Capítulo II
Vino a buscarme como tantas noches y esta vez comenzó preguntándome cuál era mi parecer sobre aquellos que recién acababan de dejarnos. Le respondí que parecía gente viciosa y torpe más apegados a los goces de la tierra que a los dones del cielo, dignos del Santo Tribunal, de una buena ración de hambre y azotes. Pues muchos de ellos andaban en el siglo anunciando supuestas revelaciones, predicando la unión de hombre y mujer para traer al mundo nueva casta de profetas. Y aún más: aseguraban que no pecaban los humanos, si tal les sucedía una vez alcanzado el éxtasis, en el cual, anulados los sentidos, la razón no contaba estando libre el cuerpo de cualquier falta grave o compromiso.
—Entonces, así, en éxtasis, llevaremos nuestro empeño adelante. —Y sacando mi hermana un cuchillo pequeño de entre los pliegues de su ropa, me lo tendió en silencio.
—¿Para qué? —pregunté antes de tomarlo.
—Para salvar la casa.
—¿Con arma tan pequeña?
—Con ese arma y mis manos.
Me mostraba las suyas y yo se las besaba, preguntándome si sería capaz de herirlas, como ella de aguantar el dolor del lance. Me explicó muy claramente cómo una vez las heridas maceradas, pronto alguien haría correr la voz que eran obra del Señor. La gente acudiría y a poco que la seca y el mal aflojaran, nuestra fama medraría hasta los aledaños de la corte.
De nuevo temblaba yo. Todo aquello traía a la memoria viejas palabras de la priora cuando, en contadas ocasiones, nos hablaba de falsos profetas y herejías nuevas. Engañar a la orden, a la ciudad y al mundo más allá de los muros era pecado grave, aunque, tal como mi hermana deseaba, el Señor nos hiciera la gracia del éxtasis. Perpetrarlo, dejarlo medrar, crecer, mentir un día y otro, ganar fama y fortuna aunque fuera por el bien del convento, se me antojaba más que faltar al dogma, pecado de soberbia. ¿Cómo habría de perdonarnos el Señor? ¿Cómo seríamos capaces de recibirle cada día, de sentirle en nuestro cuerpo manchado de mentira?
Pero mi hermana tenía siempre respuestas para mis preguntas, tal como si llevara largo tiempo preparando el paso. Nadie sabría la verdad. Las llagas durarían cuanto fuera necesario. Luego, una vez la casa a salvo y el mal tiempo vencido, ella misma diría la verdad al capellán salvando el alma de las dos, a cambio de alguna dura penitencia.
—Puede que lo descubran antes.
Mi hermana miró al cielo, más allá de la ventana, roto a lo lejos por remotos relámpagos.
—Todo el mundo ve en estos días fantasías y apariciones. ¿No oyó nunca hablar de las campanas de Velilla?
—Sólo conozco las de la villa y las de casa.
—¿No le hablaron de la campana del milagro?
—Nunca oí tal.
—Pues sepa que repica sola, sin que nadie la mueva, cuando va a suceder alguna desgracia. Muertes de reyes, desastres graves, guerras o pestes.
—¿Como ahora?
No respondió. Sólo miraba afuera. Quizás buscaba allá entre aquella maraña de luces algún signo especial, alguna señal que le hiciera adivinar su buena o mala suerte. Le dije que aquel libro y la enfermedad le habían vuelto otra.
—Es verdad. Ahora sé qué sucede en las comunidades donde se dan casos tales, donde aparecen llagas y monjas elegidas. No como el nuestro donde sólo sabemos rezar y esperar. En esas otras casas llueven limosnas. Nunca son pobres. No es preciso dividirlas o cerrarlas por no pagar la renta o por faltar a veces un puñado de ducados.
—Así pues ¿piensa que nos separarán?
—A buen seguro; si el informe del visitador es tal como me temo, dividirán a la comunidad en otras casas que puedan acogernos.
—Quizás vayamos a la misma.
—Sólo el Señor lo sabe.
—O tal vez nos separen.
Miré el cuchillo por primera vez, tan pequeño y pulido. Me pregunté cómo podía defender nuestra unión de algo tan leve y ruin y probándolo en mi carne, exclamé:
—De todos modos yo no la abandonaré.
—Entonces, presto, empecemos cuanto antes.
Se tendió en su camastro, dejando fuera el más vecino de los brazos. Yo dudaba, tanto era aún mi recelo, mi miedo. El cuchillo temblaba temiendo hundirse en aquella piel tan dulce, amiga y suave. En vez de herirla comencé a besarla, camino de los dedos, por la senda de sus venas exangües hasta quedar sobre el lecho las dos, unidas y vencidas sobre la pobre colcha. Era un sueño como tantos pasados, muertos ya, en los que amor y voluntad se perdían hasta la madrugada, cuando las dos unidas estremecidas, consoladas, buscándonos a solas en el latir presuroso de la sangre, veíamos llegar la luz como hostil mensajero que arrastrara consigo las dulces horas de la noche. Era como gozar de una agonía deseada, como cera que se derrite y muere al calor de la lumbre, como volver la cara al mundo y llenarse de pasión para siempre, locura gloriosa, donoso desatino, caudal de goce verdadero.
Todo ello fue. Todo aquella noche volvió a repetirse. Luego, al fin vuelta en mí, recuperados mis sentidos, tomé el cuchillo sin dudar más y hundí la punta en la palma de sus manos.
Cuando brotó la sangre que otra vez nos unía, embriagadas las dos de amor y desatino, susurró a media voz:
—Con dulzura, hermana. Procure que la mano no le tiemble.
Cuando la sangre se secó dejando sobre la piel una mancha sutil de rojas telarañas, nos alzamos las dos con el aliento entrecortado, bañadas en sudor, sedientas y distantes. De pronto sentí sus labios sobre mí desde la nuca al cuello camino de mis labios y a medida que su boca me cercaba, no crecía la alegría en mí como solía, sino un gran desasosiego, no sentido ni en mis tiempos peores. Era como si en aquel negocio común yo llevara la parte de los pobres que ni pierden ni ganan, a los que sólo toca obedecer si pueden.
De cualquier modo ya no era ocasión de arrepentirse. Sola y dejada de mi hermana ¿a dónde iría yo? ¿Con quién me juntaría? Sin ella la casa se me antojaba valle triste y vacío. Ella era para mí causa y razón, hortelano de mi huerto escondido, sal de mi tierra, manantial de mi cuerpo. Así tomé el cuchillo que había abandonado como quien deja tras de sí el recuerdo de su crimen y lo escondí en mi seno, camino de la puerta.
—Guárdelo —me dijo—. En su celda no lo echarán en falta.
—Eso espero —le respondí desde el umbral—. Y que el Señor se apiade de nosotras.
Quiso el Señor probarnos otra vez en las más jóvenes hermanas. Fue la siguiente una muy sierva suya tan amiga del coro y virtuosa que a mi entender no pisó siquiera el purgatorio. A buen seguro le sobraron méritos. Otra en cambio murió sin confesión, de pronto, arrebatada por el mal como si Satanás no quisiera demorarse. En tanto bajábamos su cuerpo para enterrarla con la misma ceremonia que a todas, me preguntaba yo si la bondad de Dios la salvaría, si impediría que su alma se perdiera, si la mía acabaría de igual modo. Anduve todo el tiempo temerosa, a ratos decidida a acudir ante nuestro confesor, a ratos dispuesta a arrodillarme allí mismo en presencia de todas, proclamando mi falta y mi pecado o escapar a la noche lejos de las demás, donde nadie pudiera conocerme. Pero el Señor, o la ciega decisión de mi hermana, pudieron más que mi débil voluntad y así seguí tal como estaba aguardando las consecuencias de nuestro grave paso.
Poco tardaron en salir a la luz. Ello fue a los pocos días, allá en el mismo coro, donde sufriera antaño su primer desmayo. También como entonces fue a la hora de maitines, también cantábamos dormidas a medias, recordando asustadas a nuestras últimas hermanas arrebatadas en flor de vida por aquel que la da y la retiene en sus manos. Nuestras voces sonaban afligidas, alzando en la penumbra tenues columnas grises, en tanto las miradas de todas volvían una y otra vez a los sitiales vacíos ahora. Ningún sosiego nos venía de nuestras oraciones, tan sólo una tristeza amarga, un malestar profundo y desasosegado que a la hora de comulgar nos hacía romper en lágrimas, hasta empezar las labores de la casa.
