EDISON, NUEVA JERSEY
La primera vez que intentamos proceder a la entrega de la Gold Crown, las luces de la casa están encendidas, pero nadie sale a abrirnos. Aporreo la puerta mientras Wayne da la vuelta para llamar en la de atrás, y nuestro doble tamborileo hace retemblar las ventanas. En ese momento tengo la sensación de que dentro hay alguien que se está riendo de nosotros.
Más le vale tener una buena excusa, dice Wayne a la vez que ronda alrededor de los rosales recién plantados. Esto es una putada.
Y que lo digas, le digo, aunque es Wayne el que se toma este curro demasiado en serio. Sigue aporreando la puerta, la cara se le contrae. Un par de veces se acerca a las ventanas, intenta otear el interior por entre las cortinas. Yo prefiero un planteamiento más filosófico: me acerco a la zanja abierta en la cuneta, un desagüe a medio llenar, y me siento a fumar un cigarro. Veo una mamá pato con sus tres patitos: picotean por la hierba de la orilla para deslizarse después a favor de la corriente, casi como si fueran unidos por un mismo cordel. Qué bonito, digo, pero Wayne no me escucha. Está aporreando la puerta con la grapadora.
A las nueve Wayne me recoge en el salón de exposición y ventas, cuando yo ya he planificado nuestra ruta. Los impresos de cada pedido me indican todo lo que debo saber sobre los clientes con los que habré de tratar ese día. Si hay alguien que espera la entrega de una mesa reglamentaria de un metro treinta y dos, puedes estar seguro de que no te va a dar la lata, aunque tampoco se va a descolgar con una buena propina. Ésas son las entregas pendientes en Spotswood, Sayreville y Perth Amboy. Las mesas de billar las llevamos al norte, a los barrios más ricos: Livingston, Ridgewood, Bedminster. O incluso hasta Long Island.
Habría que ver a nuestros clientes. Médicos, diplomáticos, cirujanos, decanos de universidad, señoras vestidas con pantalones y blusas de seda, que lucen unos finísimos relojes que fácil sería canjear por un coche, y para qué hablar de sus cómodos mocasines de piel. Casi todas se preparan para nuestra llegada de la misma forma: colocan las páginas de un Washington Post atrasado y cubren el suelo desde el vestíbulo hasta la sala de juegos. Yo se las hago recoger todas. Carajo, les digo: ¿y si nos resbalamos? ¿Sabe usted cómo le pueden dejar el piso esos cien kilos de pizarra? Amenazarlas con daños y perjuicios en su propiedad siempre les mete el miedo en el cuerpo y, además, las mete en cintura. Los mejores clientes nos dejan en paz hasta el momento de firmar el albarán. De vez en cuando algún ama de casa nos trae agua en vasos de plástico. Rara vez nos han ofrecido alguna cosa más, aunque un dentista de Ghana nos dio un paquete de seis Heineken mientras le instalábamos la mesa.
A veces, el cliente tiene que salir zumbando para comprar comida para el gato, o un periódico, cuando estamos a mitad de faena. Seguro que no pasará nada, ¿verdad? Nunca dan la sensación de estar muy seguros. Por supuesto, les digo yo. Basta con que nos enseñe dónde guarda la cubertería de plata. Los clientes se ríen y nosotros nos reímos y entonces viven una agonía sólo de pensar que tienen que irse y se quedan dando vueltas en el vestíbulo, como si procurasen memorizar todo lo que tienen, como si no supieran dónde encontrarnos, para qué casa trabajamos.
Una vez que se han marchado dejo de preocuparme por las molestias. Dejo el trinquete en el suelo, me saco las mentiras de los nudillos y exploro por la casa, casi siempre mientras Wayne se dedica a alisar el paño de fieltro, para lo cual no necesita de mi ayuda. Cojo unas galletas en la cocina o unas cuchillas de afeitar en el armario de los cuartos de baño. En algunas casas hay hasta veinte o treinta habitaciones. Por el camino de vuelta me pongo a pensar qué cantidad de plata haría falta para llenar todos esos metros cuadrados. Me han pillado enredando un montón de veces, pero es asombroso con qué rapidez se creen a pie juntillas que uno sólo estaba buscando el cuarto de baño, sobre todo si no te sobresaltas cuando te descubren, o sea, si te limitas a saludar como si tal cosa.
