Capítulo VII
Está en silencio con sus brazos vendados asomando bajo el manto como la blanca cruz de San Andrés que pintan en la espalda de los relajados. Apenas mira al familiar que muy por lo menudo y despacio va leyendo los cargos en contra. Según de ellos se desprende la encausada sufre de largos y profundos éxtasis en los que pierde por completo sentidos y memoria, asegurando, una vez salida de ellos, haber mantenido tratos y coloquio con Jesucristo Nuestro Señor.
—¿Reconoce haberlo afirmado?
—Nunca dije tal cosa —responde la acusada en voz tan suave y queda que apenas se oye.
—Alce la voz. Este Tribunal ha de levantar acta de la declaración.
—Digo —repite apurando el tono con esfuerzo—, que tales palabras nunca salieron de mi boca.
—¿No vio a Nuestro Señor?
—Nunca le vi. Tampoco es cierto.
—¿Ni en sueños?
Esta vez niega con un recio ademán, hundiendo entre sus manos la cabeza.
—¿Qué importancia puede tener —media su defensor— si le vio en sueños? Mejor ciñámonos a lo que afirman los testigos, aquello que la encausada hizo o vio en uso pleno de sus facultades.
Pero el fiscal no ceja. Busca, indaga entre los papeles de su mesa e insiste terco:
—Asimismo hay testigos que declaran haber visto nacer de su cuerpo diversos resplandores. ¿Qué dice la acusada?
—¿Cómo podría verlos yo, naciendo de mi cuerpo?
—¿Pero admite que pudieran verlos otros?
—Puede ser. Yo nada sé de lo que ven otros ojos que los míos.
—También afirman que curó a un niño enfermo.
—Tampoco lo aseguro. En el convento acercan muchos a la red. A través de la reja no es fácil distinguir si están sanos o enfermos.
—¿La acusada les toca con sus manos?
—No creo que acariciar a un niño vaya contra el dogma. Nuestro Señor siempre los quiso cerca.
—Pero ¿llegó a sanar a alguno?
De nuevo calla la acusada, desviando los ojos del ruin terciopelo de la mesa. Se le oye suspirar en tanto que el fiscal insiste:
—Los testigos así lo aseguran.
—Si así lo preferís, creedlos.
El fiscal ha tomado sus palabras a desafío. Se ha vuelto hacia el tribunal donde el notario toma cumplida nota de las declaraciones y con voz acompasada, medida, como cuadra tratándose de sus superiores, anuncia que dará lectura al libro de testificados en donde se refieren los hechos.
—«Yo —calla el nombre—, vecino de esta villa, ante ese tribunal, declaro y juro los hechos que siguen: que habiéndome acercado con mi hijo de diez años cumplidos, enfermo de cuartanas al antedicho convento, le hice tocar a través de la red las manos de la santa, por cuya causa, a partir de entonces y a la vista de todos, perdió las fiebres hallándose al presente tan sano y fuerte como deseábamos».
El fiscal ha alzado la mirada, espiando el parecer del tribunal.
—Veinte testigos más —añade— firman esta declaración junto a los padres. También obran en nuestro poder otras que se refieren a toda clase de dones especiales.
El juez mira sobre las losas el rayo de luz que mide el tiempo de la sala, un haz en forma de cruz que se extiende desde la ruin ventana a sus espaldas. Parece considerar que ya el día camina hacia su cenit y saliendo a duras penas de su vago sopor, comienza a preguntar sin despertar del sueño todavía.
—¿A qué clase de dones se refieren tales declaraciones?
—Sería precisa una sesión entera para llegar a enumerarlos.
El juez parece meditar de nuevo y otra vez hablando a la acusada, pregunta:
—¿Gozáis pues del don de hacer milagros?
—¿Cómo puedo saberlo?
—¿Sois capaz de sanar, salvar cosechas, sacar demonios del cuerpo?
—Ilustrísima, mi respuesta es la misma que ante preguntas anteriores. Nada sé de esos dones que se me atribuyen. Nunca entendí de ellos. Menos aún de cosechas y demonios.
—Pero admitís como posible el hecho.
—Ilustres jueces —media otra vez con mesura el defensor—, perdonad mis palabras y si con ellas falto al respeto debido a tan alto tribunal. Lo que aquí se juzga y debate no son los prodigios que en esa casa hayan podido suceder o no, sino si realmente se deben a ese don que se atribuye a la encausada. Por lo que ella asegura, en modo alguno los acepta como suyos.
—Tampoco los rechaza.
—Además el testimonio no puede darse como seguro.
—Se trata de cristianos viejos.
—Aun así. También ellos se equivocan por exceso de celo. En ocasiones una conversación, una sola palabra torcidamente interpretada puede dar pie a una condena injusta. Nadie, ni el más humilde de los hijos de Dios debe hallarse privado del beneficio de la duda. Considero que deben consultarse otros testigos nuevos, que yo mismo estoy dispuesto a facilitar.
Accedió el tribunal a que los presentara, quedando así la causa aplazada. Con ello creció la fama de la santa más allá de la ciudad hasta tocar los aledaños de la corte. Ahora el camino real convertido en perpetuo jubileo, aparecía repleto cada día de carros, coches, gente de a pie, clérigos y señores en busca de salud o pasatiempo, dispuestos a conocer la imagen de la encausada y sus prodigios que, pintados o de bulto, vendían en gran número sus muchos devotos. Pronto no hubo saya, ropas ni hábito que no luciera sus cruces y medallas, alguna cinta con su retrato pintado a prisa con haces de luz naciendo de sus manos.
En mí, en cambio, nadie repara; parece que ni siquiera el tribunal se acuerda. Ya el invierno se aleja en el silencio desnudo de los patios. La escarcha deja escapar a la mañana sus monótonas gotas y la nieve amenaza desde un cielo tan bajo que parece que pesa, más allá de mi ventano.
Ya vamos por la tercera amonestación y aún el fiscal no me ha llamado a su presencia. No se me ha hablado para nada de nuestro asunto de las llagas, el único por el que en conciencia y según mi memoria podrían denunciarme y condenarme. Nada me han dicho de si tendré quien me defienda, ni cuándo será el juicio, ni quién decidirá mi suerte. Me han puesto cerco de silencio que yo busco romper olvidando las cosas terrenales, los días felices, los pasados desaires, tal como mi hermana predicaba antaño, lidiando con el deseo de morir, luchando por no llegar a amedrentarme. Pero según los días corren y se borran, ceden el cuerpo y la razón, sobre todo desde que nuestra casa dejó de mantenernos. Ahora nuestra salud depende de la misericordia del santo tribunal que se cobra en labores y trabajos, la paja en que dormimos y la olla que nos sirve.
