AGUANTANDO
1
Viví sin padre durante mis primeros nueve años de vida. Él estaba trabajando en Estados Unidos, y la única forma que tuve de conocerlo fue por las fotografías que mi madre guardaba en una bolsa de plástico, debajo de su cama. Como el techo de zinc tenía un montón de goteras, casi todas nuestras pertenencias estaban manchadas de agua: la ropa, la Biblia de mami, su maquillaje, la comida, las herramientas del abuelo, nuestros muebles de madera barata. Gracias a la bolsa de plástico sobrevivieron las fotografías de mi padre.
Cuando pensaba en papi, pensaba en una de las fotos en concreto. Estaba tomada días antes de la invasión de la Isla por las tropas norteamericanas: 1965. Yo ni siquiera había nacido por entonces; mami estaba embarazada, aunque aquel hermano mío nunca llegó a nacer, y el abuelo aún tenía bien la vista y no había perdido su trabajo. Ya se sabe cómo son las fotos de ese tipo. Los bordes ondulados, casi todas en tono sepia. Al dorso, la apretada caligrafía de mi madre: la fecha, su nombre e incluso el de la calle. Iba vestido con su uniforme de Guardia, una gorra parda e inclinada sobre la cabeza afeitada, un Constitución aún sin encender entre los labios. Sus ojos oscuros, sin asomo de sonrisa, eran iguales que los míos.
No pensaba en él muy a menudo. Se marchó a Nueva York cuando yo tenía cuatro años, pero como no recordaba haber pasado un solo instante con él, fue como si le hubiera disculpado de estar presente en aquellos nueve primeros años de mi vida. Los días en que tenía que imaginármelo, y no eran muchos, porque mami tampoco hablaba de él, era el soldado de la foto. Era una nube de humo de cigarro puro, cuyo rastro aún se notaba en los uniformes que dejó al marchar. Era un montón de trozos sueltos de los padres de mis amigos, los jugadores de dominó de la esquina, y trozos de mami y del abuelo. No lo conocía en absoluto. No sabía que nos había abandonado, que aquella espera hasta que él volviese era una engañifa.
Vivíamos al sur del Cementerio Nacional, en una casa de madera con tres habitaciones. Éramos pobres. Para haber sido más pobres habríamos tenido que vivir en el campo o haber sido inmigrantes de Haití, y ambas ideas nos las ofrecía mami muchas veces a modo de brutal consuelo.
Por lo menos no estáis en el campo. Allí estaríais comiendo piedras.
No comíamos piedras, pero tampoco probábamos la carne ni las judías. Casi todo lo que aparecía en nuestro plato era hervido: yuca hervida, plátano hervido, guineo hervido, tal vez con un trozo de queso o unas hebras de bacalao. Los mejores días, el queso y los plátanos eran fritos. Cuando a Rafa y a mí nos salían lombrices, cosa que ocurría una vez al año, mami sólo podía permitirse el lujo de comprar Verminox saltándose las cenas. No recuerdo cuántas veces tuve que agacharme en la letrina con los dientes apretados, a la espera de que los largos parásitos grisáceos me resbalaran por entre las piernas.
En Mauricio Báez, nuestra escuela, los niños no nos molestaban demasiado aun cuando no pudiéramos comprarnos los uniformes o las mascotas de rigor. Con los uniformes, mami no tenía nada que hacer; con las mascotas improvisó a su manera, cosiendo hojas de papel suelto que le habían dado sus amistades. Teníamos cada uno un lápiz, y si lo perdíamos, como a mí me pasó una vez, teníamos que quedarnos en casa sin ir a la escuela hasta que mami pidiera otro lápiz prestado.
Mami trabajaba en la fábrica de Chocolate Embajador: hacía turnos de diez y doce horas a cambio de un salario de miseria. Se despertaba todas las mañanas a las siete y yo me levantaba con ella, porque nunca pude dormir hasta muy tarde. Mientras ella sacaba el agua del bidón de acero, yo traía el jabón de la cocina. Siempre había hojas y arañas en el agua, pero mami sabía sacar un cubo de agua limpia mejor que nadie. Era una mujer delgada, y en el cuarto de aseo aún parecía más pequeña, con la piel oscura y el pelo sorprendentemente liso; en el abdomen y en la espalda tenía las cicatrices del bombardeo al que sobrevivió en 1965. Cuando se vestía no se le veía ninguna cicatriz, aunque al abrazarla se le notaba el relieve con la parte más suave de la palma de la mano.
