Capítulo 2
La batalla de los sexos
En el capítulo anterior vimos que nuestro esfuerzo por entender la sexualidad humana debe comenzar por que tomemos distancia de nuestra retorcida perspectiva humana. Somos animales excepcionales en que nuestros padres y madres con frecuencia permanecen juntos después de copular, estando ambos implicados en la cría de los niños resultantes. Nadie se atrevería a afirmar que las contribuciones parentales de hombres y mujeres son iguales: tienden a ser extremadamente desiguales en la mayoría de matrimonios y sociedades; pero la mayoría de los padres contribuyen de alguna manera con sus hijos, aunque sólo se trate de alimentación, defensa o derechos. Tenemos tan asumidas estas contribuciones que hasta están contempladas en la ley: los padres divorciados deben apoyo a sus hijos, y una madre soltera puede incluso demandar a un hombre con el fin de obtener apoyo para la manutención del niño si las pruebas genéticas demuestran que es el padre de éste.
Pero ésta es nuestra retorcida perspectiva humana. En cuanto a la igualdad sexual, constituimos una aberración en el mundo animal, y, especialmente, entre los mamíferos. Si los orangutanes, las jirafas y la mayoría de las demás especies de mamíferos pudieran expresar su opinión, declararían absurdas nuestras leyes de apoyo a los hijos. La mayoría de los machos mamíferos no tienen ninguna implicación con su prole, ni con la madre de esta prole después de inseminarla; están demasiado ocupados buscando otras hembras que inseminar. Los animales macho en general, no sólo los mamíferos, proporcionan mucho menos cuidado parental (si es que proporcionan alguno) que los animales hembra.
Aun así, hay unas pocas excepciones a este patrón machista. En algunas especies de aves, tales como los falaropos y los andarríos manchados, es el macho el encargado de la incubación de los huevos y la cría de los polluelos, mientras las hembras van en busca de otros machos para que las inseminen de nuevo y críen la siguiente nidada. Los machos de algunas especies de peces (como los caballitos de mar y los espinosos) y algunos anfibios macho (como los sapos parteros) cuidan de los huevos en un nido o dentro de su boca, bolsa o espalda. ¿Cómo podemos explicar simultáneamente este patrón general de cuidado parental de las hembras y sus numerosas excepciones?
La respuesta proviene del entendimiento de que los genes del comportamiento, así como los de la resistencia a la malaria y los dientes, son objeto de selección natural. Un patrón de comportamiento, transmitido en los genes, que ayuda a los individuos de una especie animal no será necesariamente útil en otra especie. En particular, una hembra y un macho que acaban de copular para producir un óvulo fertilizado se enfrentan a una «elección» de comportamientos subsiguientes. ¿Deben esta hembra y este macho que acaban de copular para producir un óvulo fertilizado dejar ambos el huevo para que se las arregle solo y ponerse a trabajar en la producción de otros óvulos fertilizados, copulando con la misma pareja o bien con una diferente? Por un lado, un tiempo muerto de sexo para cuidados parentales podría mejorar las oportunidades de supervivencia del primer óvulo. Si esto es así, tal elección conduce a elecciones ulteriores: podrían elegir proporcionarle atención parental tanto el padre como la madre, sólo la madre; o bien sólo el padre. Por otro lado; si el óvulo tiene una oportunidad sobre diez de sobrevivir incluso sin cuidado parental; y si el tiempo que dedicarías a atenderlo te permitiera alternativamente producir mil óvulos fertilizados más, harías mejor dejándole que se las arregle por sí mismo y dedicándote a producir más óvulos fertilizados.