Yo a menudo me preguntaba por entonces por qué mi hermana se demoraba tras apurarme tanto, qué ocasión esperaba, hasta que cierta noche, rompiendo casi el alba se dejó caer de improviso, yendo a dar con sus huesos en la tierra.
De nuevo como antaño un revuelo de hermanas y tocas envolvió al punto a la recién caída. Yo en un primer momento viéndola tan inmóvil, como muerta, me pregunté si no sería real su paroxismo, tan recio fue el golpe sobre las tablas, tan sordo el retumbar de su cabeza.
En aquel punto y hora acabaron los maitines. Las unas pugnaban por sacarla de allí, las otras por volver a alzarla, en tanto la priora iba abriéndose paso con gran esfuerzo entre brazos y sayas. Al fin la llevaron inerte hasta el sitial principal más ancho y despejado, dejando que corriera el aire un poco por ver si aquel relente frío la animaba. Yo me quedé más lejos esperando lo que sucedería, pugnando aún por saber si el viejo mal volvía a la carga o el accidente era pura invención lo mismo que las llagas.
Cierto o no, mi hermana se resistía a volver a este mundo. Apenas se le alzaba la cabeza, volvía su rostro a caer pesadamente; era vano mantenerla erguida, hacerle caminar, ni tan siquiera levantarla. De nuevo se llamó al doctor, mas como no se le esperaba presto, ni aún había certeza de que acudiera, ordenó la priora que dos de las más fuertes la alzaran poco a poco, ayudándole a alcanzar la celda, en cuyo lecho pudieran descansar aquellas piernas flojas como tallos de avena.
Así estaban intentando levantarla cuando la más joven de sus valedoras descubrió sus manos, sofocando un grito. Presto se acercaron las demás, incluso la priora que, ya a punto de salir, volvió sobre sus pasos.
Las llagas estaban allí tal como yo las hice, pero mayores, hinchadas, cenicientas, en medio de las palmas de las manos, como nacidas de la carne, sin señal de cuchillo ni rastros de cortes.
Yo misma dudaba, me preguntaba si eran aquellas huellas obra mía o merced del Señor, respuesta a nuestras oraciones. Ni yo misma era capaz de reconocer allí nuestra mutua mentira, aquel engaño de las dos, en tanto las demás pugnaban por descubrir su verdadera condición.
—Son llagas; miradlas cómo sangran.
—Puede que ya estuvieran la otra vez que cayó.
—Es cierto, yo las vi en aquella ocasión, cuando perdió el sentido como ahora.
La priora las miraba también atenta, quién sabe si creyendo en ellas o desconfiando. Parecía confusa quizás porque su vista vacilaba tanto como su boca a la hora de responder a las demás hermanas. Tan sólo murmuraba ¿quién sabe? a buen seguro dando gracias a Dios de que el plazo de su cargo en la casa estuviera cercano. Mas a su espalda las preguntas apremiaban:
—¿Por qué no habría de elegir el Señor nuestro convento?
—¿Por qué ha de ser menos que otros?
—Sus avisos son para obedecerlos, nunca para juzgarlos.
—Pero ¿serán verdad o no?
—Levanten a la hermana y llévenla; acabemos.
—Madre, ¿y si fueran ciertas? ¿Mandará aviso al Provincial?
—Ya se verá a su tiempo. Puede que en unos días se borren como tantas.
—¡No lo quiera el Señor!
—¿Quién sabe? —El viejo rostro parecía sombrío cuando salió apoyándose en su viejo bastón llevando por delante su rebaño.
—¿No es verdad que nunca sucedió aquí tal cosa?
—Que yo recuerde, no —replicó todavía.
—¡Quiera el Señor que resulten verdaderas!
—En mi opinión —concluyó rumbo a la celda de mi hermana— son estos tiempos demasiado recios. El Señor quiso medirnos antes en la desgracia. Puede que ahora quiera probarnos en nuestras vanidades.
Aquellas manchas, emponzoñadas, cenicientas, traían sin embargo para la comunidad una esperanza nueva más allá del silencio de la superiora. Para unas eran bendición del Señor que así nos señalaba, para otras aviso de que algo extraordinario vendría a suceder: quien sabe si el final de la seca y de los males que nos asolaban. Para todas algo con que llenar aquellos días hostiles y vacíos, fe nueva que habría de salvarnos como al pan y las villas, la tierra y los olivos. De pronto nuestro destino estaba allí, en las manos de mi hermana que callaba, volvía en sí, abría los ojos por breves instantes y volvía a cerrarlos con el semblante como ido.
Por un tiempo nuestro médico no acudió. Quizás andaba reunido con la familia, olvidado de la villa y nuestra casa, pensando sólo en la propia salud, en la vida de los suyos, esperando a que el mal se aplacara, o dispuesto a marchar aún más lejos como tantos. Los días se nos iban en los trabajos de la huerta, pero ni yo ni las demás teníamos sosiego y tiento suficientes para amarrar la mente a los surcos ruines de las navicoles, vida y sustancia ahora de nuestros pobres caldos.
Yo, entre el temblor y el gozo, entre el miedo y la gloria de la casa veía a ésta crecer como mi hermana en sueños anunciaba, me sentía hortelana de tierras ricas, todas nuestras hasta donde los ojos alcanzaban, veía nuestra alberca rebosante, escuchaba el murmullo del viento en las ramas de nuestros mirtos y ciruelos, el caminar alegre de nuestras yuntas y rebaños. Veía aquellos matojos abrasados ahora por el sol y las heladas, amenos y crecidos, verdes, rojos, dorados, rebosando pan, vino y aceite, rodeados de apretada grey, lo mismo que el refectorio más grande y desahogado, poblado como el claustro o el coro.
Y finalmente nuestro doctor llegó, no con noticias graves, al menos no peores que las ya conocidas de antemano, harto grave y a la vez desconfiado. Era un hombre conocedor de la vida, curtido en muchas muertes, en campos de batalla donde aprendió su oficio. Llevaba recta vida de casado y a más de otras virtudes y talentos, gozaba de entendimiento y ciencia a la altura de los más sabios cirujanos.
Podría haber marchado de la villa, aseguraba a veces en sus pláticas, pero el afán de medro no le espantaba el sueño, ni la vida de la corte le llamaba.
A ratos se me antojaba demasiado humilde, a veces demasiado altivo como si ambas potencias lucharan en él venciendo cada cual según la hora.
Así me preguntaba de qué humor visitaría a mi hermana, cuál sería su dictamen final, si acabaría descubriendo su mentira. Vile llegar y eché tras él como la mayoría de las otras, deteniéndonos a ratos para no ser descubiertas por la priora. Íbamos a su huella recogiendo migajas de palabras, sombras de gestos, retazos de ademanes, fingiendo labores ya concluidas en el portal, el claustro, la escalera, pidiéndonos silencio mutuamente por los pasillos camino de la celda.
Parecía muy dispuesto a entender del caso, a hacer luz y espantar sombras de poco peso, tal como él mismo las juzgaba, ya que según decía no sería la primera vez que un convento entero sufriera de tal tipo de visiones. No conocía él otros prodigios anteriores pero sí oyó hablar a clérigos y capellanes de otros milagros parecidos que, una vez denunciados, quedaban en vana ilusión cuando no en invenciones infantiles.
Oyendo sus palabras, viéndole a punto de ganar la celda de mi hermana, renacía mi aflicción, apuntaban mis lágrimas. Por un lado deseaba servirla a ella en todo, dulce prueba de mi amor y mi valor; por otro temía contrariar a Dios, servir a Satanás con nuestro pecado, meter en casa su simiente. ¿Qué sería de mí, qué de mi hermana, si a la postre nuestro doctor fallaba en contra? ¿Dónde nos llevarían? ¿Qué podríamos declarar? ¿Cómo serían las cárceles del siglo?
Al fin llegamos, llamó la priora quedamente y con el «Ave María» pasaron ambos. Vimos a mi hermana incorporarse, saludar al médico y luego tras una indicación mostrarle las manos. El doctor las tomó, miró y palpó en silencio muy atentamente, dándoles vuelta, cerrándolas a fin de comprobar si le dolían. Ella negaba una y otra vez y el médico dudaba mirando de cuando en cuando a la superiora. Todas guardábamos silencio, en tanto seguíamos la escena a través de los resquicios de la puerta, informando a las que a nuestras espaldas aguardaban, intentando entender las palabras que muy de cuando en cuando conseguían llegar hasta nosotras.
