14
La guarda de una espalda de secretario general no era por supuesto la primera misión de Perla Pommeck ni de Rodion Rathenau. No eran unos principiantes. Rubia, de cejas muy oscuras, salida de un biotopo acomodado, Perla se había pasado los diecisiete primeros años de su vida en las playas elegantes de diferentes mares interiores. Plebiscitada miss Sebastopol en agosto de 1980, había sido reclutada a partir del mes de octubre siguiente por los servicios especiales que la formaron, al principio, para la corrupción de mandamases de embajadas. Sus dotes de vampiresa resultaron imperfectas, por lo que la reconvirtieron un año más tarde a las técnicas de protección directa mediante un entrenamiento intensivo acompañado de anabolizantes. Su lenguaje era bastante crudo.
Rathenau, por su parte, debe su carrera a la compensación de un hándicap infantil. Nacido prematuramente, víctima muy pronto de una avitaminosis severa, tan raquítico y frágil que en la escuela lo llamaban amablemente B 12, al llegar a la adolescencia juró desarrollar desmedidamente su musculatura. Masajistas y monitores deportistas fueron desde entonces sus únicos maestros, hasta que adquirió una morfología de acero. Por desgracia, una vez integrado en el mundo del espionaje, sus jefes no juzgaron necesario modificar su antiguo mote, estimando, con la mayor desesperación por parte de Rodion, que B 12 constituía un nombre de código del todo adecuado al estilo de la institución.
Después de evitarlos, Chopin salió del Parc Palace y dio una vuelta al edificio hacia el campo de golf, cruzando el green en dirección al lago. Dos embarcaciones ocupaban una ensenada minúscula delimitada por cinco metros de muelle: un fuera borda enano, raíz cuadrada de lancha motora, y un pequeño transbordador bordeado de barandillas de cuerda con bancos fijados a la cubierta bajo un toldo de lona rayada. Más allá, reflejados en el agua del lago, los aviones grises y blancos del aeropuerto cercano se sucedían en el cielo, cada uno por su pasillo sin interrupción.
Chopin pasó allí un cuarto de hora escaso, luego antes de regresar a su cuarto se volvió de cara al hotel: unos chopos ocultaban el dorso del edificio hasta el segundo piso, por encima del cual localizó la ventana de su cuarto. Y en el primero, en la sala de trabajo acondicionada la víspera en la suite del codificador, Vital Veber acababa de cerrar el voluminoso expediente noreste.
—Basta por hoy —suspiró—, ya está bien. No puedo más. ¿Le apetece venir a tomar algo en mi suite?
El codificador dio su opinión mientras recogía los documentos dispersos, luego cruzaron la planta hacia la suite de Veber, que se dejó caer enseguida en un sillón mientras el otro preparaba los vasos. Con los ojos cerrados, el secretario general parecía realmente cansado, su cuerpo entero pesaba sobre los brazos del sillón, mantenía entre dos dedos la base de su nariz. Alguien llamó a la puerta.
—Sea amable, vaya a ver quién es —dijo Veber sin abrir los párpados.
Era un botones rojo y oro oculto tras un enorme ramo de flores, una aleluya de gladiolos púrpura envueltos en un estuche de celofán hermético y bolsiforme, que cerraba una ancha cinta con un lazo complicado; las trenzas y espirales de la cinta caían formando tirabuzones como bucles, temblorcillos de rúbrica ampulosa. Veber abrió un ojo y preguntó ¿qué es eso?, ¿para quién es?
—Para el señor Veber —dijo el botones.
—¿No lleva tarjeta?
El codificador lo había cogido, lo hacía girar diciendo no, no hay tarjeta.
—Devuélvalo —dijo Veber con voz cansada—. O no, deje, ya me encargaré yo. Así me relajaré. Vamos a ponerlo allí, eso. Pero haría falta un jarro o algo parecido.
El botones volvió con un jarro, un cono truncado de cristal muy sencillo que fue a llenar al grifo de la bañera mientras Veber deshacía el envoltorio, liberando a las dos enviadas especiales de Chopin que empezaron a libar enseguida la banda sonora. Con las manos atrás, el codificador seguía la operación. ¿Ha visto la mosca?, dijo. ¿La qué?, preguntó distraídamente Veber extendiendo los gladiolos en haz, no, no. Luego colocó el ramo en el jarro y lo estabilizó con amortiguadores de asparagus. Dos pisos más arriba, con un par de auriculares fijados en los oídos, Chopin se alegraba de saber que le gustaban las flores.
Al marcharse el codificador, el secretario general se acabó su vaso y se aseó un poco antes de ponerse un batín cruzado, ceñido con un cordón y forrado con muletón, sobre un pañuelo anudado en forma de chorrera. Dio unas vueltas por la habitación, arqueando el cuerpo, las manos en los bolsillos del batín. Estos estaban cosidos un poco altos y los codos le sobresalían a ambos lados del busto abombado como alas atrofiadas, alones de pingüino. Chopin, de momento, no grababa nada interesante: ruidos de cuentagotas y cepillo de dientes, suspiro, interjecciones breves.