Me he referido a estas alternativas como «elecciones». Podría parecer que este término sugiere que un animal opera como los humanos que tomamos decisiones; evaluando conscientemente alternativas y escogiendo por último la alternativa en particular que parezca tener más probabilidades de promover sus intereses. Esto, por supuesto, no es lo que ocurre. Muchas de las así llamadas elecciones están de hecho programadas en la fisiología y la anatomía del animal. Por ejemplo, los canguros hembra han «elegido» tener una bolsa que puede albergar a sus crías, pero los machos de canguro no la tienen. La mayoría de las elecciones restantes (o todas) son aquellas que serían anatómicamente posibles para ambos sexos; pero los animales tienen instintos programados que les conducen a proporcionar (o no proporcionar) cuidado parental; y esta «elección» instintiva de comportamiento puede diferir entre sexos de las mismas especies. Por ejemplo; entre aves progenitoras, tanto los machos como las hembras de albatros, los machos pero no las hembras de los avestruces, las hembras pero no los machos de la mayoría de las especies de colibríes, y ningún pavo australiano sea del sexo que fuere, están instintivamente programados para traer alimento a sus polluelos, aunque los dos sexos de todas estas especies son perfectamente capaces de hacerlo, tanto anatómica como físicamente.
La anatomía, la fisiología y los instintos que subyacen a los cuidados parentales están programados genéticamente mediante selección natural. Colectivamente constituyen parte de lo que los biólogos denominan una estrategia reproductiva. Es decir, las mutaciones genéticas o recombinaciones en un ave progenitora pueden reforzar o debilitar el instinto de ofrecer alimento a los polluelos, y podrían actuar de manera diferente en los dos sexos de la misma especie. Es probable que estos instintos tengan gran efecto sobre el número de polluelos que sobreviven para transmitir a su vez los genes de los padres. Es obvio que un polluelo que recibe alimento de uno de sus progenitores tiene más posibilidades de sobrevivir, pero también veremos que un progenitor que renuncia a suministrar alimento a sus polluelos obtiene por ello un número más amplio de oportunidades de transmitir sus genes. Así pues, el efecto concreto de proporcionar alimento a sus polluelos podría ser tanto aumentar como disminuir el número de polluelos que transmiten los genes del progenitor, dependiendo esto de factores biológicos y ecológicos que discutiremos.
Los genes que determinan las estructuras anatómicas particulares o los instintos con más posibilidades de asegurar la supervivencia de la prole que porta esos genes tenderán a aumentar en frecuencia. Esta afirmación puede ser reformulada: las estructuras anatómicas y los instintos que promueven la supervivencia y el éxito reproductivo tienden a resultar establecidos (genéticamente programados) mediante la selección natural. Pero la necesidad de hacer afirmaciones farragosas como éstas surge con suma frecuencia en cualquier discusión sobre biología evolutiva; de ahí que los biólogos recurran rutinariamente al lenguaje antropomórfico para condensar tales afirmaciones: dicen, por ejemplo, que un animal «elige» hacer algo o persigue una determinada estrategia. Este vocabulario sintético no debe ser malentendido, como si implicara que los animales hacen cálculos conscientes.
Durante mucho tiempo, los biólogos evolutivos pensaron en la selección natural como algo que promovía en cierta forma «el bien de las especies». De hecho, sin embargo, la selección natural incide inicialmente en animales y plantas a título individual. La selección natural no es sólo una lucha entre especies (poblaciones completas), ni tampoco sólo una lucha entre individuos de especies diferentes, ni sólo entre individuos coespecíficos de la misma edad y sexo. La selección natural puede ser también una lucha entre progenitores y su prole, o una lucha entre compañeros, porque el interés personal de los progenitores y de su prole, o de la madre y el padre, puede no coincidir. Lo que hace que los individuos de una edad y sexo tengan éxito en la transmisión de sus genes podría no incrementar el éxito de otras clases de individuos.