—En mi opinión, más parecen heridas que llagas —murmuró.
—¿Y en qué está la diferencia?
—La herida viene a ser una rotura de la carne. Cualquier cuerpo cortante puede hacerla. Lo extraño es que suceda en ambas manos. También puede deberse a un exceso de trabajo: partir leña, cavar, podar, un continuo desgaste de la piel, una astilla o una espina no extraídas a tiempo, pero aun así es difícil justificar las dos.
—Como las de Nuestro Señor.
—Y también como las de tantas invenciones. Las llagas en cambio, nacen de algún vicio local, de alguna causa interna.
Mi hermana callaba. Viéndola allá a lo lejos, entre el doctor y la priora, parecía abandonada a sus fuerzas, con los ojos cerrados, como a punto de despedirse de la vida. Yo a veces me olvidaba de la razón y causa de todas aquellas consideraciones que en la celda sonaban, como si los estigmas lo fueran de verdad y no manchas de sangre labradas por mis manos. A cada instante mi malestar crecía, según las preguntas de la priora arreciaban y el doctor esquivaba la respuesta. Por fin, sintiéndose acosado, accedió a recetarle un remedio que intentara borrarlas o impedir por lo menos que crecieran.
—Pero ¿y si fueran ciertas? —preguntaba implacable la anciana—, querer borrarlas ¿no será ir en contra de los deseos del Señor?
El médico que ya venía hacia la puerta, se detuvo con una sombra bailándole en los ojos.
—Si se curan, hermana, es que no hay nada en ellas de sobrenatural. Dejemos que el tiempo decida por su cuenta.
Los dos salieron, tan ajenos a todo lo que no fuera su presente negocio que apenas nos vieron, ni siquiera la priora cuando entornó con cuidado la puerta como quien guarda celosamente a sus espaldas un tesoro o una amenaza peligrosa a los ojos de otros. El médico ya se alejaba pasillo adelante, pensativo a su manera, con el andar corto y medido de los acostumbrados a aprovechar sus fuerzas. La priora tardó en alcanzarle, apoyada en su bastón de puño de plata, recuerdo de otras mejores épocas. Ya a punto de alcanzar el claustro, se detuvieron al escuchar nuestra voz a sus espaldas.
—Madre. ¿Tenemos santa?
Era una de las más jóvenes que con el impulso de la edad y de las almas simples, venía a preguntar lo que no osaba ninguna de las otras.
—¿Qué hacen ahí? ¿Qué esperan?
Pero ninguna se movía. Parecía que con nuestra presencia obligáramos a darle cabal respuesta.
—Madre… díganos la verdad…
—Digo que se retiren. —Y siguió tras el médico.
Cuando les vi marchar con sus dudas, tan poco satisfechos, concediéndonos un nuevo y breve plazo, sentí un alivio en mi desazón. A lo largo de unas semanas estábamos a salvo. Puede que antes de la nueva visita mi hermana se aviniera a borrar sus heridas y aquel miedo de tan recia acometida, se borrara también haciéndonos volver a los días de amor, lejos de estremecidos sinsabores.
Los días pasan; no llegan nuevas de la ciudad, ni de la corte. Ya se acerca el otoño amenazando en el color de musgo de la tarde, en los cielos cortados por sombras de cuchillos pálidos. La muralla amanece cada vez más lejana, sólo viva en algún alcotán, en el ruidoso torbellino de los grajos. Mi hermana sigue sin salir de su celda, tan lejos de nosotras y a la vez presente en nuestras charlas y oraciones. Todo; silencio y plegarias gira en su torno, va a ella dirigido, la borra y la transforma más allá de la puerta vedada, salvo para la priora y la hermana motilona que la lleva a media tarde la cena.
Tampoco hay nuevas de ella. Se diría que ya no es mi hermana, aquella que tanto me buscaba tiempo atrás. Su reino ya no es mi reino, su corazón es sólo de sí misma, sus manos no se funden con mis manos. ¿Por ventura terminará nuestro amor ahora, a causa de este doble pecado, urdido, preparado, llevado a cabo por ese amor precisamente? A veces siento un deseo profundo de abandonarlo todo, confesarlo al capellán. Si esta aparente santidad, si sus falsos estigmas vienen a separarnos, mejor quedar como antes aunque humilladas, lejos una de la otra para siempre. ¡Válgame Dios, qué trabajos y pleitos y tormentos acomete amor, qué de aventuras, cuánta honra nos reclama! ¡Quién supiera guardarse de su envite!
Me ha comenzado a acometer una tristeza que ni puedo callar, ni encubrir, que me tiene contrita sobre todo a la tarde. Ningún reposo tengo, sobre todo en el lecho cuando el sueño no llega. Es gran lástima verme en cambio por el día ocupada en negocios que manda la obediencia, pero que nada tienen que ver con el que importa, me anima y me mantiene. Mi voluntad es suya tal como hasta ahora la guiaba, pero ya sin camino ni cobijo; las dos ajenas, separadas, libres; yo me declaro incapaz de seguir, de disponer de mí, sin tener a mi lado a mi amiga y compañera. El convento, la enfermedad, la seca, nada me importan si los comparo con su falta; no mueven a compasión ni siquiera a los rostros que de cuando en cuando se asoman al portal pidiendo su ración de caldo. ¿Qué son tales dolores comparados con mi propio dolor? ¿Qué sabe nadie lo que es este morir, despedazarse, sentir amanecer un nuevo día como un nuevo calvario? Quien vive a solas su dolor, vive y sufre en su carne y su sangre un tormento tan duro y grave como aquel que hizo a Dios Nuestro Señor temblar y estremecerse abandonado de todos.
Si no temiera quebrar mi suerte, si no temiera a las demás hermanas, al Santo Tribunal, a la ira del capellán y la priora, no sería capaz de callar nuestra verdad, mas tal verdad, esas manchas oscuras, es el último lazo que nos une, el recuerdo de nuestra única esperanza, de volver a vivir aquellas tiernas madrugadas, aquel fuego de amor que aún tiembla en mí, me ahoga y atenaza.
Mejor callar, velar, rezar. El Señor que es todopoderoso sabrá sacarme de esta doliente encrucijada, sabrá unirnos de nuevo como antaño, hundir en el olvido esos necios desdenes y estos días tan largos a la espera de la nueva visita del médico.
De esta manera vino el Señor a confundirme: cayó mi padre enfermo y como tales nuevas bien presto se conocen, quise ir a verle siquiera fuese por última vez, habida cuenta de los achaques que ya sobre él los muchos años y trabajos iban amontonando. La priora tuvo a bien concederme licencia para el viaje y así quedé a la espera de algún carro que quisiera acercarme. En ello transcurrieron unos días. Días amargos, noches aún peores con el alma sin guía ni ejercicio alguno, dudando si mi afán por alejarme era antes por huir de mi hermana, que por ver en sus últimos días a mi padre, si su olvido era más fuerte que mi pena o mi orgullo capaz de disfrazarse con galas de caridad y devociones.
Viéndome huir de las demás, sintiéndome llorar por los rincones, me preguntaban la causa de mi mal y yo mentía fingiendo una gran impaciencia, hasta que cierto día llegó finalmente la ocasión, fijando al punto la fecha de partida.
Me dieron por compañera a aquella motilona que a ratos atendía la cocina, mujer de pocas luces pero de buen humor, tranquila y sosegada, siempre dispuesta a dar la cara en cualquier contratiempo. A buen seguro que pensó la priora habría de servirme como de ángel guardián. El caso fue que el día señalado, las dos dejamos atrás la casa, ella con gran satisfacción y yo con gran desatino en la cabeza.
Según el polvo iba borrando a mis espaldas los árboles del huerto, nuestra ruin espadaña, sentía más aguda todavía la espina de mi soledad, el recuerdo invisible de aquella que quién sabe si espiaba en aquellos momentos nuestra marcha desde la celosía. Su ingratitud, su desamor me dolía cien veces más ahora imaginándola en su celda, callada, inmóvil, camino de ser santa.
