VIII - EL COHETE ATERRIZA

Los tres hombres en el cohete lunar estaban atisbando al disco que crecía rápidamente ante ellos, el disco que era su vecino más próximo en el espacio, el vecino Luna; la primera meta en las tentativas del hombre para entrar en contacto con sus vecinos espaciales.

Tres hombres que en aquellos momentos se iban acercando a ese nuevo mundo metidos en una diminuta punta de berilio impulsada a través del espacio gracias a las mezclas del alcohol furfúrico y xilidina. Una pequeña cápsula de berilio con tres seres humanos en su interior, impulsada sin descanso hacia su meta por la fuerza de la trietilamina. Una envoltura de berilio que junto con sus fuerzas impulsoras era el resultado de todos los ensayos y experimentos que se habían hecho con el oxígeno, la fluorina, la hidracina, dimetilidracina y el mismo hidrógeno. Ensayos todos basados en el ácido nítrico blanco humeante o ANBH, que era tal como lo conocían todos los astronautas.

Y en aquellos momentos, el resultado de toda esa experimentación, el fruto de tanto trabajo e investigación, se estaba aproximando a la Luna.

Cerca del Polo Sur del disco luna podíanse ver los grandes cráteres de Clavius y Tycho, y desde allí, en dirección norte, los de Walter y Purbeck. Hacia el suroeste, casi al límite extremo de su campo visual podía verse al Mare Australe. Más hacia al norte y mirando al sector oriental se distinguían los mellados contornos del Mare Nubium y, todavía más lejos, el Mare Humorum.

Todos los ojos estaban pegados a la portilla de observación, mientras se iban identificando los contornos del gran disco lunar que crecía inexorablemente con cada segundo que pasaba.

Allí, lejos hacia el suroeste, estaba el Mare Nectaris y debajo de él se distinguía el escabroso perfil del Mare Fecunditati. Más abajo todavía, casi a nivel del Ecuador lunar, yacía el Mare Tranquillitatis; y llenando toda la zona central de su punto de visión estaba la gran fisura de Ariadeus, en una área que, de considerar la Luna como un gran blanco, habría sido su diana; el tablero de dardos hacia el que se dirigía su flecha de berilio plateado. Al este de la hendidura se abría la zona conocida como Hyginus, con el Mare Vaporum debajo. Todavía más hacia el este podía verse el Mare Copernicus y junto a éste la figura estrellada del Oceanus limitaba con el Mare Procellarum su alcance visual por aquel lado.

Al norte, toda el área se llenaba con un gran enjambre de rasgos conocidos. Los Apeninos extendidos desde el noroeste hasta el suroeste con el cráter Eratosthenus al final; más lejos, varias millas hacia el norte se abría el de Arquímedes con los de Aristollus, Pitón y Cassini haciéndole compañía, mientras que el gran cráter de Aristóteles yacía inmediatamente al oeste del amplio valle Alpino lunar que se extendía como un cuchillo salvaje clavado por encima del Mare Frigoris en dirección noroeste a sureste.

Los montes Jura se levantaban entre el Sinus Iridum y el Sinus Roris, y en el extremo del sector noroeste podía verse claramente Harpalus. El margen oeste de la sección septentrional lo llenaban los Montes Taurus y el Mare Crisium, mientras que la silueta del Pallus Somnii podía verse distintamente entre el Mare Crisium y el Mare Tranquillitatis.

Era como si un gran mapa de la Luna adquiriera vida propia y les abriera sus puertas. Era ya sólo cuestión de pocas horas hasta el momento del aterrizaje.

El extraño y cadavérico doctor Ambrose tradujo a palabras el pensamiento de todos:

—Igual que un gran mapa, ¿verdad? Toda esa multitud de extraños nombres latinos con los que sobrecargamos nuestra ciencia me llevan siempre a pensar en las Odas de Horacio, las célebres Odas que tuve que aprender cuando era un escolar llorón y desdichado. ¿Qué me dieron de bueno esas Odas? Es asombroso cómo uno viene a pensar en cosas incongruentes en estas salvajes soledades del espacio. Es extraño que uno se sienta más dispuesto a recitar latín en unos momentos en que deberíamos estar componiendo alguna frase original como: "Veni... vidi... vinci..." —y el cadavérico doctor se permitió una tenue y enigmática sonrisa.

