Cuaderno 9

Lo que escribí después de olvidarme de que las cosas de mi hermana son de mi hermana.

Mi hermana, al parecer, tampoco tuvo la culpa, pero no le sirvió de nada.

A la mañana siguiente, como aún era agosto y hacía sol, bajé al río, a nadar, a luchar con algunos cocodrilos venenosos, explorar el Alto Amazonas y otras aventuras.

No vi a Pedro, pregunté por él y me dijeron que estaba enfermo. Fui a verlo. Le llevé unos tebeos y mi juego de imanes.

Pedro, el día anterior, en el huerto de Benjamín, había comido más manzanas que nadie. Por la noche le dio un dolor de barriga, y fiebre. Olegario tuvo que llamar a don José, el médico, que vino, escuchó las tripas de Pedro y dijo:

—Agua de limón, un día en ayunas y dos a dieta blanda.

Olegario era pobre y su casa pequeña.

La cama de Pedro estaba en el desván, debajo de las vigas del tejado.

Me gustaba estar allí porque había un bombo viejo, un baúl viejo, un farol viejo, un tinajón de aceitunas, guindillas puestas a secar y ristras de ajos, montones de cosas, y el suelo, de tablones crujientes, siempre recién fregado.

Pedro, cuando me vio entrar, dijo:

—Déjame en paz.

Yo debía ser amable. Él estaba de mal humor, pero era el enfermo.

—¿Cómo te sientes? —pregunté.

Al principio fue aburrido a pesar del bombo, de otras cosas y de todas las polillas que salieron del baúl cuando lo abrí para ver lo que había dentro.

Dentro del baúl había un traje de novia, un sombrero negro, dos zapatos de charol y mucho polvo.

Me puse el sombrero y era tan grande que toda la cabeza se me quedó dentro.

—Apuesto a que es de tu padre —dije.

—El tuyo también es cabezón —dijo Pedro.

Era cierto y nos reímos.

Luego Pedro se cansó de estar en la cama y salimos al tejado.

Pedro sabía ir de un tejado a otro, desde su casa a la casa de Evaristo que era la última de la calle.

Pedro metió la cabeza en una chimenea y empezó a aullar.

—Seguro que se asustan —dije.

—No, no se asustan —dijo Pedro—; ahora sale la señora Eugenia y nos tira algo.

—¿Qué?

—Cualquier cosa, pero a dar.

Salió la señora Eugenia y nos tiró un ladrillo.

También dijo que éramos unos mal criados.

Fuimos a escondernos detrás de la chimenea del señor boticario, que es ancha y de piedra.

Desde allí vimos la plaza, la iglesia, al señor cura y a dos abuelos, los tres jugando al tejo.

También vimos cómo el Sol se escondía detrás de las colinas, entre los manzanos.

Y una estrella fugaz.

Esto, más o menos, fue lo que escribí aquel verano. El maestro lo vio en septiembre y dijo:

—No está mal. Ahora pondremos las haches en su sitio y leerás en voz alta para que todos sepan que escribiste una crónica.

Y bajando la voz, a que sólo yo pudiera oír, añadió:

—No leas lo de Federica o se darán cuenta de que estás enamorado.