Capítulo 7
La verdad en el anuncio: la evolución de las señales corporales
Dos amigos míos, marido y mujer, a quienes llamaré Art y Judy Smith para preservar su anonimato, pasaron por un momento difícil en su matrimonio. Después de que ambos tuvieran una serie de asuntos extramatrimoniales, se separaron. Recientemente han vuelto a vivir juntos, en parte porque la separación había sido dura para sus hijos. Ahora Art y Judy están trabajando para reparar su dañada relación, habiendo prometido ambos no continuar con sus infidelidades, pero el legado de la sospecha y la amargura permanece.
Fue en ese estado de ánimo cuando Art llamó a su casa una mañana mientras estaba fuera de la ciudad en un viaje de negocios de unos cuantos días. La voz grave de un hombre respondió al teléfono. La garganta de Art se ahogó instantáneamente mientras su cabeza daba vueltas tratando de encontrar una explicación (¿Habré marcado un número equivocado? ¿Qué está haciendo ese hombre allí?). Sin saber qué decir, Art soltó:
—¿Está la señora Smith?
El hombre respondió con total naturalidad:
—Está arriba en el dormitorio, vistiéndose.
Como un relámpago, la rabia inundó a Art; y gritó para sí mismo: «¡Ya está otra vez con sus amantes!, ¡ahora tiene a un bastardo pasando la noche en mi cama!, ¡incluso contesta el teléfono!» Art tuvo la súbita visión de llegar a casa corriendo, matar al amante de su esposa y abrirle la cabeza a Judy contra la pared. Todavía incapaz de creer lo que oía, balbuceó por el teléfono:
—¿Quién… es… usted?
La voz al otro extremo se cascó, elevándose del registro de barítono al de una soprano y replicó:
—Papá, ¿no me reconoces?
Era el hijo de Art y Judy de catorce años cuya voz estaba cambiando. Art dio un grito ahogado, una mezcla de alivio, risa histérica y sollozo.
El relato de esa llamada telefónica me trajo a colación hasta qué punto nosotros los humanos, la única especie racional, nos movemos todavía en la irracional esclavitud de los programas de comportamiento de tipo animal. Un mero cambio de una octava en el tono de una voz que pronunciaba media docena de sílabas banales causó que la imagen evocada por el hablante cambiara de un amenazante rival a un inofensivo niño, y el estado de ánimo de Art, de rabia asesina a amor paternal. Otras pistas igualmente triviales marcan la diferencia entre nuestras imágenes de joven y viejo, feo y atractivo, intimidatorio y débil. La historia de Art ilustra el poder de lo que los zoólogos denominan una señal: una pista que puede ser reconocida rápidamente y ser insignificante en sí misma, pero que ha llegado a denotar un conjunto importante y complejo de atributos biológicos, tales como el sexo, la edad, la agresión o la relación. Las señales son esenciales para la comunicación animal, es decir, el proceso mediante el cual un animal altera la probabilidad de que otro animal se comporte de una manera que puede ser adaptativa para uno o para los dos individuos. Las pequeñas señales (tales como pronunciar unas cuantas sílabas en un tono grave), que en sí mismas requieren poca energía, pueden liberar comportamientos que requieren mucha energía (tales como arriesgar la vida de uno intentando matar a otro individuo).
Las señales de los humanos y otros animales han evolucionado a través de selección natural. Por ejemplo, consideremos dos individuos animales de la misma especie que difieren ligeramente en tamaño y fuerza enfrentándose el uno al otro por algún recurso que beneficiaría a ambos. Sería ventajoso para ambos individuos cambiar señales que indicaran con precisión su fuerza relativa, y, de esta manera, el resultado más probable de una lucha. Evitando esa lucha, el individuo más débil se ha ahorrado la posibilidad de daños o muerte, mientras que el individuo más fuerte ahorra energía y riesgo.
¿Cómo evolucionan las señales animales? ¿Qué es lo que expresan realmente? Es decir, ¿son completamente arbitrarias, o poseen algún significado más profundo? ¿Qué es útil para asegurar la confianza y para minimizar el engaño? Exploraremos ahora estas cuestiones acerca de las señales corporales de los humanos, especialmente nuestras señales relacionadas con el sexo. Sin embargo, es útil empezar con un repaso de las señales en otras especies animales a partir de las que podamos hacemos una idea más clara mediante la elaboración de experimentos controlados imposibles de realizar en humanos. Como veremos, los zoólogos han sido capaces de hacerse idea de tas señales animales por medio de modificaciones quirúrgicas estandarizadas en los cuerpos de los animales. Algunos humanos les piden a los cirujanos plásticos que les modifiquen su cuerpo, pero el resultado no constituye un experimento bien controlado.
Los animales se hacen señales los unos a los otros a través de muchos canales de comunicación. Entre los más familiares para nosotros están las señales auditivas, tales como los cantos territoriales mediante los cuales las aves atraen a compañeros/as y anuncian posesión a los rivales, o las llamadas de alarma mediante las que las aves se alertan unas a otras de depredadores peligrosos en la cercanía. Igualmente familiares para nosotros son las señales de comportamiento: los conocedores de los perros saben que un perro con las orejas, la cola y el pelo del cuello levantados es agresivo, y que un perro con las orejas y la cola caídas y el pelo del cuello aplastado está sumiso o conciliatorio. Las señales olfativas son utilizadas por muchos mamíferos para marcar un territorio (como cuando un perro marca una boca de riego con los efluvios de su orina), y por las hormigas para marcar la senda hacia una fuente de alimento. Aun así, otras modalidades, como las señales eléctricas intercambiadas por peces eléctricos, son poco familiares e imperceptibles para nosotros.
