XV - SUBTERFUGIO

Llegaron al 12 × 5 inglés sin ningún contratiempo y, después de atravesar el compartimento estanco, se sentaron lo más cómodamente posible sin quitarse los trajes espaciales sino que, levantando tan solo los visores de sus cascos, empezaron uno y otro a exponer sus puntos de vista, y a discutir su situación.

El alto tejano fue el primero en hablar después de que hubo sido presentado al doctor Paul Ambrose y al profesor Fritz Fleiss.

—Ahora, caballeros, la historia es como sigue —empezó diciendo el tejano—. Poco después de partir ustedes, hubo un viejo profesor de Ciencias llamado Taraconda Grimwood el cual descubrió que un experimento sobre el que estaba trabajando se le estaba yendo de la mano y que en vez de funcionar como debía hacerlo, lo mostró en cambio la cara de una mujer que dijo que venía del espacio exterior.

»Después este viejo profesor, junto con un amigo suyo que era psiquiatra, montaron un campo magnético y atraparon a esa joven, la extranjera espacial, que estaba tratando de aparecer y desaparecer. Una vez la tuvieron cogida empezaron a hacerle preguntas... Cuando me contaron eso me vino a la memoria el cuento de aquel irlandés que encontró al enanito del bosque y agarrándole fuertemente le dijo que no lo soltaría hasta que no le dijera dónde se hallaba el manantial de su oro. Pero estoy divagando y no tenemos tiempo para digresiones. El caso es que las noticias que finalmente obtuvieron de aquella mujer del espacio exterior que dijo llamarse Yolanda, les dio a conocer que había una gran fuerza de invasión estacionada en la Luna, y dispuesta para atacar a la Tierra.

—Así que es eso —dijo Paul Ambrose.

—Tanto como yo lo había adivinado así —añadió Fritz Fleiss.

—Como iba diciendo —prosiguió el alto tejano—, esa fue la situación en que nos hallamos en la Tierra. No podíamos establecer radio contacto con ustedes por miedo de que el enemigo lo interceptara, y la única esperanza que manteníamos era de que la flota enemiga les hubiera confundido por algunos refuerzos procedentes de uno de sus pequeños y lejanos planetas, y también por la confusión que entraña la organización de una gran armada integrada por tantos componentes extraños entre sí. Recuerdo algunas de las operaciones de la pasada guerra en las que intervinieron contingentes americanos, británicos, franceses libres, polacos libres, portugueses, voluntarios y toda clase de gentes y en los que las cosas, algunas veces iban por sendas caóticas. En el caso de ustedes, sabíamos que su única oportunidad estaba en que no fueran localizados como seres terrestres, y sí tomados por refuerzos.

—Ahora ya todo es perfectamente claro —confirmó Cayne Lester—. Y supongo que, a causa de que era imposible comunicar por radio, les enviaron a ustedes para avisarnos, ¿no es eso?

—Sí, eso fue —respondió el americano—. Fuimos enviados para prevenirles y, si era posible, para ver si podíamos hacer alguna cosa para detener esa invasión.

¿Detenerla? —repitió Cayne Lester. La idea no se le había ocurrido nunca y, súbitamente recabó toda la importancia de ella—. Todos mis pensamientos estaban dirigidos hacia la retirada —confesó.

—Así lo habría hecho también yo —dijo el tejano— y creo que también todo el mundo con sólo echar una ojeada a todo el equipo que tenemos ahí fuera. Pero eso fue una impresión que tuve yo, de que además de consultarles y prevenirles, quizá podríamos trazar algún plan que beneficiara a la Tierra. Y sé también lo que ha venido a mi mente después de haber contemplado a toda esa pandilla que nos rodea, y eso es...

—No es necesario que lo diga —interrumpió Cayne Lester—, lo sé.

Pero fue el profesor Fritz Fleiss con su fantástico inglés el que tradujo a palabras los pensamientos de todos.

—Si esta flota de invasora la Tierra ellos atacan, toda terminado será en la Tierra, sí —manifestó.

—Precisamente —dijo Paul Ambrose— lo ha expresado usted muy concisamente, mi querido profesor. Con las palabras adecuadas —añadió, no sin que un deje de ironía se entreviera en la voz del doctor.

—Entonces, ¿qué creéis que podemos hacer? —preguntó el tejano.

Cayne Lester estaba contemplando la vasta extensión de aquella flota exótica a través de la portilla de observación.

—Únicamente me viene a la memoria Drake y sus barcos de fuego cuando se halló enfrentado con una fuerza española superior —dijo—. Pero no creo que eso nos ayude mucho, y no creo tampoco que encontremos buenas ideas en la Historia. En aquellos tiempos tenían el valor, tenían iniciativa, pero carecían de tecnología. Eso fue su inconveniente.

Los componentes de las dos tripulaciones quedáronse sentados en silencio sumidos en sus pensamientos.

—¿Un cigarrillo? —propuso el alto tejano sacando un paquete de cigarrillos que hizo circular alrededor.

Cayne Lester tomó uno. Paul Ambrose declinó la oferta. El alemán cogió otro y también lo hicieron Rosch Rosenblum y Pierre Lancoaux.