Sin embargo tales tareas ni me rebelan ni me humillan, más bien satisfacen este deseo mío de padecer que con el día viene a nacer conmigo. Es tan cruel verdugo que cualquier trato miserable resulta bienvenido. Zurcir, barrer, arrancar telarañas, fregar la bacinilla, todo resulta medicina amable para este nuevo estado en el que vuelve, con la terrible soledad, la dulce espina de la melancolía. Tan flaca y derrotada está mi carne que temo dar con mis huesos en esta paja infame para no levantarme más. Triste fin que a ratos no deja de satisfacerme.
Mas con mi muerte sin nuestra victoria ¿qué será de la casa? ¿A dónde irá el favor de nuestro protector? Según mis ansias crecen, más pienso en mi derrota, más se alargan los días dentro de mí y afuera, en los vacíos corredores, donde sólo lejanos toques de campana, charlas a media voz y rumores de pasos me dicen que otros procesos se estudian y resuelven mucho antes que el nuestro.
En el segundo locutorio, reservado para gente noble, repleto de retratos, relicarios y cruces, hasta cubrir del todo la cal de las paredes, espera a su correo la huéspeda mirando de pasada los retratos de las viejas prioras, las grietas del artesonado, las águilas del facistol que un día presidió los oficios de la casa. Sus pasos miden los ladrillos quebrados, la cal deshecha que los juntó un día, los menudos capullos de gusanos. Mira los rostros tranquilos, arrogantes, embutidos en negros mantos, algunos medio borrados, como huidos. Apenas lee sus nombres. A fin de cuentas todos vienen a ser uno mismo, sólo importa su jerarquía y sucesión prolongada a lo largo del muro como a lo largo de la vida. A medida que las dos pesas del reloj arrastran el tiempo al compás del péndulo, su impaciencia se multiplica, busca, acechando la oscuridad, más allá de la red, de sus dos rejas dobles erizadas de agujas. Más que amenazas vienen a ser un símbolo. Nadie puede quedar clavado en ellas, tan grandes y macizas son, y a la vez tan fáciles de salvar como los muros todos, caídos de tan viejos. Como la casa entera están allí para servir de advertencia a los humildes, más para recordar que como salvaguardia ya que allí hay poco que guardar salvo el tedio a la tarde y de mañana el frío.
No hay visitas de galanes, ni regalos, ni billetes que entre líneas encierren tibias palabras, señuelos de pasión, tan sólo pobres parientes, familiares miserables que al marchar a la tarde depositan en el torno su tributo de pollos y corderos.
Ahora con la santa lejos, la oscuridad al otro lado de la red aparece desierta de continuo. Se diría que la villa entera marchó tras ella, que todos sus devotos se han dado cita en torno al tribunal pensando que la suerte de la santa es su suerte, que de su salvación depende la salud de la ciudad entera. De nada sirven avisos ni sermones, explicar que prodigios como este nacen y mueren a cientos cada día en muchos otros conventos y abadías. Tarea inútil pues que nadie conoce sino su lugar y, poco más allá de sus eriales o dehesas, el mundo termina.
Mejor callar, visitar poco el refectorio, abandonar el coro entre esquiva y molesta, escuchar los rumores que las demás inventan, esperar, como ahora, que la puerta al otro lado cruja y avise de que el correo llega tan puntualmente como suele.
De pronto la madera de la escalera suena y la puerta se abre. Alguien a poco la cierra desde fuera. Dentro queda el correo, casi un muchacho, con las botas aún cubiertas de barro y los ojos enrojecidos por el viento. Tras hacerse la luz, avanza hacia la red como siguiendo un camino conocido. Al otro lado la cortina se agita y en un instante quedan frente a frente los dos, correo y dueña, como galán y dama a un lado y otro de la reja.
Apenas el mozo ha tomado respiro ya la voz de su dueña desde la oscuridad le acosa.
—¿Cómo va el juicio? ¿Acabaron las amonestaciones?
—La última fue hace ya más de una semana. Al menos en lo que a la santa se refiere.
—¿Leyeron la acusación?
—Leída está. Ahora el juicio está en manos de los testigos. Depende en gran manera de sus declaraciones. El tribunal la ha nombrado defensor, aunque según dicen, la defensa de poco sirve en estos casos.
—¿Qué cosa sirve entonces?
—Señora, otros testigos nuevos que contradigan a los anteriores. Pero buscarlos lleva trabajo y supone buenos sueldos. Por ese lado no le va a ser fácil convencer al Tribunal.
—¿Le tomaron declaración?
—Parece que a la santa sí. Y en atención a su jerarquía le han hecho merced de comunicarle de qué cargos se le acusa, aunque como se sabe, no suelen andar con tales miramientos. Incluso estas noticias no se tienen del todo por ciertas.
—Pocas me traes para tanto esperar.
—Señora, si en mi mano estuviera, os traería las actas del proceso pero sabéis cuán peligroso resulta este trabajo. No quisiera dar con mis huesos en sus cárceles en donde según dicen, se sabe cuándo se entra, mas no cuándo se sale.
Ya el correo se retiraba un tanto fatigado, cuando volviéndose sobre sus pasos, alzó el rostro aún cubierto de polvo, quemado por el sol del viaje.
—Lo que sí puedo asegurar por haberlo visto con mis ojos es que muchos andan en tratos para juntarse bajo su amparo en cofradía.
—Antes la encerrarán que consentir tamaño disparate.
—Señora, lo uno poco estorba a lo otro. Es más fácil decirlo que desafiar las iras de sus fieles. Sólo digo lo que he visto: que su retrato anda camino de subir a los altares. Sólo esperan a que el Tribunal haga público el fallo.
Quedó la huéspeda en silencio meditando las palabras del mozo que se alejaba tan discreto como vino. Tan derrotada estaba que no escuchó el rumor de la priora ni sintió el posarse tan leve de su mano en el hombro, ni su voz preguntando:
—¿Llegaron nuevas del proceso?
Antes de que la huéspeda respondiera, ya las dos caminaban por el claustro rodeadas de las demás hermanas, camino de la celda donde la doncella ordenaba la mesa.
—¿Qué nuevas hay? ¿Dejan libre a la santa?
—¿Comenzó el juicio?
—¿Fallaron a favor o en contra?
—¿Es cierto que dan por suspendido el caso?
En vano trataba la priora de espantar a su rebaño.
