VI - CONSULTA PSIQUIÁTRICA

El doctor Manfred Hutton era un hombre muy meloso y afectado; tanto, que en algunos aspectos todo el mundo lo consideraba como una foca malabarista. Pero las apariencias son engañosas, ya que la fama que el doctor Hutton poseía no procedía de su habilidad en sostener pelotas con la nariz, ni de ladrar vocingleramente cuando se le arrojaba un puñado de pescado crudo.

El doctor Manfred Hutton era un psiquiatra. Un doctor con consulta abierta al público. Más aún, era uno de los psiquiatras más preeminentes. Practicaba de una manera muy pulida y afectada en un meloso despacho del West End, en el que tenía una acicalada recepcionista y una no menos atildada secretaria.

Su despacho era la última palabra en confort moderno. En sus salas de consulta y espera, las paredes se cubrían de impresionantes diplomas llenos de grandes sellos. Su mobiliario, naturalmente, era de la clase más confortable y más ostentosa que era dable obtener.

Aunque era todavía un niño en los tiempos en que Freud y Jung estaban en el pináculo de sus carreras, era lo bastante viejo para dar la impresión de que había formado parte de la vieja escuela de los iniciadores, y de que, si algunos quedaban todavía de los viejos maestros, él era uno de ellos. No era de extrañar, pues, que se elevara rápida y espectacularmente hasta las primeras filas de entre los mejores de su profesión.

Por una extraña coincidencia, muchos años atrás había tenido como compañero de colegio a un rapaz bajito y bastante nervioso que se "congratulaba" con el nombre de Taraconda Grimwood. Poco había sabido de él desde aquellos días lejanos, aunque le parecía recordar haber leído en alguna parte que el viejo Grimwood había logrado una cátedra de Ciencias.

La coincidencia tiene muchos y muy largos brazos. Unos largos brazos que más a menudo se introducen dentro del reino de la verdad que el de la ficción. Si hubiera, por ejemplo, algún escritor que se hubiera atrevido a sugerir en el texto de su obra maestra que el psiquiatra del peinado gomoso, el despacho lustroso, la acicalada recepcionista y la secretaria atildada, estaba en aquel preciso instante pensando retrospectivamente y preguntándose qué habría sido de aquella vieja amistad de su colegio, y que en aquel preciso momento hubiera una llamada a la puerta, es casi seguro que el escritor hubiera visto su libro vapuleado por la crítica acusándole de emplear unas coincidencias demasiado descabelladas para tener algún parecido con la realidad.

Y, sin embargo, y por extraño que parezca, éste era el caso en aquellos momentos.

—Qué diablos... —tartamudeó Manfred Hutton cuando la remilgada y acicalada secretaria introdujo a Taraconda Grimwood.

—No sé si me recordará usted, pero creo que los dos llevamos la misma corbata de colegiales —dijo el viejo catedrático de Ciencias.

—Ya lo creo que te recuerdo, mi querido amigo —contestó el psiquiatra, añadiendo—: Y confío que tu visita será puramente social. Me disgustaría ver que tenías que acudir a mí profesionalmente, pero si éste fuera, no obstante, tu caso, estaré muy contento de poder ayudarte. Muy contento, créeme.

—Pues, la verdad es que he venido a ver al doctor, aunque espero que al fin y a la postre resulte ser tan sólo una visita de cumplido... El caso es que me ha sucedido algo muy raro que no sé ni cómo empezar a describir.

—Bueno, lo mejor para empezar es que te pongas cómodo —dijo el psiquiatra con voz amable. Su tono era suave, muy suave y persuasivo. Casi demasiado. Había practicado tanto la suavidad profesional que se había convertido en una especie de superlubricante. Era el bisulfito de molibdeno que cumpliendo la función que llevan a cabo los psiquiatras, impedía que los nervios deshechos de la sociedad y todos sus extremos desafinados, mellados, desgastados y burdos se atascaran y detuvieran llevando al mundo a un paro.

Taraconda Grimwood se instaló torpemente al borde de una silla.

—Ahora, mi querido amigo, cuéntame tu caso, dime qué es lo que te hace pensar que necesitas tratamiento psiquiátrico.

Hubo una larga y nerviosa pausa antes de que el catedrático se decidiera a hablar.

—Apenas sé cómo empezar... —dijo otra vez.