—Esta es una cosa que podemos hacer, aunque no debiéramos, supongo. Se come al precioso oxígeno...

—¡Oxígeno! —exclamó Cayne Lester—. Aquel humanoide que vino a vernos dijo que nos daría oxígeno extra si lo necesitábamos. No me costaría nada hacerle una visita diciéndole que uno de nuestros cilindros es defectuoso, y si nos podía dar algo. Esa es una buena excusa para ir a verles. Ahora bien, si vamos a verles... —el capitán hizo una pausa, pensativo—. ¡Ya lo tengo! —exclamó—. Escuche, capitán Williams.

—Oh, llámeme solamente Walt. Suprima las formalidades... seamos amigos. Demonios, somos lo suficientemente pocos para permitirnos el ser informales.

—Muy bien, entonces, escuche —prosiguió Cayne Lester—. Si pudiéramos preparar una explosión de alguna clase después de decirles a esa gente que hemos observado... por mediación de una trayectoria de largo alcance, o que hemos captado una emisión de la Tierra con nuestra longitud de onda más remota... Podríamos decirles que la Tierra sabe que estamos aquí y que están ya disparando proyectiles; que creemos que la tecnología terrestre está lo suficiente adelantada para alcanzar con proyectiles cualquier parte de la Luna. Eso quizá les asustara.

—¿Y qué pasará si examinan los restos de la explosión?

—Supongo que no podrán sacar mucho en claro si la preparamos cuidadosamente.

—O.K. Es una buena idea. Pero qué hay de esa Yolanda. ¿Qué pasará si ella les ha puesto ya al corriente de lo que sucede? ¿Y si hay más de una como ella?

—Eso es algo que tendremos que arriesgar. Personalmente, soy de la opinión de que más bien será una especie única. No puede haber muchos de sus aliados que deseen desaparecer a través de la cuarta dimensión, o sea lo que sea lo que esa chica es capaz de hacer. Y, de todas maneras, el hecho mismo de que ella no haya regresado ni haya mandado ninguna comunicación les demostrará que aunque esa mujer esté facultada para viajar por la cuarta dimensión, los habitantes de la Tierra no son tan zoquetes como pudieran haberles parecido de buen principio. Ahora, si nosotros podemos explicarles la evidencia circunstancial que será demostrada por la desaparición y falta de comunicaciones de esa chica, junto con la ulterior evidencia de una explosión que no podrán explicarse... y con la que espero podamos barrer del suelo una de sus naves...

—Lo que no sé es qué es lo que vamos a emplear para esa explosión.

—Combustible de cohete es la única respuesta —dijo el americano.

—Desde luego que lo es. Si les pudiéramos insinuar algo de eso cuando vayamos a buscar el oxígeno... ¿Qué os parece si les dejamos un cilindro aparentemente vacío, un inofensivo cilindro dentro del cual habremos colocado una bombita de fabricación casera?

—No veo razón por qué esa idea no pueda salir bien.

—Después, un poco antes de que la bomba deba explotar, nos largamos a toda prisa con una caja traductora...

—Si es que podemos echarle mano —replicó el americano.

—Tenemos que hacerlo. Eso será parte del trato. Nos presentaremos allí diciendo que precisamos de un poco de oxígeno y una caja traductora. Probablemente tendrán repuestos. Esas cosas deben ser artículos de uso cotidiano en esas civilizaciones avanzadas intergalácticas.

No quedaba ya más tiempo para hacer planes, por lo que Walt Williams y Cayne Lester empezaron a poner sus ideas en práctica, y una vez lo tuvieron todo preparado salvaron resuelta y rápidamente el trozo de Mare Imbrium que los separaba de la nave dentro de la cual desaparecieron aquellos humanoides interplanetarios. Después de un discreto golpe en la compuerta, se les admitió seguidamente en el interior.

El alto tejano levantó el visor de su casco.

—Se nos está acabando el oxígeno —declaró hablando hacia la caja negra que el humanoide sostenía— y me pregunto si podrían ustedes facilitarnos un poco; les hemos traído un cilindro vacío.

La caja emitió unos crujidos peculiares, y el extraño asintió; luego dijo algo en su lenguaje que les sonó a jerigonza al americano y al inglés, pero que, no obstante una vez salido por su lado de la caja resultó ser una frase que, si bien un poco metálica en el acento, era de un inglés comprensible.

—Sed bienvenidos —dijo—. ¿Necesitáis alguna otra cosa?

—Pues, sí. Nos iría muy bien una de esas... —dijo el americano señalando la caja—. ¿Tenéis alguna de repuesto? Nosotros no...

De nuevo una jerga ininteligible salió de la caja por el lado del extranjero y un aún más incomprensible galimatías fue dentro de la caja procedente de los arreglos vocales de aquel ser para salir por el otro lado convertido en un metálico aunque comprensible angloamericano. La caja iba incluso recogiendo algo del acento del tejano mientras que, cuando era Lester el que la usaba, su inglés salía un poco más regular y correcto si bien un tanto espolvoreado con expresiones militares, que eran cosa natural en el vocabulario de Cayne Lester.