Después de cumplimentar y firmar el albarán llega el momento de tomar una decisión. Si el cliente se ha portado bien y nos ha dado una buena propina, lo damos por bueno y nos largamos. Si el cliente ha sido una pesadez —si nos han gritado algo, si han dejado que los críos nos lanzasen pelotas de golf—, le suelo preguntar por el cuarto de baño. Wayne finge que nunca me ha visto hacer nada así; se pone a contar los agujeros del taladro mientras el cliente (o la criada) pasa la aspiradora por el suelo. Discúlpeme, les digo. Dejo que me enseñen dónde queda el cuarto de baño (por lo común ya lo sé) y nada más cerrar la puerta me lleno los bolsillos de bolas aromatizantes de baño y tiro medio rollo de papel al retrete. Si puedo, echo un zurullo y se lo dejo de regalo.
Las más de las veces Wayne y yo trabajamos a gusto juntos. Él es el conductor y el que se encarga de la plata, y yo me ocupo del trabajo pesado y de tratar con todos esos gilipollas. Esta tarde vamos de camino a Lawrenceville y él tiene ganas de hablar de Charlene, una de las chicas del salón de exposición y ventas, la que tiene unos labios maravillosos, con toda la pinta de hacer unas mamadas de campeonato. Yo no he querido hablar de mujeres desde hace meses, desde lo de la novia.
Tengo unas ganas locas de echarle un buen polvo. Quién sabe, a lo mejor encima de una Madison.
Tío, le digo a la vez que lo miro de reojo, ¿es que no tienes mujer?
Se queda en silencio. Aun así, ando con unas ganas locas de montármela, dice a la defensiva.
¿Para qué?
Oye, ¿es que todo tiene su para qué?
Ese año ya son dos las veces que Wayne ha engañado a su mujer; me he enterado de todo, del antes y del después. La última vez su mujer estuvo a punto de echarlo a los perros. A mí ninguna de las dos chicas me pareció que valiera la pena. Una era incluso más jovencita que Charlene. A veces, a Wayne le cambia el humor, y esta noche es una de esas veces. Se agazapa en el asiento del conductor y se lía a volantazos con la camioneta, pegándose a los parachoques de los demás coches, aunque le he dicho mil veces que no haga eso. No me hace ninguna falta una colisión, ni menos un tratamiento de silencio durante cuatro horas seguidas, así que procuro olvidar que a mí su mujer me parece buena gente y le pregunto si Charlene le ha dado alguna señal de estar por la labor.
Reduce la velocidad de la camioneta. ¿Señales? Si te lo cuento, dice, no te lo vas a creer.
Los días en que no tenemos reparto, el jefe nos pone a trabajar en el salón de exposición, a vender barajas y fichas para jugar al póquer o tableros de mankala. Wayne se dedica sobre todo a tirarle los tejos a las vendedoras y a pasar el plumero por los estantes. Es un tío grandullón y atarantado; no entiendo por qué a las tías les va la marcha que tiene. Es uno de los grandes misterios del universo. El jefe me retiene a la entrada de la tienda, lejos de las mesas de billar. Sabe que me pondré a charlar con los clientes, que les convenceré de que no compren barato. Les diré por ejemplo que se alejen de las Bristol, que esperen hasta que se puedan comprar una de las buenas. Sólo cuando le hace falta mi ayuda con el español me deja que le eche una mano a la hora de realizar una venta. Como no se me da bien limpiar ni tampoco vender máquinas tragaperras, me coloco en la caja registradora y le robo. No registro casi nada de lo que entra, y me lo guardo en el bolsillo. A Wayne no se lo digo. Está demasiado ocupado atusándose la barba y repeinándose las ondas de su cabezota. No es tan raro que levante hasta cien pavos en un día; antes, cuando la novia venía a recogerme, le compraba todo lo que ella quisiera: vestidos, anillos de plata, lencería. A veces me gastaba toda la plata en ella. A ella no le hacía gracia que robase, pero qué coño, uno no es de piedra, no estábamos lo que se dice forrados, y a mí me gustaba ir de tiendas con ella y decirle: Jeva, elige lo que quieras, que te lo compro. Nunca he estado más cerca de sentirme rico.
