Capítulo VI

Marchamos hacia la ciudad en donde el tribunal debía examinarnos. La salida fue más que a puro arrebato, a tempestad cumplida de carreras y gritos. Las mujeres querían estorbar el paso; los hombres, por más fuertes, arrebatar a mi hermana del interior del coche, los tullidos se lamentaban y la gente de la ciudad de santiguaba en silencio murmurando oraciones. Nuestros celadores luchaban por mantener despejado el camino, pero la multitud, en ocasiones, amenazaba encerrarnos, haciéndonos volver atrás, buscar refugio en los muros que dejábamos. De la villa frontera, de otros muchos concejos y lugares se juntó tal multitud que, tomando la llanura por suya, parecía aquello un nuevo juicio de Dios antes que devota despedida.

Y sucedió que apareciendo el sol tan rojo como en aquella estación solía, alguien dio en murmurar que sangraba como las llagas de la santa, viendo a ésta de tal modo atropellada. Un llanto universal comenzó a alzarse entre sus devotos tornándose a poco en coro de enojos, a un lado y otro de las rejas. Allá en la casa, tras de las celosías, se adivinaba la congoja de las demás hermanas frente a la muda alegría de las otras, preludio de la guerra que a espaldas nuestras quedaba a punto de romper apenas nuestro coche se alejara.

Nunca hubiéramos conseguido seguir adelante a no ser por los alguaciles y una punta de tropa que haciendo una salida, espantó a los más débiles, manteniendo a raya a los más firmes dejándoles por asustados o maltrechos. Mas no fue así, tal como presumían, porque la multitud vuelta a juntar tras de la carga, nos seguía y alababa, pugnando por tocar siquiera las ruedas del coche, cuando no las maderas de la caja. La santa se asomaba de cuando en cuando, a despecho de sus celadores y era de ver cómo de nuevo la multitud se apretaba y crecía, obligándonos a acomodar el paso al lento caminar de los más ancianos.

Yo, frontera a mi hermana, mirando más allá de las cortinas, me asustaba viendo cómo a la mentira se añadía el escándalo, preguntándome si su espíritu pertenecía todavía a su carne mortal o arrebatado por la enfermedad, caminaba por la senda de la eterna locura. Quizás su orgullo vivía ahora sus días más felices, entre aquellos que a nuestro paso la aclamaban colmándola de halagos, encomendándole sus hijos, sus males y sus vidas, olvidados del todo nuestros días primeros en la casa. Tal vez su gloria estaba allí por un día, unas horas, en el rumor que de fuera llegaba, en el tumulto de las voces, en aquel mar de gloria alborotada, a solas, olvidada de mí, de aquellos padres de los que ni siquiera llegó a despedirse, de la vieja priora, de nuestra huéspeda que apenas se dejó ver en aquellas jornadas, de la casa toda donde quizás ninguna de las dos volviéramos.

Ahora el mar no nos sigue, nos precede. Desde la villa próxima, lejana en una legua, todavía viene una nueva tempestad que presto se une a la que nos envuelve. Aún antes de alcanzar a distinguir otra cosa que su campanario, se diría que el lugar se vacía y a paso lento, con cruces y pendones, viene a unirse a nosotras. Al fin unos y otros se confunden. Parecen los mismos pero éstos llegan menos cansados, más enteros y firmes. De tal modo nuestra fama crece hasta donde ni mi misma hermana llegó a pensar. Así este viaje más que asustarla le hace crecerse, la afirma y asegura. Aun como ciegas, sin ver otra cosa que lo que las cortinas nos permiten, bien se aprecia que el mar que nos envuelve crece y arrecia, se hace más sordo según vamos cruzando la calle principal, según retumban en ella los cascos de las mulas y las voces.

A ratos miro, más allá del velo, al celador que nos acompaña. Él también a su vez desvía los ojos hacia el vuelo de tafetán que nos defiende del sol y el polvo. Su gesto adusto se torna preocupado. Su ademán parece que quisiera avivar el paso de los animales.