—Me gustaría saber cómo funciona este pequeño aparato —dijo Lester al americano.

—¿Es que no están ustedes familiarizados con ellos en su sector? —preguntó el extranjero.

—Oh, sí... pero es que nunca he visto uno desmontado.

Qué error tan estúpido, pensaron los dos terrestres. Podían haberse ahorrado ese pequeño comentario hasta que estuvieran al exterior.

Dejaron el supuesto cilindro vacío, y emprendieron el regreso rápidamente. Esta vez no perdieron el tiempo en andar, sino que brincaron. Aprovechando la reducida gravedad, avanzaron con saltos de 15 metros, pues lo que más deseaban era aumentar rápidamente la distancia entre ellos y la nave enemiga. Habían conseguido un poco de oxígeno, y una caja de traducción y los extranjeros, en cambio se habían quedado con un mortífero envase explosivo, pero si ese envase estallaba demasiado pronto, todos sus planes quedarían arruinados.

—No me siento muy orgulloso de lo que hemos hecho —dijo el americano tan pronto entraron en la cámara de aire y pudieron levantar los visores de sus cascos—. Dejarle eso al muchacho aquel después que nos ofreció el oxígeno y todo lo demás. Se portó muy decentemente.

—Sí, pero sólo porque él cree que somos uno de sus aliados —replicó Cayne Lester—. Únicamente porque cree que pertenecemos a la banda que se está preparando para aplastar a la Tierra.

—Ya, ya —dijo el tejano—, lo comprendo perfectamente pero así y todo a mí me parece una trampa vil, y no me gusta.

—La guerra no tiene nada de divertida —dijo Lester—. Nunca ha sido divertida. En todos los años que me he pasado en las Fuerzas Aéreas nunca me he encontrado con un aviador que disfrutara arrojando bombas. Sabíamos que tenía que hacerse, de la misma manera que sabemos hay que matar a un lobo furioso. Al enemigo hay que aniquilarlo en la guerra. Si tú no lo haces con él, él lo hará contigo. Esta es la filosofía de la guerra; sencilla, despiadada, probablemente un poco inhumana, pero sirve.

—Me parece que tienes razón, pero es comportarse como una serpiente, y a mí me gusta enfrentarme noblemente y cara a cara con un tipo, y que gane el mejor.

—Oh, sí, la ética está muy bien —manifestó Lester—, pero nosotros conocemos muy poco a esos individuos.

—Mucha rasón en su argumento tenía —terció el alemán—. Usted tiene con fuego der fuego tratar.

—Muchas gracias —dijo Cayne Lester—, estoy contento de saber que alguien apoya mi parecer.

—Yo también estoy de acuerdo con usted —declaró el siniestro y cadavérico doctor Ambrose—. Incluso en una guerra ordinaria, nacional, terrestre, para ganar es necesario que los combatientes actúen de manera violenta y despiadada. ¿Cuánta inhumanidad no vamos a necesitar ahora que no vamos a combatir a ningún otro más que a una hueste completa de extranjeros extra galácticos?

—Bien, bien, compañeros, tenéis razón —dijo el americano—, sólo es que no me gusta hacerlo así.

—Pero ya está hecho —replicó Lester— y no hay tiempo que perder. No sabemos lo que tardará aquella espoleta primitiva a soltar la caja de los truenos. Es muy posible que envíe a la nave desde un extremo del Mare Imbrium al otro. Ahora pongamos este radiorreceptor en marcha para ver si esa gente tiene algún medio de detectar alguna emisión de la que nosotros no tengamos noticia. Registre todas las bandas de onda hasta que encuentre una vacía.

—Aquí hay un magnífico silencio —dijo el doctor Rosch Rosenblum, que manipulaba el aparato.

—C'es excellent —exclamó Pierre Lancoaux, mientras escuchaba el sonido estático que salía del altavoz.

—Ahora mantén esta longitud de onda por 10 segundos, y entonces podremos decir que hemos recogido un mensaje de nuestros enemigos de la Tierra diciendo que hay un proyectil, un rayo o cualquier tipo de arma que queramos, dirigido contra las fuerzas invasoras reunidas en el Mare Imbrium, como advertencia para que se dispersen sin intentar bajar hasta el planeta. Podríamos también contar que hemos oído decir que habían capturado a un espía.

—¿Cree usted que eso será prudente?

—Sí, así lo creo. El conocimiento de que una de sus espías ha sido capturada y que se está incrementando la búsqueda de otros significará que, de haberlos, serán retirados.

—En efecto. Es una buena idea. O.K., capitán Lester...

—Llámeme Cayne —dijo el ex piloto de las Reales Fuerzas Aéreas.

—O.K., Cayne, lo haremos.

El doctor Paul Ambrose consultó su reloj.

—Creo que esta radio ya ha estado funcionando bastante. Ya hemos tenido tiempo de recibir el mensaje, por lo que creo que es mejor que se marchen ustedes. Diríjanse a la nave más cercana.

—Eso haremos —dijo el americano y, seguidamente él y Cayne Lester con la caja de traducir, se fueron una vez más, a toda prisa, por la superficie de Mare Imbrium.