En particular, mientras que la selección natural favorece tanto a las hembras como a los machos que dejan tras de sí mucha prole, la mejor estrategia para ello podría ser diferente en el caso de las madres o en el de los padres. Esto genera un conflicto implícito entre los progenitores, conclusión que ya demasiados humanos no necesitan que les revelen los científicos. Bromeamos acerca de la batalla de los sexos, pero la batalla no es ni un chiste ni un accidente aberrante sobre cómo se comportan los padres o las madres, considerados individualmente en determinadas ocasiones. De hecho, es absolutamente cierto que el comportamiento que promueve el interés genético del macho podría no promover necesariamente el de su coprogenitora femenina, y viceversa. Este hecho cruel es una de las causas fundamentales de la desgracia humana. Consideremos de nuevo el caso del macho y de la hembra que acaban de copular para producir un óvulo fertilizado, y que ahora se enfrentan a la «elección» de qué hacer después. Si el óvulo tiene alguna posibilidad de sobrevivir sin asistencia, y si tanto el padre como la madre pueden producir muchos más óvulos fertilizados en el tiempo que dedicarían a atender a ese primer óvulo fertilizado, entonces los intereses de la madre, así como los del padre, coinciden en que se abandone el óvulo. Pero supongamos ahora que el óvulo o huevo recién fertilizado, puesto o incubado, o la prole recién nacida, tienen absolutamente cero posibilidades de sobrevivir a menos que sean cuidados por un progenitor. Entonces surge un verdadero conflicto de intereses. Si un progenitor tuviera éxito en endosar la obligación del cuidado parental al otro progenitor, y después partiera en busca de un nuevo compañero sexual, habría promovido sus intereses genéticos a expensas del progenitor abandonado. El que endosa promocionará realmente sus egoístas metas evolutivas dejando abandonado a su compañero o compañera y a su prole.
En esos casos en los que la atención prestada por un progenitor es esencial para la supervivencia de la prole, el cuidado de ésta puede ser concebido como una carrera de sangre fría entre la madre y el padre para ser el primero en abandonar al otro y a su prole mutua, poniendo manos a la obra en producir más crías. La conveniencia o inconveniencia de abandonarlos depende de si puedes contar con tu antiguo compañero para llevar a término la cría de los jóvenes, y de si después tienes probabilidades de encontrar un nuevo compañero receptivo. Es como si, en el momento de la fertilización, la madre y el padre jugaran al juego del gallina[1], se miraran el uno al otro y dijeran simultáneamente: «¡Me voy a largar y voy a encontrar un nuevo compañero, y tú puedes cuidar de este embrión si quieres, pero aunque no quieras, yo no lo haré!» Si en esa carrera para abandonar al embrión ambas partes aceptan la apuesta de la otra, entonces el embrión muere y ambos progenitores pierden el juego del gallina. ¿Qué progenitor tiene más posibilidades de echarse atrás?
La respuesta depende de consideraciones tales como qué progenitor ha invertido más en el huevo fertilizado y cuál tiene mejores perspectivas alternativas. Como he dicho antes, ninguno dé los progenitores hace un cálculo consciente; en lugar de ello; las acciones de ambos progenitores están programadas genéticamente mediante selección natural dentro de la anatomía y los instintos de su sexo. En muchas especies animales la hembra se echa atrás y se convierte en el único progenitor mientras el macho deserta, pero en otras el macho asume la responsabilidad y la hembra deserta, e incluso en otras especies más; ambos progenitores asumen una responsabilidad compartida. Esta variedad de resultados depende de tres conjuntos interrelacionados de factores cuyas diferencias entre los sexos varían según las especies: inversión en el embrión o huevo ya fertilizado; oportunidades alternativas que podrían ser desperdiciadas por un ulterior cuidado del huevo o embrión ya fertilizado; y confianza en la maternidad o paternidad del embrión o huevo.
Todos sabemos por experiencia que somos mucho más reacios a abandonar una empresa en marcha en la que hemos invertido mucho que otra en la que sólo hemos invertido un poco. Esto se cumple con respecto a nuestras inversiones en relaciones humanas, en proyectos de negocios o en el mercado de valores, sin tener en cuenta si nuestra inversión se produce en forma de dinero, tiempo o esfuerzo. Terminamos tranquilamente con una relación que se tuerce en la primera cita, y dejamos de intentar reconstruir las piezas de un juguete barato cuando nos encontramos con la primera dificultad; pero agonizamos cuando nos enfrentamos a la ruptura de un matrimonio de veinticinco años o a una remodelación doméstica cara.
