19

Después de una ducha seguida de la cena que se había mandado subir, Chopin echó una ojeada a las moscas supervivientes pero no estaba para nada. De modo que enchufó el televisor que estuvo viendo durante cerca de tres horas forzándose a no perderse nada, sin dejarse distraer por ninguna idea; concentrándose bien en una aventura de Mannix, se llega a captar todo, en definitiva, incluso resulta bastante fácil cuando pone uno algo de su parte. Pasando de un canal a otro reconoció luego el comienzo de Some came running: un autocar cruza el campo, llevando a algunos pasajeros, entre ellos a Frank Sinatra, dormido en su asiento con un uniforme del ejército de tierra. El autocar para en una pequeña población, el conductor se vuelve hacia Sinatra y grita: «Hey, soldier! Soldier!». Falta poco para las doce, Chopin parecía tranquilo hasta ahora pero se levanta de un salto, quita el sonido del televisor, agarra el teléfono y pregunta por la suite 44. Al otro extremo de la línea descuelgan en el acto.

Soy yo, dice Chopin, y como Suzy no contesta enseguida repite que es él, Franck. Sin duda exclamará ¿eres tú?, pero ¿dónde estás?, ¿cómo sabes que yo? Es lo que dice en efecto, pero en voz baja.

—Estoy aquí mismo —responde Chopin—, en el piso de abajo, ya te lo explicaré. Tengo que verte.

—No —murmura Suzy vivamente—, no puede ser. Pero ¿cómo sabes que estoy aquí?

—Ya te lo explicaré —repite Chopin—, voy a ir a verte.

—De ningún modo —corta ella—, no, por favor.

—Voy enseguida —precisa Chopin.

—No abriré.

—Yo sí —dice Chopin—, yo abriré.

Cuelga y se levanta enseguida, busca en el maletín un enorme llavero con un centenar de llaves maestras que repasa rápidamente, recordando el retrato robot de las llaves colgadas del tablero de la recepción, inmediatamente encuentra su homóloga y sale de la habitación mientras Shirley McLaine baja del autocar, con el abrigo debajo del brazo, y echa a correr tras Frank Sinatra.

A lo largo del pasillo hasta la escalera, las puertas alineadas parecían armarios vacíos. Chopin empezó a subir los peldaños cubiertos con una gruesa alfombra, en el silencio denso que aumentaba una música apagada, lejana, procedente sin duda del bar y casi indistinta en el hueco de la escalera, sobreentendida como la luz nocturna de un pasillo de hospital; subiendo los escalones de dos en dos Chopin percibía el ruido de su cuerpo como una orquesta en marcha, el bombo del corazón, los platillos claveteados de la respiración y las maracas de las articulaciones. Cuando llegó frente al 44, hizo una pausa, tuvo un instante de miedo o de escrúpulos antes de buscar la llave maestra en el bolsillo, luego abrió silenciosamente la puerta, entró, volvió a cerrar.

A primera vista estaba oscuro, deshabitado, no brillaba ninguna lámpara, tan sólo un televisor encendido daba un poco de claridad móvil. Unos perfiles de sillones esbeltos enmarcaban una mesa baja, un gran espejo en la pared repetía sus sombras. Después de habituar sus ojos, Chopin comprendió que la 44 era una suite en forma de codo, situada en el ángulo de la fachada y formada por dos habitaciones en ángulo recto. El televisor se hallaba en el ángulo, vuelto hacia la otra estancia invisible desde la entrada; en su pantalla, Sinatra vestido de paisano se instalaba con Shirley McLaine en casa de Dean Martin donde los tres empezaban a beber de mala manera.

Chopin se apartó de la puerta quedamente, tratando de no tropezar con los muebles, yendo hacia el televisor en el momento en que Dean Martin se metía en la bañera sin quitarse el sombrero. Una vez ante el aparato se volvió hacia la otra estancia, enteramente ocupada por una gran cama blanca. Te había dicho que no vinieras, recordó con mucha calma Suzy en la penumbra.

Chopin no distinguía casi nada de ella al fondo de la cama, sus ojos que reflejaban la pantalla, su brazo desnudo sobre la sábana. Mientras se acercaba, murmuró no, tienes que irte, y, viendo que seguía acercándose, tendió hacia él el mando a distancia, con la mano cerrada en torno a él como si fuera un arma. Pero Chopin avanzaba aún bajo el rayo del aparatito, indestructible como los monstruos impermeables al láser más potente, en las películas de Fred Mac Leod Wilcox. Cuando Suzy se echó a reír flojito, mientras bajaba la guardia, Chopin se inclinó sobre ella y puso los dedos en su hombro, en su nuca, ella abrió los brazos y luego las sábanas.

Hasta el final de la película permanecieron uno contra otro, abrazándose sin hablarse, salvo cuando Chopin quiso saber otra vez qué historia es esta, qué es lo que pasa, y Suzy le dijo te lo explicaré mañana, todo. Mañana. Ahora tienes que irte. Se besaban por última vez cuando Some came running terminó en un cementerio más ameno que el de Thiais; Chopin se levantó mientras desfilaban los títulos de crédito de la película. Al pasar de nuevo ante el televisor se cruzó con Marianne, toda sonrisas, en la pantalla, que anunciaba para la semana siguiente la proyección de Undercurrent en el marco de la retrospectiva actual. Le deseaba muy buenas noches.

Se halló en el pasillo oscuro, pero una vez cerrada la puerta, no tuvo tiempo de andar un metro cuando una manaza vigorosa lo cogió del hombro y lo empujó sólidamente contra el papel pintado, mientras le hundían entre los omóplatos un pequeño cilindro hueco.

—Venga —le sopló al oído la voz de Rathenau—, es como en el cine. De pie contra la pared y las manos en la cabeza.

Habiendo obedecido, Chopin notó que se le acercaba un olor a colonia como un espectro e inmediatamente después un breve pinchazo en el hueco del brazo. Era una sensación benigna y muy poco dolorosa, pero a los tres segundos imagen y sonido se fundieron y Chopin cayó en coma. Bienvenido, doctor Bong.