A cada aldea que cruzamos, según las ansias y las voces aumentan, debe temer que intenten detener el tiro, tomar al asalto el carruaje, arrebatarnos a las dos, para llevarnos no sé si al cadalso o a los altares. Así vamos sin detenernos a comer o a matar la sed, sin un alto en el que satisfacer las comunes necesidades corporales. Vamos sedientas, al menos yo, entre curiosa y asustada, sin recibir noticia alguna del país que cruzamos, ni de la suerte que allá, al final de tan atropellado viaje, nos espera. Viajamos en volandas, llevadas sin tocar el suelo por una fe capaz de arrasar villas y montes, seguirnos largo rato de rodillas, besar las huellas que los cascos dejan y luchar por alcanzar los estribos del coche a riesgo de morir aplastados por las ruedas.

Cada vez que las oraciones se alzan en torno, que algún coro en agraz trata de hacer sonar sus voces recias y atropelladas, me pregunto qué sería de nosotras si aquellos que hoy nos honran y acompañan descubrieran la verdad, si llegaran a saber cómo y cuándo empezó esta historia. Será como dice nuestra huéspeda, que raro es el convento sin estigmas o apariciones o beatas pero mucha debe de ser la necesidad de estas gentes cuando tras de nosotras vienen, sometidas a tales sacrificios. Mucha fe deben necesitar, mucha esperanza sin satisfacer, mucha miseria del cuerpo y el alma cuando así se niegan a que les arrebaten a su santa, cuando así la honran y sirven, en cuanto los celadores lo permiten, en lo poco que el Santo Tribunal consiente. Pobres gentes, arrastradas de tal modo, tan confiadas víctimas de dos mujeres malhechoras, la una llevada por un orgullo disfrazado de devoción, la otra arrastrada por ciego amor, capaz de acompañarla hasta las mismas gradas de la hoguera.

Aparte Dios de mi vista tal visión. La una frente a la otra, sobre nuestros tronos de leña y paja, a punto de ser prendidas por la yesca. ¿Quién dirá si son más suaves las llamas de este mundo que aquellas otras de la eternidad sobre esta carne tan maltrecha ya, colmada un día de pasión, ayuna de todo amor ahora? ¿Cómo será la ausencia del Señor comparada a esta ausencia? ¿Cómo su eternidad con esta espera prolongada mecida por el vaivén del coche, alzada hasta las nubes por el rumor y los cantos que nos llegan de fuera? Milagro del amor que así perdura y permanece, alimentado apenas, gozado en silencio, llave que cierra el paso a todo mal y hace buscar refugio en unos años donde el recuerdo medra. Allá, frente a frente, sobre el solemne estrado, estaremos las dos. Puede que juntas. Mejor así pues, como en vida, el mismo fuego nos consumirá. Irá subiendo desde los pies monte arriba, carne arriba, hasta tus manos, por el sendero que las mías tantas veces descubrieron. El mismo fuego vendrá a unirnos también en esta ocasión tal como entonces y a la par, nos hará perder sentidos y razón, morir, hundirnos juntas, dejándonos ya unidas para siempre.

Ya apuntando mediodía hicimos nuestra colación pues con la tempestad de la partida, nadie acordó servirnos bocado a la mañana. Nuestro carruaje se detuvo y con él la multitud que nos seguía, estrechándose en torno por ver bajar a la santa. Apenas puso pie en tierra de nuevo la sufrida grey se abalanzó sobre su persona luchando por conseguir su ración de hábito o manto o pasar por sus pies algunas de las reliquias que traían. En vano el alcalde mandó despejar. Como mies en verano, aquel mar de cabezas renacía, hasta que al fin alcanzamos el zaguán cruzando aceleradamente el patio. Allí en el aposento que se nos reservaba entre unos cuantos cañizos viejos, una mesa y dos sillas carcomidas, ante platos con restos de olla, queso y pasas, luchamos por engañar el hambre que desde mediodía nos rondaba. Más que aposento asemejaba prisión, con tan fuertes barrotes, tan cerrado y sombrío, alumbrado por un mustio velón de aceite.

