AHOGADO

Me dice mi madre que Beto ha vuelto, espera que yo diga algo, pero sigo mirando la tele. Sólo cuando ella se acuesta me pongo la chupa y salgo a rondar por el barrio, a ver qué pasa. Ahora es pato, pero el año pasado éramos tan amigos que entraba en casa sin llamar a la puerta. Su vozarrón despertaba a mi madre, que hablaba español en la sala, y a mí me hacía subir del sótano. Era una voz resonante, de las que te recordaban a los tíos carnales o a los padrinos.

Por entonces estábamos desbocados, era una locura la forma en que robábamos, rompíamos las ventanas de los pisos, meábamos en la entrada de las casas y retábamos a los inquilinos a que salieran por nosotros. Beto se iba a ir a la universidad a finales del verano, y estaba que se subía por las paredes sólo de pensarlo: aborrecía todo lo que hubiera en el barrio, desde los edificios desmoronados hasta los estrechos parches de césped, pasando por la basura amontonada alrededor de los cubos y el basurero, sobre todo el basurero.

No entiendo cómo lo haces, me dijo. Yo me buscaría cualquier trabajo, en donde sea, y me largaría de aquí.

Ya, le dije. Yo no era como él. Me quedaba otro año de instituto y no tenía grandes expectativas.

Nos pasábamos el día en el centro comercial o en el aparcamiento, jugando al béisbol, aunque en realidad nos gustaba la noche. El calor que hacía en los apartamentos era como algo pesado que hubiera entrado allí a morir. Las familias se acomodaban en los porches; el resplandor azulado de los televisores se reflejaba en las paredes de ladrillo. Hasta mi apartamento llegaba el aroma de los perales plantados años antes, cuatro en cada patio, probablemente para que no muriésemos asfixiados. Todo discurría con lentitud; hasta la luz del día tardaba en difuminarse, aunque nada más entrar la noche Beto y yo bajábamos al centro deportivo de la comunidad y saltábamos la verja de la piscina. Nunca estábamos solos: cualquier otro chaval con pies y cabeza también iba por allí. Saltábamos del trampolín y nadábamos en lo hondo; nos peleábamos y hacíamos el gamberro. A eso de la medianoche, las abuelas nos gritaban desde las ventanas, asomándose con los rulos puestos. ¡Sinvergüenzas! ¡Largaros a casa!

Paso por delante de su apartamento, pero las ventanas están a oscuras. Pego la oreja a la puerta desgastada, pero sólo oigo el conocido runrún del aire acondicionado. Aún no tengo claro si me apetece o no hablar con él. También puedo volver a casa, cenar viendo la tele y esos dos años se habrán convertido en tres.

Ya a cuatro manzanas de distancia oigo el jaleo de la piscina —hay hasta radios a todo volumen—, y me pregunto si nosotros también éramos tan broncas. La cosa ha cambiado poco: sigue oliendo a cloro, y las botellas siguen estallando al ser lanzadas contra el puesto del socorrista. Engancho los dedos en la valla de alambre recubierto de plástico. Algo me dice que estará ahí. Salto la verja y me siento ridículo al caer despatarrado sobre la hierba y los dientes de león.

Te ha quedado muy bien, me grita alguien.

Vete a la mierda, contesto. No soy el cabroncete más viejo del lugar, pero debe de faltarme poco. Me quito la camisa y las deportivas y me zambullo en el agua. Muchos de los chicos son los hermanos pequeños de otros que venían conmigo a la escuela. Me cruzo con dos en la piscina, un negro y un latino, que se detienen al verme y reconocer al menda que les vende su droga de mierda. Los que prefieren el crack tienen a su propio díler, Lucero, aparte de otro menda que viene en coche desde Patterson, y que es el único del tinglado que no vive en el barrio.

El agua está buena. Empezando por lo hondo, me deslizo sobre el fondo de baldosas resbaladizas sin salpicar ni una sola vez. A veces otro nadador pasa a mi lado, pero es más una perturbación del agua que un cuerpo. Todavía llego bien lejos sin tener que salir a la superficie. Ahí arriba todo es ruidoso y brillante, y abajo todo es un susurro. Y siempre queda el riesgo de salir a respirar para encontrarse con que los polis pasean las linternas por el agua. Todo quisque echa a correr descalzo, salpicando la superficie de cemento, gritando que os den por culo, polis; que os den por culo, so guarros.