Mi compañera en tanto me animaba. «Esto pasará presto», me decía, pensando en la suerte de mi padre. «No más de una semana y ya el trance estará olvidado». Mas bien sabía yo que la soga que llevaba a rastras no me la iba a soltar el demonio tan presto y fácil por más lejos que fuera, por más que me esforzara.
Tomamos el camino real cerca de la muralla aún callada y desierta. Humo no había, ni rastros de fogatas, ni vecinos, ni ganado, sólo el hedor aquel flotando en el aire. Ninguno había vuelto y los muros tan hoscos y sombríos, aquel silencio estremecido barrido por el viento, espantaba allí al pie de sus puertas más aún que desde las celosías, devolviendo el estruendo del carro. Era cruzar ante una vida sin vida, junto a un río más que muerto, helado, entre huertos estériles, quemados. Ninguna de las dos hablaba, ni siquiera el carrero, sólo mirábamos aquellas dobles puertas antes tan vivas, abiertas, confiadas y ahora vacías con sus grandes hojas inertes, desiertas día y noche quién sabe si esperando la invisible llegada de la que no perdona.
El carrero recordaba la villa en sus días de esplendor, en sus fiestas y bodas, cuando en el día del Santo se volcaba en sí misma, vaciando sus mejores galas y alhajas en las calles tan vivas y apretadas. Yo nunca la vi así, pero me imaginaba más allá de las piedras cenicientas, meriendas y banquetes en los que se fundían tantos bienes, tantas vastas haciendas. Veía también las casas de linajes, de hidalgos labradores, tal como fue la nuestra, sin trazas de judíos o moros, de sangre limpia y solar conocido. Imaginaba también las viudas generosas protectoras de doncellas y huérfanos, los ricos caballeros, pecheros honorables, todos juntos viviendo en paz, los unos de sus rentas, los otros de su oficio. A unos y otros vino a enfrentar el mal y la falta de lluvia, afirmaba el carrero, y en tanto el cielo no dispusiera las cosas de otro modo, seguirían opuestos y enemigos porque el miedo a la muerte y la miseria alumbran en el hombre sus instintos peores.
Ya la ciudad quedaba atrás, ya el convento se borraba en las primeras sombras de la tarde. Viéndole así a lo lejos, semejaba una ruina dorada, solitaria, tan vacía como los altos muros de la villa, a punto de desmoronarse. Nadie pensara que tras de sus adobes, al amparo de sus sauces y tapiales, unas cuantas pobres mujeres aguardaban con la esperanza puesta en Dios que se tornara en cierto un engaño miserable. Ahora viendo la casa tan ruin y desvalida, al pie de la muralla poderosa, se entendía qué poca cosa éramos, cómo en cierta medida tenía mi hermana razón cuando decía que sólo aquellas falsas llagas podrían levantarnos. Dentro, encerradas en nuestra sala capitular, en nuestros claustros y celdas, entre cuatro paredes, era como si el mundo no existiese, salvo la vega y la muralla que llegaba a alcanzarse desde las celosías; pero extramuros dominando la llanura, viendo perderse el horizonte más allá del camino, allí donde se unía con el cielo, ese mundo era grande, en torno a nuestra casa ruin grano de polvo perdido en aquel páramo dorado y silencioso. Si mi hermana seguía adelante, si nuestro médico y nuestro capellán no fallaban en contra, tal vez consiguiéramos alzarla desde ese mismo polvo, levantar cabeza, llamar la atención de nuestros favorecedores. Si no, bien lo veía ahora, acabaría rendida, borrada, dividida, convertida como tantas otras en establo o vivienda o en almacén de granos.
En tanto, iba el carrero adelante, despreocupado, charlando de unas cosas y otras, ajeno a nuestro negocio, vacío el pensamiento de todo asunto grave, sin otro interés que el de volver presto a su aldea en donde su familia le aguardaba. Él no dejaba atrás nada que le obligara. Bien se veía que olvidaba de buen grado convento y ciudad, según picaba a la mula soñolienta que, en el sendero seco y agrietado, alzaba una tal polvareda como si de un gran rebaño se tratara. Oyéndole cantar a ratos, mi alma se serenaba. Bien hubiera gozado yo despojada de tantos recuerdos, simple y liviana el alma como la de mi compañera, no esclava de mi amor, víctima de mis culpas, pendiente de mis penas.
Vinimos a parar a un monasterio donde solían dar posada a las de casa en sus viajes escasos a la corte. Nos hicieron merced de cena y lecho, pero antes de acostar tuvimos que contestar a tantas y tales preguntas que un día entero no sería bastante: si el mal arreciaba en la comunidad, si pensábamos se acercaría por allá, cuál teníamos por remedio mejor, qué pensaba nuestro capellán, si se trataba de castigo pasajero o del final del siglo.
Yo con mis pobres luces y mi hermana más simple todavía, procurábamos responder según nuestro entender que no era mucho, hasta que a todas nos rindió el sueño. Sin embargo, por lo que pude ver, aquella casa no padecía penurias como las nuestras. Quizá el estar más arrimada a la corte, no abandonada todavía, favorecía a su caja y despensa, así como el haber sido fundada por una señora principal que a la sazón aún la protegía.
Al día siguiente, bien temprano, seguimos hasta donde el carro nos dejaba. Fue una jornada huérfana de sucesos y noticias, salvo el calor que parecía encender el aire, convirtiendo en pavesas los olmos de los prados. Hicimos alto para comer no lejos de un viejo humilladero de piedra, cerca de un manantial que aún aguantaba los rigores de la seca. Allí a la sombra de unas mimbreras, sacó el carrero su vino y pan con media ración de queso que fue partiendo en gruesas rebanadas. Mi compañera y yo luego de hacer nuestras oraciones, y bendecir los recortes de cecina con los que en el convento nos regalaron, comimos al amparo del sol que a esa hora parecía dispuesto a acabar con la mula y aperos.
Al carrero el calor no le quitaba el gusto por la conversación.
—Bien se ve —dijo de buen humor, señalando al humilladero ante nosotras— por dónde van los tiros del Señor que nos quiere abrasar como a ese de la cruz.
Yo no entendía sus palabras y haciendo como si no le oyera, seguí luchando con aquella carne tan recia y dura, intentando saciar el hambre de alguna manera. Pero la motilona, más curiosa o más simple, gustaba de cualquier excusa con que llenar tantas horas vacías y así preguntó:
—¿De quién habla, hermano? ¿Quién es ese al que el Señor quiere abrasar?
—¿Qué? —respondió el hombre—. ¿Nunca oyeron hablar en el convento de aquel famoso padre?
Mi compañera y yo nos miramos sin responder, en tanto el hombre nos señalaba los cuatro escalones a modo de gradas.
—Ahí fue; ahí mismo lo quemaron. De ello dan fe esas piedras como escarmiento y desagravio.
—Pues ¿cuál fue su falta? —preguntó mi compañera.
—Pura y simple lujuria, hermana. Lo que comúnmente se entiende por solicitación en el acto de penitencia.
Las dos nos santiguamos y el hombre, quizás animado por nuestra congoja, prosiguió.
—A fin de convencer a sus hijas de confesión, solía decir que Dios le había concedido una merced particular.
—¿Qué clase de merced?
—Quitarle los afectos y pasiones del hombre. Así predicaba que nada había de pecado en pedir lo que naturaleza por lo común suele solicitar, sino que antes bien, la unión de los cuerpos unía a los espíritus con Dios, para su mayor honra y gloria.
Mi compañera desvió la mirada sin entender apenas sus palabras y yo misma, barriéndome de encima el polvo y las migajas, me puse en pie para continuar la marcha en cuanto el carrero lo dispusiera. Mas éste, al parecer no sentía gran prisa por reanudar el viaje. Por el contrario, más dispuesto a terminar el vino de la bota que a aparejar de nuevo a su animal, continuó:
—Por aquí suenan poco esas historias, pero en las villas grandes donde suelo rendir visita sin faltar cada año, saben de tales casos más que el Santo Tribunal. Hay ciudad que ni veinte notarios, ni cien inquisidores serían capaces de limpiar, ni tan siquiera de tomar declaración. Tal guerra tienen dentro de ellas confesores, beatas y alcahuetas.
Se alzó a su pesar y fue a buscar la mula, comida por las moscas.
—Así va el mundo —concluyó con tantos padres metidos a galanes y tanto clérigo barragán.