Mientras que esas señales que acabo de mencionar pueden ser rápidamente activadas y desactivadas, otras señales en la anatomía de un animal están conectadas tanto permanentemente como durante períodos prolongados para transmitir varios tipos de mensajes. El sexo de un animal es indicado por las diferencias del macho y la hembra en el plumaje de muchas especies de aves, o por las diferencias en la forma de la cabeza entre machos y hembras de gorila u orangután. Tal como discutimos en el capítulo 4, las hembras de muchas especies de primates anuncian el momento de la ovulación mediante la piel hinchada y brillantemente coloreada en las nalgas o alrededor de la vagina. Los jóvenes sexualmente inmaduros de la mayoría de las especies de aves difieren de los adultos en el plumaje; los gorilas macho sexualmente maduros adquieren una capa de pelo plateado en la espalda. La edad es señalizada más finamente en las gaviotas argénteas, que tienen distinto plumaje siendo crías y, luego, con uno, dos, tres y cuatro o más años de edad.
Las señales animales pueden ser estudiadas experimentalmente creando un animal modificado o una réplica con señales alteradas. Por ejemplo, entre individuos del mismo sexo, el atractivo hacia el sexo opuesto puede depender de partes específicas del cuerpo, como es bien sabido de los humanos. En un experimento que demostraba este punto, las colas de los tejedores de cola larga —machos una especie africana en la cual se sospechaba que la cola de cuarenta centímetros del macho jugaba un papel en atraer a las hembras— fueron acortadas o alargadas. Resulta que un macho cuya cola es cortada experimentalmente hasta quince centímetros atrae pocas compañeras, mientras que un macho con una cola alargada a sesenta y cinco centímetros, adjuntando una pieza extra con pegamento, atrae compañeras extra. Un pollo de gaviota argéntea recién empollado picotea la mancha roja del pico inferior de su progenitor, induciendo así a éste a regurgitar el contenido estomacal a medio digerir para alimentar al polluelo. Ser picoteado en el pico estimula al progenitor a vomitar, pero ver un punto rojo contra un fondo pálido sobre un objeto alargado estimula al polluelo a picotear. Un pico artificial con un punto rojo recibe cuatro veces más picotazos que un pico que carezca del punto, mientras que un pico artificial de cualquier otro color recibe sólo la mitad de picotazos que un pico rojo. Como ejemplo final, una especie de aves europeas llamada carbonero común tiene una banda negra en el pecho que sirve como señal de estatus social. Los experimentos con modelos de carboneros a motor y manejados por control remoto, situados en comederos de aves, muestran que los carboneros vivos que vuelan hacia el comedero retroceden si y sólo si la banda del modelo es más ancha que la del intruso.
Uno tiene que preguntarse cómo es posible que los animales evolucionaran de manera que algo tan aparentemente arbitrario como la longitud de una cola, el color de una mancha en un pico o la anchura de una banda negra produzcan respuestas de comportamiento tan grandes. ¿Por qué debería un carbonero común perfectamente normal retirarse de su posible alimento sólo porque ve a otro pájaro con una banda ligeramente más ancha? ¿Qué tiene una banda negra ancha que implica fuerza intimidatoria? Uno pensaría que un carbonero con un gen para una banda ancha, pero inferior por otras razones, podría obtener así un estatus social inmerecido. ¿Por qué tal engaño no se hace flagrante y destruye el significado de la señal?
Estas cuestiones no están todavía resueltas y son muy debatidas por los zoólogos, en parte porque las respuestas varían para diferentes señales y diferentes especies animales. Consideremos estas cuestiones para señales sexuales corporales, es decir, estructuras que se encuentran en el cuerpo de un sexo pero no en el del sexo opuesto de la misma especie, y que son utilizadas como señal para atraer a parejas potenciales del sexo opuesto o para impresionar a rivales del mismo sexo. Tres teorías que compiten entre sí intentan explicar señales sexuales como éstas.
La primera teoría propuesta por el genetista británico Ronald Fisher se denomina modelo de selección desenfrenada de Fisher. Las hembras humanas y las hembras de todas las demás especies animales, se enfrentan al dilema de seleccionar un macho con el que aparearse, preferiblemente uno que lleve buenos genes que serán transmitidos a la prole de la hembra. Ésta es una tarea difícil porque, como toda mujer sabe perfectamente, las hembras no tienen ningún método directo para evaluar la calidad de los genes de un macho. Supongamos que, de alguna manera, una hembra estuviera genéticamente: programada para ser atraída sexualmente por machos que llevaran cierta estructura que les diera alguna ligera ventaja en la supervivencia comparados con otros machos. Aquellos machos con la estructura preferida obtendrían así una ventaja adicional: atraerían más hembras como compañeras, y por lo tanto transmitirían sus genes a más prole. Las hembras que prefiriesen a los machos con tal estructura obtendrían también una ventaja: transmitirían el gen de la estructura a sus hijos, que a su vez serían preferidos por otras hembras.