Cuando me canso, me dejo llevar por el impulso hasta la parte en que menos cubre, donde hay un chaval que está besando a su novia y que me mira como si yo tuviera la intención de pasar por en medio de los dos. Me siento junto al letrero que impone el orden de la piscina durante el día. Prohibido pelearse y hacer gamberradas. Prohibido correr. Prohibido defecar. Prohibido orinar. Prohibido expectorar. Abajo, alguien ha añadido una inscripción. Prohibida la entrada a blancos y a tías hordas. Otro ha corregido la falta, tachando la h y poniendo una g. Me echo a reír. Beto no sabía qué significaba expectorar, y eso que era él quien se marchaba a la universidad. Yo le expliqué que era tirar un lapo bien verde al lado de la piscina.

Joder, dijo. ¿Dónde lo has aprendido?

Me encogí de hombros.

Venga, cuenta. No le gustaba nada que yo supiera una cosa y él no. Me puso las manos en los hombros y me hizo una ahogadilla. Llevaba una cruz al cuello y unos vaqueros recortados. Era más fuerte que yo, así que me retuvo sumergido hasta que me entró agua en la boca y en la nariz. No se lo dije ni por ésas; él pensaba que yo no leía nada, ni siquiera los diccionarios.

Vivimos solos. Mi madre tiene lo suficiente para pagar el alquiler y la comida, yo me ocupo del teléfono y a veces de la televisión por cable. Es tan sigilosa que a veces me sorprende que esté en el apartamento sin hacer ningún ruido. Entro en una habitación y ella se despereza, se despega de los tabiques de yeso desconchado o de los armarios sucios, y el miedo me sacude como un calambre. Ha descubierto el secreto del silencio: sabe servir el café sin salpicar, va de un cuarto a otro como si se deslizara sobre un cojín de fieltro, llora sin hacer ruido. Has viajado a Oriente y has aprendido muchos secretos, le he dicho. Eres como una guerrera de las sombras.

Y tú estás más loco que una cabra, dice ella.

Aún está despierta cuando llego, recogiéndose pelusas de la falda. Coloco una toalla en el sofá y me siento con ella a ver la tele. Ponemos las noticias en español: dramas para ella, violencia para mí. Hoy, un niño chico ha salido ileso de una caída desde el séptimo piso de un edificio. No se ha roto nada más que los pañales. La canguro que lo cuidaba está histérica; pesará más de cien kilos, y está dándose de cabezazos contra el micrófono.

Es milagrovilloso, solloza.

Mi madre me pregunta si he encontrado a Beto. Le digo que no lo he buscado.

Qué pena. Me contó que posiblemente haga un máster de márketing.

¿Y qué?

Nunca ha comprendido por qué ya no nos dirigimos la palabra. He intentado explicárselo en plan listillo, le he dicho que las cosas cambian, pero ella piensa que esa manera de hablar es un rodeo, y que se puede demostrar que es mentira.

Me preguntó a qué te dedicas.

¿Y qué le has dicho?

Le dije que estás bien.

Debieras haberle dicho que me he largado a otra parte.

¿Y si se hubiera tropezado contigo?

¿Es que no tengo derecho a visitar a mi madre?

Se fija en que a mí se me tensan los brazos. Deberías ser más como tu padre y yo, o intentarlo al menos.

Oye, ¿no ves que estoy mirando la tele?

Yo estaba cabreada con él, ¿no? De todos modos, ahora al menos podemos hablar tranquilamente.

¿Me quieres dejar en paz? Estoy viendo la tele.

Los sábados me pide que la acompañe al centro comercial. Como hijo suyo, entiendo que eso al menos se lo debo, por más que ninguno de los dos tenga coche, por más que tengamos que recorrer tres kilómetros a pie por territorio rostro pálido hasta coger el M-15.

