8

Dos días después por la mañana, Chopin estaba en su casa, como siempre no muy lejos de la ventana, ocioso como a menudo por la mañana temprano, solo como la mayor parte del tiempo.

Solo: sucesivamente Carole y Marianne habían vivido aquí, para marcharse bastante desanimadas al cabo de unos días o unas semanas, regresando después, volviendo a marcharse luego con regularidad. Chopin no hacía nunca nada para que se fueran o regresaran, dejando la puerta abierta en ambos sentidos. Carole hacía fotos de moda y Marianne presentaba películas en la televisión, así cuando desaparecían de su casa Chopin recibía a veces noticias indirectas de ellas. Todo las oponía aunque una vez, con tres días de intervalo, las dos le habían propuesto apuntarse con ellas, gracias a las tarifas ventajosas de sus comités de empresa, a una sala de musculación.

Chopin se cortaba las uñas mirando el tiempo, que se había vuelto gris, a través de los cristales. Luego había ido a la cocina a coger un plátano, tirando, después de cada bocado, unos milímetros de las cuatro o cinco pieles atigradas que cubrían, pétalos mustios, su puño cerrado en la base de la fruta, desprendiendo cuidadosamente los filamentos desmenuzables con sabor a cartón que corren por su superficie como meridianos, en una palabra pelando el plátano como lo pelará eternamente el antropoide. En la jaula de las moscas echó uno de los filamentos.

El saludo del coronel Seck se presentó sobre las once, cuando se abren los buzones. No era Rímini sino el Mississippi quien ocultaba un nuevo micropunto que citaba a Chopin en el número 22 de un pasaje disimulado del distrito dieciséis. Para acudir allí hubo de aplicar el procedimiento clásico de disuasión de espionaje por medio del zigzag, y era una vez más y como siempre la misma comedia: aquí salto de un taxi ante una boca de metro, luego de otro taxi ante otro metro, cojo el convoy en el último momento, y brinco al andén justo antes de cerrarse las puertas y cruzo y vuelvo a cruzar la casa de doble entrada, luego la otra, y cojo otro taxi que me deja a cincuenta metros del pasaje disimulado al que llego sudoroso, jadeante y convencido de que todo eso no sirve para nada. Y veo que el 22, construido hacia 1960, es un edificio con balcones de vidrio ahumado como los hay menos en París que en las ciudades de provincias, muy especialmente en los balnearios, y a cuya propiedad ansían acceder los jubilados.

El coronel recibió a Chopin en un piso deshabitado. El vestíbulo amplio estaba vacío con excepción de un perchero de tipo loro del que sólo colgaba por su asa un cubo de esmalte vacío. Chopin siguió a su coronel de cabecera por un pasillo a mitad del cual unos ruidos de fontaneros discretos atravesaban una puerta cerrada. En las paredes del pasillo, delimitando los emplazamientos de las imágenes desaparecidas, seguían clavadas aún las chinchetas de los antiguos ocupantes, y unas frescas láminas apoyadas en los zócalos debían de pertenecer a los siguientes. Detenido en el mes de agosto pasado, sólo quedaba el calendario publicitario de un sushi-bar de la calle Washington que representaba dos conejos blancos en un campo de nieve y daba las señas (Nishishinjuku Shinjuku-ku) de otro sushi-bar de Tokio.

Seck abrió la puerta de una sala de estar en la que dos sillones de despacho estaban frente a frente, con una cartera de piel marrón brillante al pie de uno de ellos. En una pared, entre inútiles chinchetas clavadas todavía allí, colgaba solitariamente un marco nuevo que contenía formas blancas y verdes. El coronel señaló uno de los sillones a Chopin mientras se dirigía a la puerta vidriera prolongada por un balcón: fantasmas de plantas se acurrucaban al fondo de jardineras descoloridas, en un nido de humus deshidratado. La frente del coronel pesó sobre el cristal, sus ojos observaban la inexistente circulación de los vehículos en el pasaje, una luz de polvo pálido caía sobre él.

—Hay días en que echo de menos el sol —dijo—. El sol y los trópicos, todo eso. El sexo y los trópicos. No se imagina lo que me aburro a veces.