Un proceso desenfrenado de selección continuaría después, favoreciendo a aquellos machos con genes en favor de la estructura con un tamaño exagerado, y favoreciendo a aquellas hembras con genes en favor de una exagerada preferencia por la estructura. De generación en generación, la estructura crecería en tamaño o en vistosidad hasta que perdiera su ligero efecto beneficioso original para la supervivencia. Por ejemplo, una cola ligeramente más larga podría ser útil para volar, pero la gigantesca cola de un pavo real no es con seguridad muy útil en el vuelo. El proceso evolutivo desenfrenado sólo se detendría cuando una exageración ulterior del rasgo se convirtiera en perjudicial para la supervivencia.
Una segunda teoría, propuesta por el zoólogo israelí Amotz Zahavi, apunta que muchas estructuras que funcionan como señales corporales sexuales son tan grandes o llamativas que deben resultar de hecho perjudiciales para la supervivencia de su propietario. Por ejemplo, la cola de un pavo real o de un tejedor no sólo no ayuda al ave a sobrevivir sino que le hace la vida más difícil. Tener una cola pesada, larga y ancha dificulta el desplazamiento a través de vegetación densa, tanto como levantar vuelo, mantenerse volando y escapar así de los depredadores. Muchas señales sexuales, como la cresta dorada de un tilonorrinco (o pájaro jardinero), son estructuras grandes, llamativas y brillantes que tienden a atraer la atención de un depredador. Además, que crezca una gran cola o cresta es costoso porque consume mucha energía biosintética del animal. En consecuencia, argumenta Zahavi, cualquier macho que se las apaña para sobrevivir a pesar de un hándicap tan costoso como ése, está en efecto anunciando a las hembras que debe tener magníficos genes en otros aspectos. Cuando una hembra ve un macho con ese hándicap tiene la garantía de que no la está engañando al portar el gen para una cola larga y que, a la vez, es inferior en lo demás. Él no habría sido capaz de permitirse elaborar esa estructura y no estaría todavía vivo a menos que fuese realmente superior.
A uno se le ocurren inmediatamente muchos comportamientos humanos que seguramente se ajustan a la teoría del hándicap de Zahavi de las señales honestas. Mientras que cualquier hombre puede fanfarronear ante una mujer de que es rico, y de que por lo tanto ella debería irse a la cama con él con la esperanza de atraerle al matrimonio, podría estar mintiendo. Ella sólo se lo cree cuando le ve despilfarrando el dinero en joyería cara e inútil y en coches deportivos. También algunos estudiantes universitarios alardean de participar en fiestas la noche anterior a un examen importante; realmente están diciendo: «Cualquier idiota puede sacar un sobresaliente estudiando, pero yo soy tan inteligente que puedo sacar un sobresaliente a pesar del hándicap de no estudiar».
La teoría restante de señales sexuales, tal como la formularon los zoólogos estadounidenses Astrid Kodric-Brown y James Brown, se denomina verdad en el anuncio. Como Zahavi ya diferencia de Fisher, los Brown hacen énfasis en que las estructuras corporales costosas representan necesariamente anuncios honestos de calidad, debido a que un animal inferior no podría permitirse los costes. A diferencia de Zahavi, que ve las estructuras costosas como un hándicap para la supervivencia, los Brown las ven como favorecedoras para la supervivencia, o bien ligadas de cerca a características que favorecen la supervivencia. La estructura costosa es de esta manera un anuncio doblemente honesto: sólo un animal superior puede permitirse su coste, y hace al animal incluso más superior.
Por ejemplo, la cornamenta de los ciervos macho representa una gran inversión en calcio, fósforo y calorías; y aun así crece y es desechada todos los años. Sólo los machos mejor nutridos —los que sean maduros, socialmente dominantes y estén libres de parásitos— pueden permitirse esa inversión, De esta manera, una cierva puede considerar la cornamenta grande un anuncio honesto de la calidad del macho, al igual que una mujer cuyo novio compra y desecha coches deportivos Porsche cada año puede creer su afirmación de que es rico. Pero las cornamentas llevan un segundo mensaje que no comparten los Porsche. Mientras que un Porsche no genera más riqueza, las cornamentas grandes proporcionan a sus propietarios el acceso a los mejores pastos, puesto que les permiten vencer a machos rivales y combatir a los depredadores.
Examinemos ahora si alguna de estas tres teorías, concebidas para explicar la evolución de las señales animales, puede explicar también rasgos del cuerpo humano. Para esto necesitamos ante todo preguntar si nuestros cuerpos poseen cualquiera de esos rasgos que requieren explicación. Nuestra primera inclinación podría ser asumir que sólo los estúpidos animales requieren insignias codificadas genéticamente, como un punto rojo aquí y una banda negra allí, de modo que se den cuenta entre ellos de la edad, estatus, calidad genética y valía como pareja potencial. Nosotros, por el contrario, tenemos cerebros mucho más grandes y muchísima más capacidad de raciocinio que ningún otro animal. Es más, únicamente nosotros somos capaces de hablar y podemos por ello almacenar y transmitir información mucho más detallada de lo que puede hacerlo cualquier otro animal. ¿Qué necesidad tenemos nosotros de tener puntos rojos o bandas negras cuando determinamos de manera rutinaria y precisa la edad y estatus de otros humanos con sólo hablar con ellos? ¿Qué animal puede decirle a otro que tiene veintisiete años, recibe un salario anual de 125 000 dólares y es el segundo asistente del vicepresidente en el tercer banco más importante del país? En la selección de nuestras parejas y compañeros sexuales, ¿no pasamos por una fase de datos que es en efecto una larga serie de pruebas mediante las cuales evaluamos las habilidades parentales, las habilidades de relación y los genes de una pareja en perspectiva?