El mismo principio se aplica a la inversión parental en la prole potencial. Incluso en el momento en el que un óvulo es fertilizado por un espermatozoide, el embrión fertilizado resultante representa generalmente una mayor inversión para la hembra que para el macho, debido a que en la mayoría de las especies animales el óvulo es mucho más grande que el espermatozoide. Mientras que tanto óvulos como espermatozoides contienen cromosomas, el óvulo contiene además suficientes nutrientes y maquinaria metabólica como para mantener durante algún tiempo el desarrollo posterior del embrión, por lo menos hasta que pueda comenzar a alimentarse por sí mismo. El espermatozoide, por el contrario, sólo necesita contener un motor flagelar y suficiente energía para accionar ese motor y mantener la natación, como mucho, durante unos pocos días. Como resultado de ello, un óvulo humano maduro tiene grosso modo un millón de veces más masa que el espermatozoide que lo fertiliza; el factor correspondiente para los kiwis es de mil billones, y de ahí que el embrión fertilizado, visto simplemente como un proyecto de construcción en un estadio temprano, represente una inversión totalmente trivial de masa corporal de su padre comparada con la de su madre. Pero esto no significa que la hembra haya perdido automáticamente el juego del gallina antes del momento de la concepción. Junto con el único espermatozoide que ha fertilizado el óvulo, el macho habría producido varios cientos de millones más de espermatozoides en la eyaculación, así que su inversión total podría no ser muy distinta a la de la hembra.
El acto de fertilizar un óvulo se describe como interno o externo, dependiendo de si tiene lugar dentro o fuera del cuerpo de la hembra. La fertilización externa caracteriza a la mayoría de las especies de peces y anfibios. Por ejemplo, en la mayoría de las especies de peces una hembra y un macho cercano descargan simultáneamente sus óvulos y espermatozoides en el agua, donde tiene lugar la fertilización. En la fertilización externa, la inversión de la hembra concluye en el momento en que expulsa los óvulos; se puede entonces dejar a los embriones flotando para que se las arreglen por sí mismos sin cuidado parental, o pueden recibir cuidado de uno de los progenitores, dependiendo de las especies.
Más familiar para los humanos resulta la fertilización interna, la inyección de esperma del macho (por ejemplo, vía un pené intromisivo) en el interior del cuerpo de la hembra. Lo siguiente que sucede en la mayoría de las especies es que la hembra no expulsa inmediatamente los embriones, sino que los retiene en su cuerpo durante un período de desarrollo hasta que están más cerca del estadio en el que pueden sobrevivir por sí mismos. En ocasiones, la prole podría estar contenida dentro de una cáscara protectora para su expulsión, junto con una provisión de energía en forma de yema, como en todas las aves, muchos reptiles y los mamíferos monotremas (el ornitorrinco y los equidnas de Australia y Nueva Guinea). De manera alternativa, el embrión podría continuar creciendo dentro de la madre hasta ser «parido» sin una cáscara en vez de ser «puesto» como un huevo. Esta alternativa, llamada viviparismo (del latín «nacer vivo») nos caracteriza a nosotros y al resto de los mamíferos, excepto los monotremas, junto con algunos peces, reptiles y anfibios. El viviparismo requiere estructuras internas especializadas —de las cuales la placenta de los mamíferos es la más compleja— para la transferencia de nutrientes desde la madre hasta su embrión en desarrollo y la transferencia de 108 residuos desde el embrión hasta la madre.
Así pues, la fertilización interna obliga a la madre a una inversión ulterior en el embrión después de la inversión ya realizada para producir el óvulo hasta que éste es fertilizado. Ella utiliza calcio y nutrientes de su propio cuerpo con el fin de construir una cáscara y la yema, o bien utiliza sus nutrientes para crear el propio cuerpo del embrión. Además de esa inversión de nutrientes, la madre también está obligada a invertir el tiempo necesario para el embarazo. El resultado es que la inversión de una madre fertilizada internamente en el momento de poner el huevo o dar a luz, en relación con la del padre, posiblemente sea mucho mayor que la de una madre fertilizada externamente en el momento de desovar un óvulo no fertilizado. Por ejemplo, cerca del final de un embarazo de nueve meses, el gasto de energía y tiempo de una madre humana es colosal en comparación con la ligera y patética inversión de su marido o novio durante los pocos minutos que le llevó copular y expulsar su mililitro de esperma.