Últimamente vuelvo a casa en autobús y me guardo la plata. Me siento al lado de esa roquera que rondará los ciento cincuenta kilos, la que friega los platos en el Friendly. Me cuenta que sigue matando cucarachas con el grifo del agua a presión, que les arranca las patas de cuajo. El jueves me suelo comprar billetes de lotería, diez Quick Picks y un par de Pick 4. De los baratos ni me ocupo.
La segunda vez que llevamos la Gold Crown, la gruesa cortina de al lado de la puerta se abre como un abanico. Una mujer me mira atentamente; Wayne está tan liado en aporrear la puerta que ni siquiera la ve. Muñeca, le digo. Es negra, no sonríe, y la cortina vuelve a cerrarse entre nosotros, un susurro en el cristal. Llevaba una camiseta en la que decía No Problem, y no daba la impresión de que fuera la dueña de la casa. Más bien parecía la asistenta; no creo que tuviera ni veinte años, y por la delgadez de su cara imaginé que sería tirando a flaca. Nos miramos uno al otro por espacio de un segundo como mucho, de modo que no pude fijarme en cómo tenía las orejas, ni supe si tenía los labios agrietados. Me he enamorado con mucho menos que eso.
Después, en la camioneta, de vuelta al salón de exposición, Wayne murmura: ese tío está muerto. Te lo digo en serio.
La novia llama de vez en cuando, no mucho. Se ha echado otro novio, un zángano que trabaja en una tienda de discos. Se llama Dan, y su forma de decirlo, tan dolorosamente gringa, me hace entrecerrar los ojos. Las ropas que estoy seguro de que le arranca cuando vuelven los dos del curro —los jerseys de cuello vuelto, las faldas de rayón compradas en los grandes almacenes, la lencería— se las he comprado yo con mi dinero robado, y me alegro de no habérmelo ganado deslomándome al transportar cientos de kilos de pizarra sin desbastar. Me alegro.
La última vez que la vi en carne y hueso fue en Hoboken. Estaba con Dan, aún no me había dicho nada de él, así que cruzó la calle a todo correr, a pesar de que llevaba zuecos de tacón alto, para no tener que vérselas conmigo y con los de mi pandilla, que ya entonces se percataron de que yo me había convertido en un hijo-puta capaz de liarme a puñetazos con lo que fuera. Me saludó con la mano en alto, pero no se paró. Un mes antes de que apareciera el zángano fui a su casa, una simple visita amistosa, y sus padres me preguntaron qué tal iban los negocios, como si me dedicara a cuadrar libros de cuentas o algo por el estilo. Los negocios van viento en popa, digo yo.
Me alegro muchísimo de oírlo, dice el padre.
Desde luego.
Me pide que le eche una mano para cortar el césped, y mientras llenamos el tanque de gasolina me propone un empleo, un empleo de verdad, con grandes posibilidades de futuro. Electrodomésticos, dice, un empleo del que podrás estar orgulloso.
Después, sus padres se instalan en el cuarto de estar a ver un partido que pierden los Giants, y ella me lleva al cuarto de baño. Se maquilla a mi lado, porque vamos a ir al cine. Como simples amigos, claro. Si tuviera unas pestañas como las tuyas, me dice, sería famosa. A los Giants les está cayendo un palizón tremendo. Todavía te quiero, me dice; yo siento vergüenza propia y vergüenza ajena, tal como siento vergüenza con esos programas televisivos de la tarde en los que las parejas deshechas y las familias infelices sacan los trapos sucios a relucir.
Somos amigos, le digo, y ella dice que sí, que somos amigos.