—Es algo fantástico pensar —continuó Paul Ambrose—, que esta Luna hacia la cual tan rápidamente nos echamos de cabeza es la misma que ha permanecido inmutable desde los tiempos del Imperio Romano... Nada se ha alterado desde que el poeta levantó la cabeza y la vio en el cielo, y escribió sus Odas en un lenguaje muerto hace largo tiempo... Esta Luna que brilló para los Césares está a punto de ser importunada por el hombre por vez primera...

—Si aterrizamos enteritos —exclamó Cayne Lester jovialmente.

—Su optimismo es, desde luego, contagioso —replicó Paul Ambrose con una oscura sonrisa sibilina—. El 8 de diciembre, 65 años antes del nacimiento de Cristo, durante el Consulado de Aurelio Cotta y Manlio Torcuato; dos años antes que Octavio, quien finalmente tenía que convertirse en el Emperador Augusto, y cinco años después que Cirgilio, nació Horacio Flaco. Nació en Venusia, un nombre singularmente clásico más apto para ser asociado con una historia de ciencia ficción que con un poeta latino. Venusia, pues, en Apulia, creo que estaba en las fronteras de Lucania no muy lejos del monte Vultur, y el lugar que él mismo describiría como el "resonante Aufidus". A pesar del transcurso del tiempo, y a pesar de la manera cómo las oí cuando niño, las Odas de Horacio se grabaron en mi mente. Permitidme que os cite un par de versos, hay todavía cierta fuerza detrás de ellos y una belleza eterna... Es sorprendente comprobar cómo más tarde apreciamos lo que tanto detestábamos en la infancia. Escuchad:

«lam satis terris nivis atque dirae

Grandinis misit pater et rubente

Dextera sacras iaculatus arkes

Terruit urbem

Terruit gentes grave ne rediret

Saculem pyrrhae nova monstra questae

Omne cum Proteus pecus egit artos

Visare montes.»

El doctor exhaló un suspiro.

—Un extraño lenguaje ya muerto y, sin embargo, qué fuerza guarda todavía.

Contemplaron de nuevo el siempre creciente disco y entonces, súbitamente, Fritz terció en la conversación. Con una expresión de perplejidad en su rostro, el pequeño profesor alemán dijo en su inglés original y distorsionado:

—Muy a menudo yo preguntando a mein mismo me encuentro, la rasón por la lunar exploración. ¿Qué es? ¿Por qué es que tres de nosottros están buscando aquí con der cohete? Tres de nosottros a la Luna yendo. Tres de nosottros sus vidas ariesgar y por qué y parra qué?

—Bien, supongo que es, podríamos decir, por la provocación mental y física que la cosa levanta —dijo Cayne Lester—. Por lo menos es lo que a mí me parece, y por lo menos en lo que a mi respecta es la mayor raisson d'étre. Yo no puedo resistir un reto. Supongo que será porque me han hecho así. Me encanta la emoción que proviene del logro de un empeño, la gloria del éxito. Y podéis creer sinceramente en lo que digo. Después de todo, si echáis una ojeada a la Historia, sin que esto quiera decir que yo sea un historiador —continuó diciendo el capitán—, nos encontraremos en que hay muy pocas exploraciones que se hayan emprendido llevadas mayormente por el interés científico o geográfico y que al final no acaben pagando unos bonitos dividendos económicos de una manera u otra. Tomemos a Colón, por ejemplo..

—Eso es —exclamó el alemán con voz significativa—, tomemos a Colón. Un mundo nuevo completo.

—Bien, yo creo que ahora vamos a obtener más que eso. Con todo lo rica que América fue, no creo pueda compararse con los depósitos de mineral que vamos a encontrar aquí arriba —dijo el capitán.

—¿Lo cree usted así realmente? —preguntó Paul Ambrose con su voz tranquila y siniestra—. ¿Cree firmemente que encontraremos yacimientos de material suficientes para pronosticar alguna clase de provecho económico?