Como consecuencia de esa inversión desigual de madres y padres en los embriones fertilizados internamente resulta más difícil para la madre escaquearse de la incubación o el cuidado parental después del nacimiento; si es que se requiere alguno. Este cuidado adquiere muchas formas: por ejemplo, la lactancia por parte de las madres mamíferas, la custodia de los huevos por parte de las madres aligatores, y la incubación de los huevos por parte de las madres pitones. Sin embargo; como veremos, hay otras circunstancias que podrían inducir al padre a dejar de escaquearse y comenzar a asumir la responsabilidad compartida o incluso única de su prole.
He mencionado que tres conjuntos relacionados de factores influyen en la «elección» de un progenitor para ser cuidador; y que la magnitud relativa de la inversión en los jóvenes es sólo uno de tales factores. Un segundo factor es la oportunidad desperdiciada. Imagina que eres un progenitor animal contemplando tu prole recién nacida y calculando fríamente tu propio interés genético mientras consideras lo que deberías hacer con tu tiempo. Esa prole porta tus genes; y su posibilidad de supervivencia para perpetuarlos indudablemente mejoraría si te quedaras cerca para protegerla y alimentarla. Si no hay ninguna otra cosa en la que emplear tu tiempo para perpetuar tus genes, tus intereses estarían mejor atendidos si cuidaras de esa prole y no intentaras escaquearte de tu compañero dejándole como único progenitor. Por otro lado, si se te ocurren formas de difundir tus genes a muchas más proles en el mismo lapso de tiempo, ciertamente deberías hacerlo y abandonar a tu compañero actual y a la prole.
Consideremos ahora un padre y tina madre animales procediendo ambos a ese cálculo momentos después de haberse apareado para producir algunos embriones fertilizados. Si la fertilización es externa, ni el padre ni la madre están automáticamente comprometidos a nada más, y ambos son teóricamente libres para buscar otro compañero con el cual producir más embriones fertilizados. Es cierto que sus embriones recién fertilizados podrían necesitar algo de cuidado, pero la madre y el padre son igualmente capaces de intentar endosarle al otro el suministro de ese cuidado. Pero si la fertilización es interna, la hembra está ahora preñada y comprometida a alimentar a los embriones fertilizados hasta que nazcan o sean puestos. Si es un mamífero, está comprometida durante todavía más tiempo, durante el período de la lactancia. Durante este período no obtiene ningún bien genético copulando con otro macho, porque no puede con ello producir más crías. Es decir, no pierde riada si se dedica al cuidado de los jóvenes.
Pero el macho que acaba de descargar su muestra de esperma dentro de una hembra está disponible un momento después para descargar otra muestra de esperma dentro de otra hembra, y transmitir potencialmente así sus genes a más prole. Un hombre, por ejemplo, produce alrededor de doscientos millones de espermatozoides en una eyaculación; o, como mínimo, unas pocas decenas de millones, si los informes de un descenso en los recuentos de espermatozoides humanos en recientes décadas son correctos. Eyaculando una vez cada veintiocho días durante el embarazo de 280 días de su reciente compañera —una frecuencia de eyaculación fácilmente al alcance de la mayoría de los hombres—, emitiría el esperma suficiente para fertilizar a cada una de los dos mil millones de mujeres reproductivamente maduras del mundo, si tan sólo pudiera arreglárselas para que todas ellas recibieran uno de sus espermatozoides. Esta es la lógica evolutiva que induce a tantos hombres a abandonar a una mujer exactamente después de dejarla embarazada y pasar a la siguiente. Un hombre que se dedica al cuidado de los niños renuncia potencialmente a muchas oportunidades alternativas. Una lógica similar se aplica a los machos y las hembras de la mayoría de los demás animales fertilizados internamente. Estas oportunidades alternativas disponibles para los machos contribuyen al patrón predominante en el mundo animal de que sean las hembras las que proporcionan el cuidado a las crías.