La respuesta es sencilla: ¡tonterías! También nosotros nos basamos en señales tan arbitrarias como la cola de un tejedor y la cresta de un pájaro jardinero. Nuestras señales incluyen, caras, olores, color de pelo, barba en los hombres y pechos en las mujeres. ¿Qué es lo que hace a estas estructuras menos absurdas que una 1arga cola como base para seleccionar esposa o esposo, la persona más importante en tu vida adulta; nuestro compañero económico y social y el coprogenitor de nuestros hijos? Si pensamos que tenemos un sistema de señalización inmune al engaño, ¿por qué tanta gente recurre al maquillaje, los tintes de pelo y el aumento de pecho? En cuanto a nuestro supuestamente inteligente y cuidadoso proceso de selección, todos sabemos que cuando entramos en una habitación llena de gente desconocida, rápidamente sentimos quién nos atrae físicamente y quién no lo hace. Esta rápida sensación está basada en el «atractivo sexual»[7], que significa exactamente la suma de las señales corporales a las cuales respondemos, en gran medida inconscientemente. Nuestra tasa de divorcios, ahora alrededor de un 50 por 100 en Estados Unidos, muestra que reconocemos el fracaso en la mitad de nuestros esfuerzos al seleccionar compañero. Los albatros y muchas otras especies de animales ligados en parejas tienen tasas de «divorcio» mucho más bajas. ¡Y eso que nosotros somos sabios y ellos estúpidos!
De hecho, al igual que otras especies animales, hemos evolucionado características corporales que señalan la edad, el sexo, el estatus reproductivo y la calidad individual, así como respuestas programadas a esas y otras características. La adquisición de la madurez reproductiva está señalada en ambos sexos por el crecimiento del vello púbico y axilar. En los machos humanos está señalizada además por el crecimiento de la barba y el vello corporal y por una caída en el tono de la voz. El episodio con el que inicié este capítulo ilustra que nuestras respuestas a esas señales pueden ser tan específicas y dramáticas como la respuesta del polluelo de gaviota al punto rojo en el pico de su progenitor. Las hembras humanas indican además la madurez reproductiva por el desarrollo de sus pechos. Más tarde en la vida señalamos nuestra decadente fertilidad y (en las sociedades tradicionales) la adquisición del estatus de sabio anciano por el encanecimiento de nuestro pelo. Tendemos a responder a la vista de los músculos humanos (en cantidades y lugares apropiados) como una señal de condición física masculina, y a la vista de grasa corporal (también en cantidades y lugares apropiados) como una señal de condición física femenina. En cuanto a las señales corporales mediante las cuales seleccionamos a nuestras parejas y compañeros sexuales, incluyen todas estas mismas señales de madurez reproductiva y condición física, con variaciones entre las poblaciones humanas en lo referente a las señales que un sexo posee y las que el otro sexo prefiere. Por ejemplo, los hombres varían por todo el mundo en relación con la abundancia de su barba y vello corporal, mientras que las mujeres varían geográficamente en el tamaño y forma de sus pechos y pezones, y en el color de estos últimos. Todas estas estructuras nos sirven a nosotros los humanos como señales análogas a los puntos rojos y las bandas negras de las aves. Además, al igual que los pechos de las mujeres cumplen simultáneamente una función fisiológica y sirven como señales, más tarde en este capítulo consideraré si lo mismo podría ser cierto del pene de los hombres.
Los científicos que tratan de entender las señales correspondientes de los animales pueden llevar a cabo experimentos que impliquen modificaciones mecánicas del cuerpo de un animal, tales como acortar la cola de un tejedor o pintar sobre la mancha roja de una gaviota. Obstáculos legales, reparos morales y consideraciones éticas nos impiden realizar tales experimentos controlados en humanos. Lo que también nos impide entender las señales humanas son nuestros fuertes sentimientos que nublan nuestra objetividad a su respecto, así como el fuerte grado de variación cultural y variación individualmente aprendida, tanto en nuestras preferencias como en las automodificaciones de nuestros cuerpos. Sin embargo, tal variación y tal automodificación también pueden ayudarnos a comprender mejor sirviendo como experimentos naturales, aunque sean experimentos que carezcan de controles experimentales. Hay por lo menos tres conjuntos de señales humanas que me parece que se ajustan al modelo de verdad en el anuncio de Kodric-Brown y Brown: los músculos corporales de los hombres, la «belleza» facial en ambos sexos y la grasa corporal de las mujeres.