—Hermanas, retírense. Prepárense a bajar al refectorio.
Mas eran vanas sus recomendaciones. En su silencio podía leerse el mismo interés que en los gritos y murmullos de las más jóvenes.
—Deje que cuente alguna novedad.
—Saber al menos si la castigan o la honran.
—Ya lo conocerán más adelante.
—¿Esta noche, madre?
—Esta noche o mañana. Les aseguro que nada ha de quedar entre nosotras.
La grey cedía aunque no de buen grado, hasta que al fin, guiadas por la fe en la anciana y el juicio más atinado de las mayores, rehicieron su camino, rumbo al refectorio, no sin volver muchas veces la mirada hacia la priora que ya entraba en la celda de la huéspeda.
Dentro, quedaron en silencio las dos, la una meditando, la otra frente por frente, pendiente de sus cavilaciones. La huéspeda ofreció a la priora un cestillo de frutas que la anciana rechazó, sin apenas posar los ojos en ella, atenta sólo a las palabras que vendrían. Sus ojos iban de la señora a la doncella, de la mesa a los platos que poco a poco cubrían los manteles.
—La fama de nuestra hermana —rompió al fin— crece día por día. Si el Tribunal no la condena, mucho me temo tengamos santa crecida y multiplicada, cien veces más famosa que al salir de esta casa.
—No pienso que la absuelvan —respondió la anciana.
—También pueden suspender el juicio para impedir que apele a la sentencia.
—¿Y qué le importa al Tribunal? Puede apelar si quiere. De todos modos el juicio va para largo, la apelación será enviada a la suprema en donde quedará dos o tres años.
—¿Qué haremos nosotras en tanto? Si sale libre, su gloria prevalecerá y aun se verá aumentada. Sólo nos favorece una clara condena.
La anciana pareció meditar. Ahora sus ojos miraban más allá de terciopelos y damascos, el sol medroso que rompía las nubes amenazando primavera.
—¿Cuándo piensa que tendrá lugar la reconciliación?
La huéspeda buscó con sus ojos la otra mirada opaca, cargada de tristeza.
—¿Quién puede adivinarlo? Según su condición y jerarquía, ni pueden confiscar sus bienes, ni colocarle sambenito; ni mandarla a galeras, ni azotarla. Todo lo más condenarla a prisión perpetua.
—¿Y aún le parece castigo leve?
—Lo juzgaría grave si después, a la postre se cumpliera, pero todas sabemos que el Tribunal carece de prisiones. Son tantos los acusados que están sus celdas llenas. Sus condenas perpetuas apenas van más allá de los dos o tres años. De suerte que no debemos sorprendernos si al fin nos la devuelven reconciliada, arrepentida, pero tan santa como antes para todos aquellos que confían en ella.
Hizo una pausa y en tono más grave añadió:
—Todo ello si no deciden relajarla. De ella depende arrepentirse o no, salvarse o acabar en el poste.
La doncella iba y venía, docta en servir sin molestar, sin hacerse notar en las pausas, rozando apenas el servicio de plata, sin prisa y sin demora.
—No irá su merced a arrepentirse.
La priora alzó los ojos vivamente.
—¿Por qué habría de hacerlo? Mi conciencia se halla tan firme y limpia como en el primer día. Sólo di testimonio de la verdad, de lo que en esta casa sucedió desde que esas llagas aparecieron.
—Eso que dice es muy digno de elogio —repuso de buen grado la otra—, mas como su merced sabe, la verdad no tiene un solo rostro sino tantos como intenciones de quien se decide a utilizarla.
—¿Entonces no es cierto lo que oí de sus labios, estando la acusada en sueños?
—¿Fueron esos sueños los que declaró en su carta?
La priora asintió de mal grado esta vez, frente a la huéspeda que la escuchaba satisfecha.
—Entonces —murmuró— debemos pensar que la hallarán culpable. —Su tono de pronto se volvió más afable—. ¿De qué se preocupa? Con vuestro testimonio, unido a otros muchos que no han de faltar, ha rendido un gran servicio a este convento y a la orden.
—Y su merced será priora al fin —concluyó la anciana.
—¿Y qué hay de malo en ello? Mi padre me enseñó que el mundo sólo se mueve por dos razones poderosas. La una, el deseo de poder, la otra el afán de gloria, y que las más de las veces, ambas se confunden.
—¿Pero qué clase de gloria pensáis hallar aquí, viniendo de la corte? ¿Qué fama en esta casa miserable?
La huéspeda abarcó en una mirada su celda alhajada, su lecho mullido, las pesadas cortinas, las viandas de la mesa. Y sumando a ello la sumisa doncella y la priora silenciosa, murmuró para sí:
—Como dijo Nuestro Señor: mi reino no es de aquí, no se halla en esta casa vacía y necia. Espere a que nuestro negocio se resuelva y yo le haré conocer mis razones. Sepa en tanto que si me sirve como hasta hoy, no he de olvidarla cuando llegue esa hora.
Los familiares del Tribunal solemnes, ceremoniosos, graves, van ocupando lugar en el estrado. El tiempo del proceso también pesa sobre ellos. Su mirada resbala sobre la defensa, el fiscal y la acusada, buscando más allá, en las tinieblas del fondo de la sala, alguna novedad antes de que la oración acostumbrada inicie su labor que apenas va mediada, retrasada por testimonios, prevenciones y cargos. Ante sus ojos, en aquel mismo aposento escaso de luz, desfilaron ya tantos casos que unos y otros se mezclan y entrecruzan; cristianos nuevos, clérigos sátiros, luteranos convictos entregados al brazo secular, todos unidos en común purgatorio, camino de la vida o del infierno.
Una vez concluida la oración, vuelto el silencio entre los asistentes, pide el juez principal que se lean en alta voz los últimos cargos que quedaron pendientes.
—El último es el más importante. Se refiere a los estigmas, a esas llagas que cada cierto tiempo se dice que aparecen en sus manos. Uno de los testigos asegura haber oído decir a la acusada que las recibe de Nuestro Señor.
—¿Es eso cierto? —pregunta el juez.
—Yo no dije jamás tal cosa.
—Y sin embargo aquí consta, tal como acabo de leerlo.
El fiscal alza ante el Tribunal el libro cuyo pliegos se doblan entre sí cargados de rasgos apretados y menudos. Los ojos de los familiares, la mirada del juez resbalan pesadamente desde las páginas hasta los brazos de la acusada que apenas asoman ocultos por los pliegues del hábito.