Ya de noche llegamos al final del viaje. Una villa donde pensamos encontrar posada. Pero quizás por la penuria del tiempo o por el miedo al mal, la poca gente que a esas horas velaba, parecía tan ajena y poco amiga que bien pensamos dormir al raso.
Fue Dios servido de enviarnos un siervo pariente del que nos llevaba, el cual nos dio asilo en una casa grande y desbaratada que acostumbraban alquilar a los tratantes en día de mercado. Allí sin otra luz que la de las estrellas dormimos hasta la media noche, o por mejor decirlo dormí yo, porque la motilona quedó sentada en un rincón, entre la paja, mirando la pared como si fuera a aparecer en ella aquel fraile quemado en el humilladero.
A media noche me despertó.
—Hermana, ¿será verdad lo que el del carro dice? ¿Serán los hombres tan esclavos de su cuerpo?
Se ve que el recuerdo de aquel ruin confesor la perseguía, que aún de noche rondaba su cabeza, que motilona y todo, las palabras del carrero avivaban en su interior apagados recelos. Miraba a una parte y otra como si alguno de aquellos hombres a los que tanto al parecer temía, se hallara oculto en la penumbra. Yo le dije que se sosegase, que allí estábamos seguras, que tratara de dormir hasta la madrugada, pues aún restaba largo trecho hasta la aldea de mi padre.
Pero ella volvía a la carga:
—Hermana, si alguno se presentara de improviso ¿qué haríamos solas las dos?
Bien se notaba su corazón sencillo.
—Duerma —le respondí—. Y si no lo consigue, cuando ese hombre que me dice venga, despiérteme y trataremos de adivinar sus intenciones. En tanto, es mejor que procuremos descansar las dos porque el sueño es un amigo caprichoso y si una vez se le rechaza a lo peor no vuelve y mañana, andamos todo el día desojadas.
Tal hizo; se tendió a mi lado y no volvió a alzarse hasta que el nuevo día trajo de fuera un rumor de campanas.
Muy temprano vinieron a buscarnos dos hermanas con intención de que pasáramos a su comunidad. Yo traté de explicarles nuestra prisa, pero tanto insistían que al fin cedimos a condición de acompañarlas tan sólo el tiempo necesario para comulgar y buscar otro modo de seguir adelante en nuestro viaje, lo cual tampoco habría de resultar negocio fácil por ser lugar pequeño no tan rico y lucido como el nuestro, más propio de labriegos que solar de linajes.
El convento era pobre también, con la capilla mal retejada que desde dentro hasta el cielo se veía, muy desviado para las limosnas y tan desarbolado que parecía imposible se mantuviera en pie. Aquellas santas que nos querían bien aún quisieron retenernos, mas donde hay prisa está de más la voluntad y la mía era mucha de ver a mi padre que, quien sabe si a aquellas horas ya estaría enterrado.
Sólo un día quedamos con ellas, contestando como siempre a las preguntas sobre el mal que vaciaba los campos, que hacía enfrentarse a señores y villanos sembrando no sólo temor a la muerte, sino disgusto y desazón, triste reliquia de su grave paso.
Unas daban la culpa a nuestros pecados, otras al afán del Señor por castigarnos; yo para mí tenía que cada cual llevábamos nuestra razón a cuestas, yo sobre todo con el recuerdo de la mentira de mi hermana. ¿En qué paso andaría? ¿Habría dicho la verdad o seguiría tal como la dejé, lejana de las otras, callando, mintiendo su trato con Dios, el favor de aquellas llagas fabricadas? ¿Pensaría aún en mí? ¿Gozaría con mi recuerdo todavía? Duro tormento aquel; recordarla cada noche sin tenerla a mi lado, sin sentir su costado contra mi costado, su piel sobre mi piel, mi oscuro seno sobre el suyo altivo, aquel aliento estremecido nacido de sus labios, sus palabras devotas, sus silencios vencidos.
A veces en sueños el Señor me la representaba, era capaz de oír su voz, sentir sus manos en mis manos, su boca áspera a veces, otras tierna y tranquila, sus migajas de amor soñadas y mezquinas.
O era el mismo demonio, tan buen pintor el que me la pintaba para forzarme luego a penitencia, por si era poca echarla en falta tanto, sentirla lejos tanto, vivir en duermevela permanente.
Así entre el llanto y la memoria pasé el día y la noche junto a mi compañera que no sentía tales cuidados, hasta que, ya rompiendo el alba, pudimos seguir viaje algo más socorridas y aliviadas.
Señor, y qué duros son los caminos a los que la obediencia nos obliga. Cuánto mejor me arreglaría yo fregando el piso de la sala capitular, sacando brillo al locutorio, o atropando leña para la cocina. Mejor hormiga en casa, perpetua motilona que guardián y compañera de mi hermana, a través del páramo, camino de su casa. El polvo otra vez lo borra todo, los surcos baldíos y los muñones de las viñas, el pan que no llegó a madurar y los racimos secos. La tierra deja escapar un aliento de enfermo, las colinas enseñan sus entrañas coronadas de retamas cenicientas. Muchos álamos muestran sus coronas ralas como si el agua que es su vida, no alcanzara sus crestas y los pinos tan hermosos siempre, dejan caer su pelaje convertido en madriguera de gusanos. Las lejanías muertas, el cristal transparente de las piedras, aparecen inmóviles, no vibran ni se encienden como antaño tal como el nuevo carrero cuenta. La llanura toda por donde nos abrimos paso ni vive ni respira; se secó y para mí que nunca más alzará cabeza como tiempo atrás, con sus arroyos rebosando y los barbechos convertidos en un mar de mieses y rebaños. Nadie dijera que en estos páramos estuvo el paraíso, que aquí se recogía vino y pan para llenar tantos graneros y lagares, hoy convertido en purgatorio pobre y mortificado.
A no ser por las cruces que aparecen al paso, por alguna venta olvidada, comida por el sol y el viento, sería harto difícil creer lo que el carrero dice: que esto llegara a ser senda alegre señalada no por rastros de adobes sino por las tibias hogueras de los que viven del carbón, por su canto a lo lejos y sus columnas negras. Era la tierra entonces fértil y muy poblada de todos los oficios, de norias y huertas, de iglesias y hospitales. Hoy nada de ello queda, sino barro seco y duro y algún que otro animal medio comido por las moscas que en este ciego mundo campan como señores en su feudo. Todo en torno, cielo y campos y arroyos, pregonan muerte, dejan el ánimo contrito, secándonos también por dentro sin otro alivio ni rumor que el golpe acompasado de los cascos del mulo.
Mas hete aquí de pronto que en un recodo del camino aparece un lugar muy poblado de verdura, lleno de flores blancas tan hermosas que no sé cómo encarecer y en su centro una figura como de ángel o santo haciendo señas de que nos detengamos.
Quedo turbada y sin respiro, pensando si será nuestro Señor o el mismo Satanás buscando confundirnos, mas la figura no se mueve ni incomoda cuando le preguntamos a dónde va, qué quiere. Cuando el carro hace alto, sube y el animal como si le obedeciera, vuelve a ponerse en marcha sin que nadie le tire de las riendas.
En adelante fuimos cuatro a callar; nuestro nuevo carrero que luego resultó hortelano, mi compañera y yo y a espaldas nuestras, el fraile, pues tal era, hecho un ovillo en su hábito pardo y roto, magro, enjuto, como descoyuntado. Tenía huida la color, la nariz descolgada, a punto de tropezarle con los labios y la estameña tan ruin y zurcida que mal cubría aquel manojo de huesos mal dispuestos y rancios.
—Hermanas —habló al fin—, no quisiera usar mal de vuestra caridad, pero ¿acaso tendrían un cantero de pan que llevarme a la boca? Ya va para tres días que ando por estos campos sin probar bocado.
Y como ninguno de los presentes contestásemos, repitió de nuevo la pregunta. Al cabo mi hermana motilona ofrecióle unos cuantos higos de los que él dio velozmente buena cuenta, y el carrero algo de vino que tampoco rechazó, aunque bien se notó que le sabía a poco. Aquel día no hicimos alto para comer. El tiempo se nos fue de charla con nuestro fraile metafísico que cuando no pedía un nuevo trago con que calmar la sed, nos regalaba con nuevas de la corte.
Mas a medida que el vino iba menguando con los asaltos de ambos, quedó la corte a un lado, pasando a discutir sobre todo lo divino y lo humano y en esta nueva lid se nos vino a destapar nuestro hortelano como hombre de buen humor y entendimiento muy por encima de cuanto imaginábamos.