Abuelo era el encargado de cuidarnos mientras mami estaba en el trabajo, aunque por lo común se iba a visitar a sus amigos o salía con la trampa. Años antes, cuando el problema de las ratas se desmandó en el barrio (esos malditos corrían con los niños, me dijo abuelo), se construyó una trampa. Una trampa mortal. Nunca encargaba a nadie que la colocara, cosa que mami habría sabido hacer; su único cometido era ocuparse de armar la barra de acero. He visto tronzar dedos enteros con una cosa así, explicaba a todo el que se la pidiera prestada, aunque lo cierto es que le gustaba tener algo que hacer, un trabajo de tal o cual tipo. Solamente en nuestra casa, abuelo había matado una docena de ratas; en una casa de Tunti acabó con cuarenta hijas de puta en una matanza que duró dos noches. Se pasó las dos noches con la gente de Tunti, armando la trampa y quemando la sangre; al volver, estaba sonriente y cansado, con las canas despeinadas. Mi madre le dijo que daba la impresión de que se había corrido una buena juerga.
Cuando no estaba abuelo allí cerca, Rafa y yo hacíamos lo que nos daba la gana. Rafa salía sobre todo con sus amigos y yo jugaba con Wilfredo, nuestro vecino. A veces trepaba a los árboles. No había en el barrio un solo árbol que se me resistiera; algunas tardes me las pasaba enteras en los árboles, contemplando el movimiento del barrio. Cuando sí estaba abuelo (y cuando estaba despierto), me hablaba de los buenos y viejos tiempos, de cuando un hombre aún podía ganarse la vida con su finca, de cuando nadie se dedicaba a pensar en los Estados Unidos.
Mami volvía a casa cuando ya se había puesto el sol, cuando la ración diaria de bebida empezaba a volver locos a algunos vecinos. Nuestro barrio no era precisamente uno de los sitios más seguros, y mami por lo común pedía a uno de sus compañeros de trabajo que la acompañara a casa. Eran hombres jóvenes, algunos aún solteros. Mami dejaba que la acompañaran, pero nunca les invitó a entrar en casa. Se colocaba en la puerta con el brazo extendido y los despedía; así les daba a entender que allí no iba a entrar ninguno. Puede que mami fuera delgada, cualidad poco apreciada en la Isla, pero era lista y tenía gracia, cosas que siempre cuesta trabajo encontrar. Era atractiva para los hombres. Desde mi rama vi a más de uno de aquellos Porfirio Rubirosa decirle hasta mañana y aparcar después el trasero al otro lado de la calle, por ver si ella se las estaba dando de dura. Mami nunca llegó a enterarse de que los hombres se quedaban allí, así que al cabo de un cuarto de hora de mirar con anhelo la fachada de nuestra casa, hasta los más solitarios de aquellos fulanos se encasquetaban el sombrero y se largaban.
Nunca logramos que mami hiciera algo después del trabajo, ni siquiera la cena, si antes no la dejábamos sentarse un rato en su mecedora. No quería saber nada de nuestros problemas, de los rasguños que nos hubiéramos hecho en las rodillas, de quién dijo qué. Se acomodaba en el patio de atrás con los ojos cerrados, y no le importaba que los mosquitos le picaran en los brazos y las piernas. A veces, yo me subía al árbol de la guanabana; cuando abría los ojos y me pillaba sonriendo allá arriba, volvía a cerrarlos y yo le tiraba ramitas hasta que se echaba a reír.
2
Cuando los tiempos se ponían flojos de veras, cuando el último billete de colores volaba del bolso de mami, nos mandaba a vivir con los parientes. Los llamaba por el teléfono del padre de Wilfredo siempre muy temprano.
Tumbado al lado de Rafa, escuchaba sus suaves súplicas, siempre sin prisas, y me ponía a rezar para que llegara el día en que nuestros parientes le dijeran vete pa’l carajo, aunque eso nunca ocurrió en Santo Domingo.
