II - NATHANIEL BURGMAN

Si se nos permite una peculiar mezcolanza de metáforas, diremos que Burgman era un ogro benigno.

Era un hombre enorme de cerca de dos metros de estatura y hombros más que proporcionados. Una barba salvaje y rala cubría su mentón dándole la apariencia de alguna rara cabra o chivo montés. Un solo ojo llameaba en su rostro, el otro cubierto por un parche negro, lo cual, con la ayuda de la barba, le daba más parecido con un pirata que con ninguna otra cosa como no fuese, como ya Grimwood había pensado, con un ogro al que por sus acciones podía tildarse de benigno.

Posiblemente a causa de la pérdida de su ojo, se movía de manera más bien torpe, como si no pudiera juzgar adecuadamente distancias y espacios. Siendo un hombre poderoso, esa potencia tenía un algo de amedrentadora al combinarse con su dificultad de movimiento. En conjunto, su aspecto le recordaba a Grimwood al monstruo de Frankenstein. Respecto a su inteligencia, podía asegurarse que el cerebro de Burgman era tan potente como su físico gigantesco.

Su entrada en la Universidad se remontaba más o menos a la misma época en que empezara el propio Grimwood, aunque, a diferencia de éste, parecía no haber envejecido nada; su edad se mantenía indeterminada gracias a que Nathaniel Burgman era un hombre de vigor, un hombre que irradiaba vitalidad al igual que un potente transmisor irradia un campo eléctrico a todo su alrededor. Aquel gigante estaba hecho de energía, era como una concentración de fuerza, una dínamo; una dínamo humana enorme y ruidosa.

Desde las profundidades de su concha, Taraconda Grimwood podía haber imaginado un lugar de existencia ideal para Nathaniel Burgman en casi cualquier parte del mundo, excepto donde realmente estaba pues Burgman, aunque increíble, era el Director de la Universidad.

Con su mente poderosa y decidida, Burgman supo elevarse hasta aquel puesto de confianza, habilidad y administración. Era lo que los americanos habrían descrito como un "go-getter", un triunfador, pues no había prácticamente nada que él no lograse si su mente tomaba positivamente la determinación de obtenerlo. Era una de esas personas que son profesionalmente invencibles.

Mientras Taraconda Grimwood reflexionaba sobre la personalidad del gigantesco Director de la Universidad, atravesó su mente el recuerdo de una vieja canción. Algo acerca de una tal "Lola" quien, según parece, obtenía todo lo que quería. Una tonadilla antaño en boga en los clubs nocturnos y cafés. Hacía no obstante tanto tiempo que no frecuentaba esos lugares que difícilmente podía recordar lo que en verdad sucedía en la canción, pero sin duda alguna cierta similitud era innegable, pues, al igual que "Lola", fuese lo que fuese lo que el Director quisiera lo alcanzaba. Cualquier cosa que a Nathaniel Burgman se le antojase, Burgman lo lograba y obtenía. No había nada que él no pudiera conseguir. Nada de lo que él deseaba le era negado.

¿Cuál era, pues, la gran diferencia entre Burgman y Grimwood? ¿Por qué el uno podía poseerlo todo y nada el otro? Ambos eran seres humanos. Ambos poseían calificaciones profesionales similares. La gran barrera que los separaba era sencillamente su gran diferencia de caracteres; la enorme e indestructible diferencia entre sus normas de vida, el abismo que mediaba entre el éxito y el fracaso.