—Tenga presente la acusada que en caso de reconocer su falta, puede salvar la vida.
—Ilustre Tribunal —media su defensor, en tono como siempre comedido—, la acusada conoce el alcance de tales beneficios.
—Bien —repite el fiscal—, siendo así, lo diré de otro modo. La acusada niega haber afirmado que tales llagas fueron obra de Nuestro Señor.
—Es cierto.
—Mas cuando la comunidad las reconoció por tales, tampoco afirmó nada en contra.
La santa guarda silencio. De lejos llega el rumor de una campana que marca el tiempo de la espera, largos instantes que acá, en el estrado, van avivando el ademán solemne de los jueces.
—El Tribunal espera su respuesta.
—Es verdad, nada dije.
El fiscal deja sobre la mesa el libro, mira a los jueces, y tras un revuelo del manto afirma sin volverse.
—De todo ello se deduce que mintió por omisión.
—Ilustre Tribunal —replica el defensor—, en materia tan especial, es preciso suponer que calló sólo por falta de conocimiento.
Desde el estrado, nadie responde. A veces los rostros se consultan a media voz, niegan, asienten o permanecen mudos ante los razonamientos que el fiscal desgrana, llenando la sala con su voz reposada, intermitente.
—En lo que a mí concierne —continúa— y en atención a la jerarquía de la encausada, estoy dispuesto a admitir que calló por discreción, aunque esta discreción, por cierto, no le impidió aceptar el cargo de priora que a buen seguro esas llagas le valieron.
—¿Por qué habría de negarme?
—El Tribunal lo admite. Pasemos a las demás declaraciones.
El fiscal toma de nuevo el libro. Lo alza ante los presentes y declara:
—Se trata del testimonio principal. Una persona muy vecina a la encausada.
La santa vacila. Es preciso que el alguacil le acerque una jamuga en tanto los presentes por vez primera parecen pendientes de su rival que lucha con los pliegos del proceso, al tiempo que explica:
—Se trata de un testigo en extremo allegado a la encausada y que por su condición se halla fuera de toda sospecha. Dice de esta manera: «Siendo tan apurado el estado de nuestro convento, es voz común que dio en pensar la hermana si no sería conveniente fingir algún acontecimiento extraordinario que, como suele suceder en tales casos, trajera hasta nosotras mayor provecho de nuestros favorecedores. Se dice y hay quien lo asegura que con ayuda de su cómplice fabricó las llagas en sus manos que en adelante hacía sangrar en la medida de sus necesidades».
Pliego tras pliego, pausa tras pausa, la voz va borrando en torno todo interés ajeno a sus palabras. Hasta la santa escucha atentamente.
Fuera el rumor de la campana cesa y hasta la sala apenas llega el rumor de los pájaros del claustro. El testimonio va creando en torno a la encausada un muro más espeso que las paredes macizas de la cárcel. Ahora parece ajena a su suerte, sola y conforme según la letra se consume, más que leída, recitada en un tono pesado y monocorde. Ahora los familiares apenas se miran, susurran o comentan; la voz es a la vez fiscal y defensor según describe los hechos puntualmente.
—… Así al cabo del tiempo, notando su salud quebrada, buscó remedio en nuestro cirujano que, a escondidas y poniendo a su servicio su ciencia, trató de atajar el mal, quedando tan postrada que perdió el uso del habla y los sentidos, siendo presa de alucinaciones. En ellas, durante el sueño, confesó en distintas ocasiones cuanto aquí se declara para bien de la comunidad y uso mejor de ese Santo Tribunal que ha de entender en lo que se refiere a tales hechos.
—¿Se hizo venir al cirujano? —pregunta el juez, y en tanto el alguacil asiente, ordena a la encausada—: Acérquese. Veamos esas manos.
Muy lentamente van cayendo los vendajes. Entre sus pliegues manchados de púrpura, sucios de polvo y cuajarones, la carne muerta ya, nace y vive a la luz por última vez, desde la palma al codo, maltrecha, macerada, convertida en raíces de piel que encubre mal sarmientos de tendones. De nuevo el Tribunal despierta. Esta vez su mirada se aviva entre el temor hostil y el recelo a venales compasiones.
—Puede retirarlas.
Y en tanto las manos se borran, se acerca el médico en pos del alguacil. Él también teme, calla, mira en torno cuando se le pregunta por qué intentó cicatrizarlas.
—Consideré que si eran de naturaleza sobrenatural, nada perdía si fracasaba. Si, en cambio, se debían a otras causas menores, podía devolver la salud a la enferma y cumplir con mi deber, prestando un servicio a la comunidad.
—¿Qué entiende por causas menores?
—Accidente, o simple enfermedad.
—En vuestra opinión, ¿puede ser ése su origen?
—Mi ciencia no va más allá de la salud del cuerpo.
—Ilustre Tribunal —media el fiscal—, ¿puedo hacer una pregunta a este hombre?
Nuevas dudas y una vez el Tribunal asiente, se vuelve hacia el cirujano:
—¿Ha visto las manos de la encausada hoy?
—Las vi por última vez hace ya casi un año, cuando procedí a cauterizarlas.
—¿Desea volverlas a examinar ahora?
—Estoy dispuesto, si el tribunal lo estima necesario.
—Supongamos que la encausada se hallara en peligro de muerte. Según vuestro criterio que sólo entiende de la salud del cuerpo, ¿qué haría? ¿Atajar el mal o dejar que amenace su vida?
—No puedo responder. Vuestras dos proposiciones son extremas.
—Yo aseguro que no lo son.
El cirujano duda. Mira en la sombra a la acusada cuyo rostro apenas distingue, luego desvía los ojos hacia el tribunal que espera atento su respuesta.
—Si estuviera en peligro su salud, su vida, mi deber sería intentar su curación.
—¿Y si las llagas son sobrenaturales? Recuerde de qué poco sirvieron sus curas anteriores.
—Lo intentaría también. Como no ignora, me debo a un juramento.
—Luego no existe diferencia. Es decir que según esa ciencia, considera tales llagas de cualquier modo naturales, debidas a lo que llama causas menores.
El fiscal se acerca ahora al estrado y fijando la mirada en el montón de pliegos que el proceso ha acumulado, murmura en tono solemne, dirigiéndose a la sala:
—Ruego al ilustre notario de este alto tribunal tome nota puntual de que el mismo cirujano considera hoy esas señales naturales, no obstante hallarse al presente emponzoñadas, así como provocadas por la misma encausada que las sufre, según los testimonios que constan anejos al acta. Así recomendamos pase el caso al Consejo de Calificaciones a fin de que éste se sirva señalar si halla indicios o sospecha señalada de delito contra la fe, herejía, blasfemia o error, y en caso de que lo hubiere, dicte sentencia pertinente.
