EL NOVIO

Tendría que haber tenido más cuidado con la maría. A todo el mundo termina por joderle. A mí me pone sonámbulo. ¿A que no te lo crees? Me desperté de golpe en el portal del edificio, con la sensación de que me había pisoteado la banda de música del instituto. Allí me habría quedado tiradito si los vecinos de abajo no hubieran armado una gresca del copón a las tres de la madrugada. Estaba tan frito que no me podía ni mover, al menos de inmediato. El Novio intentaba darle puerta a la Novia: decía que no tenía sitio, que se ahogaba, y ella no paró de gritarle hijo de puta, ya verás cómo te doy yo todo el sitio que quieras. Yo conocía un poco al Novio. Lo había visto por los bares, había visto a las tías que se llevaba a casa cuando ella no estaba. Le faltaba sitio para trampear así. Vale, tía, decía él, pero cada vez que se dirigía a la puerta ella se echaba a llorar y venga, vuelta a empezar: ¿por qué me haces esto? Eran clavados a mí y a mi novia de antes, Loretta, aunque yo me prometí que dejaría de pensar tanto en ese culo que tiene, por más que todas esas latinas con aires de Cleopatra que se ven por la ciudad me dejaban clavado en el sitio, muerto de ganas de que volviera conmigo. Cuando el Novio llegó al portal yo ya estaba en mi piso. La Novia no dejaba de llorar. Paró dos veces, seguramente tuvo que oírme dar vueltas por encima de su cuarto, y las dos veces contuve la respiración hasta que volví a oírla llorar. La seguí al cuarto de baño, separados los dos por un piso, unos cables, unas cañerías. Ese jodido pepetón, decía sin parar a la vez que se lavaba la cara. Me habría roto el corazón si no hubiera sido tan condenadamente familiar. Supongo que ya estoy curado de espanto con ese tipo de historias. Tenía el corazón de piedra, tal como las ballenas tienen esperma y las focas lloriquean.

Al día siguiente le conté a mi amigo Harold lo ocurrido, y él dijo que tanto peor para ella.

Supongo que sí.

Si no tuviera mis propios problemas con las mujeres habría dicho que fuéramos a consolar a la viuda.

No es nuestro tipo.

Descarado que no.

La chica era demasiado guapa, demasiado subida de clase para un par de atontolinados como nosotros dos. Nunca la vi en camiseta, ni tampoco sin sus joyas. Y su novio… olvídate. Ese negro podría haber sido modelo; qué joder, los dos podrían haber sido modelos, y seguramente lo eran, al menos teniendo en cuenta que nunca les oí decir ni palabra acerca de un trabajo o de un jefe que los puteara. Para mí, ese tipo de personas era intocable, como si se hubieran criado en otro planeta y los hubieran trasplantado a mi vecindario, quizás para recordarme qué mal vivía yo. Lo peor de todo era que compartían muchísimo español. Yo nunca había tenido una novia que hablara español, ni siquiera Loretta, por muy portorriqueña convencida que fuera. Lo más parecido a eso que yo había tenido era aquella negra que pasó tres años en Italia. Le gustaba hablar aquella mierda de lengua cuando estábamos en la cama, y me dijo que se había venido conmigo porque yo le recordaba a los sicilianos que había tratado, y por eso mismo nunca la volví a llamar.

Aquella semana, el Novio volvió un par de veces a recoger sus bártulos y supongo que a dar por terminada la faena. Era un mamonazo, un confidente. Escuchó todo lo que ella le quiso decir, y después suspiró y dijo que le daba lo mismo, que necesitaba sitio, punto. Ella dejó que se la follara las dos veces, quizás con la esperanza de que así se quedara con ella, pero ya se sabe que en cuanto uno pilla un poco de velocidad al darse a la fuga ya no hay juego en el mundo que pueda retenerlo. Joder, no hay nada más cutre que esos polvos de despedida. Y lo digo porque lo sé bien. Loretta y yo nos habíamos marcado unos cuantos de ese estilo. La diferencia estaba en que nosotros nunca hablábamos como hablaban aquellos dos. Me refiero a cuando estábamos juntos. No hablábamos ni siquiera cuando estábamos juntos y a gusto. Nos tirábamos en la cama y oíamos el mundo de ahí fuera, los gritos del vecindario, los coches, los pájaros. Por entonces yo no tenía ni idea de lo que ella pensaba, pero ahora ya sé qué palabra rellenaba aquellas vacías burbujas de pensamiento. Escapar. Escapar.

Aquellos dos tenían algo con el baño. Cada una de las visitas de él terminaba en el baño. Por mí, perfecto: era donde mejor se les oía. No sé por qué empecé a seguirle la pista a ella; me pareció buena ocupación para pasar el rato. Casi siempre pensaba que la gente, incluso los peores, era un auténtico coñazo. Supongo que no me ocupaba de ninguna otra cosa. Sobre todo, no me ocupaba de mujeres. Me tomé un respiro, a la espera de que los últimos restos de mi naufragio con Loretta desaparecieran de mi vista.