El factor que queda es la confianza en 1a paternidad o maternidad. Si vas a invertir tiempo, esfuerzo y nutrientes en hacer crecer un óvulo fertilizado o embrión, más vale que antes estés absolutamente seguro de que se trata de tu propia descendencia. Si resulta ser la de cualquier otro, has perdido la carrera evolutiva. Te habrás eliminado a ti mismo para transmitir los genes de un rival.
Nunca se hace presente la duda sobre la maternidad en las mujeres y otras hembras animales que practican la fertilización interna. Dentro del cuerpo de la madre, que contiene sus óvulos, se halla el esperma del macho. Tiempo después, de su cuerpo sale una cría. Dentro de ella no hay forma de que tal cría pudiera haber sido cambiada por la de otra madre. Cuidar de esa cría es una apuesta evolutiva segura para la madre.
Pero los machos de los mamíferos y otros animales con fertilización interna carecen de una confianza comparable en cuanto a su paternidad. Es cierto que el macho sabe que su esperma fue introducido dentro del cuerpo de una hembra y que poco después sale una cría del cuerpo de la hembra. ¿Cómo sabe el macho si la hembra copuló con otros machos mientras él no prestaba atención? ¿Cómo sabe si fue su esperma o fue el de otro macho el que fertilizó el óvulo? Enfrentados a esta inevitable incertidumbre, la conclusión evolutiva a la que llegan la mayoría de los mamíferos macho es largarse del asunto inmediatamente después de la cópula, buscando más hembras para fertilizarlas y dejarlas a su vez para que críen su descendencia; ello, con la esperanza de que una o más de las hembras con las que ha copulado hayan quedado realmente embarazadas de él y de que tendrán éxito en criar su prole sin ayuda. El cuidado parental de los machos sería, así, una mala apuesta evolutiva.
Aun así, sabemos por nuestra propia experiencia que algunas especies constituyen excepciones a esa regla general de la deserción poscopulatoria del macho. Las excepciones son de tres tipos. Un tipo es el de aquellas especies cuyos óvulos son fertilizados externamente. La hembra expulsa sus huevos todavía no fertilizados; el macho, que ronda cerca o está ya sujetando a la hembra, extiende su esperma sobre los huevos e inmediatamente los recoge, antes de que cualquier otro macho tenga la oportunidad de embrollar el asunto con su esperma; y procede así a cuidar de ellos, completamente seguro de su paternidad. Esta es la lógica evolutiva que programa a algunos machos de pez y rana para interpretar el papel de único progenitor después de la fertilización. Por ejemplo, el macho de sapo partero guarda los huevos enrollándolos en sus patas traseras; el macho de rana de vidrio se queda vigilando los huevos en la vegetación sobre un arroyo dentro del cual los renacuajos incubados puedan caer; y el macho de pez espinoso construye un nido en el que proteger los huevos de los depredadores.
Un segundo tipo de excepción al patrón predominante de deserción poscopulatoria del macho tiene relación con un llamativo fenómeno dotado de una larga denominación: poliandria de papel sexual inverso. Tal como da a entender la denominación, este comportamiento es el contrario de los habituales sistemas de cría poligínicos en los que los grandes machos compiten fieramente unos con otros para adquirir un harén de hembras. En vez de esto, grandes hembras compiten fieramente con el fin de adquirir un harén de machos más pequeños; para cada uno de los cuales la hembra pone en su momento un grupo de huevos; luego, cada uno de ellos procede a hacer la mayor parte o todo el trabajo de incubación de los huevos y cría de la prole. Las más conocidas de estas hembras sultanas son las aves costeras llamadas jacanas, las hembras de los andarríos manchados y las de los falaropos tricolores. Por ejemplo, bandadas de hasta diez hembras de falaropo pueden perseguir a un macho a lo largo, de varios kilómetros. La hembra victoriosa se queda entonces vigilando su premio para asegurarse de que sólo ella consigue mantener relaciones sexuales con él convirtiéndolo así en uno de los machos que crían sus polluelos.