Lo normal era que Rafa se fuera con nuestros tíos a Ocoa y yo con tía Miranda, a Boca Chica. A veces íbamos los dos a Ocoa. Ni Ocoa ni Boca Chica estaban lejos, pero a mí nunca me hacía gracia ir allá, y por lo común costaba varias horas engatusarme hasta que aceptaba subirme al autobús.
¿Cuánto tiempo?, le preguntaba a mami con truculencia.
No mucho, me prometía ella a la vez que examinaba las postillas que tenía yo en la cabeza afeitada. Una semana, dos como mucho.
Y eso… ¿cuántos días son?
Diez, veinte.
Estarás bien, no te apures, me dijo Rafa tras escupir en la cuneta.
¿Y tú cómo lo sabes? ¿Eres brujo?
Sí, dijo sonriendo. Eso es.
A él no le importaba tener que ir a donde fuera; estaba en esa edad en la que sobre todo le apetecía alejarse de la familia, conocer a gente con la que no se hubiera criado de niño.
A todo el mundo le vienen bien unas vacaciones, explicó abuelo muy contento. Estaréis cerca del agua. Y pensad en todo lo que vais a comer.
Yo nunca tenía ganas de alejarme de la familia. Sabía intuitivamente que las distancias con facilidad pueden endurecerse hasta hacerse permanentes. En el trayecto a Boca Chica siempre estaba tan deprimido que ni siquiera me fijaba en el océano, los jóvenes que habían salido a pescar y que vendían cocos en la carretera, la espuma de las olas que explotaba en el aire como una nube de plata deshilachada.
Tía Miranda tenía un buen piso, un tejado de tejas y un suelo de azulejos que a los gatos les costaba atravesar. Tenía un mobiliario conjuntado, televisor y grifos que funcionaban bien. Todos sus vecinos eran funcionarios y hombres de negocios, y había que recorrer tres manzanas hasta encontrar una especie de colmado. Así era el vecindario. El océano nunca estaba muy lejos, y pasaba la mayor parte del tiempo en la playa, jugando con los chicos y poniéndome negro.
Tía en realidad no estaba emparentada con mami, sino que era mi madrina, y por eso nos recogía de vez en cuando a mi hermano y a mí. Nada de dinero. Nunca le prestó dinero a nadie, ni siquiera al borracho de su ex-marido, y mami seguramente lo sabía, pues nunca le pidió nada. Tía tendría unos cincuenta años y era delgada como un palo; nunca pudo ponerse en el pelo nada que le ayudara a olvidarse de él. Las permanentes no le duraban más de una semana, el entusiasmo de sus rizos se hacía notar. Tenía dos hijos, Yennifer y Bienvenido, pero nunca los mimaba como me mimaba a mí. Durante las comidas no me quitaba el ojo de encima, como si estuviera esperando a que el veneno surtiera efecto.
Me juego lo que quieras a que hacía tiempo que no probabas una cosa así.
Yo negaba con un gesto. Yennifer, que tenía dieciocho años y se aclaraba el pelo, decía: déjalo en paz, Mamá.
A tía también le encantaba soltar crípticos puyazos sobre mi padre, casi siempre después de haberse echado al coleto un par de vasos de Brugal.
Tomaba demasiado.
Si al menos tu madre hubiera descubierto antes su auténtica naturaleza…
Tendría que ver cómo os ha dejado.
Las semanas no pasaban todo lo deprisa que yo hubiera querido. De noche bajaba a la playa para estar solo, pero eso no era posible: los turistas estaban haciendo el mono, y los tigres rondaban a la espera de una ocasión para desplumarlos.
Las tres Marías, dije para mis adentros al señalar el cielo. Eran las únicas estrellas que sabía reconocer.
Así, un buen día volvía al piso después de nadar y me encontraba a mami y a Rafa en el cuarto de estar, tomándose un vaso de limonada dulce.
Has vuelto, le decía a la vez que intentaba disimular mi excitación.
Espero que se haya portado bien, le diría mami a tía. Venía con el pelo recién cortado y las uñas pintadas, con el mismo vestido rojo que se ponía siempre que salía por ahí.