—Consideremos las ventajas que se obtendrán —contestó Cayne Lester cambiando de tema—. Piénsese en las ventajas para los geólogos; pueden aprender una multitud de cosas con la exploración de la superficie lunar. Piénsese tan sólo que la Luna, de acuerdo con las modernas teorías fue hecha conjuntamente con la Tierra hace cosa de unos cuatro o cinco billones de años. Desde entonces no ha habido erosiones que la estropearan, por lo que podemos decir que es un museo geológico. Los selenólogos y los selenógrafos, los geólogos y geógrafos lunares, o, como les llaman en un artículo de una revista de astronáutica que leí recientemente: "Lunólogos" y "Lunógrafos", pensad tan sólo, pues, en el trabajo que esos señores pueden hacer cuando se pongan a examinar los cráteres; encontrarán el polvo superficial, los "panes volcánicos", la magma solidificada, fisuras... Verán que gracias al examen sísmico de la superficie lunar les será posible ampliar grandemente sus conocimientos respecto de la Tierra. Y después, nuestros amigos vulcanólogos podrán comparar la dinámica de los cráteres terrestres con los de la Luna. Podrán también investigar hasta qué punto ha afectado la superficie de la Luna y su topografía el bombardeo meteorológico.

—Un interesante factor a mi mente —dijo el alemán— es como der biólogo prosederá. Él buscará, pero, ¿para qué él buscará? Él buscará para vida anaeróbica.

—Sí, supongo que lo hará —replicó Cayne Lester—. Verán, yo pienso que las ideas que tenemos acerca de la vida en general son demasiado inflexibles. Excesivamente fijas. Creemos que todas las cosas vivientes necesitan oxígeno y agua para subsistir. Pero, ¿no estaremos equivocados? Estaremos intentando limitar a la Naturaleza con nuestras mentes restringidas y canalizadas? Creo que esto es precisamente lo que estamos haciendo. ¿Cómo sabemos que no existe esa cosa llamada vida anaeróbica? Puede muy bien existir y puede incluso ser una vida inteligente.

—Esto es un pensamiento que a mí habérseme ocurrido —manifestó el profesor germano.

—Estoy pensando —dijo el siniestro doctor Ambrose—, que en ciertas industrias y experimentos científicos hay muchos procesos que pueden únicamente ser llevados a cabo en el vacío. Y que eso sería una buena proposición comercial para tales seres.

El doctor calló, hizo una profunda aspiración, y dirigió su mirada al gigantesco disco que se aproximaba rápidamente. Su dos compañeros se le juntaron con la contemplación de aquel su objetivo al que se iban aproximando milla tras milla. Pronto dejó ya de parecerles un disco y pasó a ocupar la totalidad de su horizonte sin que pudieran ya percibir sus límites.

—Por favor, caballeros, vamos a sentarnos —dijo Cayne Lester. De ahora en adelante el asunto estaba en sus manos puesto que tenía que posar el cohete en el suelo con seguridad. Desde su litera antigravitacional disparó los cohetes retropropulsores una, dos, tres veces. Una vez más y aún otra. Por aquel entonces ya la nave había vuelto su proa hacia la Tierra. El vértice de aquella flecha de berilio ya no amenazaba la faz de la Luna.

Ahora Cayne Lester disparaba los cohetes de mayor empuje utilizándoles como freno una y otra vez. ¡Fuego...! Pausa..., ojeada a las calculadoras. Piensa, Lester, piensa. La vida de todos depende de ti. ¡Fuego...! Pausa; mira la máquina. Mueve la mano de aquel control y asegúrate de que no bajas demasiado aprisa. Cerciórate de que no gastas demasiado combustible. Todo depende de la proporción peso carburante. ¡Piensa! Lester, ¡piensa! Tú eres un piloto de pruebas y en estos momentos, ¡por Dios!, que eres tú el que estás a prueba. Un disparo, y otro, y otra vez.

Por fin los instrumentos le dijeron que estaban bajando segura y felizmente. Le indicaron que estaban descendiendo sobre el área estipulada; que el gran Mare Imbrium se abría bajo sus pies.

Lentamente, lentamente hacia abajo apoyados en un freno de llamas. Las llamas de un cohete que eran toda la diferencia que mediaba entre la vida y la muerte y sobre las que descansaban como si fuera un cojín de fuego violento y fuerza. Una almohada sobre la que ellos, al igual que unos antiguos dioses, cabalgaban a través de los cielos.

Abajo... Abajo lentamente, y más lento aún. ¡Un error en aquellos momentos significaba una explosiva muerte violenta!

¿Y qué ocurriría si todo el mundo se hubiese equivocado? ¿Si todos hubiesen juzgado erróneamente la superficie lunar? ¿Qué pasaría si se encontraran hundiéndose súbitamente en una masa de espeso polvo gris? ¿Si se quedaran envueltos por éste? ¿Ahogados por él? ¿Y si los tubos quedaran obstruidos imposibilitándoles la salida para siempre jamás?