Antes de salir tenemos que hacer una ronda por todas las ventanas del apartamento, para asegurarnos de que están bien cerradas. Ella no alcanza hasta los pestillos, así que he de ser yo quien haga las comprobaciones. Desde que tenemos aire acondicionado nunca abrimos las ventanas, pero de todos modos cumplo la obligación de rutina. No basta con alcanzar el pestillo: ella quiere oír si traquetea. Esta casa no es segura, me dice. Mira lo que le hicieron a Lorena, y todo por un descuido. La abofetearon y la encerraron en su casa. Esos morenos se comieron todo lo que tenía en la despensa e incluso utilizaron su teléfono para hacer llamadas a quién sabe dónde.

Por eso mismo no se pueden poner conferencias desde casa, le digo, pero ella menea la cabeza. No tiene ninguna gracia, me dice.

Ella no suele salir mucho, así que cada vez que sale es una gran ocasión. Se viste de domingo e incluso se maquilla. Por eso no me voy de la boca y no cuento a nadie que la acompaño al centro comercial, aunque los sábados por lo común gano una fortuna al pasarles mierda a los chicos que salen por Belmar o por Spruce Run.

Reconozco más o menos a la mitad de los chicos que van en el autobús. Me parapeto y me calo la gorra hasta las orejas, con la esperanza de que a nadie le dé por ligar durante el trayecto. Ella mira por la ventanilla con las manos dentro del bolso, y no dice ni palabra.

Cuando llegamos al centro comercial le doy cincuenta dólares. Cómprate lo que quieras, le digo, aunque odio imaginármela rebuscando en los expositores de rebajas y oportunidades, sobándolo y arrugándolo todo. En otros tiempos mi padre le daba cien dólares al final del verano, para que me comprase ropa. Le costaba casi una semana gastárselos, aun cuando nunca compró más que un par de camisas y dos vaqueros. Dobla los billetes por la mitad. Nos vemos a las tres, me dice.

Paseo por los establecimientos del centro comercial, siempre a la vista de las cajeras, para que no tengan ningún motivo por el cual seguirme. El circuito que recorro no ha variado desde mis tiempos de ladronzuelo. La librería, la tienda de discos, la de cómics y Macy’s, los grandes almacenes. Beto y yo robábamos como dos descosidos en estas tiendas. Nuestro sistema era sencillo: entrábamos en la tienda con una bolsa de plástico y salíamos cargados. En aquellos tiempos no afinaba tanto el sistema de seguridad. Nos parábamos a la entrada y echábamos un vistazo a cualquier baratija, más que nada para que nadie sospechara de nosotros. ¿A ti qué te parece?, nos preguntábamos el uno al otro. ¿Tú crees que le gustará? No sé si es de su estilo… Los dos habíamos visto trabajar a los malos ladronzuelos. Agarraban la mercancía y salían por piernas, todo muy bruto. Nosotros no. Salíamos de las tiendas despacio, con pereza, como un grueso automóvil de los años setenta. Beto era el mejor en esto. Llegaba a charlar con los guardias de seguridad, les preguntaba dónde estaba tal o cual sitio, y todo con la bolsa llena: yo me quedaba a tres metros de distancia, a punto de cagarme en los pantalones. Cuando terminaba, sonreía y balanceaba la bolsa de la compra como si fuera a darme con ella.

Tienes que dejarte de historietas, le dije. Yo no pienso acabar en la cárcel por una bobada así.

Nadie va a la cárcel por robar en las tiendas. Se limitan a decírselo a tu viejo, eso es todo.

Pues no sé el tuyo, pero mi jefe pega unas ostias que no veas.

Se echó a reír. Ya conoces al mío. Tiene las manos hechas polvo. El negraco tiene artritis.

Mi madre nunca sospechó nada, ni siquiera cuando ya no me cabía la ropa en el armario, pero con mi padre no fue tan fácil. Sabía lo que cuestan las cosas, y sabía que yo ni siquiera tenía un trabajo fijo.

Un buen día te van a pillar, me dijo una vez. Espera y verás. Cuando te pillen, les pienso enseñar todo lo que llevas robado: ya verás cómo te tiran a la basura, como si fueras un cacho de carne podrida.