El baño. La Novia hablaba por los codos, aunque sólo comentaba qué tal día había pasado: que si una pelea en la línea C del metro, que si a no sé quién le había gustado su collar, que si tal y que si cual. El Novio, con una voz suave y parecida a la de Barry White, se limitaba a decir que sí, sí, ya, ya, sí, claro. Se duchaban juntos, y cuando ella no hablaba se lo estaba comiendo entero. Sólo se oía el chapoteo del agua contra el fondo de la bañera, aparte de la voz de él: sí, sí, sí. Pero estaba claro que no le iba nada en el empeño. Era uno de esos tíos de piel oscura y cara lisa, un tío por el que las mujeres podrían matar a quien fuese, y yo lo sabía seguro, porque al muy jodido lo había visto en plena acción en los bares de la zona. Le gustaba ir a por las blancas. Ella no sabía nada de esas costumbres de Rico Suave que él tenía. De haberlo sabido, se habría quedado hecha polvo. Yo antes pensaba que ésas eran las reglas del barrio, los latinos y los negros sí, los blancos no, o al menos arrinconados en un sitio al que nosotros, los tirados, no deberíamos ir jamás. Pero con el amor se aprende. Te despeja la cabeza, te hace olvidar las reglas. El novio que se había echado Loretta era italiano y trabajaba en Wall Street. Cuando me habló de él todavía salíamos juntos. Íbamos paseando por Promenade y me dijo: me gusta. Es un tío que trabaja duro.

Por muy de piedra que uno tenga el corazón, esa clase de comentarios duelen.

Tras una de sus duchas, el Novio ya no volvió nunca más. No hubo llamadas telefónicas, no hubo nada. Ella sí llamó a muchas amigas suyas, con las que posiblemente no había hablado desde hacía tiempo. Yo sobreviví gracias a mis amiguetes: no tuve que llamar a nadie pidiendo ayuda. A ellos les fue fácil decir que me olvidara de su coño de vendida, que no era ésa la clase de mujer que yo necesitaba. Fíjate qué claro eres de piel: seguro que ella ya andaba en busca de otro más claro que tú.

La Novia se pasaba la mayor parte del tiempo llorando sin parar, ya fuera en el baño o delante de la tele. Yo me pasaba el tiempo oyéndola o buscando un curro. O fumando, o bebiendo. Una botella de ron y una docena de Presidente por semana.

Una noche tuve los cojones de invitarla a un café, idea de lo más manipuladora por mi parte. Ella no había tenido mucho contacto humano durante todo el mes, exceptuando al repartidor del restaurante japonés, un menda colombiano al que yo siempre saludaba. ¿Qué me podía haber dicho? ¿Que no? Yo diría que se alegró al saber que era yo; cuando abrió la puerta me sorprendió verla toda arreglada y atenta. Dijo que sí, enseguida, y cuando se sentó frente a mí, en la mesa de la cocina, ya se había maquillado y se había puesto un collar de cuentas rosas y doradas.

Este apartamento tiene mucha más luz que el mío, dijo.

Y fue un detalle. Todo lo que yo tenía en el apartamento era la luz.

Le puse canciones de Andrés Jiménez —lo clásico, Yo quiero que mi Borinquén sea libre y soberana— y nos tomamos una cafetera entre los dos. Cafés El Pico, le dije. Lo mejor de lo mejor. No teníamos gran cosa de qué hablar. Ella estaba cansada y deprimida, y yo pasé el peor rato de mi vida entera. Dos veces tuve que disculparme. Dos veces en una hora. Tuvo que parecerle bastante raro, pero las dos veces que salí del cuarto de baño me la encontré mirando fijamente su café, tal como hacen los adivinos allá en la Isla. Tanto llorar a todas horas la había vuelto más guapa. A veces pasa eso con las penas. A mí no me pasó igual. Loretta me había dejado meses antes y yo seguía destrozado. Que la Novia estuviera en mi apartamento sólo me valió para sentirme aún más hecho polvo. Sacó una semilla de cheeb de una grieta que había en la mesa y sonrió.

¿Fumas?, le dije.

Me pone como una moto, dijo ella.

A mí me pone sonámbulo.

Eso se remedia con miel. Es una vieja receta del Caribe. Yo tenía un tío que era sonámbulo. Bastaba con una cucharadita todas las noches para que se le pasara.

Uau, dije.

Esa noche puso una cinta así como de estilo libre, puede que fuera Nöel, y la oí bailar por todo su piso. Nunca hubiera dicho que le gustaba bailar.

Tampoco probé nunca lo de la miel, y ella no volvió nunca. Cada vez que la veía en la escalera nos saludábamos, pero ella nunca se detuvo a charlar, ni me sonrió, ni me dio muestras de que le apeteciera pararse conmigo. Me lo tomé como un indicio. A fines de mes se cortó el pelo. Se acabaron los desrizadores, los peines de ciencia ficción.

Me gusta cómo te queda, le dije. Yo volvía de la licorería y ella salía con una amiga suya.

Te da un aire más feroz.

Sonrió. Era exactamente lo que yo quería.