El tiempo como el invierno huía sin mayores novedades. La nieve se retiró camino de los altos. Ya apenas relampagueaba, teñida de destellos a la tarde. La ciudad se abría al lento navegar de las galeras camino de los mercados interiores, a los prietos rebaños temblando sobre restos de escarcha, al recio redoblar de las campanas.
La vega volvía a animarse con recuas de rebaños y bandadas de muchachos, que desde la ciudad bajaban a reñir batallas que las más de las veces terminaban en guerras torpes y amenazas mostrencas. De ellas trajeron a uno con el rostro herido para que la santa lo salvara. ¡Buen remedio, estando con su compañera en prisión, quién sabe para cuánto tiempo! Mal cirujano fueron a buscar cuando ni nuestra huéspeda tenía noticias de si iba al palo o no, de si la relajaban junto a su compañera.
Con el tiempo se alzó la noticia de que ninguna de las dos volvía. No vino en la valija del correo, ni en el oficio del visitador del tribunal, ni en la voz de alguno de tantos trajinantes, siempre al día en avisos de la corte. Y sin embargo todos: vecinos intramuros, clérigos y peones, amanecieron cierta mañana convencidos de que ya nunca más verían a la santa, de que iba a ser condenada a eterno exilio.
Más sorprendidas aún quedaron las hermanas, escuchando al otro lado de las celosías el rumor de los vecinos acercándose, atisbando aquella nueva multitud pareja de las antiguas procesiones que poco a poco, entre lamento y oración, venía a pedir, como postrera gracia, una leve mentira capaz de consolar sus corazones. Pero la suerte de la santa no estaba allí, no dependía ahora de la casa. Su vuelta o su desaparición definitiva seguía en manos de aquel lejano tribunal cuyo juicio llegaría a conocerse algún día.
Una vez decidido, el convento debería conocer su fallo sin que necesitara para ello ninguna suerte de revelación sino tan sólo el sello y firma de los jueces.
Cierta o no la noticia escarbó el fuego de la casa, la pasión no muerta en torno a la priora, en contra de la huéspeda a la que muchas acusaban de malquerer hacia la santa, de vana y ambiciosa. Pronto se alzaron voces preguntando de quién había partido el testimonio en contra, a quién beneficiaba aquella larga ausencia de la nueva priora. Y como tales alusiones fueran a dar en la misma persona, o por mejor decirlo en dos, aquel rumor nacido de la ira y la esperanza fue empujando a su celda a la priora que, sin apenas dejarse ver, venía a dar razón a las que en alta voz ya le pedían cuentas de la suerte de las dos encausadas.
A tal punto llegó la hostilidad que en privado le volvían la espalda, sin que ninguna se sentara a su lado en el refectorio, saltándose las reglas de la casa. En poco tiempo, de silencio en silencio, de protesta en protesta, su valor se vino abajo, fue perdiendo la salud y el ánimo quedando durante muchos días en el lecho. Ahora el odio de las demás espiaba a la noche desde el otro lado, a través de las rendijas de la puerta.
—¿Quién va? ¿Quién está ahí? —murmuraba escudriñando la oscuridad.
Y sólo el viento de marzo traía como siempre su encrespada respuesta.
Sólo yo, agradecida por el favor de recibirme cuando volví como hijo pródigo al convento, me tomaba la molestia de servirla cuando no andaba de servicio en la puerta. Ninguna me culpó por ello pero yo adivinaba que no era de su agrado verme pasarle la comida mal aliñada, sazonada con un poco de charla y compañía.
Sólo de cuando en cuando el quicio de su puerta se animaba con la visita del capellán que acostumbraba a recibirla en confesión, pero aquel sacramento venía a añadir en su interior tormento sobre tormento, duda sobre duda. Escuchaba en silencio el murmullo cansado de sus labios, las mismas faltas, ya demasiado viejas, gastadas como su salud, sabidas de antemano. De tanto en tanto asentía y con la absolución, señalaba alguna leve penitencia tras la pregunta habitual:
—¿Nada más tiene que decirme?
Y la vieja priora negaba un día y otro día.
Era inútil la paciencia del capellán, su amistad de tantos años. Su pecado, la falta que esperaba nunca llegaba de sus labios por más que le apretara, tal como si sus fuerzas postreras le hicieran rebelarse, mantenerse desde el día en que la comunidad se olvidó de ella.
—¿No se acusa de ninguna falta grave?
Ya la respuesta muda de sus labios acompañaba un recio ademán dando la confesión por concluida. Luego, una vez el capellán partía, de nuevo renacía aquel concierto de susurros y pasos, de aquellos ojos espiando desde fuera su suerte, su sueño huido, la ración no consumida, el jarro donde el agua se secaba, las cuentas del rosario inmóvil, las manchas del cilicio en el erial macilento de las sábanas.
Allí quedaba jornada tras jornada, quieta, asida a su trono de tabla y cobertores, arropada en su orgullo, viva sólo en sus ojos que a media tarde la fiebre consumía. La casa entera en torno a ella gravitaba, la suerte de la santa, el rencor de sus fieles, su medroso abandono, el sueño madurado de la hija del antiguo protector que a buen seguro, con su muerte, vería presto sus esperanzas cumplidas. También para ella, sin razón evidente, ya que el correo volvía de vacío todavía, la suerte de las dos hermanas parecía olvidada y a la par decidida.
Muchas veces, cruzando junto al claustro, camino de la huerta con mi cesto de ropa a la cabeza, alcancé a verla en su celda, encerrada a solas con su amiga y doncella. Vestida con sus trajes mejores, ante el espejo que le devolvía su rostro valiente y joven, su fina boca y atención dispuesta, parecía esperar el momento en que la campana o su correo o la voz de sus fieles viniera a anunciarla que su reino comenzaba, que su afán de dominio y su ambición se hallaban en sazón, prestos a realizarse generosamente.
Señor, en qué duro destierro me tienes, con qué miserias me castigas en esta soledad hostil a que estoy condenada. Los días se suceden más allá de los muros de mi celda, en patios y pasillos, en la ciudad que un día atravesé poblada de jardines y alamedas. Aquí en cambio la luz apenas llega sino a través de esa ventana ruin más allá de la cual van y vienen pisadas, no sé si hacia el cadalso o la esperanza.