—Hermano —murmuraba apurando los postreros tragos—, no seré yo quien condene en esta vida, estos y otros pequeños ratos.
—Ni yo —le respondía el fraile.
—Eso salta a la vista. Aunque tenéis más aspecto exterior de ermitaño que de hombre relajado.
Oyendo estas palabras el fraile enmudeció, pero el carrero no estaba en vena de consentirlo, sino antes bien, dispuesto a proseguir su discurso.
—Relajado o no, se me antoja que sois poco partidario de abstinencias y ayunos.
—Ni de ayunos ni de cualquier linaje de ceremonias exteriores.
—¡Vive el Señor! —murmuró el otro volviéndose a mirarnos— que aquí llevamos uno de esos famosos alumbrados que sólo alumbran buen vino y buena carne.
—Uno y otra son criaturas del Señor y como tal es preciso aceptarlas.
—A tales criaturas me apuntaba yo —respondió el carrero riendo—, a esa pasión carnal que dicen los de la secta que se siente, a esos saltos y ahíncos del corazón que les atormentan, a ese dolor y molimiento con la hembra al lado antes que a los quebrantos de mi carro.
—Bien se ve que andáis corto de fe, o de conocimiento que es lo mismo, pero habéis de saber que muchas veces tales efectos y aun otros, como ruidos y extrañas voces, no son sino misericordia del Espíritu Santo y que uno de esos iluminados que tanto desdeñáis ha presentado al rey nuestro señor un memorial explicando sus razones.
—Milagro será si llega a sus manos.
—¿Por qué no ha de llegar?
—Digo, sin verse molido a palos.
—No creo que tal riesgo le acobarde —insistió el fraile empecinado—, otros muchos mártires pasaron en vida por herejes y pecadores para luego ser recibidos como santos.
—Por cierto que también a mí me gustaría; pasar la vida en este mundo entre beatas, en carnes y pañales, y después de la muerte empezar otra vez, allá en el cielo, pero con menos años, con arrestos mayores.
El fraile con un gesto de desdén se hundió aún más en el fondo del carro como si no sintiera en sus costillas tantos tumbos y saltos, murmurando al cabo:
—Muchos son los que piensan que la vida de los elegidos consiste sólo en holgar y pecar pero, por lo que yo conozco, he de deciros que hay en ese rebaño muchos cuya vida es vivo ejemplo para todos.
—Así ha de ser. Si no ¿cómo se entiende que anden tras de ellos tantos hombres y mujeres, los unos consultándoles sus dolencias y achaques; las otras arrimándoles rosarios y arrancando sus vestiduras a jirones?
—Así van, tal como dice, parecidos a abejas de Cristo recogiendo el rocío de sus palabras. Sé yo de alguno al que van a visitar al día no menos de cuarenta coches.
—¡Con menos me conformaba yo! —replicó el hortelano suspirando—, con las limosnas de la mitad sin más.
Mi compañera apenas volvía el rostro hacia el fraile. Sólo a veces se santiguaba escuchando sus razones y aunque miraba a lo lejos intentando abreviar el camino que como a mí se le antojaba demasiado largo, a ratos bajo el toldo, sus ojos se encendían y sus sienes, brotadas de sudor, en la penumbra relampagueaban.
Ya conocía yo aquel otro mal que por entonces se cebaba en nuestra religión, peor que cualquier enfermedad del cuerpo y en nada me extrañaba aquella porfía entre el fraile y el hortelano pues aun entre doctores más avisados, más rectos y más santos, siempre se concluía en las mismas porfías y razones. El uno acusando y defendiendo el otro, pasaron sin pensar las horas postreras de aquel segundo viaje. Ya a lo lejos donde el páramo rompía, se agazapaba la aldea de mi padre más seca que cuando la dejé, más rota y derrumbada.
Las cercas aparecían vacías, los adobes deshechos, las huertas desmedradas, las puertas y ventanas de par en par con el cañizo al aire y las vigas desmochadas. Era como si un huracán se hubiera abierto paso por aquellos solares, sucios y negros, arrebatando al paso vecinos y ganados. Sólo el rumor de algún corral, el golpear de una azada invisible sobre terrones tan duros como cantos, nos avisaba de que alguien quedaba aún entre aquellos ruines muros antaño florecientes, al pie de aquella iglesia cerrada a piedra y cal con su ramo en lo alto.
A pesar de tan recios presagios, de aquel silencio hostil, de los caminos tan secos y borrados, el corazón me llevó al punto ante mi casa, más allá de la plaza vacía y de su fuente exangüe donde tiempos atrás tanto ganado se abrevaba.
Ordené al hortelano detenerse y en tanto quedaba sumido en consideraciones con el fraile, seguida de mi hermana, entré en aquel pobre portal que años atrás dejara yo con buen acopio de lágrimas y promesas. Nadie, ni el perro de la casa, salió a recibirnos y yo sabiéndome el camino a ciegas, fui a dar presto con el lecho de mi padre que sin reconocerme, volvió hacia la puerta la cabeza. Viéndole allí solo, tan magro, abandonado de todos, comencé a llorar como el día de mi marcha, cuando nos separamos. Él debía entender bien poca cosa pues sólo me miraba sin llegar a verme, sin musitar palabra, esperando quién sabe si alguna medicina o limosna. Allí estaba tan flaco y consumido con su barba blanca apuntando en la quijada y el pensamiento huido, sin entender otra cosa que su mal, moliéndole los huesos doloridos.
Luego llegó mi hermana quien me había mandado recado y a poco su marido. Supe por ellos que mi padre llevaba ya más de medio año postrado, con perpetua calentura, sin poder levantarse de la cama.
No sabían si era el mal general que a él por viejo le atenazaba más o enfermedad particular, propia de sus años, pero en vano le habían sangrado con ventosas cargadas de sal que tanto recomiendan para sacar la ponzoña del costado. Todo lo soportaba con aquel humor tranquilo de que hizo gala en vida, hasta que un día comenzó a desvariar y a no reconocer a los que le cuidaban.
Yo les solicité licencia —pues mi casa era suya— para quedarme en ella con mi compañera, para, juntando nuestras oraciones, sino curarle, al menos servirle de consuelo en tan comprometido paso.
El marido que parecía hombre honesto y de razón no puso inconveniente alguno, de modo que el hortelano se volvió al día siguiente y el fraile buscó acomodo, tal como solía, en alguno de los pajares vacíos.
Por tres semanas oramos al pie del lecho de mi padre. Yo, siempre falta de sueño, luego ayudaba en casa, en labores que nunca faltaban o en el poco cuidado que la huerta pedía, tan seca y desmedrada. La motilona dormía en un rincón de la cocina, hasta que la hora de comer llegaba.
De este modo pasó el tiempo que digo hasta que una mañana eché de menos a mi hermana. Pensé que andaría en el corral por razones de las que no suele hablarse, pero el tiempo pasaba y no volvía. Miré por los rincones de la casa, en la huerta y la cohorte y nada hallé, ninguna huella, ni señal de su paso.
Fuera, el pueblo callaba, sólo cigarras y grajos velaban como siempre y el viento andaba calmo como temiendo despertar al sol, barrer de la llanura la calina. Me pregunté de nuevo donde podría estar y de pronto en el silencio del corral vino como un aviso repentino, una llamada del Señor que iluminándome encaminó mis pasos más allá de la cerca de adobes, rumbo al pajar de los techos caídos donde a nuestra llegada buscó cobijo el fraile. Según me acercaba, más se agitaba mi corazón afirmándose en la idea de que algún nuevo contratiempo me acechaba. Empujé con cuidado el postigo y al punto llegó hasta mí un crispado murmullo, un rumor de sollozos. No me atreví a mirar de frente pero allá, entre el escaso pan recogido aquel año, vi desnudo como Adán a nuestro fraile metafísico, sobre mi motilona.
Era su voz más dulce y elocuente que en el viaje, tierna y melosa como nacida de la carne y aunque mi compañera no hiciera gracia de la suya, suyos eran aquellos suspiros cálidos y profundos, aquel llanto infantil y estremecido.