—Estoy por decir —explicó Manfred Hutton con su verbo fluido y zalamero—, que el noventa y nueve por ciento de todos mis pacientes, con la excepción quizá de algunos, más bien pocos, extrovertidos, vienen a mí prologando su consulta con: "No sé cómo empezar...". Vamos a ver, ¿qué es lo que hace pensar que tienes motivos para necesitar mi ayuda?

—Pues, para ser completamente franco, te diré que he estado sufriendo unas alucinaciones —dijo por fin Taraconda Grimwood.

—Alucinaciones, ¿eh? Bien. ¡Este no es fin del mundo! ¿Y qué clase de alucinaciones eran?

—¿Estás seguro de que con todo eso no voy a acabar en un manicomio? —quiso saber el profesor.

—Mi querido compañero, nuestra mayor preocupación actualmente —contestó el psiquiatra— es mantener a la gente fuera de las Instituciones Mentales; en primer lugar, porque están abarrotadas, y después, porque la Escuela Moderna considera además que se puede hacer mejor trabajo manteniendo al paciente en libertad, a no ser que sea un peligro para la sociedad o para él mismo. Esta es la solución más eficiente, más barata, y al final todo el mundo es dichoso. Si has venido a mí es evidente que ha sido porque necesitas alguna prueba de tu personalidad. Necesitas adquirir seguridad... —el psiquiatra miró su reloj de pulsera de fantástica precisión—. Puedo dedicarte 37 minutos. Nos bastará para aclarar dos o tres puntos, y creo que podré decirte cuál es tu problema en unos pocos minutos. No me digas nada. Ni incluso cómo era esa alucinación tuya. Lo que quiero es devolverte la confianza en ti mismo, revitalizar tu ego, si me permites expresiones técnicas. Como que eres también hombre de ciencia, estoy seguro de que estás familiarizado con ellas. Bien, vamos allá pues. Primeramente te explicaré cómo funciona nuestro sistema aunque solo sea para descansar tu mente. Si conocemos a un individuo perfectamente se puede hacer una valoración satisfactoria de él. Podríamos emplear, por tanto, la Escala de Nueve Puntos. Mediante esta Escala, si cualquier rasgo de carácter o personalidad se posee en grado extremo, se indica con una puntuación de: más 4; si se posee el rasgo o tendencia opuesta, también en exceso, se puntúa: menos 4. Y si se está en un promedio razonable, la puntuación es 0. Ahora bien, cuando todas las puntuaciones se correlatan, entonces su promedio nos da una indicación bastante segura y razonable de la personalidad del paciente. De hecho, se nos proporciona el medio de comprobar por partida doble cualquier otra prueba que se haya llevado a cabo.

»Hay también el método de autovaluación pero, naturalmente, es obvio que todos nosotros cuando lo usamos tenemos tendencia a sobrevalorarnos con objeto de causar una impresión favorable. "Adornamos", por decirlo así, los resultados en nuestro propio beneficio. Por este motivo esta práctica no se usa mucho. —Mientras hablaba, recogió su cuaderno de notas.

»En verdad —prosiguió diciendo Manfred Hutton—, no es siempre posible obtener humanas puntuaciones cuando uno lo está deseando, de manera que hemos vuelto otra vez al viejo método de entrevista psiquiátrica. Esto significa simplemente que te voy a hacer unas cuantas preguntas corrientes y normales. Unas preguntas que, bueno es decirlo, darán a conocer con creces el campo entero de tu comportamiento en su sentido psicológico y psiquiátrico. La práctica me ha demostrado que este método es tan satisfactorio como cualquier otro. Luego vendrá una o dos pruebas de las que ya hablaremos a su debido tiempo. De momento, vamos a empezar con las preguntas: Vamos a ver; constitución y ambiente del hogar. ¿Eres feliz en casa?

—¿Te refieres actualmente o a cuando niño?

—¡Ah! Esto es interesante. Me refiero a cuando niño.

—Cuando era niño, sí. Mis padres eran de una moderada rectitud, de las postrimerías de la época victoriana —explicó el catedrático de ciencias— y yo fui educado en una atmósfera en la que el padre dominaba completamente la casa, y los niños debían ser vistos, pero no oídos.

—Ya entiendo. Interesante de verdad —dijo Manfred Hutton—, vamos a tomar esto como punto de partida. ¿Te gustaba la escuela?

