Cuaderno 6
Lo que escribí después de una semana sin escribir.
Supongo que me porté como un buen chico. No tuve problemas ni para salir ni para cenar.
EL duende de la montaña no tiene nombre, pero es más viejo que el sonido de la gaita o la costumbre de comer rosquillas de anís el día de san Cirilo.
Al duende nunca lo ha visto nadie, pero todos lo oímos cantar desvergüenzas en los cuentos de las viejas.
Un día, Pedro, el hijo de Olegario, preguntó:
—¿Por qué no sube el municipal y lo invita a la fiesta?
El señor cura protestó:
—Déjalo estar. Si lo veo, voy a tener que bañarlo en agua bendita hasta que encoja y desaparezca.
Una tarde, Pedro me dijo:
—Vamos a subir a la montaña a la hora de duendes.
A mí me dio miedo, pero no lo dije. Dije:
—Bueno.
La hora de duendes, ya se sabe, es después de la medianoche, cuando todo está tan oscuro y uno, al ir monte arriba, no sabe dónde pone los pies.
Hicimos un plan.
Yo tenía que irme a la cama, acostarme, hacer lo de siempre, y cuando papá empezase a roncar, salir despacio, por la ventana, sin hacer ruido.
Pedro iba a esperarme detrás del molino, con un cesto de nueces y un cubo de agua bendita.
—¿Por si es un duende malvado?
—Claro, si nos ataca lo riego y salimos corriendo —dijo Pedro.
Aquella noche, cuando papá vino a sentarse en mi cama y hablamos, hablamos de duendes. Pregunté:
—¿Tú qué harías si de pronto te encontrases con uno?
—Bien —dijo papá—, en un caso así, lo más correcto es quitarse la boina, saludar, ser amable, decir: “Buenas noches, señor. ¿Cómo está usted?”.
Entró mamá y dijo:
—A dormir.
Yo dije:
—Hasta mañana.
Y le di un beso a cada uno.
Me quedé solo y empecé a esperar.
Papá y mamá estaban en la cocina, a lo mejor haciendo cuentas, ya tú sabes, tanto nos falta para esto y el niño necesita unos zapatos.
Mi hermana tenía encendida la luz de su habitación. A ella la dejaban leer hasta tarde.
Mi hermana, cuando le dicen que no, dice:
—Ya soy mayor. Tengo quince años.
Papá se ríe.
—Si no duermes ocho horas, te saldrán granos en la nariz —dice mamá.
Ella también se ríe.
Mi hermana, aquella noche, leía una novela de jovencitas bondadosas, que las secuestra un duque malvado para que pueda rescatarlas un príncipe valiente.
A lo mejor la leo cuando ella la termine. Primero le preguntaré si la espada del príncipe tiene nombre y si su caballo es el más veloz. Si es así, me gustará.
También me gusta lo espacial, lo de piratas y lo de terror, cosas de aparecidos, personajes siniestros y todo eso que luego no te deja dormir.
Papá no se iba a roncar y empecé a impacientarme.
Se estaba haciendo tarde y nadie parecía darse cuenta.
Grité:
—¿Qué hora es?
—Duérmete —dijo mamá.
Mi hermana apagó la luz. Papá y mamá seguían habla que te habla.
De pronto no pude distinguir la voz de uno de la del otro. Lo intenté pero no pude. Las dos voces eran un solo ruido.
Fue entonces cuando apareció aquel hombrecillo. Era del tamaño de un puño. Tenía una barba verde y una campanilla en el gorro. Se sentó en mi almohada y dijo:
—Mírame bien. Hoy quiero presumir de bajito.
—¿Quién eres? —pregunté, y no estaba asustado.
—El duende —dijo—; soy el duende que ayuda a parir a las ardillas, enciende las luciérnagas a las nueve y cuarto y enseña a las truchas a no tragarse las moscas artificiales.
El duende hizo sonar la campanilla de su gorro y papá empezó a roncar. La casa quedó dormida y pudimos salir, sin hacer ruido.
El duende y yo empezamos a caminar calle abajo, y era incómodo. Mientras yo daba un paso, el duende tenía que dar una docena, y esto lo puso de mal humor.
—O das los pasos más cortos o te dejo solo —dijo.
—¿No puedes hacerme volar? —pregunté.
Terminó subiéndose a mi hombro, se agarró a mi oreja y dijo:
—Ahora corre.
Y corrí, calle abajo, hasta el molino. Quería encontrar a Pedro, que Pedro viera al duende y se asombrara muchísimo.
Pero en el molino no estaban ni Pedro, ni las nueces, ni el agua bendita.
Me disgusté porque si no veía a nadie, nadie me iba a creer.
—¿Y qué importa eso? —preguntó el duende.
—Todo.
—¿Todo?
—¡Todo!
—Si tú lo dices.
—Piénsalo. Conozco a un duende, le regalo un cesto de nueces, somos amigos. Él hace que yo sepa sin estudiar y ellos dirán que estudio a escondidas.
—Bueno.
—No, bueno no.
—¿No?
—¡No! Tienen que decir: “Ese niño es amigo de un duende y hace magia”.
El duende saltó de mi hombro a la rama de un castaño.
—Sólo quieres presumir —dijo, y desapareció en medio del olor a pan caliente y la voz de mamá que llamaba a desayunar.