Rafa sonreiría, me daría una palmada en el hombro: estaría más moreno que la última vez. ¿Qué tal te va, Yúnior? ¿Me echas de menos, o qué?
Me sentaba a su lado y él me rodeaba con el brazo por los hombros, y tía le contaba a mami qué bien me había portado, qué cantidad de cosas distintas había comido.
3
El año en que papi vino a por nosotros, el año en que cumplí nueve, no nos esperábamos nada. No había buenos augurios que comentar. Aquella temporada no hubo una demanda especial de chocolate dominicano, y los propietarios portorriqueños despidieron a la mayoría de los empleados; los dejaron sin trabajo durante un par de meses. Buena cosa para los dueños, un desastre para nosotros. Mami estaba en casa a todas horas. Al contrario que Rafa, que disimulaba bien sus mierdas, yo siempre me metía en apuros… por zurrarle a Wilfredo, por perseguir a las gallinas de un vecino hasta matarlas de agotamiento, por lo que fuera. A mami no le iban las bofetadas; prefería ordenarme que me arrodillara sobre los guijarros del suelo de cara a la pared. La tarde en que llegó la carta me pilló intentando acuchillar nuestro árbol de mango con el machete de abuelo. Al rincón. Abuelo tendría que haberse ocupado de que yo cumpliera diez minutos de castigo, pero estaba tan ocupado tallando figuritas de madera con el cuchillo que no se tomó la molestia. Me dejó marchar en sólo tres minutos, y me escondí en el dormitorio hasta oírle decir ya vale en un tono de voz que mami también tuvo que oír. Luego fui al cobertizo, me ensucié las rodillas y mami dejó de pelar plátanos.
Más te vale aprender, muchacho. Si no, te pasarás toda tu vida arrodillado.
Miré la lluvia que había caído durante todo el día. No, señor.
¿Me vas a salir respondón?
Me dio un azote en las nalgas y salí corriendo a buscar a Wilfredo. Lo encontré bajo el alero de su casa; el viento le arrojaba la lluvia contra su oscurísima cara. Nos dimos la mano muy ceremoniosos; lo llamé Muhammad Alí y él me llamó Sinbad. Ésos eran nuestros nombres norteamericanos. Los dos íbamos con pantalón corto; él arrastraba unas sandalias que estaban a punto de desintegrarse.
¿Qué tienes?, le dije.
Barcos, contestó a la vez que me enseñaba las cuñas de papel que nos había hecho su padre. Éste es el mío.
¿Qué se lleva el ganador?
Un trofeo de oro así de grande.
De acuerdo, cabrón. No lo sueltes antes de tiempo.
Como quieras, venao, dijo a la vez que pasaba al otro lado del riachuelo que se había formado. Fuimos corriendo sin obstáculos hasta la esquina. No había coches aparcados en nuestra acera, con la excepción de un Monarch abandonado, aunque había sitio de sobra entre los neumáticos y el bordillo: pudimos seguir navegando.
Hicimos cinco carreras antes de darme cuenta de que alguien había aparcado una motocicleta muy baqueteada delante de mi casa.
¿De quién es?, preguntó Wilfredo a la vez que echaba al agua su barquichuelo empapado.
No lo sé, dije.
Ve a enterarte.
Yo ya iba de camino. El motociclista salió antes de que yo llegara a la puerta. Montó en un santiamén y se largó en medio de una nubareda.
Mami y abuelo estaban conversando en el patio de atrás. Abuelo estaba enojado; tenía apretados sus puños de cortador de caña. No le había visto bravo desde hacía mucho tiempo, desde que dos antiguos empleados suyos le robaron la camioneta de reparto.
Sal fuera, me dijo mami.
¿Quién era ése?
¿Es que no me has oído?
¿Era algún conocido?
Fuera, dijo mami con una voz como si estuviera a punto de cometer un asesinato.
¿Qué pasa?, me preguntó Wilfredo cuando me reuní con él. Empezaba a caerle el moquillo de la nariz.
No lo sé, dije.
