21
A su vez, con su ritmo lento, Mouezy-Eon circulaba por el carril de la derecha de la autopista del Sur. Poco antes de la salida de Villejuif, aparcó su R8 agotado al pie de la pantalla acústica y pulsó la tecla brake que desencadena un tutti de luces intermitentes. Luego paró el motor antes de ir a buscar al fondo de la guantera una de las estatuillas que fabricaba en sus ratos perdidos con todo tipo de materias, desde el bronce hasta la miga de pan, y que dudaba enormemente, como solía, en exponer, incluso en el discreto salón de fumar del Parc Palace. De un formato de soldadito de plomo, esta representaba a un hombre de expresión firme aunque no rígida, resueltamente erguido en su pedestal: sus labios delgados y sus ojos muy ligeramente rasgados recordaban bastante los del secretario general Veber.
Mouezy-Eon observó unos instantes su figurilla, con la uña del dedo pulgar alisó ligeramente la arista nasal demasiado curvada del modelo, que metió en el bolsillo antes de salir con esfuerzo del R8 aguantándose los riñones con una mano. Accionó una lengüeta bajo el capó que dejó entreabierto, fauces desplegadas, luego dio la vuelta al vehículo y sacó del maletero un triángulo de alarma rojo doblado en un estuche de plástico azul: desplegó el objeto que fue a colocar, apuntalado en su delgada varilla, a unos diez metros detrás del R8. Operaba lentamente con movimientos cansados, subiéndose el cuello del abrigo, estrechando el nudo de la bufanda y no pensando en aquel momento más que en su hijo único, gestor en trámite de divorcio en Laval: no es seguro que Jean-François soporte fácilmente esta separación. Por su parte, Mouezy-Eon nunca había simpatizado mucho con Jocelyne.
Los coches pasaban a gran velocidad muy cerca de él, lo salpicaban con sus olas rompientes de aire frío, polvo y zumbidos deformados. Una vez realizado el montaje de su simulacro de avería, echó a andar a lo largo del arcén hacia el ojo de buey en el que, desde la ventana de su calabozo, Chopin vio enmarcarse unos instantes después la cara cansada del viejo pintor aficionado.
Tras una discreta señal con la mano, Mouezy-Eon dio la vuelta a la pantalla de protección acústica y cruzó la zona de malas hierbas; por capilaridad, la humedad extendía oscuras zonas estalagmíticas en sus zapatos de ante esponjoso. Distante de los jardines de las plantas bajas, bordeó el edificio hasta llegar a su verja, antes de penetrar en él y subir tranquila y normalmente la escalera de aquella casa como si fuera la suya.
En el primer piso, antes que nada había que comprobar que nadie podía dar testimonio de lo que iba a pasar. Mouezy-Eon llamó sin vacilar a las puertas de los vecinos, pronto a exhibir una tarjeta profesional del Gaz de France, detección de escapes, estado de las tuberías. Pero a las tres y pico de la tarde todo el mundo estaba en el trabajo, la escuela o la guardería, el timbre sólo suscitó movimientos de mentón desconfiados de gatos drogados con Kangourou picado, amodorrados en sus cojines de miraguano sucios.
Mouezy-Eon se sacó la estatuilla del bolsillo. Tras contemplarla por última vez, se encogió de hombros y le arrancó el brazo derecho que remodeló en forma de morcilla. Introduciendo en la cerradura aquel pequeño cilindro —vulgar mezcla de hexógeno de pentrita y elastómero— y adaptando luego un minúsculo detonador, hubo de intentarlo varias veces para hacerlo estallar: tras dos o tres fallos la carga acabó deflagrando con un ruido furtivo, absurdo, de tubo de escape estropeado.
Penetrando en el piso, el prejubilado lo estuvo examinando sin darse prisa alguna en liberar de inmediato a Chopin. Juzgando la partida interrumpida, dirigió una mirada indulgente a la posición del alfil negro, seguida de otra más interesada a las reproducciones de Eustache Le Sueur, Jacques-Charles de Bellange y Lubin Baugin clavadas con chinchetas en las paredes del salón. Media docena de libros se hallaban también en un estante de conglomerado: entre algunos números especiales de la revista ¡Cuatro patas! leyó títulos como Educo a mi basset, Daneses y dogos o Sin la palabra. El piso parecía haber sido abandonado precipitadamente por una secta de canófilos acosados.
Antes de cuidarse de Chopin, Mouezy-Eon buscó también algunos indicios utilizables de la presencia de Perla Pommeck y Rodion Rathenau, pero salvo unas huellas de salsa en un plato y de estrategia en el tablero, la pareja no había olvidado nada tras ella. Bastaba ahora con darle la vuelta a la llave dejada en la cerradura: detrás de la puerta abierta Chopin acababa de levantarse de la butaca de espuma con una expresión paciente, resuelta pero distraída, dispuesto a todo como en una sala de espera cuando le va a tocar a uno.
—¿Adónde lo llevo? —preguntó Mouezy-Eon después de saludarse—. ¿Quiere descansar un poco o hacer el balance de la situación con el coronel?
—No —contestó Chopin—, vuelvo al hotel.
—No sería prudente —observó el acuarelista—, ahora está quemado allí. El coronel lo desaprobaría.
—Me importa un pito —resumió nerviosamente Chopin—. Vamos.