—¿Y a ti? —replicó el doctor.

—Supongo que me gustaba y me disgustaba en partes iguales. Había cosas en ella muy agradables, y otras no tanto. Ya sabes qué clase de escuela era, amigo, pues los dos estábamos allí.

—Sí, pero pudimos haber reaccionado diferentemente.

—¿Sentiste algún resentimiento o reacción desmedida?

—No mucho más que cualquier otro chico. ¿Hay algún muchacho a quien le guste la escuela?

—Se encuentran algunos tipos extraños a los que les gusta —contestó el psiquiatra con suavidad—. Pero, definitivamente, son la excepción. Después de dejar la escuela —continuó Manfred Hutton—, fuiste a la Universidad; ¿y luego?

—En aquella época era demasiado joven para la Primera Guerra Mundial, aunque traté de meterme en ella —respondió el catedrático.

—¿Y después de eso?

—Pues obtuve un nombramiento de maestro, seguido luego de otros varios grados y diplomas hasta que al fin me concedieron la cátedra que ahora detento. Esta es, muy en breve, mi vida, por lo menos la externa.

—Vaya, vaya —dijo el psiquiatra, añadiendo seguidamente—: Y ahora, ¿cómo va tu vida hogareña? Supongo estarás casado.

—Sí... desgraciadamente —contestó el profesor de ciencias.

—¡Oh! —exclamó su amigo—. ¿Y desde cuándo ha sido insatisfactoria tu unión matrimonial?

—Durante los últimos veinte años, o quizá más, mi esposa ha convertido la casa en un dios —dijo Taraconda Grimwood— y yo soy considerado como una molestia innecesaria. Yo soy el que suministra el dinero para comprar los muebles, las cortinas, el linoleum y las esteras y toda la demás estúpida quincallería doméstica —su voz sonaba colérica. Realmente enojada. El psiquiatra, mientras tanto, tomaba rápidas notas.

—Tus perturbaciones —preguntó—, ¿cuándo empezaron? Me refiero a esas visiones por las cuales has venido a verme.

—Todo empezó en mi laboratorio. En la actualidad estoy trabajando en unos experimentos de nuevo tipo. Algo semisecreto —explicó Grimwood con un ligero deje de orgullo en su voz—. No creo que pueda incluso decirte nada todavía acerca de su naturaleza. ¿Importará eso? ¿Impugnará en algo la ayuda que puedas darme?

—Oh, no. En absoluto. Tengo varios pacientes cuyo trabajo está en la línea secreta. Verdaderamente, te sorprendería ver cuánta gente de ésa metida en la jungla científica se encuentra necesitada de un poco de asistencia psiquiátrica de vez en cuando. Y nunca me he permitido que me hablaran de su trabajo. Es natural, pues si así no lo hiciera, no vendrían a mí.

—Yo me había imaginado —dijo Grimwood—, que siendo como son las ordenanzas de seguridad, las autoridades insistían en poner uno de sus propios psiquiatras en los lugares donde se llevan a la práctica los proyectos.

Manfred Hutton sonrió.

—Si fueras el jefe de una planta de desarrollo atómico y tuvieras necesidad de ayuda psiquiátrica, ¿irías a ver al doctor de tu planta para que todo el personal supiera que te encontrabas incapacitado para sostener las presiones y tensiones inherentes a tu posición? Si el psiquiatra se pusiera en contacto con las autoridades, entonces no estaría muy seguro tu puesto de jefe responsable de una delicada planta operativa como aquélla. No, no. Muchos jefes vienen a mí para que les alecciones en cómo pasar las pruebas normales de capacitación organizadas por los psiquiatras de su base.

—Puedo ciertamente comprender esa psicología —exclamó riendo Grimwood. Era inusitado reír en él, pero lo que su amigo acababa de contarle tenía un algo de mezquino que apelaba al cinismo de su carácter.

—Me gustaría que hicieras ahora una pequeña prueba —propuso el psiquiatra.

—Encantado —contestó Taraconda Grimwood recogiendo el papel y lápiz que el otro le tendía.

—¿Quieres escribir una "S" en letra de molde. Bien, ahora escríbela en dirección opuesta. —Mientras Grimwood realizaba las operaciones solicitadas, el psiquiatra consultaba su reloj—. A continuación, escríbelas alternadamente unas al derecho y otras al revés hasta que te diga basta.