Mi viejo era un liante, un auténtico gilipollas, pero tenía razón. Nadie puede salirse eternamente con la suya, y menos aún un par de críos como nosotros. Un día, en la librería, ni siquiera nos andamos por las ramas. Cuatro ejemplares del mismo número de Playboy así porque sí, y tantos audiolibros como para poner en marcha tu propia biblioteca. Y no fue algo que hiciéramos en el último momento. La señora que nos plantó cara no parecía demasiado vieja, ni siquiera tenía todo el pelo blanco. Llevaba una blusa de seda a medio abotonar, y un cuerno de plata colgado de una cadena, que le quedaba en el centro de su pecoso escote. Lo siento, colegas, pero tengo que ver qué lleváis en la bolsa, dijo. Yo no me detuve; la miré al pasar como si me molestara, como si nos hubiera pedido una moneda suelta o algo así. Beto se las dio de chico bien educado y se detuvo. Desde luego, le dijo. Tenga, y le golpeó con la pesada bolsa en toda la cara. Ella cayó sobre las baldosas de la tienda con un chillido, dándose con las palmas de las manos para frenar el impacto. Vamos, que nos vamos, dijo Beto.

Los de seguridad nos encontraron frente a la parada del autobús, metidos debajo de un jeep Cherokee. Había venido un autobús y lo habíamos dejado marchar; estábamos aterrados, pensando que el policía de paisano estaría esperando allí para ponernos las esposas. Recuerdo que cuando el poli de alquiler golpeó la porra contra el guardabarros y dijo eh, mierdecillas, ya podéis salir de ahí bien despacio, me puse a llorar. Beto no dijo nada, aunque tenía la cara en tensión, se le había puesto gris, y con su mano me apretaba la mía como si los huesos de sus dedos y los de los míos fueran a astillarse.

Por las noches salgo de copas con Alex y con Danny. El bar Malibú no es gran cosa, no hay más que colgados de los chinos y algunas sucias a las que engatusamos para que se vengan con nosotros. Bebemos demasiado, hablamos a gritos y así conseguimos que el camarero, muy flacucho, se arrime más al teléfono. En la pared hay una diana de corcho, y una Brunswick Gold Crown bloquea el paso a los servicios, aunque tiene los protectores de los bordes abollados y el fieltro tan arrugado como la piel de una anciana.

Cuando el bar empieza a menearse como una rumba, doy la noche por terminada y me largo a casa atravesando los campos qué rodean los apartamentos. A lo lejos se ve el Raritan reluciente como una lombriz de tierra; es el mismo río por el que mi colega va a clase. Hace tiempo que el basurero ha cerrado, y ha crecido la hierba por encima como si fuera un vello enfermizo. En donde estoy ahora, viendo cómo dirige mi mano derecha un chorro de pis incoloro, el relleno de tierra bien podría ser la coronilla de una cabezota rubia y vieja.

Por las mañanas salgo a correr. Mi madre ya se ha levantado, se pone el uniforme para ir a su trabajo de asistenta en una casa. No me dice nada, prefiere señalar el mangú que ha preparado en vez de hablar.

Fácilmente recorro unos seis kilómetros a buen ritmo, y podría haberme hecho ocho si me hubiera apetecido. Voy con los ojos bien abiertos, no sea que me encuentre con el reclutador del ejército que ronda por el barrio en su oscuro coche de camuflaje. Ya hemos hablado otras veces. Iba sin uniforme y me llamó para que me acercara en tono jovial. Yo creí que era un tío blanco, simpático, que se habría perdido. ¿Te importa que te haga una pregunta?

No.

¿Tienes trabajo?

No, ahora no.

¿Quieres conseguir un buen empleo? Te hablo de un puesto de trabajo con mejores posibilidades de las que puedas encontrar por aquí.

Recuerdo que di un paso atrás. Depende de lo que sea, dije.

Hijo, conozco a la empresa contratante. Me refiero al gobierno de Estados Unidos.

Vaya, pues lo siento, porque a mí no se me da eso del ejército.

Justamente eso mismo pensaba yo, dijo. Había enterrado sus diez dedos sonrosados en la mullida funda del volante. En cambio, ahora tengo una casa, un coche, un arma y una buena esposa. Disciplina. Lealtad. ¿Y tú? ¿Tienes alguna de esas cosas?