Los músculos corporales de los hombres tienden a impresionar a las mujeres además de a otros hombres. Mientras que el desarrollo muscular extremo de los culturistas profesionales choca a mucha gente como grotesco, muchas mujeres (¿la mayoría de ellas?) consideran a un hombre musculoso bien proporcionado más atractivo que un hombre escuálido. Los hombres también utilizan el desarrollo muscular de otros hombres como una señal; por ejemplo, como una forma rápida de evaluar si meterse en una pelea o retirarse. Un ejemplo típico tiene como protagonista a un magníficamente musculoso instructor llamado Andy, del gimnasio en el que mi mujer y yo hacemos ejercicio. Siempre que Andy levanta pesas, las miradas de todas las mujeres y los hombres del gimnasio se dirigen a él. Cuando Andy explica a un cliente cómo utilizar una de las máquinas de ejercicios del gimnasio, comienza por demostrar el funcionamiento de la máquina sobre él mismo, mientras pide al cliente que ponga una mano en el músculo relevante de su cuerpo de modo que el cliente pueda entender el movimiento correcto. Indudablemente, este método de explicación es pedagógicamente útil, pero estoy seguro de que Andy también disfruta de la sobrecogedora impresión que deja.
Por lo menos en las sociedades tradicionales, basadas en la potencia muscular humana más que en la potencia de la máquina, los músculos son una señal veraz de calidad del macho, como las cornamentas de un ciervo. Por un lado, los músculos permiten a los hombres conseguir recursos tales como alimento, o construir recursos tales como casas y vencer a los hombres rivales. De hecho, los músculos juegan un papel mucho más grande en la vida de un hombre tradicional que la cornamenta en la vida de un ciervo, que sólo la utiliza para la lucha. Por otro lado, los hombres con otras buenas cualidades son más capaces de adquirir todas las proteínas requeridas para crecer y mantener músculos grandes. Uno puede disimular la edad tiñéndose el pelo, pero no puede fingir que tiene grandes músculos. Naturalmente, los hombres no evolucionaron los músculos únicamente para impresionar a otros hombres y mujeres, del mismo modo en que los pájaros jardineros evolucionaron una cresta dorada únicamente como señal para impresionar a otros congéneres. En vez de ello, los músculos evolucionaron para llevar a cabo funciones, y los hombres y las mujeres evolucionaron o aprendieron entonces a responder ante los músculos como una señal veraz.
Un rostro bello sería otra señal veraz, aunque la razón subyacente no sea tan transparente como en el caso de los músculos. Si te paras a pensar en ello, podría parecer absurdo que nuestro atractivo social y sexual dependa de la belleza facial en un grado tan sumamente desproporcionado. Uno podría razonar que la belleza no dice nada sobre buenos genes, cualidades como progenitor o habilidad para la obtención de alimento. Sin embargo, el rostro es la parte del cuerpo más sensible a los estragos de la edad, la enfermedad y las lesiones. Especialmente en las sociedades tradicionales, los individuos con rostros cicatrizados o deformados podrían estar anunciando con ello su propensión a infecciones desfigurantes, la incapacidad para cuidar de sí mismos o la carga de gusanos parásitos. Un rostro bonito era así una señal veraz de buena salud que no podía ser fingida hasta las perfectas remodelaciones faciales de los cirujanos plásticos del siglo XX.
El candidato restante para una señal veraz es la grasa corporal de las mujeres. La lactancia y el cuidado infantil suponen un gran consumo de energía para una madre; y la lactancia tiende a fracasar en una madre infraalimentada. En las sociedades tradicionales, antes de la aparición de los alimentos infantiles y con anterioridad a la domesticación de animales ungulados productores de leche, el fracaso en la lactancia de una madre habría sido fatal para su bebé. Así pues, la grasa corporal de una mujer habría sido para un hombre una señal veraz de que ella era capaz de criar a su hijo. Naturalmente, los hombres deberían preferir la cantidad correcta de grasa: demasiado poca podría ser un presagio de fracaso en la lactancia, pero demasiada podría señalar dificultades para caminar, pobre capacidad de obtención de alimentos o muerte prematura por diabetes.
Quizá debido a que la grasa sería difícil de distinguir si estuviera extendida uniformemente sobre el cuerpo, los cuerpos femeninos han evolucionado con grasa concentrada en ciertas partes que son fácilmente visibles y evaluables, aunque la situación anatómica de esos depósitos de grasa varía en cierta forma entre las poblaciones humanas. Las mujeres de todas las poblaciones tienden a acumular grasa en los pechos y las caderas, hasta un grado que varía geográficamente. Las mujeres de la población san, nativa de África del Sur (los así llamados hombres arbusto y hotentotes), y las mujeres de las islas Andamán, en la bahía de Bengala, acumulan grasa en las nalgas, produciendo la condición conocida como esteatopigia. Los hombres de todo el mundo tienden a estar interesados en los pechos de las mujeres, las caderas y las nalgas, dando lugar en las sociedades modernas a otro método quirúrgico de señales fingidas, el aumento de pecho. Por supuesto, uno puede objetar que algunos hombres en concreto están menos interesados que otros hombres en estas señales de estatus nutricional femenino, y que la popularidad relativa de las modelos delgadas y rellenitas fluctúa de un año a otro como moda pasajera. Sin embargo, la tendencia general en el interés masculino es clara.