De cuando en cuando alguna puerta se abre, suenan voces en el corredor y un murmullo de hierros y cadenas viene a juntarse con el zureo de las palomas y el lamento quebrado de los grajos.
Señor, vuelvo hacia ti estos ojos inútiles que apenas tienen de qué sustentarse, sólo tinieblas y vacío y perfiles de muros rezumando. De poco sirven, vacilantes como mis pasos sobre las losas, torpes como el tacto rugoso de mis manos. En esta soledad sólo el oído crece, medra, distingue ya muy certeramente la arribada de la primavera en el rumor del viento o de los pájaros, el verano que llega en el sordo atronar de las chicharras, el otoño que eternamente permanece en la voz acerada de los pinos. Se diría que con el tiempo mi oído se transforma, se torna espía o adivino, va anotando en mi memoria las pisadas altivas del alcaide, las manos altaneras de los celadores, el deslizarse medroso de los reos, su trotecillo alegre si van camino de la libertad, la reposada ceremonia si es que van camino del Santo Tribunal.
Y los míos, ¿cómo serán? ¿Cómo atravesaré esa puerta? ¿De qué modo acompañaré a mis celadores? ¿Saldré de esta prisión viva o muerta, humillada o uncida al trono y suerte de mi hermana? Como las estaciones, la siembra, la sazón o la cosecha, unos días empujan a otros, ajenos a nuestro destino. ¿Cuál será nuestra suerte? ¿Cómo será la de esos otros cuyos pasos o toses o regüeldos cruzan ante mí de madrugada? ¿Cuál será su final, ese tiempo que nos hermana a todos y reúne? Cada vez que mi celador se presenta, tras anunciarse con su ruido de cerrojos, le pregunto acerca de sus huéspedes. Mas él calla, asegura que nada sabe, que son tantas las altas por traslado o libertad, tantas las bajas por condena o muerte, que apenas lleva cuenta de ellas. Tampoco tiene noticias de mi hermana, si permanece aquí o el Tribunal ordenó su traslado. Pero ya que las dos fuimos a un tiempo requeridas, juntas también hemos de vernos condenadas o libres.
O puede que esté en lo cierto, aunque algo en mi interior me dice que esta espera, este tiempo de prisión, es suyo también, común y compartido como aquel otro de años felices en la huerta y la celda. El demonio que nos denunció, conseguirá nuestra derrota pero no separarnos pues amor crece en la desgracia, medra entre recios avatares y si al final nos llega la hora de entregar el alma al Todopoderoso, aquel que todo lo entiende y sabe, moriremos juntas las dos a pesar de nuestros delatores.
No es lo peor la escasez de pan, de sal, el negro frío de la celda en invierno o la falta de misa y sacramentos. El Señor me perdone, pero lo que más me acongoja, con ser tantos mis males, es esta oscuridad que con el tiempo crece, estos ojos inútiles que poco a poco van fiando al tacto y los oídos sus pobres facultades. ¡Cómo serán las otras cárceles, los calabozos reales, cuando hay quienes se acusan de herejía para ser enviados a éstos! ¡Cuán poco conocemos del mundo, de la suerte de tantos que esperan llegar al otro para verse aliviados con la muerte!
Uno de esos falto de fe, ayuno de esperanza, se ha colgado. Le apretaron en el potro y a las primeras vueltas ya preguntaba qué había de confesar para que le soltaran. Mas nuestro tribunal no desea conseguir de tal modo las cosas. Quiere que el reo declare por propia voluntad todo aquello que en verdad ha sucedido. De tal modo se lo demandaron, apretando otra vez. Y dice el celador que el hombre, en vez de reconocer sus faltas, no sabía sino pedir caridad, rogar que le libraran de aquellos cordeles que cada vez más se le hundían en las piernas y brazos. Clamaba al Señor, a su infinita misericordia. Pugnando por quedar libre, a ratos declaraba hallarse de acuerdo en todo con los testigos para, a poco, según el dolor menguaba, afirmar otra vez su inocencia. Entonces el verdugo proseguía su trabajo, hasta donde las fuerzas le faltaban, cuidando no poner en peligro la vida del reo, ni la salud de ninguno de sus miembros.
En vano el secretario esperó junto al potro con la pluma en alto y los pliegos dispuestos. Aquella boca no volvió a pronunciar palabra, ni a pedir misericordia, tal como si de pronto el dolor le hubiera quebrado la garganta. Le devolvieron a su celda y a mediodía cuando su celador fue a dejarle la comida lo vio balancearse en las tinieblas. Colgaba de una lía de esparto que él mismo, tiempo atrás, debió tejer sin que nadie lo notara.
¿Cuál sería su falta? ¿Quiénes le acusarían? ¿Se hallaría como todos aquí, bajo denuncia de testigos que nunca llegó a conocer, que quizás nunca vio pero cuya razón puede prevalecer en nuestra contra? Triste destino el nuestro, marcado por la soledad, cuando no por la codicia y el miedo de los que fuera quedan.
El celador que se hizo viejo en este corredor, avivando o poniendo fin a tantos medrosos sueños, recuerda cómo muchos de los que nos precedieron, llegaron aquí denunciados por familiares o vecinos, en busca de venganza o beneficio. Tal sucedió en la aldea de mi padre con la llegada del Santo Tribunal. ¡Quién habría de decirme que, en el camino de la vida, habría de enfrentarme a él con riesgo de la vida!
Como tormenta de verano, así caía sobre nuestros campos aquella nube sombría que llamaban Edicto de Fe, ordenando que quien supiera de algún hereje o judío entre la vecindad o en casa, lo denunciara para no ser él a su vez procesado. Si en las aldeas tal cosecha no medró, en las villas mayores en cambio hizo que unos acusaran a otros, los hijos a los padres, los pobres a los ricos y algunos a sí mismos, adelantándose a quienes ya soñaban con sus bienes. Muchos hogares se cerraron entonces, muchas haciendas quedaron confiscadas, algunas para siempre con el amo en prisión, rico en bienes y a la vez mantenido por la misericordia, arrastrado al destierro y la desgracia sin cometer otro pecado que el de guardar en casa unos cuantos ducados.
Y el celador añadía que no era lo peor aquel estado de pobreza a que tantos quedaron reducidos, obligados a vivir de limosna si el proceso se prolongaba, sino la obligación de denunciar a otros, tanto si fueran cómplices o no, a fin de conseguir una condena moderada.