Es sureño, pelirrojo, y habla de una forma tan arrastrada, tan forastera, que la gente de por aquí se echa a reír sólo con oírlo. Me escondo en la maleza cada vez que veo su coche por la carretera. Últimamente noto que se me hielan las tripas, se me sueltan, y me entran ganas de largarme de aquí. No tendría que enseñarme su Águila del Desierto, ni tampoco tendría que dejarme echar un vistazo a las fotos con las flacas filipinas comiéndose una polla. Le bastaría con sonreír y con nombrar los lugares de que se trate, que yo lo escucharía.

Cuando llego al apartamento me apoyo contra la puerta y espero a que se me calme el corazón y se me pase un poco el dolor. Oigo la voz de mi madre, un susurro que viene de la cocina. Parece dolida, nerviosa o puede que las dos cosas a la vez. Al principio me acojona que Beto esté con ella, pero echo un vistazo y veo que el cable del teléfono se balancea levemente. Está hablando con mi padre, cosa que ella sabe que a mí no me gusta nada. Ahora vive en Florida; es un tío patético, que la llama y le pide dinero. Le jura que si se va allá con él dejará a la mujer con la que vive ahora. No son más que mentiras, ya se lo he dicho, a pesar de lo cual ella sigue llamándolo. Todo lo que él le dice se le enrosca a ella dentro, y pasa varias noches sin dormir. Abre un poco la puerta de la nevera, para que el ruido del compresor disimule la conversación que mantienen. Entro por sorpresa y cuelgo el teléfono. Ya está bien, digo.

Se sobresalta. Con una mano se aprieta los pliegues del cuello. Era él, dice en voz baja.

Los días en que teníamos clase, Beto y yo íbamos juntos a la parada del autobús. En cuanto aparecía el autobús por la cuesta de Parkwood, yo me ponía a pensar que iba de cráneo en gimnasia y que se me había puesto muy crudo aprobar matemáticas. Odiaba a todos los profesores del planeta.

Nos vemos después de comer, le decía yo.

Él ya estaba en la cola. Yo me quedaba atrás y sonreía sin sacar las manos de los bolsillos. Con aquellos conductores de autobús no era necesario esconderse. A dos les importaba todo un huevo, y el tercero, que era un predicador brasileño, estaba tan ocupado hablando de la Biblia con todo el que se le pusiera a tiro que sólo tenía ojos para mirar la carretera.

Hacer novillos sin tener coche no era cosa fácil, pero más o menos me las apañaba. Veía televisión por un tubo; cuando me aburría, bajaba a dar una vuelta por el centro comercial o me iba a la biblioteca de Sayreville, donde se podían ver viejos documentales por la cara. Siempre regresaba tarde al barrio, para que no me adelantara el autobús de la escuela por Ernston y nadie pudiera gritarme ¡so bobo! por la ventanilla. Beto casi siempre estaba en casa, o había salido a los columpios, pero otras veces no estaba por ninguna parte. Habría salido a visitar otros barrios. Conocía a un montón de gente que a mí no me sonaba de nada: un negrito de Madison Park que estaba hecho un lío, dos hermanos que se movían en el ambiente de los clubes neoyorquinos y se gastaban una buena plata en zapatos de plataforma y en mochilas de cuero. Yo dejaba recado en casa de sus padres y volvía a ver más televisión. Al día siguiente me lo encontraba de nuevo en la parada del autobús; estaba tan ocupado en fumarse un cigarrillo que no me contaba nada del día anterior.

Tienes que aprender a moverte por el mundo, me dijo. Ahí fuera pasan cantidad de cosas.

Algunas noches iba en coche, con toda la pandilla, hasta New Brunswick. Es una bonita localidad, donde el Raritan corre con tanta lentitud, con tanto légamo que no hace falta ser Jesucristo para atravesarlo a pie. Íbamos al Melody y al Roxy, a ver a las universitarias. Bebíamos un montón y luego salíamos a la pista de baile. Ninguna de las chicas bailaba nunca con nosotros, aunque una mirada o un roce nos daban tema de conversación para varias horas.