Supongamos que uno estuviera de nuevo jugando a ser Dios o Darwin y decidiendo dónde concentrar la grasa corporal del cuerpo de una mujer como señal visible. Los brazos y las piernas quedarían excluidos debido al peso extra resultante sobre ellos al caminar, o para el uso de los brazos. Esto todavía deja muchas partes del torso donde la grasa podría estar concentrada seguramente sin impedir el movimiento, y de hecho acabo de mencionar que las mujeres de varias poblaciones han evolucionado tres áreas de señalización diferentes en el torso. Sin embargo, uno se tiene que preguntar si la elección evolutiva de un área de señalización es completamente arbitraria y por qué no hay poblaciones de mujeres con otras localizaciones señalizadoras, tales como el vientre o la mitad de la espalda. Depósitos simétricos de grasa en el vientre no parece que crearan más dificultades para la locomoción de lo que lo hacen nuestros depósitos reales en los pechos y las nalgas. Es curioso, sin embargo, que las mujeres de todas las poblaciones hayan desarrollado acumulación de grasa en los pechos, los órganos cuya actuación lactativa podrían estar tratando de evaluar los hombres mediante señales de depósito de grasa. De ahí que algunos científicos hayan sugerido que los pechos grandes y llenos de grasa no sólo son una señal honesta de buena nutrición general sino, también, una señal engañosa específica de gran capacidad de producción de leche (engañosa porque la leche es realmente secretada por el tejido glandular de la mama y no por la grasa del pecho). De forma similar, se ha sugerido que la acumulación de grasa en las caderas de las mujeres de todo el mundo es también una señal honesta de buena salud, así como una señal engañosa específica que sugiere un ancho canal de parto (engañosa porque un canal de parto realmente ancho minimizaría el riesgo de lesiones de nacimiento, pero unas meras caderas con grasa no lo harían).
A estas alturas, tengo que prever varias objeciones a mi suposición de que la ornamentación sexual de los cuerpos de las mujeres podría tener alguna significación evolutiva. Cualquiera que sea su interpretación, es por supuesto un hecho que los cuerpos de las mujeres poseen estructuras que funcionan como señales sexuales y que los hombres tienden a estar especialmente interesados por esas partes del cuerpo de las mujeres en particular. En este aspecto, las mujeres se parecen a las hembras de otras especies de primates que viven en grupos que incluyen muchos machos y hembras adultos. Al igual que los humanos, los chimpancés, los babuinos y los macacos viven en grupos y tienen hembras ornamentadas sexualmente (y también machos). Por el contrario, las hembras de gibón y las hembras de otras especies de primates que viven en parejas solitarias macho-hembra muestran poca o ninguna ornamentación sexual. Esta correlación sugiere que si y sólo si las hembras compiten intensivamente con otras por la atención de los machos —por ejemplo, debido a que múltiples machos y hembras se encuentran unos con otros diariamente en el mismo grupo—, entonces las hembras tienden a evolucionar ornamentación sexual en un concurso evolutivo en progreso para ser más atractivas. Las hembras que no tienen que competir de manera tan habitual tienen menos necesidad de una cara ornamentación corporal.
En la mayoría de las especies animales (incluyendo la humana) la importancia evolutiva de la ornamentación sexual del macho es indiscutible, porque con seguridad los machos compiten por las hembras. Sin embargo, los científicos han planteado tres objeciones a la interpretación de que las mujeres compiten por los hombres y que han evolucionado ornamentos corporales con ese propósito. Primera: en las sociedades tradicionales, un 95 por 100 como mínimo de las mujeres se casa. Esta estadística parece sugerir que virtualmente cualquier mujer puede conseguir un marido y que una mujer no tiene la necesidad de competir. Como me lo expresó una bióloga: «Siempre hay un roto para un descosido, y normalmente hay un hombre feo para cada mujer fea».
Pero esa interpretación queda oculta por todo el esfuerzo que conscientemente hacen las mujeres en la decoración y modificación quirúrgica de sus cuerpos para estar atractivas. De hecho, los hombres varían ampliamente en sus genes, en los recursos que controlan, en las cualidades como progenitores y en su dedicación a sus mujeres. Aunque virtualmente cualquier mujer puede conseguir que un hombre se case con ella, sólo unas pocas consiguen con éxito uno de los escasos hombres de alta calidad, por los que las mujeres deben competir intensamente. Todas las mujeres saben eso, aunque incluso algunos científicos masculinos evidentemente lo ignoren.
Una segunda objeción destaca que los hombres en las sociedades tradicionales no tenían la oportunidad de elegir a sus esposas, ya fuera en base a su ornamentación sexual o a cualquier otra cualidad. En lugar de ello, los matrimonios eran dispuestos por los parientes del clan, que hacían la elección frecuentemente con la motivación de cimentar alianzas políticas. En la realidad, sin embargo, los precios de las novias en las sociedades tradicionales, como las de Nueva Guinea en las que trabajo, varían de acuerdo con lo deseable que sea una mujer, su salud y las probables cualidades de madre como consideraciones importantes. Es decir, aunque el punto de vista del novio sobre el atractivo sexual de su esposa pueda ser ignorado, los parientes que realmente seleccionan a la novia no ignoran sus propios puntos de vista. Además, los hombres ciertamente consideran el atractivo sexual de una mujer en la selección de compañeras para el sexo extramatrimonial, que es muy probable que sea responsable de una proporción mayor de bebés en las sociedades tradicionales (donde los maridos no tienen la posibilidad de seguir sus preferencias sexuales en la selección de sus mujeres) que en las sociedades modernas. Es más, volver a casarse después de un divorcio o la muerte de la primera esposa es muy común en las sociedades tradicionales, y los hombres en esas sociedades tienen más libertad en la selección de su segunda esposa.