Cuando Rafa apareció una hora más tarde, dándoselas de chulo después de su partida de billar, yo ya había intentado hablar con mami y abuelo al menos cinco veces. La última, mami me dio una bofetada y Wilfredo dijo que me había dejado la marca de los dedos en el cuello. Se lo conté todo a Rafa.
No tiene buena pinta. Tiró fuera el cigarro. Tú espera aquí. Dio la vuelta y le oí hablar primero a él y luego a mami. No hubo gritos ni broncas.
Ven, me dijo. Quiere que esperemos en la habitación.
¿Por qué?
Eso es lo que me ha dicho. ¿Quieres que le diga que no?
No, al menos mientras esté enfadada.
Así de claro.
Le di a Wilfredo una palmada en la mano y entré con Rafa. ¿Qué está pasando?
Ha recibido carta de papi.
¿En serio? ¿Con dinero?
No.
¿Y qué dice?
¿Cómo quieres que lo sepa?
Se sentó en el lado de la cama que le correspondía y sacó un paquete de tabaco. Le vi realizar el complicado ritual del encendido, meterse entre los labios el purito y prender el mechero con un solo movimiento del pulgar. Lo tenía bien ensayado.
¿De dónde has sacado ese mechero?
Me lo ha regalado mi novia.
Dile que me regale uno a mí.
Ten, te lo doy. Me lo arrojó por el aire. Si te estás callado, te lo puedes quedar.
¿En serio?
Echó mano para recuperarlo. ¿Lo ves? Ya lo has perdido.
Cerré la boca y él se acomodó en la cama.
Eh, Sinbad, dijo Wilfredo asomando por la ventana. ¿Qué está pasando?
¡Mi padre nos ha escrito una carta!
Rafa me dio un coscorrón. Esto es un asunto de familia, Yúnior. No vayas publicándolo por ahí.
Wilfredo sonrió. Yo no se lo voy a decir a nadie.
Pues claro que no, dijo Rafa. Como te vayas de la lengua, te arranco la cabeza.
Intenté calmarme y esperar. Nuestro cuarto no era sino un trozo de la casa que abuelo había separado con unas planchas de madera. En un rincón, mami tenía colocado un altar con velas y un habano en un mortero de piedra, así como un vaso de agua y dos soldados de juguete que estaba prohibido tocar. Sobre la cama colgaba la mosquitera, como una red a punto de atraparnos. Me tendí a oír el tamborileo de la lluvia en el techo de zinc.
Mami sirvió la cena, nos miró mientras comíamos y nos ordenó que volviéramos a la habitación. Nunca la había visto tan inexpresiva, tan rígida. Cuando quise abrazarla, me rechazó. A la cama, dijo. A seguir escuchando la lluvia. Tuve que quedarme dormido, porque cuando desperté Rafa me miraba con gesto pensativo, estaba oscuro afuera y no había nadie más despierto en toda la casa.
He leído la carta, me dijo en voz baja. Estaba sentado con las piernas cruzadas; las costillas le marcaban una escalerilla en la penumbra. Papi dice que va a venir.
¿En serio?
No te lo creas.
¿Por qué?
No es la primera vez que lo promete, Yúnior.
Ah, dije.
Afuera, la señora Tejada empezó a tararear una melodía. Lo hacía fatal.
Rafa…
¿Qué?
No sabía que sabes leer.
Yo tenía nueve años y ni siquiera sabía escribir mi nombre.
Sí, dijo en voz baja. Me las apaño. Ahora duérmete.
4
Rafa tenía razón. No era la primera vez. Dos años después de marcharse, papi escribió para decir que vendría a por nosotros: como una inocente, mami le creyó. Tras dos años sola, estaba más que preparada para creer lo que fuera. A todo el mundo le enseñó su carta, e incluso habló con él por teléfono. No era un hombre fácil de localizar, pero aquella vez ella logró ponerse en contacto con él, y él le garantizó que sí, que vendría. Palabra de honor. Habló además con nosotros, algo que Rafa recuerda vagamente, un montón de chorradas sobre lo mucho que nos quería, sobre lo importante que era que cuidásemos de mami.