Cuando cierran los clubes vamos al Franklin Diner y nos ponemos hasta las orejas de panqueques. Después de habernos fumado todo lo fumable volvemos a casa. Danny se queda traspuesto en el asiento de atrás y Alex baja del todo la ventanilla para que le dé el aire en la cara. Ya se ha dormido alguna que otra vez, ha destrozado dos coches antes de tener éste. Las calles están limpias de universitarios y de lugareños, así que nos saltamos todos los semáforos. En el viejo puente de peaje pasamos por delante del antiguo bar de los maricones, que al parecer no cierra nunca. Hay patos que beben y charlan por todo el aparcamiento.

A veces Alex para en el arcén y dice perdonadme. Cuando sale del bar uno de los tíos, lo encañona con su pistola de juguete y espera a ver si echa a correr o si se caga en los pantalones. Hoy en cambio se limita a asomar la cabeza por la ventanilla y a gritarles ¡a tomar por culo! Luego se mete dentro muerto de la risa.

Qué original, le digo.

Vuelve a sacar la cabeza por la ventanilla. ¡Pues cómeme la polla!, grita.

Eso, musita Danny en el asiento de atrás. Cómemela.

Dos veces. Así de claro.

La primera fue a final de aquel verano. Acabábamos de volver de la piscina y estábamos viendo un vídeo porno en casa de sus padres. Su padre era un venado de esos vídeos, y los pedía por correo a los mayoristas de California y de Grand Rapids. Beto me contaba a veces que su viejo se ponía a ver vídeos porno incluso en pleno día, pasándose por el forro de los cojones a su vieja, que se pasaba todo el tiempo en la cocina, tomándose un montón de horas para preparar una simple cacerola de arroz con gandules. Beto se sentaba con su viejo y ninguno de los dos decía ni pío, salvo para reírse a carcajadas cuando alguien se llevaba una eyaculación en toda la jeta.

Llevábamos una hora viendo aquella nueva película, una vaina que parecía rodada en el apartamento de al lado, cuando me metió mano bajo el pantalón corto. ¿Qué ostias haces?, le dije, pero él no paró. Tenía la mano seca. Yo no perdí de vista el televisor, estaba demasiado aterrado para mirar. Me corrí enseguida, ensucié los cobertores de plástico del sofá. Me empezaron a temblar las piernas y de pronto tuve ganas de largarme. Él no me dijo nada cuando me fui. Siguió allí quieto, delante del televisor.

Al día siguiente llamó, y al oír su voz me sentí en calma, pero no quise saber nada de ir al centro comercial ni de nada parecido. Mi madre notó que algo fallaba y me dio la lata para saber de qué se trataba, pero yo le dije que me dejara en paz, qué cojones, y mi padre, que estaba en casa de visita, se desperezó en el sofá con la intención de soltarme una bofetada. Me limité a quedarme sobre todo en el sótano, aterrorizado por la idea de que quizá terminase siendo anormal, un pato de chichinabo, pero él era mi mejor amigo, y por entonces aquello importaba más que ninguna otra cosa. Sólo por eso logré salir del apartamento y acercarme a la piscina aquella misma noche. Él ya estaba allí, con su cuerpo pálido y ondulante bajo el agua. Eh, ¿qué pasa?, me dijo. Empezaba a preocuparme por ti.

No hay por qué preocuparse, dije.

Nadamos un rato, no hablamos mucho, y después vimos a una pandilla de Skytop que le quitó el sostén del biquini a una chica tan boba como para salir ella sola. Dádmelo, decía ella a la vez que se tapaba, pero los chavales gritaban, sostenían la prenda por encima de la cabeza, y los tirantes brillaban fuera de su alcance. Cuando empezaron a pellizcarle los brazos ella se largó, sin importarle que empezaran a probarse el sostén sobre sus pechos planos.

Me puso la mano en el hombro; mi pulso era como un código bajo la palma de su mano. Vámonos, dijo. Bueno, a menos que no te sientas bien.

Me siento muy bien, dije.

