo dolor, mezcla de amor y goce, que finalmente la angustia estalló en mi pecho, rompiendo las cuerdas de mi voz en un lamento que retumbó más allá del silencio del claustro.
Cuando de nuevo abrí los ojos, la penumbra aparecía negra y vacía como antes, pero animada de ecos y voces que desde fuera se venían acercando. Las unas preguntaban si el lamento había salido de alguna de las celdas; otras pedían luces, las más lo achacaban a un mal sueño, como queriendo volver al suyo interrumpido, como teniendo miedo al propio miedo.
Finalmente la puerta se entreabrió. Al resplandor que una mano extendía, el umbral se pobló de susurros y preguntas discretas. Y entre todas, otra vez acechando, creí de nuevo distinguir a mi enemigo. Luché por prevenir a mis hermanas pero no me escuchaban, intenté levantarme mas según me apoyaba en el jergón, mis piernas se doblaban bañadas de sudor, extenuadas.
Gritaba, me parecía sentir en torno una grande y ardiente claridad, un profundo deseo de ir al encuentro de aquella sombra amiga. Aquella llama, aquel fuego a un tiempo deseado y enemigo, borraba mis palabras, mis quejas, mis dolores, aquella angustia de morir, aquel atormentarme. Le sentía tan cerca que podía distinguir sus ojos. No eran hoscos, enfermos o crueles, sino por el contrario húmedos, serios, tristes, como mirando más allá de la muerte, quien sabe si su propio infierno o la gloria perdida en el principio de los tiempos.
Ahora, de pronto se calmaban los dolores, el miedo a morir, la angustia del alma, la náusea de la carne. Ahora una paz donde nada existía, hasta donde nada llegaba salvo la claridad y esa tristeza dulce y suave, me rodeaba, penetraba en mí, limpiaba mi sudor, parecía resucitar mi cuerpo tan maltratado antes.
Nunca como en aquella ocasión sentí volver de nuevo a la triste soledad de la celda, nunca la temí tanto a pesar del afecto de mis demás hermanas que, como tierra abonada, me regaban con el agua bendita traída de la iglesia.
Ahora sobre mi cuerpo, el remedio se mezclaba a mi sudor, a la espuma que, poco a poco, según entendía, mi enemigo había hecho brotar por los rincones de mi boca.
«Ya vuelve en sí», clamaban. «Ya se fue el tentador», y según me lavaban y servían yo alcanzaba a distinguir a la antigua priora empeñada en alejar a las demás, metiendo prisa por acabar más presto.
Una vez limpia y con la ropa en orden, quedamos las dos a solas. Fue cerrarse la puerta y comenzar a consolarme, reprochándome mis gritos y mis llantos, queriendo conocer la razón de tan grave lance. Y mirando a sus ojos descubrí de pronto ser los mismos que antes pensé ahuyentados. Allí estaban de nuevo, gastados, vacíos, no vivos como antes, heridos no de angustia sino de gran desánimo. Miraban más allá de mis hombros la pared, el crucifijo, los secretos rincones de la celda.
—Jesús sea con vuestra caridad —comenzó por fin—. ¿De qué se lamentaba antes?
Ante trato tan frío y ceremonioso no supe que responder.
—No hay nadie aquí —insistió—. Nadie puede causarle ningún daño. Vamos, serénese y responda.
Pero mi alma, aunque muda, velaba. Mucho más teniéndola ante mí tan altiva y lejana como si nada hubiera sucedido, como si aquel secreto entre mi hermana y yo fuera cosa de poco, traída a colación ahora tan sólo por llenar mi silencio hasta el definitivo sueño.
—¿Qué vio vuestra merced? —tornó a preguntar—. ¿Qué le tiene tan inquieta esta noche?
No pude sino negar con la cabeza, fingiendo un sueño que no sentía, palpándome la frente, el costado, las sienes, todas aquellas partes de mi cuerpo doloridas.
—¿No vino nadie entonces? ¿Ni soñó? ¿Ni tuvo apariciones? Entonces, ¿cómo fue? ¿Qué acaeció?
—Nada que pueda recordar ahora.
Me miró desconfiada todavía, murmurando para sí no sé con qué intención:
—Habrá sido el espíritu de Dios que se aleja sin dejar señal de su paso. —Luego ya cerca de la puerta, añadió—: Vamos, levante ese ánimo; recuerde que el Señor sólo aprieta hasta donde sus criaturas pueden sufrir. Por algo afirman que su causa es la causa de los débiles. Yo espero que al final la verdad acabará por revelarse y o mucho me equivoco o las marañas que el demonio ha tendido en esta casa, han de quedar deshechas, dando paso a la luz y la obediencia.
—Así será —repuse.
—Yo así lo creo. Tiempo vendrá en que los justos recojan el fruto de sus humillaciones. En tanto procure dormir. La priora le dispensará de los maitines.
Pero el sueño no vendría aquella noche, no volvería mientras cerrara mi corazón a la razón, mi boca a la verdad, al camino de mi salvación por el buen nombre y el interés de la santa. Quizás la antigua priora no fuera mi enemiga como yo pensaba, puede que a fin de cuentas, sólo quisiera lo mejor para mí, a cambio de mi confesión, de unas pocas palabras. Quizás viniera a ser mi nuevo valedor, mi compañera en aquella nueva soledad, en aquel tiempo de inquietud tan amargo.
Ahora su voz era la voz de mi padre que en gloria estaba, de mi madre que acá abajo sufría, la voz de mi conciencia que a la vez me llamaba y reprendía. Viéndola así, sintiendo de ese modo, pensé de pronto no poder sufrir más aquel postrer trance.