Abrió los brazos con aire desolado y fue a sentarse en silencio; Chopin recordaba que en tales circunstancias no le correspondía hablar primero.

—Pues tengo un pequeño problema de observación, usted ya me entiende —dijo al fin el coronel—. En este momento no tengo a nadie a mano que pueda encargarse de ello, de modo que he pensado en usted. Se lo voy a explicar.

Era lo siguiente: una reunión de responsables economistas, que comprendía diversas delegaciones de Oriente y Occidente, acababa de clausurarse en Viena. Uno de los especialistas no había regresado enseguida a su país de origen, concediéndose unos días de descanso en la región parisina. El coronel hizo una pausa y se inclinó hacia la cartera de la que sacó dos libros. Tendió una de aquellas obras a Chopin, un volumen bastante delgado encuadernado, impreso en un papel amarillento que despedía un fuerte olor industrial y metido en una sobrecubierta de un verde estanque que llevaba el título del libro y el nombre de su autor: Perspectivas del coloquio de Arkhangelsk, por Vital Veber. Un retrato de este se hallaba reproducido en la solapa: en el centro de un rectángulo oscuro emergía un rostro algo borroso, sin duda un detalle ampliado de una fotografía de grupo. Sus rasgos no se distinguían mejor que los del condenado a través del ventanuco de un calabozo oscuro, los del apuntador al fondo de su concha.

—Un individuo importante —gruñó el coronel Seck—. Ex primer secretario de distrito, secretario general del plan, ponente del comité de superficie, ya se da cuenta de la categoría.

Los ruidos de la fontanería acababan de aumentar bruscamente, por lo que se levantó con aire disgustado.

—Ya vuelvo —previó—, puede echarle un vistazo a ese otro mientras tanto.

Chopin cogió el otro tomo, en todo parecido al primero salvo en el título (Las lecciones del congreso de Anchorage), el matiz beige descolorido de la sobrecubierta y dos ínfimos retoques a la foto del autor. Empezó a hojear las dos obras prestando oídos a los ruidos de voces que le llegaban por el pasillo, procedentes sin duda de la cocina: sorda y disgustada, la del coronel Seck parecía topar con otros dos órganos, femeninos y llenos de realismo, de sentido común y aplomo burlón. Un gran silencio cerró el intercambio, luego volvió el coronel, con el semblante hermético.

—Esas obras no se acaban nunca —refunfuñó—. Pido algo sencillo, pero parece que no hay manera. Esa caldera es nueva, es prácticamente nueva, por qué demonios lo han de cambiar todo.

Se exaltaba, Chopin seguía estudiando el retrato de Vital Veber: cara antiguamente afilada de universitario, sin duda, luego gradualmente engordada por las dignidades, arrugada por las preocupaciones propias de todo secretario general.

—Bueno —se calmó el coronel—. Él es el tío. ¿Le conviene?

—No mucho —respondió Chopin—. Pero supongo que no tengo otra opción.

—Eso, quéjese —dijo el coronel—. Francamente no es mucho lo que le pido. ¿Qué le supone? Ni siquiera media jornada, apenas un cuarto de jornada, y aún. Ni eso.

—Vale, vale —dijo Chopin.

—Sería una gran ayuda —desarrolló el otro con ternura—, estaría bien. Además no es complicado, lo cual también está bien. Veber va a pasar una semana en un hotel, un buen hotel, cerca de París. Es un sitio bonito, en un parque, a orillas de un lago, es alegre. Se trataría simplemente de pasar esa semana con él.

Chopin no respondió, tratando en vano de identificar el contenido del marco colgado cerca de la puerta vidriera, al otro extremo de la estancia: cinco rectángulos blancos sobre un fondo verde billar.

—No quiero obligarlo, que conste —prosiguió su oficial de cabecera—, pero bueno. Como le he dicho, he pensado en usted. Pienso en usted a menudo, Chopin, le tengo afecto, aunque no lo parezca. ¿Se ríe?

—No, no —dijo Chopin—, no me río en absoluto.

—En fin —se puso serio el coronel—, sería cuestión de ver un poco qué hace ese tío, la gente a quien ve, todo eso. Quizá habría que ver también si alguien más lo intenta ver al mismo tiempo que nosotros. ¿Eh?

