V - EL COHETE LUNAR

Tres eran los hombres que yacían en las hondas literas antigravedad de despegue. Uno de ellos era el capitán Cayne Lester. Un hombre alto de anchos hombros que lucía un enorme bigote al estilo de las Reales Fuerzas Aéreas. En muchos aspectos, Cayne Lester era un prototipo. Pertenecía a la clase de aquellos hombres que habían volado por debajo del Puente de Londres y a través de un hangar con aquellos aeroplanos de la Primera Guerra Mundial hechos de lona y alambres.

Era uno de esos individuos para los que la vida es una broma gigantesca y los viajes interplanetarios se interpretan como una especie de: "¡Vamos a echar una cana al aire, eh, amigo!"

En la litera contigua estaba el doctor Paul Ambrose. Doctor en Ciencias así como también en Medicina. Este era un individuo también alto, pero delgado, quizá mejor diríamos cadavérico. Un hombre igual en todos sus aspectos externos al villano de cien películas de horror y a cuyo contorno parecía flotar un aire de misterio aumentado por la suave manera con que se movía y hablaba. Su inclusión entre los tripulantes del Cohete se debía más que nada porque poseía la clase de cerebro requerido para la empresa y una personalidad flemática también muy necesaria. No se sabía de nada que hiciera temblar o estremecer a Paul Ambrose. Era más bien un fantasma que un ser humano al que, en verdad, nadie quería pero a quien nadie tampoco disgustaba. Su persona era leyenda en el Cuartel General, ya fuere por la manera que tenía de resolver sus problemas propios o por la de allanar los de los demás. Paul Ambrose tenía, por ejemplo, la costumbre de entrar en cualquier laboratorio lleno de técnicos sudorosos y, silenciosamente, acercarse a una pizarra, escribir en ella tres o cuatro cálculos, y salir tan rápidamente como había entrado llevando en su rostro una rara y enigmática sonrisa. Cuando los técnicos apartaban cansados la vista de los computadores que se habían negado a darles las respuestas que buscaban, se encontraban con que Paul Ambrose había escrito en la pizarra no solamente la solución correcta de su problema sino también un atajo para llegar antes a su resolución.

En la tercera litera yacía el último miembro de la expedición: el profesor Fritz Fleiss. Un tipo germánico bajo y grueso, con el cabello cortado a nivel de cráneo. Sus ojos prusianos miraban agresivamente desde atrás de unos lentes sin montura, de cristales cuadrados. Su manera de hablar, asimismo característica, era gutural y de duro acento. Era, en suma, uno de esos tipos que se espera encontrar subiendo las montañas austríacas con un bastón alpino en la mano, durante las vacaciones.

Tendidos en sus literas, perdidos en sus propios pensamientos, yacían aquellos tres hombres esperando la cuenta final que señalaría la partida.

Cayne Lester pensaba en mujeres, en whisky y en la gloria que iba a conquistar; la popularidad, la fama y la aclamación que iba con ellas, es decir, que iría con ellas si es que el cohete pensaba regresar alguna vez. Se regocijaba ya con la imaginada gloria, aunque no por la gloria en sí, sino más bien por la diversión que la acompaña.

Paul Ambrose por su parte se entretenía en resolver in mente unos complicados cálculos científicos concernientes a trayectorias y vuelos libres, y con velocidades de aterrizaje y desaceleración gravitacional.

En cuanto al profesor Fritz Fleiss, su cerebro era una mezcla de pensamientos confusos. Originalmente uno de los técnicos más jóvenes que trabajaban en las V2, había sido "cazado" por los aliados victoriosos y enviados discreta y rápidamente a Inglaterra, donde trabajó de incógnito en varios problemas relacionados con cohetes. Ahora, como premio a sus trabajos de tantos años, iba a ser lanzado al espacio con el primer cohete lunar experimental, aunque, la verdad sea dicha, el alemán no estaba muy seguro de si su puesto en la nave 12 × 5 podía considerarse realmente una recompensa a sus desvelos.

Hubiera sido muy difícil encontrar tres hombres más diferentes, pero, no obstante, de una manera u otra, la Ciencia, el Azar y el Destino les había unido extrañamente en aquella aventura.

Cayne Lester, el hombre que parecía como si tuviera al Mago de Oz como manantial de las palabras más importantes de su vocabulario. Paul Ambrose con su aspecto de Boris Karloff, algo más cadavérico y no tan siniestro como este brillante astro del cine, y por último Fritz Fleiss, bajo y regordete como un tipo característico de alemán de music hall. Tres hombres encarados con la infinidad. Tres hombres en el vértice de una nave cohete aguardando el momento del disparo de este ingenio de tres fases.