Ella preparó una fiesta, e incluso hizo cola para comprar una cabra para la matanza. A mí y a Rafa nos compró ropa, y cuando vio que él no aparecía les dijo a todos que se fueran a casa, vendió la cabra a su dueño y a punto estuvo de volverse loca. Recuerdo la pesadez de aquel mes entero, más espesa que cualquier cosa. Cuando abuelo intentó localizar a nuestro padre en los números de teléfono que había dejado, ninguno de los hombres que habían vivido con él sabían adónde se había marchado.
De poco sirvió que Rafa y yo le preguntásemos a todas horas que cuándo nos íbamos a Estados Unidos, que cuándo vendría papi. Me han dicho que yo me empeñaba en ver su fotografía casi a diario. Me resulta difícil imaginarme así, medio loco por papi. Cuando ella se negó en redondo a enseñarme las fotos, me agarré un berrinche tremendo. Chillé. Ya de niño tenía una voz que llegaba más lejos que la de los hombres, una voz que, al oírla, todo el mundo se volvía a mirarme.
Primero, mami intentó darme una bofetada para que me tranquilizase, pero no hubo manera. Luego me encerró en la habitación, y mi hermano me dijo que me calmara, pero yo sólo me puse a chillar con más potencia. Estaba desconsolado. Aprendí a rasgarme la ropa, porque era lo único que al destruirlo lastimaría a mi madre. Ella se llevó todas las camisas de mi habitación, me dejó únicamente con un pantalón corto que era difícil de rasgar sólo con las manos. Arranqué un clavo de la pared y atravesé el tejido por veinte sitios, hasta que Rafa me sujetó por las muñecas y me dijo ya está bien, puto de mierda.
Mami pasaba mucho tiempo fuera de casa, trabajando o en el Malecón, donde miraba deshacerse las olas contra las rocas, donde los hombres le ofrecían cigarrillos que ella se fumaba en silencio. No sé cuánto duró aquello, seguramente unos tres meses. Un buen día, una mañana de comienzos de primavera, cuando las amapolas estaban arreboladas con los pétalos color de fuego, me desperté y me encontré con que sólo abuelo estaba en casa.
Se ha marchado, dijo. Ya puedes llorar todo lo que quieras, malcriado.
Después supe por Rafa que estaba en Ocoa con nuestros tíos.
Nunca se habló de la temporada que mami pasó fuera, ni se habla siquiera ahora. Cuando volvió con nosotros, al cabo de cinco semanas, estaba más flaca y más morena, y tenía las manos encallecidas. Parecía más joven, quizá como aquella chica que había llegado a Santo Domingo quince años antes, deseosa de casarse. Vinieron sus amistades, se sentaron y charlaron, y cada vez que salía a relucir el nombre de papi a ella se le entrecerraban los ojos. Cuando dejó de hablarse de él, la oscuridad de sus ojos se hizo más intensa y se reía; su risa era como un trueno pequeño y personal que despejaba el aire.
A su regreso no me trató nada mal, pero ya nunca estuvimos tan unidos como antes. No me llamaba su Prieto, no me traía chocolates del trabajo. Para ella fue como si no hubiera pasado nada. Y yo era tan pequeño que con el tiempo crecería y superaría su rechazo. Aún me quedaban el béisbol y mi hermano. Aún me quedaban los árboles a los que trepaba y los lagartos que despedazaba.
5
La semana siguiente a que llegara la carta la observé desde los árboles. Planchaba los bocadillos de queso y los envolvía en bolsas de papel, o hervía patatas para la cena. La ropa sucia la lavaba a golpes en el abrevadero de cemento que había al lado del cobertizo. Cada vez que se le ocurría que me había subido demasiado arriba me gritaba para que bajara del árbol. Que no eres Spiderman, me decía a la vez que me daba un coscorrón. Las tardes en que venía el padre de Wilfredo a jugar al dominó y hablar de política, se sentaba con él y con abuelo y se reía de las historias que los dos contaban del campo. Me parecía más normal, pero andaba con cuidado de no provocarla. Aún había algo volcánico en su compostura.