Quedamos las dos frente a frente, sin saber qué decirnos, sin mucha gana de romper nuestro ayuno del día, como si, una vez solas, nos sobraran de pronto comida y silencio. A pesar de encontrarnos sin testigos volvía a verla tan lejos, tan ajena como siempre en los últimos tiempos, indiferente incluso a los temidos días que a buen seguro de inmediato vendrían.

Yo, en cambio, lloraba dentro de mí pensando en el castigo, en cómo habría de llegar tal nueva hasta mis familiares. Recordándolos, sintiendo la carga que iba a echar sobre sus hombros si tal como temía nos condenaban, de buen grado hubiera roto a suspirar, pero el silencio de mi hermana a la vez que me asustaba, me contenía. Así sólo supe murmurar al cabo:

—Hermana, mala suerte nos espera.

—No tenga miedo —respondió—, no podrán nada en contra. Nadie es capaz de torcer los designios de quien vela por nosotras.

—¿Y cómo sabe que vendrá a socorrernos?

—Porque el Señor ayuda a los que creen en él, sencilla y llanamente.

—¿Es así como le ama su merced?

—De esa suerte. Es inútil lo que intenten contra mí mis enemigos. Mi respuesta consiste en dejarme aniquilar por su bondad. Él hará lo demás. Sabrá luchar por mí, como esposo y amigo.

Tales palabras eran nuevas para mí. Poco entendía pero en lo que adivinaba, veía que el Señor o por decirlo de otro modo, su orgullo le cegaba cada día más a medida que iba subiendo los peldaños que bien podían llevarla al palo de la hoguera.

—¿Qué es el alma sin tormento? —proseguía—. Es barro como el cuerpo. Bien poco vale una vida sin riesgo. Para alzarnos de la tierra es preciso sufrir en ella toda suerte de mortificaciones. ¿Qué importa el fuego si otro fuego de amor abrasa y quema el alma?

Yo en cuestiones de amor tan sólo conocía la llama de aquel otro que antaño nos unía. ¿Qué me importaban humillaciones y desprecios? ¿En qué se honraba al Señor con tales privaciones? Tanta humildad nacía de su secreta vanidad cada vez más crecida según nuestro destino se venía acercando. Aquel triunfo que tanto pregonaba, no lo era para mí, seguramente porque el Señor no da a todos el mismo entendimiento, pero mis luces aún alcanzaban a iluminar el camino de su sinrazón que, poco a poco, de mí la iba apartando.

«Mi gozo está en unirme al Señor», aseguraba y yo, pobre de mí, sentía la desazón de los celos unida a una cruel soledad que a ratos me aconsejaba huir, abandonarla, en aquel nuevo laberinto.

—¿Y el Infierno? ¿Y la muerte? ¿Tampoco les teme su merced?

Me miró en silencio, respondiendo al cabo:

—En la muerte está la vida verdadera, la mayor sabiduría, el perdón de nuestras más graves faltas, el camino más cierto hacia los cielos.

Mal entendía yo aquellas novedades. Antes se me antojaban pretextos simulados para abandonarme, ahora que alzada en su pedestal, ni me temía ni me necesitaba. Bien poco se me daba de su nueva arrogancia, de aquella nueva sabiduría tan particular, bebida quién sabe dónde, aprendida en quién sabe qué páginas.

Así, bajé los ojos asintiendo en silencio a sus razones, intentando matar el hambre que apretaba, en lo que ella me imitó, hasta que nuestra olla quedó tan vacía como mi corazón poblado de preguntas.