—¡Qué cosa tan rara! —exclamó Cayne Lester—. Ahora que estamos aquí, la cosa no parece tan importante como cuando estábamos esperando.

—La realización nunca es el equivalente de la anticipación que le precede —manifestó Paul Ambrose con su voz profunda.

—En efecto, yo supongo que no es —terció Fritz Fleiss con voz gutural—. Cuando nosotros pensamos con todo der tiempo, der esfuerzo. Todas las calculasiones que nosottros hemos metido dentro eso, y, ¿parra qué? ¿Parra qué nosottros querremos ir al Luna? ¿Quién quierre al Luna ir? Yo suppongo todos nosottros querremos o sino no estarríamos aquí. Perro estamos aquí, estamos, ¿no?

—Pues... sí —respondió Paul Ambrose mientras su subconsciente se las entendía con la sintaxis del profesor, aunque el trato que el alemán daba al lenguaje más bien divertía al cadavérico científico.

En aquel momento, algo crepitó en la radio.

"Es extraordinario —pensó Cayne Lester—. En toda la literatura de ciencia ficción, los aparatos de comunicación siempre parecen crepitar como demonios incluso con la nave en el suelo. Y por algún factor extraño que nadie entiende, lo cierto es que lo hacen en verdad. Es como si la ciencia ficción se hubiese anticipado a la ciencia verdadera y ésta viniera remoloneando detrás. Es como si se lanzara una profecía y luego, cuando la realidad se acercara al vaticinio ficcional, tuviera que actuarse de manera que dicha profecía pudiera ser cumplida”.

Este era precisamente uno de los puntos de vista que nunca dejaba de divertir a Cayne Lester. Por ejemplo; alguien anuncia una profecía, y después, miles de años después, otras personas se comportan de manera que la profecía pueda ser realizada. Si fuera un augurio genuino —pensaba Lester— nadie tendría necesidad de hacer nada para que la profecía se cumpliera. Se verificaría sin que nadie absolutamente mediara en ello. Esta era una reflexión que en manos de un filósofo profundo podría resultar en un argumento de singular poder y convicción.

Pero Cayne Lester no era un filósofo sino un tipo despreocupado de rompe y rasga y salga lo que salga, el cual, precisamente en aquellos momentos, estaba esperando ser lanzado a la Luna. "¡Condenada función de locos! —pensó—. A punto de ser enviado a 240.000 millas espacio adentro con sólo Dios sabe qué oportunidades de regresar, y aquí estoy, echado en esta litera esperando que la fuerza de gravedad me vuelva al revés, y, ¡me da por reír!" No es que riera alto porque a buen seguro habría molestado a sus compañeros, pero se reía para sus adentros al ver que muy pronto iba a ser uno de los primeros hombres lanzados al espacio sideral.

En Paul Ambrose, desde su litera, los pensamientos se dirigían hacia el capitán: "Qué hombre tan extraño es ese Lester —se decía—. Cuan fácilmente toma la vida”.

Mientras que Fritz Fleiss, a su vez, consideraba: “Qué hombre tan extraño es ese Ambrose. Qué tranquilo".

Y Cayne Lester opinaba que el alemán era un tipejo bastante duro que, con su aspecto y su original inglés, merecería estar en algún teatro de variedades. "Ese individuo —se decía—, pertenece a la obra de Jerome K. Jerome: "Tres hombres en una barca". Parece un personaje de ópera cómica o de una de esas comedias detectivescas. No hay lugar para él en esta nave aunque, en verdad, ninguno de nosotros pertenece a este ambiente".

Esta misma reflexión resonaba telepáticamente en el cerebro del doctor Ambrose. "Este no es lugar para ninguno de nosotros tres", pensaba. Durante aquellos últimos minutos había estado meditando de nuevo sobre el diseño del vehículo que los llevaba. El casco de aquella nave era de berilio embebido con un campo de fuerza radiónico destinado a deflectar los meteoritos. Esto era una innovación. Otra de las cosas que la ciencia había tomado prestada de los libros de ciencia ficción. Lo que el doctor sólo deseaba era que los copiadores supieran lo que se hacían y que hubieran instalado un campo suficientemente fuerte para ser efectivo. Debajo de este casco de berilio y su aislante yacía un segundo casco, también aislado porque el problema del peso había sido relegado a segundo lugar ante las astringentes medidas de seguridad, pues en aquella nave no iban meros instrumentos de registro, ni animales, sino seres humanos.