Me alejé y esperé y a poco vi aparecer en el postigo a aquella pecadora, extendiendo las sayas, cubriéndose, mirando a todos lados antes de saltar fuera, alisándose el pelo que ahora asomaba por bajo de la toca. El silencio la tranquilizó y al fin pausadamente, sin volver la mirada hacia el pajar donde quedaba su amor y compañero, entró en la casa donde presto dormía como si su aventura hubiera sido tan sólo un sueño.
En vano cerré los ojos yo. Por más que quise ocupar mis pensamientos en el estado de mi padre, no se me iba de la memoria aquel hozar entre la paja, su rostro rojo, su paso vacilante por un momento de placer apresurado, bajo aquel hombre enteco, todo piernas y brazos. Tan pronto me veía en su lugar como en los brazos de mi hermana, allá en nuestro convento y era tal la diferencia que no llegaba a comprender cómo mujeres de sentido, hechas a un trato tibio y tierno, podían elegir entre los dos caminos el más áspero y duro, por mucho que los hombres razonaran. A esta mi motilona, compañera torpe y de pocas luces, no debió ser difícil llevarla a ese redil que los hombres manejan a su antojo. Seguramente aquellas historias del carro, tras de tan larga dieta en el convento le mudaron el sentido, haciéndola soñar con ruines placeres y gozosos deliquios. Aún dormía y era su sueño como el de los animales, como el de aquellos hombres que una vez saciados y bebidos, se entregan a esa pequeña muerte contentos y dichosos. Viéndola de ese modo, sentí gran menosprecio de ella y recordando a su fraile, me pregunté qué historias nuevas le habría susurrado, con qué nuevos embustes la habría convencido noche tras noche. Pero a buen seguro que no le había sido preciso esforzarse mucho pues, según antes dije, la voluntad es flaca en la mujer y una vez avasallada por el hombre, sus potencias menguan, los sentidos se hunden y aniquilan las buenas intenciones.
Dejóme aquel encuentro enferma del alma. Apenas hablé a mi compañera en unos días y ella misma pienso que me esquivaba. Parecía más altiva y brava y a ratos se ausentaba por el camino que yo bien conocía. Hasta osaba explicarme que habiendo el Señor expiado las culpas de todos, era tiempo de recoger sus hijos, los bienes que para nosotras sembraron los mayores. Nada era pues pecado para ella. Bien se notaban en sus palabras los consejos de aquel maldito fraile, tanto como en sus ausencias que a veces duraban toda la noche. Su amigo le tenía sorbido el seso y la razón, afirmando que quien con él confesara, tenía ganado el cielo por muchos yerros y faltas que arrastrara en la tierra.
La convenció también de que era inútil la ayuda de los santos por lo que vino a dar en romper cuantas imágenes encontraba a mano y lo que fue de mayor prejuicio para mí: que los siervos de Dios no debían llevar a cabo trabajos corporales. Así andaba todo el día siguiendo el vuelo de las moscas sin parar en los afanes de la casa, ni en los míos, junto al lecho de mi padre, despierta sólo a la noche cuando a todos en casa nos rendía el sueño.
Pero con sueño y todo fuimos sacando el enfermo adelante hasta que el Señor tuvo a bien arrebatárnoslo. Fue cosa de alabar su razón recobrada en la hora postrera, dando buenos consejos a todos, pidiéndonos perdón por las muchas molestias. Tres días vivió aún; para dejarnos una noche de pronto, tan sereno y tranquilo como si fuera derecho al cielo. Y cuando lo llevamos a reposar allá en el cementerio vecino de la iglesia, echamos de nuevo en falta a mi compañera. Yo pensé que estaría con su amigo, pero el fraile tampoco apareció. No volvimos a verles y alguien del pueblo aseguraba luego, en la cena que los de la familia dimos, haberla visto partir muy de mañana, camino adelante, el uno en pos del otro, por los cerros cubiertos de olivos. Según aseguraban, parecían dos piadosos peregrinos, pero yo conociéndolos, me imaginaba el rumbo de su devoción, recordaba sus noches en la casa vecina, sus ausencias y muchos desatinos.
Marcharon si no avergonzados, al menos como huidos. Ni siquiera se acercó a despedirse mi motilona quizás aconsejada por el fraile, temeroso de que a solas las dos, se arrepintiera. Así habían desertado del Señor, más por seguir el camino de la carne que por otra ganancia pasajera. ¡Válgame Dios, de qué bondad dispones con aquellos que así otra vez te crucifican; no con clavos ni espinas sino con sus pecados, con ceguera del alma siguiendo sus apetitos terrenales!
Así dejé también mi aldea yo, como años atrás, con lágrimas, aunque esta vez por razones bien distintas, intentando olvidar aquellos días, rodeada de tanta pena ajena a mí, sin tener con quien tratar de mis tribulaciones, impaciente y a un tiempo temerosa por mi vuelta al convento, por el encuentro con mi hermana verdadera.
Ello fue, más o menos, dos días más tarde, a hora sexta cuando nadie me esperaba. Como un alud vino el convento sobre mí. ¿Cómo andaban las cosas extramuros? ¿Cómo iba el mal? ¿Qué tal pintaban las cosechas? ¿Qué nuevas traía de otras comunidades? Parecía que hubiera ido a la corte como embajadora, no a enterrar a mi padre en su mísera tierra. Traté de explicar que el campo aparecía como siempre, sin apenas peones ni ganado, que cada cual esperaba su hora como el pedrisco antes; tan revueltos andaban los vivos y los muertos. Nada quise contar, sobre todo con la priora delante, de lo que el amo del carro nos explicó en el viaje, ni mucho menos la aventura de nuestra motilona y cuando se me preguntó por ella, mentí por caridad, asegurando que cayó enferma a su vez y había quedado en casa de sus padres cuidando la salud por unos días.
Tanto me daba entonces su vida o sus ternuras con el fraile, sus herejías que a buen seguro acabaría pagando. Lo que yo más deseaba tras de tanta pregunta, tras de tanta vana respuesta, era saber qué había sido de mi hermana, porque no estaba allí con las demás, quién sabe si otra vez enferma o castigada.
La primera noticia fue en tanto yo me hallaba en la aldea, el capellán la había visitado.
—Bien, veamos —le había dicho en su tono paternal de siempre—. Ante todo. ¿Tiene confianza en mí? ¿Cree que estoy aquí por su bien?
Ella le había respondido asintiendo y el capellán quiso saber entonces cómo habían aparecido las heridas en sus manos.
—Ya lo dije otra vez —había contestado—. Debieron de nacer mientras dormía. Al despertar, el Señor las había señalado.
—Entonces, ¿llegó a verle?
—Yo así lo creo.
—¿En sueños?
Mi hermana había asentido de nuevo, tranquila al parecer, aunque un poco fatigada, cansada de repetir siempre las mismas razones.
—¿Cómo supo que era Él? ¿Lo vio con los ojos del cuerpo?
Al parecer mi hermana no entendía. Entonces el capellán le explicó que los que afirman ver a Dios realmente en esta vida pueden caer en herejía. Ella entonces calló como haciendo memoria, murmurando a poco:
—Con los del cuerpo, no.
—¿Con los del alma entonces?
—No sé; ya digo que fue en sueños.
—Y ¿cómo supo que era Él? ¿Le habló?
—No oí; no sentí nada. Sólo que estaba allí, a mi lado y que con sus dedos me hería en las manos hasta dejarlas como se hallan ahora.
El capellán había dudado mucho, llegando a consultar con la priora, sobre la salud de la enferma y sus males anteriores; luego aquel hombre empecinado había vuelto a la carga más sombrío que en anteriores ocasiones.
Nuevas preguntas y las mismas respuestas, hasta que viendo lo inútil de la lid y sintiéndose a su vez muy fatigado, dejaba el pleito para mejor ocasión en que hallara otro modo de afrontarlo.
En tanto la priora le despedía, las otras hermanas pudieron ver a la santa a través de la puerta entreabierta. Según dijeron, cerca de la ventana que daba a la muralla, parecía mirar más allá de las nubes del otoño, escuchar una voz que ninguna otra oía, gozar de aquella rara presencia que según sus palabras la asistía, hundiéndola en el mar inmenso de la divinidad, dejando en ella el recuerdo de sus llagas. Era como si el Espíritu Santo trabajara en ella, preparándola para nuevos milagros, quién sabe en qué punto y materia.
Así la vieron muchas veces después, inmóvil, en oración silenciosa, sin ver ni conocer a nadie, sin esforzarse por asistir al coro, ni mucho menos a las tareas de la casa.