Sabía que por debajo de ellos el Mare Imbrium se estaba desplegando en sus menores detalles. Sabía que Timocharis era el cráter que yacía a su derecha, y que otro cráter, Fielle, no estaba lejos de él. Sabía también que los Montes Spitzbergen se extendían al oeste y que Reese estaba lejos, hacia el sureste. Ellos descenderían no muy apartados del cráter de Hass.

Abajo... abajo... ¿podrían aterrizar? ¿Podrían hacerlo? ¡Tenían que hacerlo!

Entonces hubo un parpadeo y las luces de los indicadores se encendieron. Por ellas supo que el control a radar de la fijación automática le estaba diciendo que se encontraban tan sólo a unos pocos pies de la superficie. Era ya una cuestión de segundos el que ellos supieran si la nave iba a ser un éxito o un fracaso completo y total. Dentro de breves momentos sabrían si iban a ser los primeros hombres en la Luna, o bien los primeros cadáveres humanos desintegrándose en la polvareda de una explosión, añadiendo tan sólo una pequeña huella de destrucción en la muerta superficie lunar. Y entonces...

Se sintió la más suave de las sacudidas. Un delicado choque, cuando los topes de los grandes amortiguadores hidráulicos se posaron sin contratiempo sobre el terreno, no muy lejos del cráter de Hass, en el área central del Mare Imbrium.

Cayne Lester se secó el sudor de la frente.

—¡Puah! —fue todo lo que pudo decir.

—¡Felicidades, capitán! Un aterrizaje excelente, absolutamente maravilloso —exclamó Paul Ambrose calurosamente.

—Jah, Jah. Muy bien usted lo ha hecho. ¡Jawohl! ¿No es eso? —farfulló Fritz Fleiss.

Los tres astronautas sufrían ahora los efectos de la tensión nerviosa provocada por el hecho de descender sobre un mundo extraño no sabiendo si la respuesta iba a ser la vida o la muerte. Sentían lo mismo que los criminales condenados a la última pena mientras esperan saber si el Gobernador les habrá concedido el indulto del que no estaban muy seguros. Porque, verdaderamente, hay toda la diferencia del mundo entre la tranquilidad del hombre que mira unas fotografías de la Luna desde la cómoda butaca de su despacho, y la de aquel que está sentado en el interior de un pequeño cono dentro de un pedazo de berilio que es todo lo que le separa del polvo lunar. Es como estar sentado en un sillón junto al fuego contando historias de fantasmas, o permanecer a medianoche en un desierto cementerio oyendo el viento silbar mientras los murciélagos revolotean alrededor y extraños crujidos subterráneos hacen gemir las viejas tumbas y sarcófagos.

Los navegantes saltaron de sus literas y se abocaron a la portilla de observación.

—Todo oscuro; completamente oscuro —exclamó Cayne Lester—. Durante el tiempo que estuvimos para ir a nuestras literas desde el puesto de observación, más el tiempo que hemos empleado en bajar y frenar hasta aterrizar, el día lunar se ha ido y ahora estamos en plena noche. No tenemos, por tanto, mucho que hacer. Podemos desde luego, revisar nuestros equipos y dejarlo todo listo, pero creo que sería extremadamente tonto que ahora nos aventuráramos a salir. Esta es una de las equivocaciones que hemos hecho. Deberíamos haber aterrizado al principio de la mañana lunar, pero no lo hicimos...

—Relativamente, eso no tiene importancia —manifestó el doctor—. Hay muchos cálculos, observaciones y pruebas que podemos hacer a puerta cerrada con indiferencia de que haya luz o no. Podemos tomar, por ejemplo, muestras de polvo para analizarlo. Podemos sacar sondas atmosféricas... Oh, hay docenas de cosas por hacer. Podemos poner los contadores Geiger al exterior para descubrir cualquier rastro de radiactividad latente en el área, y podríamos empezar grabando nuestras impresiones y escribiendo nuestros sentimientos como primeros seres humanos que aterrizan en la Luna, aunque por el momento estemos todavía aislados de ella por nuestra nave.

Fijadas sus actividades, cada uno se ocupó en las tareas correspondientes a aquella sección de la expedición que caía dentro de sus responsabilidades.

Fuera, al exterior, la noche lunar envolvía con su manto de fantástico misterio aquel satélite tanto tiempo muerto.