No hay mucho sitio, así que tengo que apoyar los talones contra el borde de la bañera. La cruz que le he regalado pende de su cuello, colgada de una cadena de plata, así que me la meto en la boca para que no me golpee en los ojos al bambolearse. Cuando terminamos me quedo con las piernas adormecidas, como dos palos de escoba dentro de los pantalones, y a la vez que ella respira cada vez más quedo, con la boca pegada a mi cuello, la oigo decir te quiero, todavía te quiero.
Todos los días de pago saco la vieja calculadora por ver cuánto me falta aún para comprarme una mesa de billar de las buenas. Las mejores, las de tres piezas de pizarra, no suelen salir baratas. Además, hay que comprar los tacos y las bolas, la tiza y el marcador, los triángulos e incluso las conteras de cuero francés, al menos si uno aspira a ser todo un jugador. Dos años y medio si dejo de comprarme ropa interior y sólo como pasta al huevo, pero ese cálculo está en el fondo falseado. A mí el dinero nunca me dura nada.
Casi nadie se da cuenta de lo complicadas que son las mesas de billar. Desde luego, las mesas llevan flejes y grapas en los bordes, pero esas cabronas se sostienen sobre todo gracias a la ley de la gravedad y a la exactitud de su construcción. Si una buena mesa se trata como es debido, aguantará hasta mucho después de muerto el dueño. En serio. Así se construyen también las catedrales. En los Andes hay caminos construidos por los incas, en los que ni siquiera hoy se podría meter un cuchillo en la ranura entre dos adoquines. Las cloacas que los romanos construyeron en Bath eran tan buenas que no las cambiaron hasta la década de los cincuenta. En ese tipo de cosas sí me resulta fácil creer.
Hoy en día sé cómo instalar una mesa con los ojos cerrados. Depende de las prisas que tengamos, puedo montar la mesa yo solo mientras Wayne me mira, al menos hasta que lo necesito para colocar la pizarra. Sale mejor cuando los clientes nos dejan a nuestro aire: es de ver cómo reaccionan cuando terminamos, cómo pasan los dedos por la madera lacada de los bordes y cómo contienen la respiración al ver el tapiz tan tenso que es imposible pellizcarlo. Qué maravilla, dicen y nosotros siempre asentimos, nos aplicamos el talco en los dedos, asentimos y les oímos repetir qué maravilla.
El jefe a punto estuvo de darnos una patada en el culo por lo de la Gold Crown. El cliente, un gilipollas que se llamaba Pruitt, llamó y se puso como loco, dijo que éramos un par de delincuentes. Así lo explicó el jefe. Un par de delincuentes. Está claro que el cliente tuvo que decírselo tal cual, porque el jefe no suele utilizar ese tipo de palabras. Mire, jefe, dije yo: estuvimos llamando a la puerta como locos. En serio, llamamos como si fuéramos los sheriffs del condado con una orden de registro. Como Paul Bunyan. El jefe no se lo iba a tragar. Sois un par de gilipollas, un par de caraculos. Nos echó la bronca durante dos minutos y nos despidió, así de claro. Durante toda aquella noche di por sentado que me había quedado sin curro, así que me fui de bares con la vaga fantasía de que a lo mejor tropezaba con ese cabrón, acompañado por la negra, justo cuando los chicos de la pandilla y yo mismo estuviésemos más colocados, pero a la mañana siguiente vino a verme Wayne con la Gold Crown. Los dos teníamos un resacón de aúpa. Última oportunidad, dijo. Reparto extra, el tiempo justo. Estuvimos aporreando la puerta durante diez minutos, pero no nos abrió nadie. Pegué la oreja a las ventanas y a la puerta de atrás y podría jurar que la oí allí dentro. Llamé con fuerza y oí pasos, oímos pasos.