El sábado, un huracán algo tardío rozó la Capital; al día siguiente todo el mundo comentaba la altura que habían alcanzado las olas en el Malecón. Se habían perdido algunos niños barridos por el mar, y abuelo meneó la cabeza al enterarse de la noticia. Cualquiera diría que el mar se ha hartado de nosotros, dijo.
El domingo, mami nos reunió en el patio de atrás. Nos vamos a tomar un día libre, anunció. Un día familiar.
No nos hace falta un día libre, dije. Rafa me golpeó más fuerte que de costumbre.
Cállate, ¿quieres?
Intenté devolverle el golpe, pero abuelo nos sujetó a los dos del brazo. No tengo ganas de romperos la cabeza a los dos, dijo.
Ella se vistió y se peinó, e incluso pagó un concho en vez de meternos a todos en el autobús. El conductor llegó a limpiar los asientos con una toalla mientras esperábamos; yo le dije que no parecía muy sucio, y él contestó créeme, muchacho: lo está. Mami estaba muy guapa; muchos hombres que nos cruzamos se empeñaron en saber adónde iba. No nos sobraba el dinero, pero nos invitó incluso al cine. Los cinco venenos mortales. En aquella época sólo ponían en los cines películas de kung-fu. Me senté entre mami y abuelo. Rafa se fue a las filas de atrás con un grupo de chicos que fumaban y discutían sobre un jugador de béisbol.
Después de la película mami nos compró helados de sabores; mientras nos los comíamos vimos a las salamandras que se arrastraban por las rocas del mar. Las olas eran imponentes; buena parte de George Washington se había inundado, los coches atravesaban el agua muy despacio.
Un hombre con una guayabera roja se paró a nuestro lado. Encendió un cigarrillo y se volvió hacia mi madre, con los cuellos subidos por el viento. Así que… ¿de dónde eres?
De Santiago, contestó ella.
Rafa soltó un bufido.
Así que… estarás visitando a los parientes.
Sí, dijo ella. A la familia de mi marido.
Él asintió. Tenía la piel oscura, pero con manchas más claras en el cuello y en las manos. Los dedos le temblaban levemente al llevarse el cigarrillo a los labios. Ojalá tire el cigarrillo, me dije, por ver qué hace el océano con él. Tuvimos que esperar casi un minuto entero hasta que dijo buenos días y se marchó.
Qué chiflado, dijo abuelo.
Rafa alzó el puño. Tendrías que haberme dado la señal. Le habría soltado una patada de kung-fu en toda la cabeza.
Tu padre me entró mucho mejor que ése, dijo mami.
Abuelo se miró el dorso de las manos, el vello largo y blanco que las cubría. Parecía azorado.
Tu padre me dijo si quería un cigarrillo y me dio el paquete entero, para demostrarme que era un gran hombre.
Me sujeté a la barandilla. ¿Aquí?
Oh, no, dijo ella. Se dio la vuelta y miró los coches que circulaban. En una parte de la ciudad que ya no existe.
6
Rafa pensaba que él vendría de noche, como Jesucristo; pensaba que una mañana nos lo encontraríamos ante la mesa del desayuno, sin afeitar, sonriente. Era demasiado real para creerlo. Estará más alto, predijo Rafa. La comida norteamericana te hace crecer más. Sorprenderá a mami cuando vuelva del trabajo, la recogerá en un coche fabricado en Alemania. No le dirá nada al hombre que la acompañe a casa. Ella no sabrá qué decir, él tampoco. Se irán juntos al Malecón, juntos en su coche, y él la llevará al cine, porque así se conocieron y así querrá empezar él de nuevo.
Yo me lo imaginaba bajando de mis árboles. Un hombre con las manos grandes y los ojos como los míos. Llevaría anillos de oro en los dedos, agua de colonia en el cuello, una camisa de seda, buenos zapatos de cuero. Besaría a mami y a Rafa, a abuelo le daría la mano, y sólo entonces me vería a mí detrás de todos. ¿Qué le pasa a ése?, preguntaría. Mami le diría: es que no te conoce. Agachándose de manera que se le vieran los calcetines amarillos, seguiría con el dedo las cicatrices que tengo en los brazos y en la cabeza. Yúnior, diría por fin con su áspera cara delante de la mía, trazando un círculo con el pulgar en mi mejilla.