Ya se acerca sobre los montes otra noche que se adivina cruel que, cuanto más avanza, más nos acerca al día en que se ha de librar nuestra común batalla con el miedo. Los campos callan bajo la brisa fría que comienza a agitar las retamas, los mantos y frazadas. Los que nos siguen callan ateridos, con los pies doloridos, aunque su devoción resista todavía los envites del viento y la fatiga de todo un día a la huella de los carros. Su fe se adivina en el rumor de sus pasos, en los murmullos cuando alguno, sin poder tenerse en pie, entierra la cabeza en el polvo o sale del sendero a tumbarse entre las hurces junto a sus familiares. En ocasiones llega de más allá de las cortinas un estallido de voces turbulentas, pugnando por apurar la marcha, incluso blasfemando, pero pronto muere, cede, vuelve a su ser monótono, al compás de los pasos que reemprenden la marcha.

Nadie es capaz de detener nuestro cortejo, ni siquiera la punta de tropa que tanto se apura sin saber para qué, ni el sol del día que aún derriba a los más débiles, ni esta brisa que corta a la noche el resuello a los más viejos. Ellos, todos, siguen tras de la santa, cantan y rezan, se cuentan milagros fabulosos. Nadie debe escuchar a nadie pero, como dispuestos a enfrentarse con algún enemigo singular, sus propios gritos y protestas les animan a seguir adelante, levantando sus corazones. Ésta debe de ser su fe, bien distinta, por cierto, de la que a solas predica la santa. Ésta debe de ser aquella de la que se dijo que mueve montañas, según empuja en torno, estos montes de sombras.

Ahora nuestra grey calla, guardamos silencio todos: peregrinos, soldados, celadores. Mi hermana ha cerrado los ojos y duerme o finge dormir. Quién sabe si en su interior el miedo hace su nido. Puede que en lo profundo de su corazón también ella cuente las jornadas que restan. Quizás llora para sí ya que no por mí, quizás tiembla en la noche. A fin de cuentas su suerte sigue incierta. Ahora la santifican, luego el Señor dirá si acabaremos como tantos, encerradas, muertas en vida, recordadas sólo en rezos y medallas, vendidas en los mercados entre coles y aceite y banastas de nueces.

Pero de pronto tales presentimientos huyen como barridos por el viento. De lejos llega el rumor de una campana más, cuya voz bien sabemos lo que dice. Un pueblo, otra aldea nos recibe. Mi hermana abre los ojos y suspira.

—¿Llegamos al fin?

Luego, atendiendo al son del bronce, entiende como yo, que se trata de algún lugar pequeño.

—Quiera el Señor que encontremos aposento.

—Ya lo sabrán buscar los celadores.

Pugnamos por mirar más allá de la cortina pero ya es noche cerrada y al resplandor de una medrosa luz que va y viene muy lejos, apenas se alcanza a ver sino las mismas siluetas que nos acompañan por el día, que ahora avivan el paso, adivinando la presencia de las otras que vienen a su encuentro.

De nuevo nos hallaron un aposento grande y desbaratado. Más que invitarnos a entrar en él, quedamos encerradas como si dos mujeres, solas y pobres, después de una jornada como aquella, fueran capaces de elegir entre marchar o descansar siquiera esa noche. Y sin embargo el corazón no cesaba de empujarme a huir, haciéndome ver bien claro el peligro que las dos corríamos en cuanto concluyera el viaje.

Mis ojos no cesaban de mirar a una y otra parte pero mi hermana aparecía sosegada. Viéndola así, tranquila, me pregunté qué sería de mí si algún día me faltaba y aún andaba buscando la respuesta cuando del otro lado de la puerta, llegó un rumor de voces en las que reconocí a nuestros celadores.

Tal como si de reos se tratara, hablaban de nosotras. Uno preguntaba si no sería mejor esperar a la noche para entrar en la ciudad, evitando toda suerte de efusiones; alguno respondía que no había razón para proceder de tal modo como si al Tribunal le fuera preciso ocultar sus juicios de la luz del día. A pesar de sus muchas dilaciones nada acordaron, antes bien aplazaron la decisión hasta la llegada de un correo que desde la ciudad debía venir a encontrarnos rayando el alba.