El catedrático asintió.

—Bien, gracias —dijo Manfred Hutton, y tomándole el papel lo dejó sobre su mesa después de anotar unas cifras en él—. Ahora me gustaría que consintieras en representar un poco de técnica psicoterapéutica, un modo que fue ideado por Morino, y al que nosotros llamamos psicodrama.

—¿Qué demonios es eso? —preguntó el catedrático.

—Oh, algo muy simple. Verás, quisiera que imaginaras, si no te molesta, que eres un oficial del Ejército y que uno de tus subordinados, yo haré ese papel, ha venido a verte en la creencia de que tiene algo de qué quejarse. Me gustaría, pues que respondieras como si en efecto fueras un oficial; como dicen en las escuelas de drama: encarnar el papel.

—De acuerdo —respondió Grimwood—. Es extraordinario la de trucos que imagináis hoy en día.

—Sí, son métodos que utilizamos un amplio sector de la profesión puesto que, efectivamente, son muy eficaces. Incluso el Departamento de Selección del Ministerio de la Guerra emplea sistemas similares al psicodrama. Veamos; yo tengo una queja, y en primer lugar, sepamos cuál es tu reacción básica: ¿me consideras un engorro, o, por el contrario, quieres hacerme justicia?

—Mi reacción básica, si el caso fuera real, sería que yo pondría mi mejor empeño en hacer justicia.

—Bien, bien. Vamos allá, pues: Señor, solicito permiso para quejarme de las condiciones de habitabilidad del barracón 4B. Hay goteras en el techo, el suelo es húmedo y tenemos una ración de carbón insuficiente.

—Entiendo —contestó Taraconda Grimwood con voz de oficial del Ejército—. Voy a acercarme allá a investigar —y añadió con un murmullo de "aparte" teatral—: ¿Lo hago bien así, o destrozo la representación?

—No, no. Va estupendo —contestó el psiquiatra—. Ahora imaginemos que ya estamos en el barracón: Aquí tiene usted, señor, puede juzgar por sí mismo. Manchas de humedad emanan del suelo, y si se molesta en observar la capacidad de esta estufa, deducirá lo poco que tarda en consumir este medio cubo de carbón que se nos asigna. Vea también allí, señor —y el doctor señaló hacia arriba— en aquellos puntos y comprobará que el techo gotea. Pongamos donde pongamos las camas, siempre son alcanzadas por el agua...

—En efecto. Es una lástima. Muy bien, daré las órdenes pertinentes para que sea reparado el techo y que... hummm. No sé qué podemos hacer con el suelo. Quizá con una capa de alquitrán y un nuevo suelo encima, o puede que algunas baldosas de material duro o incluso unas nuevas tablas. Veré qué es lo que puede hacer el departamento correspondiente. Y en cuanto a la ración de combustible, pues, me parece que todos los demás tienen lo mismo, ¿no? Si empezamos a malgastar el dinero del contribuyente irreflexivamente, no sé dónde iremos a parar. Mientras no se efectúen las reparaciones, tendrán doble suministro. Después, otra vez a la normalidad. Bien —siguió diciendo Grimwood—, no creo que haya nada más que decir. Creo que esto es lo que habría hecho en esas circunstancias.

—Ahora, por favor, escribe algo en ese papel, cualquier cosa servirá.

Obedientemente, Taraconda Grimwood escribió con su escritura normal: "La rápida zorra parda salta por encima del perro holgazán".

—Fírmalo, por favor —pidió el psiquiatra—. Una firma es a menudo más reveladora que todo un manuscrito.

A continuación el psiquiatra tomó de un estuche que estaba en un rincón, un magnetófono.

—La entonación del habla es de considerable interés —dijo—. Quieres tener la amabilidad de leer con tu voz normal, algo de este periódico —y entregó a Taraconda Grimwood un ejemplar de un conocido diario del que éste leyó la editorial, que quedó grabada en el aparato.

—Añádele tu nombre y la fecha, y yo así puedo estudiarlo siempre que quiera —Grimwood hizo lo que su amigo pedía.