Claramente, la poliandria de papel sexual inverso representa para la hembra con éxito el cumplimiento de un sueño evolutivo. Gana la batalla de los sexos mediante la transmisión de sus genes a muchas más nidadas de pollos de las que ella podría criar; sola o con la ayuda de un macho. Puede utilizar su potencial completo de ponedora; limitado sólo por su capacidad para vencer a otras hembras en la búsqueda de machos que están deseando asumir el cuidado parental. Pero ¿cómo evolucionó esta estrategia?, ¿por qué los machos de algunas aves costeras terminan aparentemente vencidos en la batalla de los sexos, como comaridos poliándricos, cuando los machos de casi todo el resto de las especies de aves evitaron ese destino o incluso lo revirtieron para convertirse en poligínicos?
La explicación depende de la inusual biología reproductiva de las aves costeras. Sólo ponen cuatro huevos por vez y los jóvenes son precoces, lo que significa que nacen ya cubiertos de plumón, con los ojos abiertos y capaces de correr y encontrar alimento por sí mismos. El progenitor no tiene que alimentar a los polluelos sino tan sólo protegerlos y mantenerlos calientes. Esto es algo que un solo progenitor puede manejar, mientras que para alimentar a las crías de la mayoría de las otras especies de aves se necesitan dos progenitores.
Pero un polluelo que puede correr tan pronto como sale del cascarón ha experimentado más desarrollo dentro del huevo que el habitual polluelo indefenso. Esto requiere un huevo excepcionalmente grande. (Si se echa un vistazo a los huevos típicamente pequeños de las palomas, que producen los polluelos indefensos habituales, se entenderá por qué los granjeros avícolas prefieren criar gallinas con huevos grandes y polluelos precoces). En los andarríos, cada huevo pesa exactamente un quinto del peso de su madre; la nidada completa de cuatro huevos pesa un asombroso 80 por 100 de su peso. Aunque las hembras de aves costeras monógamas hayan evolucionado para ser ligeramente más grandes que sus parejas, el esfuerzo de producir esos enormes huevos es aun así agotador. Ese esfuerzo maternal le da al macho una ventaja tanto a corto como a largo plazo, si se hace cargo de la responsabilidad no demasiado onerosa de criar él solo a los polluelos precoces, dejando así a su compañera libre para recuperarse de nuevo.
La ventaja a corto plazo reside en que su compañera se hace de esta manera capaz de producir rápidamente otra nidada de pollos para él, en caso de que la primera fuera destruida por un depredador. Esta es una gran ventaja, ya que las aves costeras anidan sobre el suelo y sufren horrendas pérdidas de huevos y polluelos. Por ejemplo, en 1975 un único visón destruyó todos y cada uno de los nidos de una población de andarríos que el ornitólogo Lewis Oring estaba estudiando en Minnesota. Un estudio sobre jacanas en Panamá determinó que cuarenta y cuatro de cincuenta y dos nidadas habían fracasado.
Compartir su pareja podría también proporcionar al macho una ventaja a largo plazo. Si ella no resulta agotada en una estación de cría es más probable que sobreviva hasta la siguiente estación, en la que él podría emparejarse de nuevo con ella, Al igual que las parejas humanas, las parejas de aves experimentadas que han conseguido una relación armoniosa tienen más éxito en la cría de los jóvenes que las aves recién apareadas.
Pero la generosidad como anticipo de un pago posterior supone un riesgo, tanto para las aves costeras como para los humanos. Una vez que el macho asume la responsabilidad parental única, deja a su compañera el camino despejado para que utilice su tiempo libre como le apetezca. Quizá ella escoja corresponder y permanecer disponible para su compañero, ante la posibilidad de que la primera nidada sea destruida y él necesite una segunda para reemplazarla. Pero podría también optar por el cuidado de sus propios intereses, buscando inmediatamente algún otro macho dispuesto a recibir su segunda nidada. Si su primera nidada sobrevive y continúa manteniendo ocupada a su antigua pareja, su estrategia poliándrica habría doblado así su rendimiento genético.