La objeción que queda apunta a, que los cánones de belleza culturalmente influidos varían con el tiempo, y que los hombres considerados a título individual dentro de la misma sociedad difieren en sus gustos. Las mujeres delgadas podrían estar pasadas de moda este año, pero de moda el año que viene, y algunos hombres prefieren mujeres delgadas todos los años. Sin embargo, este hecho no es más que ruido que complica ligeramente pero no invalida la conclusión principal: que los hombres en todas partes y épocas han preferido como media a mujeres bien nutridas con rostros bonitos.
Hemos visto que varias clases de señales sexuales humanas —los músculos de los hombres, la belleza facial y la grasa corporal femenina concentrada en ciertos lugares— se ajustan aparentemente al modelo de verdad en el anuncio. Sin embargo, como mencioné mientras discutía las señales animales, diferentes señales pueden ajustarse a diferentes modelos. Esto también es cierto para los humanos. Por ejemplo, el vello púbico y axilar, que tanto hombres como mujeres hemos evolucionado para que crezca en la adolescencia, es una señal fiable pero completamente arbitraria de adquisición de la madurez reproductiva. El pelo en esos lugares difiere de los músculos, los rostros bellos y la grasa corporal en que no lleva mensaje alguno más profundo. Cuesta poco que crezca y no contribuye directamente en nada a la supervivencia o a la lactancia de los bebés. Una nutrición pobre podría dejarte con el cuerpo enclenque y el rostro desfigurado, pero raramente te causaría la caída del vello púbico. Incluso los hombres débiles y feos, y las mujeres en los huesos y feas, exhiben pelo en las axilas. Las barbas de los hombres, el vello corporal y las voces graves como señales de adolescencia, y el encanecimiento del pelo de hombres y mujeres como señal de envejecimiento, parecen igualmente carentes de significado interno. Al igual que el punto rojo en el pico de una gaviota y muchas otras señales animales, estas señales humanas son baratas y completamente arbitrarias; se podrían imaginar muchas otras señales que sirvieran igualmente bien al efecto.
¿Hay alguna señal humana que ejemplifique el funcionamiento del modelo de selección desenfrenada de Fisher o el principio del hándicap de Zahavi? En principio, parecemos carentes de estructuras exageradas de señalización comparables con la cola de cuarenta centímetros de un tejedor. Al reflexionar, sin embargo, me pregunto si realmente no exhibiremos una de tales estructuras: el pene de un hombre. Uno podría objetar que no cumple función alguna de señalización y que no es nada más que maquinaria reproductiva bien diseñada. Sin embargo, esta no es una objeción seria a mi especulación: hemos visto ya que los pechos de las mujeres constituyen simultáneamente señales y maquinaria reproductiva. Las comparaciones con nuestros parientes simios insinúan que el tamaño del pene humano excede de forma similar a los meros requerimientos funcionales, y que ese tamaño excesivo podría servir como una señal. La longitud del pene en erección es de sólo unos tres centímetros en gorilas y de casi cuatro en los orangutanes, pero es de quince centímetros y medio en los humanos, aun cuando los machos de aquellas dos especies poseen cuerpos mucho más grandes que los hombres.
¿Son esos once o doce centímetros extra del pene humano un lujo funcionalmente innecesario? Una contra interpretación es que un pene grande podría ser útil de alguna manera en la amplia variedad de nuestras posiciones copulatorias comparadas con las de muchos otros mamíferos. Sin embargo, el pene de casi cuatro centímetros del macho de orangután le permite actuar en una variedad de posiciones que rivalizan con las nuestras y sobrepasar nuestra actuación ejecutando todas esas posiciones mientras cuelga de un árbol. En cuanto a la posible utilidad de un pene grande en el mantenimiento de coitos prolongados, los orangutanes nos superan también al respecto (duración media de quince minutos, frente a los simples cuatro minutos del hombre medio estadounidense).
La insinuación de que el gran pene humano sirve como alguna clase de señal podría ser percibida observando lo que sucede cuando los hombres tienen la oportunidad de diseñar sus propios penes más que quedarse satisfechos con su legado evolutivo. Los hombres de las tierras altas de Nueva Guinea lo hacen metiendo el pene en una funda decorativa llamada falocarpo. La funda tiene hasta sesenta centímetros de largo y diez de diámetro; frecuentemente es amarilla o rojo brillante y está variadamente decorada en la punta con piel, hojas o un ornamento bifurcado. Cuando encontré por vez primera a hombres de Nueva Guinea con falocarpos, entre la tribu de los ketengban, en las montañas Star, ya había oído hablar mucho de ellos y tenía curiosidad por ver cómo los utilizaban y cómo los explicaba la gente. Resultó que los hombres llevaban los falocarpos constantemente, por lo menos siempre que me encontraba con ellos. Cada hombre posee varios modelos, que varían en tamaño, ornamentación y ángulo de la erección, y cada día elige un modelo de acuerdo con su estado de ánimo, de forma muy parecida a como nosotros seleccionamos todas las mañanas una camisa que ponernos. En respuesta a mi pregunta de por qué llevaban falocarpos, los ketengban replicaban que se sentían desnudos e indecentes sin ellos. Esta respuesta me sorprendió, con mi perspectiva occidental, porque los ketengban estaban por lo demás completamente desnudos e incluso dejaban sus testículos al descubierto.