Era cierto que se habían ofrecido voluntarios, y no menos cierto que habían insistido en su derechos de ocupar una plaza en el cohete. Unos derechos que incuestionablemente se habían ganado con el prestigio de sus oposiciones. Cayne Lester era sin duda alguna el más conocido y más atrevido piloto de pruebas que Inglaterra y por ende cualquier otro país del globo, hubieran jamás producido. Poseía aquella actitud de: "salga lo que salga" y "que se preocupe el demonio" inherente a todo aviador atrevido, y que tanto éxito le proporcionó en su profesión elegida.

Paul Ambrose había ganado su plaza por su calidad de consejero científico del establecimiento y por la virtud de poseer uno de los cerebros más poderosos y analíticos de todos los tiempos.

En cuanto al profesor alemán, era un homenaje a sus años de desvelos consagrados al estudio de los cohetes, que se había considerado imprescindible se le invitara a sumarse a la tripulación de la nave a la que, probablemente, conocía más él que ninguna otra persona, con la excepción de Paul Ambrose, ya que este científico era la espina dorsal de todos los sistemas, salvo, quizá, las unidades de propulsión. Estos ingenios eran fruto exclusivamente del cerebro de Fritz Fleiss.

Cayne Lester era el hombre de las emergencias. Siendo el piloto, se le suponía en posesión, aunque nominalmente, del rango de Número Uno. Pero, no obstante, era obvio que no se tomaría ninguna decisión sin la completa coordinación de los tres.

No se haría nada a no ser que estuvieran en completo acuerdo. Su cargo de capitán era, pues, más bien honorario, por lo que él se sentía como el presidente o vicepresidente de un club quien debiera por entero su posición a la buena voluntad de los demás miembros. El suyo era un club singularmente exclusivo, un club cohete tan exclusivo que casi deseó no haberse quedado envuelto en él.

Pero "casi" es una palabra pequeña que tiene un gran significado. Es como la palabra mágica del "sí" convencional. Y el capitán Lester no deseaba realmente ser cualquier otra persona o que pudiera estar en cualquier otra parte. Él nunca permitió a su mente extraviarse en demasiada profundidad entre los caminos y senderos de la especulación metafísica. A él le gustaba andar por el lado práctico de las cosas. Su vida estaba compuesta de una serie de blancos y negros. No había espacio para extravagantes sombras de gris. La vida era real e importante, y a él le gustaba de esta manera.

Evocó las últimas líneas de un cuplé que había venido a su memoria:

—...y la tumba no es su meta.

¡No! ¡Dios mío! —pensó—. Por supuesto que no. ¡Es la Luna! Aquí estamos los tres, tendidos en esta pequeña lata —rectificó, pidiendo perdón al cohete—, un pequeño recipiente de berilio y dispuestos a ser lanzados hacia la Luna. Sin querer le vino a la mente otra de las obras de Jerome K. Jerome que podía adaptarse a la situación: "Tres hombres en una barca". Tres hombres en una nave espacial, pensó: el carnicero, el panadero y el candelero Me pregunto cuál de los tres seré yo. Probablemente el candelero, o quizá no, puesto que si el cohete es la candela, entonces los candeleros deben ser el viejo Fleiss y Ambrose. Lo cual significa que yo debo ser o bien el panadero o el carnicero. Es curioso cómo en los momentos de gran crisis emocional, la mente parece inundarse de pensamientos estúpidos y triviales.

Súbitamente oyó crepitar por la radio la voz que empezaba la cuenta de disparo. Se fijó que la radio había crujido otra vez, como las radios de ciencia ficción de los cohetes de ciencia ficción.

La diferencia era que lo de ahora no contenía ninguna ficción. Esta era la Realidad con "R" mayúscula.

—Cero menos diez.

Había llegado el momento, diez segundos más tarde ya estarían elevándose.

—Cero menos nueve.

Nueve segundos más, y, o bien el cohete estallaría al despegar aniquilándolos a todos, o empezarían a subir los primeros peldaños de un viaje hacia el infinito. Un viaje que marcaría una época.

—Cero menos ocho.

Ocho segundos, y se oiría un rugido gigantesco. Como el sonido de muchas cataratas desplomándose a la vez, mientras que una tremenda presión oprimiría su espalda al saltar el cohete hacia adelante, acariciándoles con las literas acolchadas.

—Cero menos siete.

El siete era un número afortunado, pensó Cayne Lester incongruentemente. ¿Qué puede un hombre pensar ahí tendido, sabiendo que en menos de siete segundos...?

—Cero menos seis.

Le vino a la memoria la historia de los Diez Negritos: Siete Negritos cortaban leña, uno se partió por la mitad, y sólo quedaron seis... Los segundos se iban tal como los Negritos se habían ido. Creyó recordar una obra de Agatha Christie de título similar. Una obra singularmente bonita. La vio una vez... Y, se preguntó si podría volver alguna vez a un teatro.

—Cero menos cinco.