Como sus padres trabajaban por la noche, éramos prácticamente dueños de su apartamento hasta las seis de la madrugada. Nos sentamos delante del televisor, con las toallas enrolladas a la cintura, y noté que sus manos me presionaban en el abdomen y en los muslos. Si quieres, paro, me dijo, y yo no contesté. Cuando hube terminado, me apoyó la cabeza en el regazo. Yo no estaba ni despierto ni dormido, sino a mitad de camino, balanceándome tan despacio como los despojos que las olas empujan cerca de la orilla, para acá y para allá, sin cesar. Él se marchaba al cabo de tres semanas. A mí no me toca nadie; nadie me puede parar, decía cada dos por tres. Habíamos visitado la universidad y yo había visto qué bonito era el campus cuando todos los estudiantes iban de los colegios mayores a las clases. Pensé que en nuestro instituto a los profesores les encantaba encerrarnos a todos en el salón de actos cada vez que una cápsula espacial despegaba en Florida. Un profesor cuya familia era dueña de dos escuelas privadas que llevaban su apellido solían compararnos con las cápsulas. De todos vosotros, habrá unos que lo consigan. Son los que se pondrán en órbita. En cambio, la mayoría os vais a quemar. No iréis a ninguna parte. Dejó caer la mano sobre la mesa. Yo ya me vi perdiendo altitud a la vez que la tierra se extendía allá abajo, dura y brillante.

Tenía los ojos cerrados y la televisión estaba encendida cuando se abrió de golpe el portal, él dio un salto y yo por poco me corté la polla al pelearme con los pantalones. No es más que el vecino, dijo riéndose. Él se reía, pero yo dije que a la mierda todo aquello.

Creo que lo veo en el destartalado Cadillac de su padre dirigiéndose al puente de peaje, pero no estoy seguro. Lo más probable es que ya haya regresado a la universidad. Yo trapicheo cerca de casa, me instalo siempre en el mismo callejón sin salida en donde beben y fuman los chavales. Son unos punkis que bromean conmigo, me dan palmadas con toda su camaradería, a veces demasiado fuerte. Ahora que hay centros comerciales a patadas en la Ruta 9, muchos tíos tienen trabajos a tiempo parcial. Los chicos fuman con los delantales puestos, con los rótulos que llevan inscritos sus nombres colgados del bolsillo del pecho.

Cuando llego a casa tengo las deportivas sucias, así que saco un viejo cepillo de dientes para limpiar las suelas y tiro el barro reseco a la bañera. Mi madre ha abierto del todo las ventanas y también sostiene la puerta abierta. Para que entre el fresco y ventilar, explica. Ha preparado la cena: arroz con judías, queso frito, tostones. Mira qué he comprado, dice a la vez que me enseña dos camisetas azules. Daban dos por el precio de una, así que te compré una. Pruébatela.

Me queda ceñida, pero me da igual. Sube el volumen del televisor. Es una película doblada al español, un clásico de los que todo el mundo conoce. Los actores se desgañitan de pasión, pero hablan con torpeza y sin relieve. Cuesta trabajo imaginar que nadie pueda ir por la vida de esa manera. Saco el fajo de billetes del bolsillo. Ella lo toma de mis manos y alisa las arrugas. Un hombre que trate así la plata es que no se merece gastarla, dice.

Vemos la película: pasar dos horas juntos nos vuelve amistosos. Ella me coge de la mano. Ya casi al final de la película, cuando nuestros héroes están a punto de despedirse para siempre bajo una andanada de disparos, se quita las gafas y se da un masaje en las sienes; la luz de la televisión le parpadea en la cara. Aún mira otro minuto, pero deja caer el mentón y lo apoya contra el pecho. Casi de inmediato empiezan a temblarle las pestañas, un semáforo en calma. Está soñando, sueña con Boca Ratón, con pasear bajo los jacarandás en compañía de mi padre. No se puede estar para siempre en el mismo sitio, como decía Beto: me lo dijo el día en que fui a despedirle. Me dio un regalo, un libro, y en cuanto se marchó lo tiré a la basura sin abrirlo, sin tomarme la molestia de leer qué dedicatoria me había escrito.

La dejo dormir hasta que termina la película; cuando la despierto, sacude la cabeza y hace muecas. Más vale que compruebes las ventanas, dice. Le prometo que lo haré ahora mismo.