Salieron del edificio y se dirigieron a la autopista, saltando las barreras de protección y dando luego la vuelta a la pantalla acústica, más allá de la cual los coches incesantes seguían creando ruidosas corrientes de aire. Cuando llegaron al R8 parpadeante, Chopin empezó a tiritar de frío. Me importa un pito el coronel, repitió, tengo algo que resolver allí. Como usted quiera, dijo Mouezy-Eon, que se empeñó en comprobar el nivel de aceite antes de cerrar el capó.
—Además he dejado cosas en el hotel —argumentó Chopin mirando cómo le temblaban los dedos—, material que he de recuperar. Mejor que no se descubra, ¿eh?
—Yo puedo muy bien encargarme de eso —aseguró Mouezy-Eon doblando el triángulo de alarma—. Si no puede más, hombre, ¿no se da cuenta? Ande, déjelo.
—No, no —castañeteó Chopin—. No.
Habían arrancado, en la primera salida habían dejado la autopista y cruzaban ahora un trozo de barriada muy homogénea, perpetuamente poblada por la misma cantidad de gente. Mouezy-Eon seguía intentando convencer a Chopin.
—Si es sólo por quedar bien, haría mal en preocuparse. Los conozco, ya encontrarán a alguien más en la casa.
—El problema no es ese —reconoció Chopin.
—El problema es todo —recordó Mouezy-Eon—. ¿Se trata, pues, de la chica?
Chopin no contestó. El otro tampoco dijo nada más.
—Bueno —tuvo que acabar enterneciéndose—, veré qué se puede hacer con el doctor.
—¿Qué? —dijo Chopin—. ¿Belsunce? ¿También él es de la casa?
—¿Y qué creía? —preguntó Mouezy-Eon sacándose del bolsillo un Parisien regional—. A decir verdad ya no está con nosotros desde el año pasado, encontró algo mejor remunerado con los italianos. Pero parece que de momento es fácil entenderse con ellos. —Tendió el diario a Chopin—. ¿No quiere ver qué ponen en el cine por aquí, en uno de esos pueblos? Más valdría que no se le viera demasiado mientras tanto.
Una hora más tarde Chopin se hallaba, pues, en la oscuridad, que es donde menos se ve a uno, en la fila dieciocho del Pathé-Champigny. La película se llamaba Paul y contaba la historia de un chico guapo llamado Paul, pero a quien, una tras otra, abandonaban todas las mujeres. Tras una sexta ruptura grave en el puente Bir-Hakeim, bajo la lluvia, Paul, asqueado, cancelaba su cuenta corriente y renovaba su pasaporte cuando Chopin se durmió. Dos sesiones más tarde, con las uñas ensangrentadas y dos dientes menos, Paul se evadía de una prisión en Yakarta cuando una mano sacudió el hombro de Chopin, que abrió los ojos directamente a la pantalla: ahora el infortunado personaje del título se desgarraba profundamente la carne reptando por debajo de una alambrada, el sudor empapaba su rostro de cobre. Vamos, murmuró Mouezy-Eon. Siguiéndolo hacia la salida de la sala, Chopin se volvió hacia la película —Paul acababa de recibir un tiro en el omóplato.
Fuera estaba también oscuro y bastaban tres pasos para meterse en la ambulancia aparcada delante del cine, con las cortinas corridas. En el volante Fernández sustituía a Florimond. El exguarda de la capilla expiatoria se había puesto la bata blanca del antillano, naturalmente demasiado grande, sobre su camisa, que seguía siendo azul gendarme: las solapas cabalgaban una sobre otra y las hombreras eran como globos. Por supuesto, nada de sirenas a estas horas, Fernández, recomendó Mouezy-Eon. Un poco de luz giratoria por si acaso. ¿No cree que se lo contará todo al coronel?, preguntó audazmente Chopin. Mouezy-Eon sacudió la cabeza. Es un servicio extra. Ningún problema.
Al acercarse al hotel, Fernández apagó las luces. La CX evitó el edificio principal y se dirigió hacia los aparcamientos, donde el Toyota del doctor Belsunce disfrutaba del privilegio exclusivo de un garaje individual. Chopin bajó de la ambulancia que volvió a irse enseguida. El doctor lo aguardaba allí, en la oscuridad, con la llave en la mano.
—Me alegra volver a verlo —aseguró haciendo deslizar la puerta del garaje—. Ahí tiene, puede instalarse aquí.
Accionó un gran interruptor aislado, haciendo brillar una bombilla desnuda; además de un juego de neumáticos para la nieve, una baca fija y un par de latas de lubrificante se amontonaban en el fondo cajas de viejos libros, de viejas prendas de vestir. Dos estatuillas africanas, dos esquíes de madera provistos de fijaciones neolíticas. Luego, un armario sin puerta contenía fajos atados de revistas corporativas, bloques de recetas vírgenes y algunos útiles profesionales fuera de uso en cajas de metal; esfigmomanómetro y estetoscopio rotos además de espátulas y espéculos auriculares, nasales, rectales, oxidados. Presencia de un tonel.
—No hay problema con el coche en esta época —explicó Belsunce—, puede pasar algunas noches fuera.
Mientras arreglaban un rincón para Chopin, el doctor le contó la visita de Suzy, la víspera, absolutamente encantadora, no me había enterado de que se conocían, no lo sabía. O sea, dijo Chopin, es un poco complicado. En cualquier caso está bien de salud, diagnosticó Belsunce, algo nerviosa, por supuesto, necesita relajarse. Le he prestado mi coche para mañana, le tendré al corriente. Las mantas están ahí. Naturalmente esto no es muy cómodo, no resultará habitable para mucho tiempo.
—Procuraré acabar pronto —se imaginó Chopin.