Cinco. Un número extravagante. Un número para contar; contar dedos de la mano, dedos del pie. Recordó súbitamente: "¡Ejercicio para cinco dedos!" Qué extrañas asociaciones mentales tenía este número. Recordó otra historia: "La Bestia de los Cinco Dedos", la cual trataba de una mano que se arrastraba por encima de alguien. Y aquí estaba la pequeña nave cohete a punto de ser amputada de la Madre Tierra para subir arrastrándose hacia el espacio. ¿Viviría? ¿Sobreviviría?

—Cero menos cuatro.

La palabra cuatro resonó en su cerebro. Mateo, Marcos, Lucas y Juan. Los cuatro evangelistas. Cuatro Evangelios. Cuatro esquinas de un cuadrado. La cifra cuatro llenaba todo su cerebro. ¿Qué fue lo que dijeron acerca del número cuatro aquellos hombres que estaban interesados en ocultismo, metafísica y cosas por el estilo? Creo que lo llamaron "cuaternidad" o algo parecido. Pero no pudo pensar más que en eso.

—Cero menos tres.

Faltaban tres segundos. Podría aguantarse la respiración durante sus tres últimos segundos en la Tierra. El número de la Trinidad. Era como un extraño juego de adivinanzas lo que le sucedía a su mente. Como un concurso de televisión. Se sentía yaciendo en el diván de un psiquiatra y contestando lo primero que le viniera en la cabeza cada vez que el doctor mencionaba cierta palabra.

—Cero menos dos.

Y entonces, fueron dos: Adán y Eva en el Jardín del Edén. Dos. ¿Dos qué? Dos segundos que ni tan siquiera le darían tiempo de abrir la compuerta estanca si quisiera salir de allí. Sintió su cuerpo estremecerse por algo que, como una ola, lo recorrió. Algo que podía haber sido miedo en un hombre de menos temple.

—Cero menos uno.

Ya llegó. El momento de la Verdad.

Tuvo tiempo sólo de oír la voz gritar: "¡Fuego!", y seguidamente todo desapareció en un gran océano de ruidos y presiones de hecatombe. Sintió que se hundía en su litera hasta parecer que ésta le envolvía como una mano gigantesca. Tuvo la sensación de haberse convertido en un pez pequeñito al que algún gigante acabara de sacar del agua. Como una trucha jovencita a la que hubiera cogido un pescador furtivo y a cada instante esperaba sentirse atravesado por una ramita para acabar asándose sobre un fuego campero...

Habían despegado. El cohete no había estallado. Sabía que estaba vivo todavía y que estaban ascendiendo a tremenda velocidad. ¿Cuál era la velocidad de liberación? ¡Maldita sea! En aquellos momentos no pudo recordar ni un solo dato técnico. ¿Serían siete millas por segundo? ¿Acaso dieciséis? ¡Qué demonios importaba! Lo importante era que se estaban escapando de la Madre Tierra como niños malcriados y recalcitrantes, sin ninguna gratitud filial.

Lentamente, la fuerza de aceleración empezó a disminuir; mientras la pequeña nave cohete iba elevándose como una flecha, alto, más alto, apoyada en su pluma de llamas. Era como si embistiera la cúpula del mismo cielo, hincándose como una daga se clava a una cortina. Como la espada de Hamlet rasgando la cortina detrás de la cual el viejo Polonio escuchaba furtivamente la conversación del príncipe. Y, así como la espada hendió la tela, así la nave espacial hendía la cortina del cielo.

Hacia arriba; volando iba hacia su destino. Hacia una meta que nunca antes hollara el pie del hombre se dirigía aquella brizna de berilio repleta de un complicado equipo electrónico, y tres hombres: el profesor Fritz Fleiss, aquel alemán gordo y pequeño que antaño trabajara en las mortíferas V2. El doctor Paul Ambrose, quieto, cadavérico, siniestro y un tanto atemorizador, y Cayne Lester se preguntó: ¿Quién es el tercero? Soy yo —murmuró—. Soy yo. Cayne Lester, el tercer hombre en el cohete y nominalmente su capitán, ¿quién es Cayne Lester? ¿Me conozco a mí mismo? ¿Nos conocemos acaso alguno de nosotros?

Y mientras tales preguntas bullían en su mente, se le apareció el recuerdo de estas líneas de Burns:

"Oh, quiera algún Poder el don concedernos de vernos nosotros mismos como los otros nos ven".

Qué extraño era —pensó—, que el miembro de la tripulación que menos conociera fuese él mismo. Pero los momentos de prueba son, a veces, momentos de revelación.

Mientras, el cohete continuaba su marcha en el cumplimiento de su viaje de 240.000 millas.

¡Los primeros hombres se dirigían a la Luna!