Llamamos al jefe para que le quedara bien claro de qué iba la movida. El jefe llamó por teléfono y no contestó nadie. De acuerdo, nos dijo. Terminad con las mesas de juego. Esa noche, mientras preparábamos el papeleo del día siguiente recibimos una llamada de Pruitt y no nos tachó de delincuentes. Se empeñó en que fuéramos esa misma noche, pero ya teníamos un compromiso. Y la lista de espera es de dos meses, le recordó el jefe. Miré hacia Wayne y me pregunté para mis adentros con qué cantidad de plata estaría dispuesto ese tipejo a untar al jefe. Pruitt dijo que estaba muy apenado, que lo sentía muchísimo, que nos pedía por favor que volviéramos, que su asistenta sin duda ninguna nos abriría la puerta de su casa.
Además, ya puestos, ¿qué tipo de apellido gasta el tal Pruitt? Eso me pregunta Wayne cuando enfilamos la salida del garaje.
Es apellido de pato. Anglosajón, eso seguro.
Fijo que es un banquero de los cojones. ¿Cómo se llama?
Sólo sale la inicial, una C. Clarence Pruitt, o algo parecido.
Eso, Clarence. Wayne se ríe.
Pruitt. La mayor parte de los clientes gastan apellidos como ése, apellidos de libro: Wooley, Maynard, Gass, Binder. En cambio, en la gente de mi barrio, en nuestros apellidos, uno sólo se imagina a presidiarios, o bien a parejas con una tarjeta de visita de lo más cutre.
Nos lo tomamos con calma. Vamos a cenar al Rio Diner, nos soplamos una hora y toda la plata que llevamos en los bolsillos. Wayne habla de Charlene y yo apoyo la cabeza contra un grueso cristal.
El barrio de Pruitt es de construcción reciente: sólo está terminada la manzana en la que vive. Las demás están en obras. La gravilla sale despedida en todas direcciones bajo las ruedas del camión. Se ve el interior de las demás casas, sus entrañas recién formadas, los clavos brillantes en la madera todavía fresca. Hay refuerzos azules y arrugados que protegen el cableado; el yeso está fresco. Las entradas de cada casa están embarradas; en los céspedes se ven altos montones de tierra. Aparcamos delante de la casa de Pruitt y llamamos a la puerta. A Wayne lo miro en cuanto me doy cuenta de que no hay ningún coche en el garaje.
¿Sí?, dice una vocecilla desde dentro.
Somos los repartidores, grito.
Se corre un cerrojo, gira la cerradura, se abre la puerta. Sale ella con unos ceñidos pantalones cortos, negros, y un relumbre de carmín en los labios. Me pongo a sudar.
Entren, ¿sí? Se hace a un lado y nos sujeta la puerta.
¿No te parece hispana?, me dice Wayne.
Ya lo creo, digo yo. ¿Te acuerdas de mí?
No, dice ella.
Miro a Wayne por encima del hombro. Esto no hay quien se lo crea.
Yo me lo creo todo, chaval.
Tú nos oíste llamar, ¿que no? Cuando vinimos el otro día, tú estabas en la casa.
Se encoge de hombros y abre la puerta un poco más.
Dile que la deje bien sujeta, que ponga una silla. Wayne va a abrir la caja del camión.
Sujeta bien la puerta, le digo.
Hemos tenido contratiempos de sobra en esto del reparto. Se nos ha estropeado el camión. El cliente cambia de domicilio y nos quedamos con un palmo de narices. Nos han apuntado con un arma. El tapiz de la mesa era de un color distinto al encargado, los tacos —unos Dufferin, excelentes— se nos quedan olvidados en el almacén. En otra época, la novia y yo nos inventamos un juego: se trataba de predecir. Por la mañana, me daba la vuelta agarrado a la almohada y le preguntaba: cuéntame, ¿cómo vendrá el día de hoy?
A ver, déjame pensar, decía ella. Se llevaba un dedo a la frente, y con ese movimiento se le balanceaban los senos y la melena. Nunca dormíamos tapados, ya fuera verano, primavera u otoño, y teníamos los dos el cuerpo moreno y delgado durante el año entero.
Veo a un cliente gilipollas, murmuraba. Un tráfico insoportable. Wayne andará muy lento. Y al final vendrás a casa y te estaré esperando.
¿Me haré rico?
Vendrás a casa y te estaré esperando, otra cosa no puedo hacer. Y entonces nos besábamos con hambre, ya que así nos amábamos uno al otro.