Un día, encomiándole yo su buen conocimiento y juicio en negocio tan grave como el de nuestro tribunal, acabó confesándome que él, a su vez, también pasó por parecido trance. Denunciado y absuelto al fin, tardó tanto su caso en resolverse que cuando volvió al mundo halló vendida su casa y heredades, la mujer huida y los hijos esparcidos como rebaño huérfano de rabadanes. Por algún tiempo anduvo mendigando, conoció en el estío el sueño de las eras, y en el invierno, el duro despertar de los pajares. Hasta que vino aquí.
—¿Por qué aquí, hermano? —le he preguntado un día.
—¿Qué más da este lugar que otro? A mi edad ya todos son iguales. Sólo queda esperar que el Señor me llame. Dentro y fuera de aquí, el mundo se parece tanto que se diría que nuestro tribunal gasta en balde abogados y notarios. Todos; santos y herejes habremos de acabar igual, en brazos de la muerte que al fin y al cabo no es el estado peor.
—¿Qué es lo peor entonces? ¿El fuego eterno?
—El fuego eterno no es más duro que el palo de la hoguera. Lo peor de este mundo es ser llamado a él, venir a él con la esperanza de ser felices. Hasta aquí se nos trae y aquí se nos abandona y aquí danzamos hasta el día del Juicio Final según el son que nos viene de lo alto.
Como apenas veo su rostro, me fío de su voz para hallar sentido a lo que dice. Es de los pocos que aquí no temen o suplican o lloran, como el agua en los días de estío, a la vez tan tranquila y monótona. Como los ecos del corredor, como mi suerte perdura ajena a mí, lejana, inalterable.
Tal como explican en sus piedras las columnas del claustro, los meses nacen y mueren cumpliendo la rueda del año, al compás de la lluvia, según el flujo de los ríos, como el vuelo tenaz de los milanos.
Viene en primer lugar enero el más cercano a la puerta que lleva hacia el pasillo de las celdas, con su doble rostro, mirando con el primero al año que termina y con el otro al que empieza.
Tras él está febrero que calienta sus pies al rescoldo de su tibio brasero, tal como las hermanas solemos entre rezo y rezo. Le sigue marzo, el que poda las viñas cuando la flor de la retama va tiñendo los montes de amarillo.
Fue a su amparo, antes que abril cuajara en cerros de colores, cuando la priora entregó el alma a Dios Nuestro Señor, una noche templada con la luna plateando los alcores. Volviendo de horas la descubrimos tendida en la cama con las manos cruzadas sobre el pecho, como presta a dejarse enterrar, ajena al fin a conflictos y rencores. Sus ojos abiertos, fijos, nada decían de cómo fue su final, de si salió de este mundo confortada o arrepentida, rumbo a aquel que nos salva o camino del reino que nos pierde. Nada podía leerse en ellos, parecían borrados, más vacíos que sus manos, tan vivas todavía, reposando inmóviles sobre la cruz del hábito. De esta suerte nadie llegó a saber con certeza si fue su testimonio el que a la santa condenaba, si llegó a arrepentirse alguna vez antes de que sueño y muerte se unieran para arrastrarla lejos de nosotras.
La única en conocerlo pudiera ser la huéspeda, pero ella callaba aún, ajena cuando no indiferente, en tanto hundían a su amiga en la tierra. Más tarde, en cambio, en la sala capitular, tratando el negocio de la nueva elección para el cargo vacante, era digno de ver, según aseguraban, su trajinar en busca de noticias y votos, su prometer mercedes, su buen rostro sereno y renacido.
Como la brisa fuera, así espantaba los malos recuerdos con promesas que hacían callar hostiles murmullos, como el agua de nieve luego hecha manantial, de tal manera pregonaba tiempos mejores si llegaba a gobernar la casa.
Poco a poco la piña de su bando fue creciendo de nuevo tan rica y apretada que se llegó ya a dar por descontada su victoria, mas pocos días antes de las votaciones, alguien corrió la voz de que la santa regresaba.
Cierta o no la noticia pareció alzar de nuevo el estandarte de la santa. Sería preciso esperar a que su juicio se fallara antes de arrebatarla el grado que la antigua priora sólo había ocupado de modo interino. Cada vez que la huéspeda trataba de alzar la voz en el capítulo, intentando ganar votos, una nube de toses y siseos acallaba su voz hasta hacerla enmudecer roja de ira y despecho. A pesar de sus promesas pronto cambiadas en claras amenazas no era capaz de hacerse escuchar sino en los corros de las ganadas de antemano. A las demás nada arredraba, sobre todo a las más viejas, que parecían haber hecho causa común con la acusada. Aunque la casa fuera cayendo día a día, aun con la huerta abandonada y sola y la iglesia hecha puro despojo, era preciso esperar, nombrar todo lo más un consejo de mayores, de aquellas con mayor experiencia, que sacaran adelante la comunidad hasta que el tribunal se pronunciara.
Pronto se vio que no obraban así por amor a la verdad, sino por odio a quien con su actitud y bienes les había hecho conocer la miseria de sus vidas, su falsa vocación, su nido de tristeza miserable. Tal vez sin su llegada hubieran muerto si no felices, al menos resignadas, pero aquella celda que en un tiempo se complacía en mostrar, la doncella sumisa, sus refinados trajes, el buen yantar, las bebidas perfumadas, el airón recamado de su pelo, sus espejos pulidos y despensa abundante eran mucho para quienes nunca conocimos sino la sarga o el esparto, cilicios, disciplinas, la escarcha del coro o la carne macerada bajo el hábito.
Era mucho querer encima dominarnos, ordenar nuestras horas, enmendar nuestras acciones, nuestros pasos. Tal pensábamos todas según el tiempo de la elección se venía acercando.
Vino mayo, que es galán caballero en el claustro, con sus cielos a medias cubiertos, y sus prados ya maduros de flores. Con junio se encendieron los primeros vientos y julio hizo acopio de pan en relámpagos de hoces que desde la mañana encendían el cielo ya tan bajo y cargado. El camino real se alejaba vacío, cansado como un mal sueño de silencio animado sólo por el lento cruzar de las galeras cargadas de haces dorados rumbo a las eras tostadas y brillantes. El bochorno de la media tarde hacía vibrar los alcores y hontanares, y el convento soñaba aguardando a que su suerte se decidiese, quién sabe si por un tiempo o para siempre.
Labores y oraciones se cumplían sin preguntar ni obedecer, a toque de campana. Mis manos se convirtieron en prioras, en la única voz respetada, obedecida, salvo por nuestra huéspeda que de nuevo encerrada, apenas se dejaba ver sino algún que otro rato, entreabriendo su puerta para enviar o recibir, como solía, a sus secretos correos.