Todos fueron cayendo rendidos por el sueño, los unos en el aposento frontero al nuestro, otros por los muchos desvanes de la casa. Sólo quedamos velando nosotras dos, a pesar del cansancio que maceraba nuestros huesos, hasta que en el cielo, las estrellas más altas se borraron y el sueño pudo más y allí juntas las dos, quedamos sobre el mismo lecho como antaño.

Nuevamente en pie, otra mañana parecida se nos vino encima con nuevos cánticos y pláticas, con los mismos cerros a lo lejos que, una vez la niebla despejada, se iban poblando de nuevos devotos. Ya los campos y huertas avisaban de que no andaba lejos la ciudad, así como las eras doradas y las tapias, el mayor celo de la tropa y la nube de carros que en este punto nos acompañaba. Sin saber cómo, de los senderos diferentes y vecinos surgían puntas de sucesivas caravanas, haciendo rechinar sus ruedas, moviendo sobre el polvo sus pesadas siluetas. Mulas, gente de a pie, caballos y soldados se fundían como dispuestos a reñir batalla. Ya chocaban con el ejército frontero, sumándose los dos, agrupados en torno a nuestro coche, asolando a su paso canales y sembrados. Ya una voz extendida por toda la llanura crecía con la luz de la mañana, repetida sin compás ni orden por tantos ecos como aldeas y tantas voces como torres y espadañas. Ya se acallaban canes y pájaros, asustados por aquel canto prolongado, no de gozo, como mi hermana suponía sino de mal augurio, de secretos temores.

Por un momento la tropa hubo de intervenir amenazando con una descubierta que dio en tierra con los más adelantados, abriéndonos paso durante breve trecho. Una vez franco el camino, alcanzamos a distinguir la ribera del río y el puente que lo cruzaba hasta la villa. Allí la cruz del humilladero se me antojó nuestra cruz y un campo abierto pajizo y solitario, el lugar donde los autos de fe debían celebrarse. Nadie me lo avisó, nadie me señaló aquel solar triste, cruel, desamparado, pero mi corazón me lo anunciaba corriendo aún más, según cruzábamos el río, a medida que nos acercábamos a la gran puerta de la ciudad que ahora se me antojaba el paso a la antesala del infierno.

Y sin embargo, en la ciudad, qué júbilo, qué sonar de campanas, qué gentío esperando en las calles, espiando en las ventanas, qué racimos de rostros encaramados a balcones como en tiempo de bodas o bautizos reales.

Nunca supe si esperaban vernos libres o en el palo, si nuestra vida o muerte serían para ellos aviso del cielo o señal de redención. Mi hermana, demudada, callaba sin atreverse a mirar más allá de las cortinas y por primera vez en el viaje, la veía vacilar, escondiendo las manos bajo el manto.

Yo no quise ver más y abandonando en las del Señor nuestra suerte, cerré también los ojos dejando a mis oídos convertirse en correos de cuanto afuera sucedía. Las campanas, las voces, se estorbaban de tal modo que era vano escuchar. Así debimos de recorrer gran trecho, mecidas por los golpes y los gritos, hasta que el coche se detuvo y la luz nos inundó de pronto, avisándonos de que nuestros celadores nos invitaban a echar pie a tierra.

Allí volvió aquel combate singular, la abierta pugna por adivinar los fieles quién de las dos era la santa. Los ojos y las manos nos buscaban, nos registraban y oprimían hasta dar con los brazos vendados. Disparóse la multitud entonces, luchando por llegar al manto de la santa, arrancándole el velo, besando como podían sus sandalias.

A buen seguro que jamás ni en sus sueños de gloria, esperó tal frenesí, fama tan agitada. Otra vez fue preciso despejar, hasta que a duras penas y a ratos en volandas, alcanzamos la entrada de lo que habría de ser posada y cárcel en adelante y para mi desgracia principio de separación definitiva.

En el mismo zaguán nos despedimos y por primera vez en los postreros meses, las fuerzas se nos tornaron lágrimas y recio estremecer como si allí la vida nos faltara. Todavía sentí por un instante sus pasos en tanto se alejaba por el corredor, antes de dar con mis huesos en una celda no mayor que la de mi antigua casa.