—¡Ahora! —exclamó el psiquiatra, que armado de una cámara con flash adaptado tomó dos perfiles y una foto de frente del catedrático antes de que éste se diera cuenta de que iba a ser el modelo—. Ya —dijo mientras guardaba la máquina—. La expresión habitual del paciente es también una parte importante de los modernos tratamientos psicoanalíticos. Por lo menos en lo que concierne a mis propios métodos, pues a mi me gusta hacer las cosas concienzudamente. Seguidamente quisiera hacerte una o dos pruebas de técnica perceptiva. Puede que ya hayas visto eso antes, se trata de los famosos "tests" Inkblot de Roscharch.

Le entregó las tarjetas coloreadas, y anotó cuidadosamente las reacciones que producían al viejo profesor.

—Estupendo —exclamó el doctor—. No nos queda mucho tiempo, pero me gustaría que pasaras por esta prueba; es el examen de percepción temática. El funcionamiento es el siguiente: yo te mostraré unos dibujos que cuentan una historieta; una narración que afectará tus problemas emocionales y con la que podrán ser claramente observadas tus normales signos de reacción emocional. ¿Está claro?

—Sí... creo que sí —contestó Taraconda Grimwood.

—Aquí tengo unos grabados —explicó el doctor—, que nos ayudarán a identificarte como uno de los personajes de la historieta. Empecemos con una escena victoriana, algo como los Barret de Wimpole Street, en la que vemos al padre austero dictando la ley a una dócil y sumisa familia. Una madre asustada y una hija casi paralizada por el terror, y al hijo que está defendiendo sus derechos por primera vez al hartarse de aguantar durante años la absurdidad de su padre. Este hijo, que ya está lo suficiente crecido para despreciar los efectos de la violencia física de su padre, ha declarado su intención de abandonar aquel ambiente por completo y empezar a vivir una nueva vida en las colonias. Primeramente, dime, ¿con qué personaje te asocias mejor? ¿Te identificas con el padre, manteniendo la familia reunida y creyendo firmemente en la disciplina? ¿Crees ser el hijo, rebelándose del medio en que vive y deseando romper con todo y empezar una nueva vida? ¿O crees acaso ser la desesperadamente oprimida madre, o la hija paralizada por el miedo? Aquí está el dibujo. Cuatro tipos en poses simbólicas. ¿Cuál eres tú?

—Creo que oscilo entre la madre y el hijo, predominando este último —manifestó Grimwood— porque me parece que ya he aguantado todo lo que puedo aguantar de Milly y su comportamiento insoportable.

—Excelente, excelente —dijo el psiquiatra—. Ahora imaginemos que ese hijo parte definitivamente, de momento te identificaremos con el hijo. Parte, pues, y aparece en el Nuevo Mundo. Empieza allí un pequeño negocio, y enseguida se encuentra sujeto a uno de esos sindicatos de protección regentados por rufianes, los cuales le exigen un 50% de sus beneficios a cambio de no destruirle el local. Ante tales perspectivas, el muchacho tiene tres recursos en mano: uno, hacer las maletas y marcharse. Si esto no le gusta, puede también como segunda solución pagar y callar. Y como a último recurso le queda luchar, ya sea solo o intentando la organización de un foco de resistencia. Ahora bien, ¿cuál de esos tres caminos tomarías?

—Pues desde luego yo no pagaba —dijo Taraconda—. Lo que yo haría sería, o bien cerrar como un gesto de desafío, o bien luchar siempre que hubiera la posibilidad de vencer. Pero no solo, necesitaría otros, un grupo que me respaldara.

—Ya. Bien, esto está muy bien. Luego, suponiendo que has decidido resistir y que tienes toda una organización detrás de ti, digamos si te parece que te has unido con algunos otros negociantes como tú, para protegeros de los bandidos, llega un momento en que te encuentras en una situación que te lleva a la pura violencia física (para dramatizar la acción), y en una ocasión tienes que elegir entre matar o ser asesinado; es decir, tienes que destruir al jefe del sindicato criminal; destruir una vida humana aunque sea mala, o tienes que sucumbir y ver destruido todo por lo que tú has estado luchando. ¿Estarías dispuesto a dar tal paso, un paso realmente duro como es el matar un hombre con el objeto de defender tus intereses y los de los que confiaron en ti?

—En tales circunstancias no sentiría remordimiento alguno de segar una vida. Si la oportunidad se presentara, no dudaría en matar al jefe de los criminales.