Pero sus cartas, según luego se supo, no iban ahora camino de la villa donde la santa esperaba su sentencia, no apuntaban a ella sus desvelos. Bien pronto conocimos en la comunidad cuál era el nuevo rumbo de sus mensajeros.
Muy de mañana, un día, rompiendo el sol su cortejo de nubes, otro cortejo vino a asomar entre el polvo y las viñas, a paso lento de jinetes caballeros. Aquella tropa no venía por cierto de la corte ni de la villa del tribunal, sino de más allá. Pequeña y todo, parecía crecer en la llanura prieta y fuerte, según se aproximaba.
Una vez cerca, bien pronto adivinamos que nuestro protector volvía y aún más presto supimos el porqué de aquel imprevisto retorno, dejando tras de sí los rescoldos aún vivos de su guerra. Apenas bajé de la espadaña con la noticia a cuestas, cundió en unas el desánimo y en otras, pocas, una nueva esperanza. No faltó quien avisara a prisa a la hija que, como si ya esperara la noticia, se demoró cuando la tropa se detuvo a la entrada del patio.
Allá en el medio de la comunidad, tan dócil ahora parecía ya la nueva priora, señora de la casa esperando al padre que, pie a tierra, entre los brazos la estrechaba. Quedaron en el zaguán los caballeros y el padre tras apurar un refrigerio que le servimos en la sala capitular en contra de las normas de la casa, nos dirigió la palabra como pastor que ordena su rebaño:
—He venido a saber —comenzó las tristes nuevas que desde mi paso por aquí han sucedido. Quiera el Señor que tales sucesos concluyan felizmente, pues que de ellos depende en gran parte mi sosiego y devoción por la casa. En lo que se refiere al proceso de la santa, según me dicen se halla en muy doctas manos. Ellas sabrán dictaminar si hubo delito o no y en qué medida se ha ofendido y faltado al dogma en la comunidad; quiénes fueron sus cómplices y qué castigo merecen.
Hablaba como un padre a medias burlado y a medias ofendido. A ratos la blanda carne de su cuello flotaba sobre la gorguera a impulsos de la ira. A ratos parecía faltarle el aire en torno; su rostro enrojecía y sólo una breve pausa y unos medidos sorbos del vaso que mantenía en su mano, le permitían proseguir hilvanando amenazas y advertencias. La hija a su lado, callaba, parecía contar las baldosas del suelo con los dedos escondidos en las mangas del hábito. Se la veía tan sólida y crecida a la sombra del padre; tan segura de sí, que ni siquiera le era preciso hablar, hacer balance de los postreros avatares, a buen seguro explicados por carta.
Ahora se contentaba con mirar de cuando en cuando a sus rivales, dejando adivinar lo que el padre callaba, dando a entender que en sus manos estaba la suerte de la casa.
—En cuanto a la elección —continuaba aquél— no consientan perder más tiempo en discusiones, porque es de tal suerte la condición humana que a menudo olvida su fin principal, perdiéndose en lo más vano y accesorio. Gran lástima es ver esta casa sin gobierno, cuando en ella antes reinaba toda paz y perfección. Tengan a bien apartar dudas y cuidados que yo les he de favorecer tan pronto como elijan nueva superiora.
Hablando así se le iba la mirada tras de aquella que habiendo solicitado su ayuda, aparecía ahora como ajena a todo.
—Así, hermanas, hijas mías, por buen padre de todas me tengo. Por ello les recomiendo tengan ánimo todas y olviden pasadas banderías.
Quedó en silencio la comunidad como rebaño de muchachos tras la censura del maestro, disimulando a duras penas su ansia de responder, unidas sin avanzar un paso hacia la puerta. Y viéndolas tan firmes nuestro protector, no sabiendo si salir a solas, esperando tal vez que le siguieran, preguntó:
—¿Alguna de vuesas caridades tiene alguna razón en contra?
Y al punto se encendía escuchando la respuesta.
—La gracia del Espíritu Santo sea con Su Excelencia. En lo que se refiere a la nueva priora, esta comunidad le suplica tenga a bien entender que iría contra sus reglas proceder a dicha votación en tanto no se resuelva el proceso de la santa.
Quedó por un instante nuestro protector con los labios sellados, meditando, en tanto añadía la misma voz:
—Además, si nuestra hermana vuelve inocente, sería grave afrenta para ella.
—Tal cosa no sucederá —murmuró airado.
—¿Cómo, señor, podemos estar seguros de ello?
—Yo trataré este negocio con el provincial, y él mandará recado de cuanto decidamos.
Con tales palabras dio al punto por concluida la entrevista y esta vez más ligero, con el ceño fruncido y grave paso se alejó de la sala y del convento.
Todo un día se demoró en la villa. Por dos veces se le vio a solas con su hija. Nadie en toda la casa fue de nuevo admitida a su presencia, a nadie concedió licencia para rogar, preguntar o pedirle influyera ante el tribunal a fin de que tan largo proceso se abreviara en lo posible. Cualquier intento tropezaba con el muro discreto de un impasible secretario.
Y sin embargo, su único afán, en la villa y en la casa era el destino de su hija, que según quien los acertó a ver de paseo por la huerta, le apretaba con palabras y susurros, urgiéndole tomara las riendas del proceso en sus manos, contándole sus muchas desventuras y aflicciones, quién sabe si amenazándole con huir de allí si no se solventaba presto el caso.
A la noche siguiente partió. Salió nuestra huéspeda al zaguán a despedirle. Y en tanto se inclinaba para besar sus manos las que le rodeábamos, aún pudimos oír sus postreras recomendaciones:
—Recuerde, señor padre —había murmurado—, que si ella vuelve, es inútil que yo siga aquí.
Y el padre abarcando con su mirada la casa toda, respondía otra vez con gesto firme:
—Sobre ese extremo, queda tranquila. Yo haré que el caso se resuelva en llegando a la corte.
Era temprano y sin embargo la tierra bajo el sol murmuraba en el chirriar de las cigarras, en el canto del alacrán, dormido a medias en su nido de polvo, en el viento a punto de morir bajo los álamos, en los troncos comidos de moscas y gorgojos. Era temprano cuando el cortejo se borró tras de los cerros, brillantes ahora en mil espejos turbios, en verdes retamares, en troncos secos, rotos, que a buen seguro adelantaban ya, tal como se les alcanzaba a distinguir, el destino que paso a paso, a través de la llanura, venía hasta nosotras, despacio y sin perdón, presto a barrernos como su duro brazo.