—Hermana —la llamé—, vuelva acá.
—¿Qué le sucede ahora?
De nuevo junto al embozo del camastro me tomó de las manos como en tiempos la santa.
—No me deje sola antes de que amanezca.
—¿Quiere que llame a la priora?
—Llame mejor a nuestro confesor.
—¿A estas horas?
—No quisiera morirme esta noche.
—¿Quién habla de morir ahora que vienen para esta casa tiempos mejores? Descanse, cierre los ojos y procure dormir. El sueño dicen que espanta los recuerdos graves.
Pero yo no cejaba. La tomé del manto y como quien no quiere perder su salvación, le supliqué de nuevo no me dejara a solas. Ella viendo mis lágrimas, debió entender por vez primera lo grave del negocio, cómo yo estaba dispuesta a confesar aquello que tanto deseaba. Debió entender con su buen juicio, que a pesar de los años no le faltaba, por donde iban los tiros de mi alma, hacia qué persona apuntaba aquella comezón, el deseo de aliviar mi conciencia quedando de algún modo redimida y a salvo.
Iba a explicarle que deseaba hablar de la nueva priora y ya mi hermana surgía en el umbral como llamada por mi pensamiento, como arrastrada por mi llanto. Mal vestida, calzada a medias, en un instante pareció hacerse cargo de mis dudas, del interés de su enemiga, de mi momento de debilidad con ella. Con su sola mirada selló mis labios, con un solo ademán hizo que su predecesora se apartara con gesto suave y dócil aunque no de buen grado.
De nuevo las dos a solas, intentaba otra vez solicitarme con palabras de miel, con su voz que recordaba viejos lances de amor, noches sinceras, castigos compartidos, duros y amargos lazos. Debía pensar que el tiempo sólo contaba para ella, pero sus llagas no sólo habían cambiado aquellas manos suaves, sino su cuerpo todo desde los pies a su semblante, su mirada ya no hermana de la mía, su misma voz mucho más dura ahora, no vencida en el trance del dolor, en las horas en que el amor nos fatigaba.
Debía de pensar que para mí, a la postre, el tiempo no contaba, que estaría dispuesta a obedecer, a responder como siempre en cuerpo y alma a la antigua prisión de sus brazos amigos.
—¡Por Dios santo! Déjeme —le dije, y como se extrañara de aquel trato, añadí entre lágrimas—: ¿Qué quiere más de mí? ¿Qué puedo darle que no le diera ya en su día, en abundancia? Sepa que quiero marchar para siempre de aquí.
Apartó de mí sus brazos y me miró sorprendida.
—¿A dónde quiere ir?
—A otra casa —respondí vivamente—, al mundo. Donde pueda olvidar mis pecados.
De nuevo quedó pensativa, mirando el suelo ante mis pies, como juzgándome. Luego murmuró más para sí que para mis oídos con voz pausada y monótona:
—A veces los pecados son el medio de que el Señor se sirve para santificar el alma. ¿Qué pecado es el nuestro? ¿No es nuestro cuerpo espejo, asiento y reino de Dios? ¿Qué hay de malo en imitarle, señalando en él las huellas con que le hirieron en el Monte Calvario? Si queremos que él vuelva y bendiga esta casa, es preciso tenerla sosegada y tranquila, vacía de temores. Sufrir y esperar; ir a su encuentro con los ojos cerrados porque sólo la fe nos salva por encima de nuestras buenas o malas acciones.
No la reconocía en aquellas palabras nuevas, en tan nuevos conceptos y tales vaguedades. No comprendía que me hablara a mí, simple oveja del rebaño de Cristo con aquellas palabras que más parecían encubrir nuevos engaños que honradas intenciones. Según hablaba, según oía su discurso, en lugar de sentirla cercana, me parecía que se alejaba al compás de sus juicios y razones.
—Los pecados, como vuestra caridad los llama, ¿qué son sino pruebas para hacernos sentir nuestra bajeza? En el pecado se templa el alma si nos ponemos en manos del Señor. Nada somos sino semillas miserables lanzadas al azar por él, las unas aventadas sobre campo yermo, las otras sobre campo abonado para multiplicar su gloria.
—Pero es pecado mentir como lo hicimos. Engañar a la comunidad.
—¿Engañar? —me miró con lástima—. ¿Quiénes somos nosotras para juzgarnos, para afirmar lo que es falso o verdadero? Sólo aquel en cuyas manos estamos, puede decir si mentimos o no, sólo él puede medir la gravedad de nuestros pasos.
A medida que la conversación se prolongaba, un viento de ira se levantaba en mí. No sólo pretendía enmarañarme con sus falsas palabras, sino que me afrentaba tomándome por necia.
—¡Ah, no! —le dije—. Esas razones serán buenas para otras pero no para mí que rasgué la piel de esas dos manos, que fui por tantas noches su amiga y compañera. ¿No me recuerda ya? ¿Tan pronto se borró de su memoria tanto arrobo y deleite, tanto dulce desmayo, tantos tratos tan suaves? No necesita vanas palabras para despedirme si es tal su voluntad, dígamelo recto, llano y derecho que yo jamás volveré a importunarla. No le hablaré, ni volveré a mirarla, pero déjeme ir donde no tenga que cerrar los ojos en el coro para velar mi miedo y mi vergüenza. No volverá a saber de mí y tenga a buen seguro que nunca nadie sabrá nada por mi boca porque jamás seré capaz de denunciarla.
Y ahora sí que sus lágrimas corrían, ahora sí se mezclaban con las mías, a solas abrazadas. Una vez más y a mi pesar, nuestro amor volvía a renacer sobre sus tibias cenizas mortecinas.