Su fama y mortificaciones, su silencio y decoro, así como el trato particular con el que la priora le obsequiaba, iban minando poco a poco el sosiego de la comunidad que andaba ahora revuelta, alborotada. Una tarde cuando el sol se escondía vimos al cielo teñirse de rojo como si la ciudad fuera pasto de las llamas. Todas mirábamos aquel infierno inesperado pensando si sería el final de los tiempos. Unas pedían que la santa intercediera por nosotras, que alzara a Dios su voz, que nos salvara. Otras, por el contrario, aseguraban que toda aquella sangre manchando el horizonte era sólo un aviso que el Señor enviaba a nuestra casa. Aviso de futuros males que aún habían de venir si nos empecinábamos en dar por milagroso el negocio de las llagas.
—¿Y por qué no ha de serlo? —clamaba alguna—. ¿No es este tiempo de favores y milagros? En Toledo apareció un niño Jesús azotado, manando sangre también. Muchos lo aseguran.
—Y en el convento de los Ángeles, una hermana que subió a tender ropa al terrado, vio una estrella en el cielo, tan brillante que cegaba. Aquel mismo mes pasó a presencia del Señor.
Todas quedamos en silencio, mirando más allá de las rejas, el cielo carmesí, más tenue ahora en sus bordes dorados. Ninguna se decidía a marchar ni a rezar, sólo a continuar allí, esperando a que el Señor nos llamara también a su presencia, presas de gran congoja ante aquella amenaza que cada cual explicaba a su manera.
—En Burgos, dicen que ha habido terremotos.
—Y hambre y sequía; lo mismo que aquí.
—Y en Flandes, dicen que los soldados vieron dos ejércitos luchando en el cielo.
—Y en la Mancha se ha abierto un pozo que no tiene fondo.
—Y en Zamora hay un río de turquesas.
—¿Será cierto todo ello?
—¿Por qué no ha de ser cierto? ¿No hay otros que arrastran otro? Yo misma vi uno cuando niña.
Todas quedamos junto a la celosía, temblando, sin osar asomarnos, con los ojos del cuerpo fijos en las demás y los ojos del alma cerrados a la luz de los sentidos. Ya nos veíamos ante el Señor, dando cuenta de nuestros pecados, yo sobre todo a quien en buena parte se debía toda aquella mentira, tanta simulación y fantasía, la fama de mi hermana a la ya comenzaban a tener por santa.
Hora era pues de llamar a las cosas por su nombre, de romper lo pactado y sacar a la luz la verdad de aquellas manos que, en una noche de desgracia, yo por amor herí y por amor mantenía como verdaderas, con sus dos llagas del color de las rosas por entonces y ahora —según decían— negras y eternamente abiertas.
Llamé a su puerta y nadie respondió. Volví a llamar y la puerta fue cediendo dejándonos de improviso frente a frente. Mi hermana, sorprendida, aparentó no verme y muy despacio, como si se deslizara, fue a sentarse en su lecho. Yo crucé el umbral, murmurando quedamente:
—Puede vuesa caridad alzar los ojos. Soy yo misma en persona.
—Así ha vuelto, por fin.
—Aquí estoy; dispuesta a escuchar vuestras razones. ¿Cuándo diremos la verdad?
Mi hermana suspiró; preguntando a su vez:
—¿Qué verdad? Ni siquiera empezamos. ¿Tiene miedo todavía?
Asentí en silencio. La verdad era que toda yo temblaba viéndome tan vecina a ella, luego de tanto tiempo.
—Me da miedo engañar a las hermanas, oírlas hablar todo el día de milagros.
—¿A qué escucharlas? De todos modos, antes de un año todo habrá terminado.
—¿Un año todavía?
Y ella con su voz calma, como venida de muy lejos, no de los labios de la que fue mi amiga, respondía:
—¿Qué es un año? Bien poco si se mira la salud de la casa.
—No seré yo quien calle tanto tiempo. No podré.
—Sí podrá. Aunque sólo sea pensando en la otra vida que luego nos espera. Me acomodé a su lado, mis manos en sus manos como en otros tiempos, mi cabeza en su pecho, callada, estremecida. De fuera llegaba un nuevo viento cálido que parecía cubrirme toda, pasarme de costado a costado, llenar de lágrimas mis ojos y de sudor mi frente, pero esta vez mi hermana parecía olvidada de mí, dura y hostil a mi ternura. Viéndola tan ajena, notándola tan distinta y apagada, murmuré buscando amparo en su regazo:
—Desde el día de nuestra grave falta, no puedo consolarme. Hora es ya de que vuelva a mí.
Y fue aún más duro el remedio que mi mal pues sus manos se alzaron sobre mi rostro y pude verlas por primera vez bien cercanas. Eran la imagen misma de nuestro pecado, como si aquel que busca nuestra perdición hubiera hundido allí sus uñas arrancando la carne. Como el zaratán deja escapar su ponzoña hasta las heces, así manaban los secretos humores de aquella piel antes tan delicada y suave como las mismas caricias de los ángeles. Bien se notaba que nuestro pecado minaba aquella carne tan doliente ahora.
—En el nombre de Dios no me toque.
Y mi hermana mirando sus llagas me preguntó, ofendida y extrañada:
—¿Pues qué? ¿Tan presto se avergüenza de su obra?
Por piedad no quise responderla, pero ella entendió bien y volviendo a esconderlas apenas me escuchó cuando le dije:
—Las dos acabaremos en el infierno por su causa.
—Justo; las dos. En el infierno o en la gloria; ahora nadie será capaz de separarnos. ¿Qué más desea ahora?
De nuevo aquel temor me abandonaba, otra vez mi alma era suya, suyo mi cuerpo, mi salud, mi voluntad. Éramos otra vez las dos bajo nuestra estameña, sobre aquella arpillera tantas veces zurcida, remendada, comunes nuestras miserias anteriores, consoladas, amigas, revueltos pelo y toca, suspiros y sollozos en la celda callada, lejos del sueño de las otras hermanas, del silencio tranquilo de la siesta. Nada nos importaba el castigo o la muerte. Ninguna pena rigurosa sería capaz de romper aquel abrazo dulce y firme, aquel nuevo placer apresurado.
De pronto un sordo retumbar llegó de lo alto. Quedamos en suspenso, acongojadas las dos, como si aquello fuera la voz de Dios descargando sobre nuestras cabezas su peor maldición, como si amenazara aniquilarnos. Luego la voz se repitió, rompiendo sobre techos y tejados, alejándose, rodando más allá de las murallas por toda la llanura, espantando los pájaros del claustro. De improviso el campo parecía cambiado, vivo, amenazado. Golpes de viento alzaban pesadas tolvaneras que naciendo y girando, a través del campo, se perseguían hasta alcanzar el cielo tan turbio ahora, cuajado de relámpagos. Uno tras otro se sucedían rompiendo el vientre de las nubes, se perseguían, aniquilaban, ahuyentaban a ratos para tornar a acometernos recios y tercos, atronando la casa.
De pronto una luz más brillante que mil soles se abrió paso en el cielo y vimos allá en el infinito un gran trono dorado. Nadie se hallaba en él, parecía vacío y sin embargo las dos nos asustamos. Alguien desde su fondo nos miraba y juzgaba, alguien que a mi entender parecía amenazarnos con su mano. Era su voz el susurro del viento duro y constante, era su mano como nube sin forma que apenas se la ve y ya cambia, sin poder recordarla, pareja a los vapores de la tierra.
Nuestro valor, aquel fuego interior, poco a poco nos iba abandonando; el alma no animaba al cuerpo que, falto de calor, se dejaba llevar de aquella luz ardiente. Así seguimos, unidas las dos, extrañas a todo lo que no fuera luz y amor en derredor hasta que vino a despertarnos el murmurar del agua azotando la tierra.
Llovía al fin, volvía aquel olor de la huerta y el campo, ya olvidado y perdido, aquel aroma fresco que barría polvo y rastrojos convertidos en torrente sucio y revuelto. Sonaban por los claustros voces y cantos rogando a Dios que la lluvia o cesara.
El gotear gozoso de tejas y canales anunciaba otra vez tiempos mejores y tal como pedimos, el Señor nos bendijo con el agua del cielo durante tantos días que la alberca se llenó a rebosar quedando el campo, limpio y brillante, a punto para el grano.