Cuando Grimwood levantaba la vista hacia el gigante que se elevaba por encima de él, no podía por menos que despreciarse, por ser nada más que un hombrecillo torpe y rechoncho. Miraba aquella alta y ancha figura y sentía despertar dentro de sí, con querencia casi infantil, el deseo de que él hubiera podido ser también alto, ancho y poderoso que los hombres temblasen por la sola fuerza de su presencia física. Que le faltara también un ojo, perdido en alguna guerra civil o luchando por alguna causa desesperada. Con tales quimeras, la imaginación de Grimwood se hacía eco de las historias que circulaban por la Universidad. Se hablaba mucho, en efecto, acerca de Burgman y sus hazañas. Se contaban muchas cosas sobre sus aventuras con las Brigadas Internacionales de la Guerra Civil Española. En otras, relatábase su actuación como agente aliado en la Europa ocupada por los nazis. Había rumores de que estuvo espiando en Rusia por cuenta de los americanos. Otras lo situaban en la misma China, de donde sacaba de contrabando a varios importantes científicos. Incluso se decía que Burgman había sido un miembro de las S.S. alemanas, trabajando en estrecho contacto con el régimen de Hitler, solo, y sin ninguna protección, siendo, naturalmente, un agente de los aliados. Se sabía a ciencia cierta que durante los juicios de Nuremberg había desarrollado gran actividad dirigida a obtener la merecida ejecución de muchos criminales de guerra. Decíase también que había sido soldado en la Legión Extranjera. Que en Chicago estuvo en contacto con algunos de los más temibles y endurecidos gangsters de los tiempos anteriores a la guerra.

Había en suma tantas historias, chismes y patrañas acerca de Burgman entre la comunidad estudiantil, que era imposible discernir dónde acababa la realidad y empezaba la fantasía. Pero de lo que no era posible dudar era de que Burgman tenía una reputación. Una Reputación con "R" mayúscula. Burgman era una Institución viviente, un Robin Hood del siglo veinte, un aventurero de gran talla y la última persona del que se podía sospechar tuviera interés alguno en cuestiones académicas.

Sin embargo, era esta poderosa y vocinglera personalidad de Burgman lo que había convertido aquella Universidad en la más popular del Reino Unido, pues Burgman hacía para los estudiantes lo que nadie más podía hacer. Los preparaba, los "mascaba" a su manera, y muchos de ellos que hubiesen fracasado en cualquier otra Universidad, en la suya lograban pasar con un "aprobado". Los que obtenían un segundo o tercer grado en otra parte, aquí conseguían un primero con honores, sólo porque Burgman había sabido inculcarles fe en sí mismos; con su magnífica influencia les había asegurado que podían vencer, y vencían impulsados por esa contagiosa personalidad de Burgman que contaminaba a todo el mundo, con una sola excepción.

El único hombre que nunca absorbiera impulso alguno, o chispa o aliento después de una entrevista con Burgman, era, desde luego, el pobre viejo de Grimwood. Quedaba incólume, salvo por un ligero resentimiento que le quedaba de pensar cómo le habría gustado ser similar a su Director. Pero con este único destello de amargura se agotaba el efecto de la energía recibida. Era como si Grimwood fuera una manta mojada que absorbiera toda la energía de Burgman, sin ninguna consecuencia apreciable.

Burgman iba a través de la vida como una bala; un proyectil de gran velocidad. Podía atravesar sin mella cualquier resistencia por tenaz que fuera, pero... como cualquier experto en balística puede corroborar, una simple manta mojada, límpidamente colgada, detendrá incluso una bala de alto poder perforante.

Si consideramos que la moderna generación de estudiantes, cuando se refieren un poco irreverentemente al tipo clásico de profesor tristón, avejentado y monótono, le llaman "una lata", entonces, el infeliz Grimwood no era una lata sino un gran caldero; un viejo caldero lleno de inutilidad y depresión que ni incluso Burgman era capaz de sostener ni de convertir en un hermoso y bruñido utensilio.

Y no se crea que no lo había intentado; sólo el propio Burgman podía decir cuan duramente trató de inculcar un algo de euforia al viejo científico. Y al fracasar, aun sintiendo una lástima infinita, tuvo que reconocer que Grimwood era para él una nuez demasiado difícil de romper.

La verdad era que Grimwood no quería ser extraído de su depresión, no quería ser desviado de su rutina. Era un hombre lleno de conmiseración hacia sí mismo que hasta cuando se refería a él se llamaba "pobre viejo". Excusado decir que cuando llegó a este extremo, incluso Burgman renunció a todo intento de salvación y dedicó su energía a consolar y rehacer las vidas de otros seres en donde la ocasión se presentara.