—Eso es —dijo Chopin—. Algo así como con Abitbol.

El recuerdo de Abitbol animó al militar.

—Exactamente —recalcó con satisfacción—, lo mismo que con Abitbol. En principio, Veber viaja con su asistente, su secretario, no lo sé muy bien. ¿Qué más podría decirle?

Cuatro mazazos sonaron sin avisar en el pasillo, haciendo temblar los cristales y pegar un brinco al coronel. ¿Qué puñetas pueden estar haciendo?, murmuró.

—Me pregunto qué coño hacen —expuso dirigiéndose a Chopin—. Me habían hecho un presupuesto. Estaba muy bien aquel presupuesto. Pero ahora ya no entiendo nada, eso no tiene pinta de nada.

—¿Es suyo el piso?

—Venga a ver —dijo el coronel levantándose—. Con mi sueldo nunca hubiera podido permitírmelo, ¿verdad? Fíjese: lo he pagado así.

Llevó a Chopin ante el marco verde y blanco. Sobre fondo de fieltro, bajo cristal antirreflectante, se hallaban dispuestos en forma de abanico cinco naipes que formaban escalera de color —siete y ocho, nueve y diez de corazones graciosamente desplegados a cada lado del valet del mismo color, como sirenas alrededor de Esther Williams.

—Agosto de 1985, Beaulieu-sur-Mer —precisó el coronel—, un millón trescientos mil francos. Habré tenido esa suerte. He podido comprarme esta casa, no es muy grande, pero bueno, ya la estoy revendiendo, más otras cositas, un terreno, allá en mi tierra. ¿De qué hablábamos?

—Veber —recordó Chopin—. El hotel.

—Sí, el hotel. Estaría bien que en el hotel pudiera servirse otra vez de su sistema. ¿Sabe usted?

—¿Mi sistema?

—Sus moscas, hombre. ¿Se acuerda?

—Está de broma —dijo Chopin—, eso está completamente superado. Son técnicas del tiempo del general Walters. Hoy día se hacen cosas mucho mejores.

Decepcionado, el coronel afirmó que, si no le fallaba la memoria, la técnica de las moscas había producido, sin embargo, excelentes resultados, por ejemplo con Abitbol precisamente, pero Chopin recalcó que aquella técnica era muy limitada. Que una mosca sólo dura un tiempo. Que una vida de mosca no es sino un aleteo.

—Probémoslo de todos modos —insistió el coronel—. Probémoslo.

Un estruendo sísmico de herramienta acababa de producirse en la cocina, por lo que el coronel no pudo por menos de ir a inspeccionar las obras mientras acompañaba a Chopin, que echó un vistazo por encima del hombro. Las dos fontaneras eran bajas y macizas, sus abultados carrillos tendían a colgar y, salpicados de yeso, sus cabellos grasientos colgaban. Además, no parecían tener buen genio, una desenrollando el hilo de cobre entre sus dedos amorcillados y la otra hundiendo una pared con una taladradora con dos brocas de recambio entre los dientes —iguales a las trabajadoras realistas socialistas, sonreían sin embargo, su cuerpo entero sonreía victoriosamente bajo el mono hinchado a tope.

—Pero ¿qué pasa ahora? —se irritó el coronel—. ¿Qué es ese agujero? No me parece que ese agujero figurara en el presupuesto. ¿Qué pinta ese nuevo agujero?

—Interruptor automático de la caldera —definió la taladradora—. Es la seguridad. Del mismo modo que habría que deshollinar de vez en cuando la tubería, ¿eh?

—Pero antes no había eso —se lamentó el oficial—, funcionaba muy bien sin eso. Además el cable —imaginó—, hará falta un cable para ese interruptor. Un cable que se verá. Será un asco.

—Se lo vamos a empotrar —aseguró la otra con jovialidad—. Venga, venga, que se lo vamos a empotrar.

El coronel se encogió de un hombro y se apartó violentamente de las obreras, murmurando gilipollas en cuanto se alejaron un poco. En el vestíbulo, con voz distraída comunicó que se verían más tarde para las últimas instrucciones, en otra parte. Aquí ya estaba visto que era demasiado complicado de momento. En fin, gracias por venir, de todos modos. Gracias.