El juego formaba parte de las mañanas que pasábamos juntos, igual que las duchas, el sexo y el desayuno. Dejamos de jugar sólo cuando se nos empezaron a torcer las cosas, cuando yo me despertaba y me quedaba oyendo el ruido del tráfico sin despertarla, cuando todo era pura pelea.
Ella se queda en la cocina mientras trabajamos. La oigo tararear. Wayne menea la mano derecha como si se acabara de escaldar los dedos. Sí, está estupenda. Está de espaldas a mí, moviendo las manos en el fregadero, que está llena de agua, cuando entro en la cocina.
Procuro hablar en tono conciliatorio. ¿Eres de la ciudad?
Asiente.
¿De qué parte?
De Washington Heights.
Dominicana, le digo. Quisqueyana.
Ella asiente.
¿De qué calle?
No me sé la dirección. La llevo escrita en un papel. Mi madre y mi hermano viven allí.
Yo soy dominicano, le digo.
Pues no lo pareces.
Me sirvo un vaso de agua. Los dos nos quedamos mirando el césped embarrado.
No abrí la puerta, dice, porque tenía ganas de hacerle una pirula.
¿Una pirula? ¿A quién?
Es que quiero largarme de aquí, dice.
¿De dónde?
Te pago si me llevas a otra parte.
No, no creo que sea una buena idea.
¿Tú no eres de Nueva York?
No.
Entonces, ¿por qué me preguntaste por la dirección?
¿Que por qué? Porque mi familia vive por ahí cerca.
¿Y eso te parece que sería un problema tan grande?
Le digo en inglés que debería conseguir que la llevara su jefe, pero ella me mira con rostro inexpresivo. Cambio de tercio.
Es un pendejo, dice de pronto muy enojada. Dejo el vaso en la encimera y me acerco a ella para enjuagarlo. Es exactamente de mi estatura, huele a detergente líquido y tiene unas pecas pequeñitas y preciosas en el cuello, un archipiélago que le baja por el escote.
Dame, dice a la vez que alarga la mano, pero termino de enjuagarlo y vuelvo a la sala de estar.
¿Sabes qué quiere que hagamos?, le digo a Wayne.
Su habitación está en el piso de arriba: una cama, un armario, una cómoda, papel pintado de amarillo. Un Cosmopolitan en español, aparte de El Diario, tirados por el suelo. Cuatro perchas llenas de ropa; sólo tiene lleno el primer cajón. Extiendo la mano sobre la cama; las sábanas están frescas.
Pruitt tiene fotos de sí mismo en su dormitorio. Está moreno; seguramente ha visitado muchos más países que todos los que yo me sé emparejados con su capital correspondiente. Veo fotos en las que está de vacaciones, en la playa, de pie junto a un boquiabierto salmón del Pacífico que habría llenado toda Broca de orgullo. La cama está hecha; su guardarropa se desparrama por encima de las sillas, y tiene una hilera de zapatos alineados en la pared del fondo. Es soltero. Encuentro una caja de Durex abierta, debajo de una pila de calzoncillos doblados. Me guardo un condón en el bolsillo y meto los demás debajo del colchón.
A ella la encuentro en su habitación. Le gusta la ropa, me dice; ya ves.
Un hábito caro, digo, aunque no consigo traducirlo bien, y por eso termino por mostrarme de acuerdo con ella. ¿Vas a hacer el equipaje?
Me muestra el bolso de mano. Aquí llevo todo lo que necesito. Por mí, que se quede con todo lo demás.
Oye, deberías llevarte al menos algunas de tus cosas.
No me importa nada toda esa vaina. Sólo me quiero marchar.
No seas estúpida, le digo. Abro la cómoda y saco los pantalones cortos que veo encima: un puñado de medias suaves y brillantes rueda y cae delante de mí. Aún quedan más en el cajón. Intento pescarlas al vuelo, pero nada más palpar el tejido me olvido de todo lo demás.