Vital Veber se detuvo cerca de la ventana y la abrió, tal como lo había representado unas horas antes Mouezy-Eon, a quien, por lo demás, vio, sin prestarle mucha atención: el acuarelista no se había movido de su sitio al pie de la terraza, reproduciendo obstinadamente el hotel hasta con los últimos resplandores del día. Chopin oyó el ligero crujido de la ventana, y poco después los sonidos ambientales totalmente distintos —soplos del viento, canto de los pájaros, silencio de la altura— vinieron a confirmar sus temores: evadidas de la habitación de Veber en cuanto abrió la ventana, las moscas retransmitían ahora en directo desde el parque. Renegando quedamente entre dientes, Chopin se quitó los auriculares, guardó el material y bajó al bar a tomar una copa como todo el mundo.
Al fondo del vestíbulo y justo antes de la entrada del bar se extendía un espacio sin vocación precisa, que debió de llamarse salón de fumar en otros tiempos. Allí se hallaban expuestos una docena de cuadros, obras de autores distintos y que representaban todos el Parc Palace du Lac, en conjunto o en detalle: la fachada pero también el jardín de invierno, un fragmento de terraza, un lienzo de pared. Entre todos Chopin reconoció rápidamente, por su hacer escrupuloso, una obra inédita de Mouezy-Eon; el marco era totalmente nuevo, la pintura apenas estaba seca, no hacía mucho que estaba allí. Una ventana sombreada, en la parte posterior del edificio, había movilizado muy especialmente la inspiración del artista. Chopin la grabó en su memoria antes de trasladarse a la sala del bar.
Una pianista madura oficiaba allí, rizada con permanente milimétricamente, teñida y lacada con spray. Yacimiento opulento de perlas y dientes artificiales, desgranaba el estribillo de September song al entrar él. Dos de los nababs que había visto por la mañana en la terraza bebían Pimm’s en la barra con sus secretarias, y al fondo de la sala seguía estando Rodion Rathenau, pegado al mismo asiento, engordándose con cacahuetes y rociándolos con agua mineral sin gas. Chopin se colocó no lejos de los nababs, cogiendo algunas briznas de su conversación (¡Anda! ¿Conque ha dejado al norteamericano?) y observando detalladamente el mobiliario de cuero y maderas enceradas. En las paredes, unos grabados antiguos representaban caballos ingleses, media sangre tarbeses y trotadores Orloff, y al otro lado de la barra todo era accesorios abrillantados, patinados, barnizados, que los barmans inmaculados manipulaban sacerdotalmente. Resultaba descansado, la música era descansada. Chopin pidió un Bronx.
Al llegar al cuarto Pimm’s era ya hora de ir a cenar. Las copas se habían vaciado de su contenido, el bar del suyo, ahora había que preparar un primer informe para el coronel Seck.
Una hora más tarde, el Karmann-Ghia aparcaba pues en la esquina de las calles Lafayette y Bleue, delante de una cabina telefónica. Es un barrio de oficinas principalmente: allí la vida nocturna no existe casi, hay pocas luces en las ventanas pasadas las ocho y pocos transeúntes, salvo algunos turistas europeos bebidos y contentos de volver por fin al hotel. Chopin entró en la cabina. A través de sus paredes de cristal inspeccionó los dos sentidos de la calle Lafayette, como para asegurarse de que nadie iba a verlo descolgar el aparato. Sólo que no descolgó: formó únicamente con la mirada el número de Suzy Clair en el disco de llamada. Sacando del bolsillo el rollo de cinta adhesiva azul, cortó rápidamente un cuadrado que pegó bajo el cuerpo del aparato antes de salir de la cabina.
A cien metros de allí se halla una pequeña sala de cine donde reponían Planeta prohibido, película que gustaba a Chopin y había sido rodada en 1956 por Fred Mac Leod Wilcox; le quedaba justo el tiempo de comer algo antes de la sesión de las diez. En una cervecería próxima se tomó una Bass con un par de salchichas cuya piel recia, sintética como nailon, producía chirridos inquietantes al rasgarse bajo los dientes.
Chopin volvió, pues, a ver Planeta prohibido, en la que se ve en particular la desintegración de un tigre en pleno salto, gracioso con el tecnicolor recién inventado. Al salir de la sala, dio un rodeo por la cabina telefónica antes del volver al coche. Buscando con la yema de los dedos por debajo de la máquina localizó el cuadrado de cinta adhesiva, más liso y tibio que el metal. Lo despegó con la punta de la uña y luego lo observó: su color se había transformado. Acuse de recibo del cuadrado azul según el código habitual, el tono amarillo de este le indicaba que el coronel acudiría a la cita, aquella noche, en el mismo lugar y a la misma hora que la última vez.
Durante el regreso, Chopin conservó el cuadrado amarillo distraídamente pegado en la yema del dedo, así, restregándolo como una piel muerta o un viejo esparadrapo. Y en su habitación del Parc Palace, al ir a inspeccionarlas, se encontró con que otras dos moscas estaban difuntas. Las larvas no estaban de momento bastante maduras, por lo que no dejaría de plantearse el problema del relevo.