El falocarpo es en efecto un llamativo seudopene erecto que representa aquello con lo que a un hombre le gustaría estar dotado. El tamaño del pene que nosotros evolucionamos está desafortunadamente limitado por1a longitud de la vagina de una mujer. Un falocarpo nos muestra el aspecto que tendría un pene humano si no estuviera sujeto a restricciones prácticas. Es una señal incluso más patente que la cola de un tejedor. El verdadero pene, aunque es más modesto que un falocarpo, es indecentemente largo según los cánones de nuestros ancestros simios, aunque el pene del chimpancé también ha sido agrandado por encima del estado ancestral que se ha deducido y rivaliza en tamaño con el pene humano. La evolución de los penes ilustra evidentemente el funcionamiento de la selección desenfrenada tal como Fisherlla postuló. Empezando desde un pene de simio ancestral de cuatro centímetros, parecido al pene de un gorila u orangután moderno, el órgano humano aumentó en tamaño por un proceso desenfrenado, transmitiendo una ventaja a su propietario como señal cada vez más llamativa de virilidad, hasta que su longitud fue limitada por contraselecciones a medida que se hicieron inminentes las dificultades de encajarlo dentro de la vagina de una mujer.
El pene humano ilustraría también el modelo del hándicap de Zabavi como una estructura costosa y perjudicial para su propietario. De acuerdo, es más pequeño y probablemente menos costoso que la cola de un pavo real; sin embargo, es suficientemente grande como para que si la misma cantidad de tejido fuera dedicada a corteza cerebral extra, este hombre rediseñado cerebralmente obtuviera una gran ventaja. Así pues, el coste de un pene grande debería ser considerado como el coste de una oportunidad perdida: dado que cualquier energía biosintética disponible para un hombre es finita, la energía despilfarrada en una estructura lo es a expensas de energía potencialmente disponible para otra estructura. Un hombre podría alardear: «Ya soy tan inteligente y superior que no necesito dedicar más gramos de protoplasma a mi cerebro, sino que en su lugar puedo permitirme el hándicap de empaquetar tales gramos inútilmente en mi pene».
Sigue siendo discutible la audiencia supuesta a la que está dirigida la proclamación de virilidad del pene. La mayoría de los hombres asumirían que las que se quedan impresionadas son las mujeres. Sin embargo, las mujeres tienden a informar que les excitan más otros rasgos de un hombre, y que la visión de un pene es en realidad poco atractiva. En lugar de ello, los que están realmente fascinados por el pene y sus dimensiones son los hombres. En las duchas de los vestuarios masculinos los hombres miden rutinariamente entre ellos su dotación.
Aun cuando algunas mujeres queden también impresionadas por la visión de un pene grande, o queden satisfechas por su estimulación del clítoris y la vagina durante el coito (como es muy probable), no es necesario para nuestra discusión caer en un argumento del tipo de «o esto o aquello» que asume que la señal está dirigida sólo a un sexo. Los zoólogos descubren constantemente que, entre los animales, los ornamentos sexuales cumplen una doble función: atraer a parejas potenciales del sexo opuesto y establecer predominio sobre los rivales del mismo sexo. En este aspecto, como en muchos otros, nosotros los humanos portamos todavía el legado de cientos de millones de años de evolución vertebrada grabados profundamente en nuestra sexualidad. Sobre ese legado, nuestro arte, lenguaje y cultura han añadido recientemente sólo un barniz.
La posible función señalizadora del pene humano y el objetivo de esa señal (si es que hay alguno) siguen siendo cuestiones sin resolver. Así pues, este tema constituye un final apropiado para este libro por lo bien que ilustra su propósito: la importancia, la fascinación y las dificultades de un enfoque evolutivo de la sexualidad humana. La función del pene no es meramente un problema fisiológico que pueda ser esclarecido sin dobleces mediante experimentos biomecánicos sobre modelos hidráulicos, sino también un problema evolutivo. El problema evolutivo lo plantea la expansión cuádruple en el tamaño del pene humano, más allá de su tamaño ancestral, durante el transcurso de los últimos 7 a 9 millones de años. Una expansión tal está pidiendo a gritos una interpretación histórica y funcional. Al igual que hemos visto en relación con la producción de leche estrictamente femenina, la ovulación oculta, los papeles masculinos en la sociedad y la menopausia, tenemos que preguntar qué fuerzas selectivas impulsaron la expansión histórica del pene humano y mantienen su gran tamaño hoy.
La función del pene es también una materia apropiada para concluir porque a primera vista parece tan poco misteriosa. Casi cualquiera afirmaría que las funciones del pene son expulsar la orina, inyectar esperma y estimular físicamente a las mujeres durante el coito. Pero la aproximación comparativa nos enseña que esas funciones son conseguidas en el resto del mundo animal mediante una estructura mucho más pequeña que la que nosotros llevamos a cuestas. También nos enseña que esas estructuras tan sobredimensionadas evolucionaron de varias formas alternativas que los biólogos todavía luchan por comprender. Así pues, incluso el objeto más familiar y aparentemente más transparente del equipamiento sexual humano nos sorprende con cuestiones evolutivas no resueltas.