Déjalo. Venga, dice a la vez que vuelve a colocarlas en el cajón, de espaldas a mí. Mueve las manos con suavidad, fácilmente.
Mira, le digo.
No te preocupes. Ni siquiera se digna a mirarme.
Bajo las escaleras. Wayne está encajando los flejes con el taladro. Ni se te ocurra, no puedes hacer una cosa así, me dice.
¿Por qué no?
Chaval, este trabajo hay que dejarlo bien hecho.
Estaré de vuelta en un periquete. Es cuestión de salir y volver en un santiamén.
Chaval. Se pone en pie con lentitud. Casi me dobla en edad.
Voy a la ventana y miro al exterior. Hay una fila de gingkos recién plantados. Hace un milenio, cuando aún estaba estudiando, aprendí algo sobre esos árboles. Son fósiles vivientes. No han cambiado desde sus orígenes, hace millones de años. Te has tirado a Charlene, ¿no?
Desde luego, me dice con toda su cachaza.
Saco las llaves de la camioneta, que están en la caja de herramientas. Vuelvo enseguida, te lo prometo.
Mi madre todavía tiene en su apartamento algunas fotos de la novia. La novia es una de esas personas que nunca dan mal en una foto. Hay una en la que salimos los dos en el bar en el que le enseñé a jugar al billar. Está apoyada en el Schmelke que robé para regalárselo, un taco que vale casi uno de los grandes, y frunce el ceño ante la tirada que le he dejado delante, una tirada que fallará con toda seguridad.
La foto de Florida es la más grande de todas: tiene brillo, está enmarcada, tiene casi treinta centímetros de altura. Estamos los dos en traje de baño, y salen por la derecha las piernas de un desconocido. Ella está sentada en la arena, con las rodillas dobladas contra el pecho, pues sabía que esa foto yo se la iba a mandar a mi madre, y no quería que mi madre la viera en biquini, no quería que mi madre pensara que era una zorra. Yo estoy agachado a su lado, sonriendo, con una mano sobre su hombro delgado. Entre mis dedos se ve uno de sus lunares.
Mi madre no mira esas fotos, ni tampoco habla de ellas cuando está conmigo, aunque mi hermana me ha dicho que llora de vez en cuando por nuestra ruptura. Conmigo, mi madre siempre es cortés, se sienta sin decir nada en el sofá, y yo le cuento qué he leído, cómo me va en el trabajo. ¿Estás saliendo con alguna chica?, me pregunta de vez en cuando.
Sí, le digo.
En cambio, cuando habla con mi hermana le cuenta que a veces sueña que todavía seguimos juntos.
Llegamos al puente de Washington sin decir palabra. Ha vaciado los cajones del propietario y la nevera; lleva las bolsas a sus pies. Está comiendo fritos de maíz, pero yo estoy tan nervioso que no me animo a compartirlos con ella.
¿Es el mejor camino?, me pregunta. El puente no parece impresionarla.
Es el camino más corto.
Cierra la bolsa de fritos. Eso mismo dijo él cuando llegué yo a su casa el año pasado. Yo tenía ganas de ver el campo. Llovía tanto que no se veía casi nada.
Me apetece preguntarle si está enamorada de su jefe, pero en cambio le pregunto qué tal se encuentra en Estados Unidos.
Balancea la cabeza al ver pasar los carteles. La verdad es que no me sorprende demasiado, me dice.
En el puente, el tráfico es intenso. Tiene que pasarme un sucio billete de cinco pavos para el peaje. ¿Eres de la Capital?, le pregunto.
No.
Yo sí nací allí, en Villa Juana. Me vine aquí cuando era un niño chico.
Ella asiente sin quitar ojo del tráfico. Según cruzamos el puente, le deposito la mano en el regazo y ahí la dejo, con la palma hacia arriba y los dedos levemente curvados. Hay veces en que vale la pena probar suerte, por mucho que uno sepa que no le saldrá bien. Ella aparta la mirada muy despacio, volviéndose hacia los cables que sostienen el puente, hacia Manhattan y el río Hudson.