—¿Qué es lo que se trae entre manos, viejo amigo? —le preguntó jocosamente.

—Voy a preparar algunas cosas para la lección de mañana.

—Vaya, esto suena interesante —dijo Burgman—. Yo mismo estoy muy interesado en los trabajos de radiación. Creo que voy a acompañarle y podremos charlar un rato mientras preparamos los aparatos.

A Grimwood le satisfacía la compañía de su Director, puesto que, si bien no ejercía ningún efecto inmediato sobre él, por lo menos y precisamente de la misma forma que Burgman había fracasado en sus intentos de animarle, Grimwood tampoco había logrado imbuirle su influencia deprimente, cosa que indefectiblemente ocurría a cualquier otra persona que entrara en contacto con él, la cual acababa por considerar la vida como una triste y oscura batalla que cuanto más pronto terminara, mejor.

Las personalidades de los dos científicos eran tan diametralmente opuestas, que el efecto de cada una de ellas se estrellaba contra la otra. Ni se influenciaban ni se dejaban influenciar.

Lo mismo ocurría cuando jugaban al ajedrez. Los dos eran hábiles devotos de ese fascinante y viejo juego. Como norma, Burgman atacaba de continuo. Desde el primer peón que su manaza movía, su juego proseguía en una embestida constante. Taraconda Grimwood, naturalmente, era un jugador pertinaz y defensivo que neutralizaba cada asalto que Burgman hiciera. No era, pues, de extrañar, que de cada diez partidas, nueve acabaran en tablas. En empate; un empate en el cual los feroces ataques de Burgman se hacían pedazos contra la rígida defensa de Grimwood el cual, no obstante, había perdido casi todas sus piezas en el empeño.

En más de una ocasión habían acabado el juego con dos patéticos reyes persiguiéndose fútilmente por el tablero. Pero incluso durante esas etapas finales del juego, Burgman sería el que mantendría el ataque, y el rey de Grimwood el que se batiera de continuo en retirada. Pero, naturalmente, con el tablero en este estado de vacuidad muy poco podía hacerse para variar el resultado que se avecinaba, y aunque el gran ojo de Burgman echara chispas sobre la mesa y Grimwood mirara luctuosamente al escapado, ambos tenían que aceptar que aquello iba a ser otro empate más.

Había habido excepciones, desde luego, tal como las había también en los choques de sus dos personalidades. Algunas veces, Burgman casi lograba despertar a Grimwood de su torpor. En otras ocasiones, cuando este último se sentía particularmente taciturno, casi arrastraba a Burgman hasta su nivel. Con sólo su presencia, su quieta e inútil melancolía conseguía apagar un tanto la chispa y vigor de su gigantesco Director. Otras veces, en el desarrollo del juego, los brillantes movimientos ofensivos de Burgman conseguían desmoronar la defensa tan laboriosamente preparada, y se acababa el juego con un jaque mate duramente desarrollado por el gigante. En alguna ocasión en que éste no puso demasiada atención y había movido las piezas un tanto descuidadamente, su ataque se vino abajo ante la defensa, sin que ésta quedara debilitada lo suficiente. Entonces, lentamente, al igual que un armadillo cuando se despliega, Grimwood salió de su concha y se adjudicó una rotunda victoria.

Cuando sucedían casos como éstos, Grimwood casi parecía sentirse jovial. Claro que ganar al ajedrez a un oponente del calibre de Nathaniel Burgman no era hazaña despreciable, y Taraconda lo sabía perfectamente. Para él, una de estas ocasiones constituía una de las pequeñas "banderillas" de las que su existencia estaba tan necesitada.

—Sí, venga al laboratorio... —contestó Grimwood—. Y, a propósito, señor Director, ¿cómo es que se encuentra usted aquí?

—Oh, es ese extraño e inquieto carácter mío, que me impide dormir —contestó Burgman. Y el otro, ante esta respuesta no estuvo muy seguro de si su Director se estaba burlando o decía simplemente la verdad.