Poco a poco, en la tiniebla miserable, fueron naciendo una tarima de madera con colchón de paja, dos jarros pequeños, el uno con un poco de agua y el otro, según presto adiviné, para diversas necesidades, cercado todo, ceñido de tristeza, abierto al mundo tan sólo por un menguado ventanillo defendido por una doble reja.

Y mi hermana ¿dónde la llevarían? ¿Dónde la empujaría la delación que sobre nosotras pesaba? ¿Se hallaría derrotada, hundida como yo o valiente, firme en su fe, segura y mantenida?

A fin de cuentas, inocente o no, había llegado como reina. En mí en cambio nadie reparaba, más parecía su doncella, en tanto no vinieran al menos a tomarme declaración. Ella era la señora; yo para el mundo, polvo, nada, menos que su sombra.

Desde que nuestras dos hermanas quedaron encerradas, volvió a tomar las riendas de la casa quien antes las tuvo, mas fue inútil su empeño de poner siento en ella, pues con las nuevas que venían, cada vez andábamos más atropelladas.

Pobre de mí, cogida entre los dos bandos en guerra. Por si era poco mi trabajo de traer leña, barrer, fregar y ayudar en todo ahora se me pedía que espiara. Yo nunca quise llevar a cabo trabajo tal, ni entrar en discusiones que las más de las veces acababan en puñadas.

No era en ello la menos fiera nuestra huéspeda que pagándolo de su bolsa y una vez a la semana, mantenía correo propio que desde la ciudad del Santo Tribunal, traía informe puntual del curso del proceso.

Debía de pensar que si condenaban a nuestras dos hermanas, habida cuenta de que la priora andaba de salud tan apretada, a la vuelta de unos meses, acabaría alzándose por señora y dueña de la comunidad.

Pero la vieja resistía, soportaba disputas y porfías, al menos sin quejarse ante las otras ni ante mí que tantas veces la ayudaba en su lucha con las escaleras. De un día para otro aquel mar de ira que confundía a las hermanas, iba ensanchando sus dominios en palabras, cuando no en torcidas intenciones. El olvido de la Regla, la espera de noticias que dieran la razón a cualquier bando, el interés de cada uno a favor o en contra de la huéspeda, hacían del convento y sus horas, más que lugar de oración duro campo de batalla.

Ni siquiera se celebró aquel año la procesión del santo. Ello fue porque las enemigas de la santa escondieron en un desván sus galas y ropas y aunque al fin sus rivales las hallaron, fueron tales las voces, que la priora se conformó con una simple misa como si se tratara de un día más de la semana.

De nada sirvieron las palabras de nuestro capellán. A cumplidas razones respondían a coro las más bravas con toses y siseos, con murmullos, rezongos y palmadas. Viéndolas así enfrentarse, ofenderse de tal modo se llegaba a dudar si eran hijas de Dios Nuestro Señor, o del mismo Satanás al que hubieran ofrecido sus votos. Mejor esclava, simple y motilona que vaso de ira como aquellas desdichadas. A las razones primeras de aquella guerra interminable vinieron a añadirse otras de muy diversa índole, dirigidas muy crudamente contra el padre de la huéspeda. Aseguraban las hermanas de familias vecinas a sus tierras que sus padres antes querían depender del rey que servir a señor tan tirano. Triste cosa sería que todas aquellas mercedes prometidas, todo aquel lujo de hermana tan ilustre vinieran de poner horcas, cepos y alcaldes a los pobres, contra toda justicia, frente a todo derecho.

Decían que los vecinos, obligados a pagar tasas cada vez más altas, de continuo se rebelaban y esa era la auténtica razón de las perpetuas guerras en sus campos y haciendas, no porque se negaran ante el rey que en todo caso apretaba mucho menos. Ello alzaba por todas partes revueltas y rencores, abandono de heredades que nuestro protector luego ocupaba con vasallos más dóciles y débiles. Así al cabo sus dominios medraban, luego de cada campaña concluida. Los vecinos luchaban por hacer llegar su voz al rey, pero éste allá en la corte, se hallaba demasiado lejos y las armas de nuestro protector demasiado vecinas y dispuestas.