—Comprendo. Bien. De momento hemos terminado con eso, y como que ya hemos pasado por esos procedimientos elementales, veamos ahora que ocurrió respecto a las alucinaciones... —El psiquiatra lo dijo con un tono de voz completamente natural—. ¿Qué ocurrió y qué es lo que viste? —preguntó.

"Por fin —pensó Grimwood—. Por fin va a dejar que le diga lo que he venido a decirle”.

—Pues verás. Acababa de preparar un experimento bastante complicado del que formaba parte un tanque de cristal que llené con una mezcla de soluciones colorantes. Después hice pasar una corriente eléctrica a través de todo eso. Estoy haciendo pruebas con un nuevo sistema de contador de radiaciones, ¿sabes? Este es el campo de la Física que más me interesa particularmente.

—Ya entiendo —asintió Manfred Hutton—. ¿Y qué ocurrió con el experimento? Tenías allí un recipiente de cristal lleno, creo, de una solución de tintes multicolor. Esto tiene todo el aspecto de una pantalla ideal de proyecciones, algo que podría emplear un adivino en lugar de su bola de cristal, o un mago... ¿Y qué fue realmente lo que viste?

—Vi una cara.

—Percepción visual —escribió el psiquiatra en su cuaderno—. ¿Qué clase de cara? ¿Una cara fea, de pesadilla? ¿Hombre? ¿Mujer? ¿Humana? ¿Inhumana?

—Era una mujer. Una mujer singularmente bella con largo cabello suelto, muy atractiva.

—¡Ooooh! —exclamó el psiquiatra de manera significativa.

—Pero esto no es todo —continuó Taraconda—. ¡La mujer me habló! Como aquel clásico fantasma que se supone tiene que hablar cuando la ocasión se presenta.

—¿Y qué dijo?

—Dijo: ¡Hola, Hombre de la Tierra!

—Hola, Hombre de la Tierra, ¿eh? —repitió Manfred Hutton—. Bien. Esto es interesante. ¿Le respondiste?

—No. Me desmayé.

—Asombroso —exclamó el psiquiatra—. Absolutamente asombroso. Una de las más insólitas alucinaciones; visual y auditiva. No creo que sufras de ninguna dolencia, viejo amigo. Lo que pasa es que tu caso es de un interés extraordinario y singular. Debo meditar sobre ello muy profundamente, y me gustaría ver ese aparato tuyo, ¿podría hacerlo?

—No veo por qué no. Como te dije, es un medio secreto, pero a ti no puedo considerarte como un extraño. Estuvimos juntos en el colegio en aquella época en que todo se dice y todo se hace; el espíritu de viejo equipo y todo eso. No creo, además, que trabajes para una potencia extranjera, ¿verdad?

—Muy improbable, ¿no crees? —le aseguró el psiquiatra suavemente—. Soy tan leal como puedas serlo tú o cualquier miembro de la Universidad, fuerzas de seguridad o cualquier otra cosa que puedas nombrarme.

—Pues ya me va bien —contestó Grimwood mostrándose tranquilizado.

—Entonces —manifestó el psiquiatra— miraré a ver si puedo encontrar un ratito para ir a ver ese aparato en funcionamiento —se detuvo un momento como si dudara acerca de lo que iba a decir—, si no es una alucinación, es posible que hayas recogido una retransmisión de televisión desde alguna parte, especialmente si tienes una masa de equipo electrónico por allí. Yo no soy un experto, pero una vez, al descolgar el teléfono oí una emisión de onda corta. Por lo tanto, si un teléfono me toca música que está siendo transmitida a una distancia de miles de millas, en una emisora americana (pues allí fue donde finalmente la identifiqué), ¿no es mucho más posible que un aparato bastante mas complicado que un teléfono pueda recibir emisiones accidentalmente?

—Nunca pensé en eso. Desde luego, si consideramos todos esos programas de aventuras espaciales, etc., alguna estación debe haber transmitido una, supongo; puede haber sido de un serial para televisión. Esto parece lo más probable y me temo que he estado malgastando tu tiempo.

—Nada de eso. De todas maneras, me gustaría echar un vistazo así que me avises.

—¡Muy bien! Como quieras. Como quieras.

El viejo catedrático tenía ya ganas de marcharse. Ansiaba volver a su laboratorio y disponer de nuevo su experimento.