En Washington Heights, todo lo que hay es dominicano. Es imposible recorrer una manzana sin pasar por una pastelería Quisqueya, un Supermercado Quisqueya o un hotel Quisqueya. Si me diera por aparcar la camioneta, nadie me tomaría por un repartidor; podría ser el tipo que vende en la esquina banderitas de la República Dominicana, podría dar la impresión de que vuelvo a casa con mi chica. Todo el mundo está en la calle, y el merengue sale de todas las ventanas como si fuera el ruido de la tele. Cuando llegamos a su manzana, le pregunto a un chaval que cojea dónde queda el edificio, y me lo señala con el dedo gordo del pie. Ella baja de la camioneta y se endereza la delantera de su camiseta antes de seguir la línea que acaba de indicar el chaval. Cuídate, le digo.
Wayne se trabaja al jefe a fondo, y una semana más tarde estoy de vuelta, a prueba, encargado de pintar el almacén. Wayne me trae bocadillos de albóndigas, unas flautas flacuchas que llevan el queso apegotonado al pan como si fuera chicle.
¿Valió la pena?, me pregunta.
Me mira a fondo. Le digo que no.
Entonces, ¿no te has comido ni media rosca?
Bueno, tanto como eso, sí.
¿Seguro?
¿Por qué te iba a mentir en una cosa así? Era una animal que no veas. Aún tengo sus dientes marcados.
Joder, dice.
Le doy un puñetazo en el brazo. Oye, ¿y a ti qué tal te va con Charlene?
No tengo ni idea, tío. Menea la cabeza, y en ese movimiento lo veo de golpe delante de su casa, con todas sus pertenencias en la puta calle. No sé qué tal le irá esta vez.
Volvemos al reparto una semana después. Buckinghams, Imperials, Gold Crowns, docenas de mesas de juego. Conservo una copia del papeleo de Pruitt; cuando por fin se me come la curiosidad decido llamar. La primera vez me sale el contestador. Vamos a realizar una entrega en una casa de Long Island que tiene una vista sobre Long Island Sound capaz de dejar a cualquiera patidifuso. Wayne y yo nos fumamos un porro en la playa; yo recojo un cangrejo de los gordos y lo dejo en el garaje del cliente. Las dos salidas siguientes nos llevan a la zona de Bedminster; llamo y contesta Pruitt. ¿Sí? A la cuarta me contesta ella: corre el agua en el fregadero, al lado del teléfono, y cuelga al darse cuenta de que yo no voy a decir nada.
¿Qué, estaba o no?, me pregunta Wayne ya en la camioneta.
Pues claro que estaba.
Se pasa el pulgar por los dientes. De lo más previsible. Casi seguro que está colgada de ese tío. Ya sabes cómo son estas cosas, tío.
Pues claro, no te jode.
Eh, no te cabrees.
Qué va, es que estoy cansado.
Es como mejor se puede estar, bien cansado. En serio.
Me pasa el mapa, y recorro con el dedo el itinerario de nuestras entregas, cosiendo una población con la siguiente. Cualquiera diría que tenemos de todo, le digo.
Por fin. Bosteza. ¿Por dónde empezamos mañana?
No lo sabremos hasta que amanezca, hasta que yo haya puesto el papeleo en orden, pero hago alguna suposición. Qué más da. Es uno de nuestros juegos. Y así se mata el rato, así nos imaginamos que hay algo que nos apetece ver venir. Cierro los ojos y pongo la mano sobre el mapa. Qué cantidad de ciudades, qué cantidad de pueblos para elegir. Algunos son apuestas que no pueden fallar. En cambio, más de una vez me las he dado de listo y he acertado en el clavo.
Ni te puedes imaginar qué cantidad de veces he acertado en el clavo.
Por lo común, el nombre se me ocurre enseguida, tal como salen las bolas de los números en los sorteos de lotería, pero esta vez no me sale nada: no hay magia, no hay ná de ná. Podría ser en cualquier parte, a saber. Abro los ojos y veo que Wayne sigue a la espera. Edison, le digo a la vez que aprieto el pulgar contra el mapa. Edison, Nueva Jersey.