Tales cosas contaban incluso ante su hija, pero ella solía hacer oídos de mercader, simulando tener el pensamiento lejos lo mismo que en el negocio de las llagas triste guerra y afán que tenían al convento relajado.

Aquí, en esta soledad donde me hallo, los días se suceden tan confundidos con las noches que sólo la llegada de nuevos huéspedes viene a decirme que la vida continúa. Se oye abrirse una cancela en el corredor del patio y a poco suenan pasos que se acercan para cruzar ante mí y borrarse ante algunas de las celdas. Se oye después cerrar la puerta, tan pesada y recia como la mía, seguramente con su ventanillo en lo alto cediendo paso a la medrosa claridad de fuera.

Yo me pregunto entonces en cuál de ellas estará la santa, qué paredes borraron sus suspiros, si será su suerte pareja a la mía. Me gustaría escuchar su voz ya que no veo su imagen, pero tal esperanza me parece inútil, salvo que nos procesen juntas o algún buen celador quiera traerme noticias de su vida. Son vanos mis esfuerzos por hallar un leve paso, algún viejo agujero por el que avizorar qué sucede en el patio. Bien se nota con qué celo tan extremo el tribunal cuida de que unos reos y otros se mantengan separados, en doble soledad de tiniebla y silencio.

Ya mediado el invierno, todo rezuma humedad, llanto de techos, ropas mojadas y carnes ateridas. Como los gastos de mi estada aquí deben ser sufragados por la orden, no es de extrañar que la comida sea poca, que la carne nos falte y que sólo muy de tarde en tarde llegue el cestillo del aceite con tocino y vinagre. De bien poco me sirve el ruin cobertor con que me regalaron los primeros días, ni la manta, o la alfombrilla, ni la raída camisa con que aliviar el frío de la noche. A pesar de que allá en el convento no viviéramos con las comodidades de la huéspeda, es verdad que echo de menos la olla de nuestra cocina, nuestro tibio brasero, la fruta de la huerta.

Mas por encima de tales privaciones, antes que tan oscura soledad, que el duro aliento de los corredores, quebranta mi ánimo la falta de noticias, no conocer de qué se nos acusa, qué saben de nosotras, qué poder nos gobierna, quién nos trajo hasta aquí con su denuncia.

Nadie se deja ver, nadie viene con razones a favor o en contra, tan sólo el celador que me da de comer, que alivia mi sed, y se lleva consigo una vez por semana el jarro escusado. Ni me acosan, ni me llaman, pronto se olvidarán de mí, incluso los devotos de la santa.

Unas horas arrastran a las otras como racimo que jamás se consume, que eternamente renace y medra en tanto en esta negra orilla donde descansa mi alma, en esta helada conciencia de la carne, cada momento que resbala y cae es un torpe deseo de morir, de acabar con un sueño que no es sueño.

Mas bien dicen que el Señor nunca se ceba hasta lo más hondo en sus humildes criaturas. Pasada Navidad mi puerta se ha abierto al fin dejando paso a la primera de las amonestaciones. Muy cortésmente a pesar de las voces tan graves y solemnes, se me ha pedido que diga la verdad, que nada esconda ni guarde, que confíe en la clemencia del Santo Tribunal capaz de entenderme, bien dispuesto a juzgarme.

Yo nada he respondido. Sola, sin nadie a quien consultar, sin más luces que las de los sermones de la casa y algún que otro libro devoto, ¿qué respuesta habría de darles? ¿Qué puedo hacer sino callar cuando ni se me dice en qué consiste mi falta? ¿Por cuál de mis muchos pecados se me juzga? Mejor esperar hasta la próxima ocasión si es que el valor alcanza, si es que la siguiente amonestación llega, si no declaró ya mi hermana la verdad, su verdad, la mentira de las dos que acabe con nosotras en el quemadero.