Naturalmente, otras hembras tendrán la misma idea y todas se encontrarán en competencia por una provisión cada vez más limitada de machos. A medida que avanza la temporada de cría, la mayoría de los machos están ocupados con su primera nidada y son incapaces de aceptar mayores responsabilidades parentales. Aun cuando el número de machos y hembras adultos sea igual, la proporción de hembras sexualmente disponibles para los machos aumenta hasta una cifra tan elevada como siete por uno entre los andarríos manchados y los falaropos tricolores cuando están criando. Estas crueles cifras son las que impulsan todavía más hacia el extremo el papel sexual inverso. Aunque las hembras ya tenían que ser ligeramente más grandes que los machos para poder producir huevos mayores, han evolucionado hasta hacerse más grandes todavía para poder ganar en lucha contra otras hembras. La hembra reduce aún más su propia contribución al cuidado parental, incrementando en todo caso su cortejo del macho.
Así pues, los rasgos distintivos de la biología de las aves costeras —especialmente sus crías precoces, sus nidadas reducidas aunque de huevos grandes, sus hábitos de anidación sobre el suelo y sus severas pérdidas por depredación— las predisponen al cuidado monoparental masculino y a la emancipación y deserción femeninas. Hay que reconocer que las hembras de la mayoría de las especies de aves costeras no pueden explotar las oportunidades de la poliandria. Esto se cumple, por ejemplo, en la mayoría de los andarríos del alto Ártico, donde una corta temporada de cría no deja tiempo para sacar adelante una segunda nidada. Sólo entre una minoría de especies, tales como las jacanas tropicales y las poblaciones meridionales de andarríos manchados, la poliandria es frecuente o rutinaria. Aunque aparentemente alejada de la sexualidad humana, la sexualidad de las aves costeras es instructiva porque ilustra el principal mensaje de este libro: la sexualidad de una especie es moldeada por otros aspectos de la biología de la especie. Es más fácil para nosotros llegar a esta conclusión con referencia a las aves costeras, sobre las que no aplicamos reglas morales, que con referencia a nosotros mismos.
El último tipo de excepción al patrón predominante de la deserción del macho aparece en especies en las que, como en la nuestra, la fertilización es interna pero resulta difícil o imposible para un solo progenitor criar a los jóvenes sin ayuda. Un segundo progenitor puede ser necesario a efectos de conseguir alimento para el coprogenitor o para las crías, atender a éstas mientras el coprogenitor ha salido en busca de alimento; o bien defender un territorio o enseñar a los jóvenes. En tales especies la hembra sola no sería capaz de alimentar y defender a las crías sin la ayuda del macho. Abandonar a una madre fertilizada para perseguir a otras hembras no proporcionaría ningún beneficio evolutivo a un macho si como consecuencia de ello su prole muriera de desnutrición. De esta manera, el interés propio forzaría al macho a permanecer con su hembra fertilizada, y viceversa.
Tal es el caso de la mayoría de las aves más comunes de América del Norte y Europa: machos y hembras son monógamos y comparten el cuidado de los jóvenes. Es también relativamente cierto para los humanos; como sabemos tan bien. La paternidad o maternidad única humana es bastante difícil, incluso en estos días de compra en los supermercados o de niñeras de alquiler. En los antiguos tiempos de cazadores-recolectores, un niño huérfano debido a la muerte del padre o de la madre se enfrentaba a posibilidades reducidas de supervivencia. Tanto al padre como a la madre, deseosos de transmitir genes, les interesa cuidar del niño; de ahí que la mayoría de los hombres hayan proporcionado alimento; protección o albergue a sus esposas e hijos. El resultado es nuestro sistema social humano de parejas casadas oficialmente monógamas, u, ocasionalmente, de harenes de mujeres comprometidas con un hombre acomodado. Esencialmente se pueden aplicar las mismas consideraciones a los gorilas, los gibones y el resto minoritario de mamíferos que practican el cuidado parental masculino.
Aun así, esta familiar disposición hacia la coparentela no acaba con la batalla de los sexos. No disuelve necesariamente la tensión entre los intereses del padre y de la madre, que surge de sus desiguales inversiones antes del nacimiento. Incluso entre aquellas especies de mamíferos y aves que proporcionan cuidado paternal, los machos intentan comprobar cuál es el mínimo de cuidado tras el que pueden escaquearse en tanto la prole siga sobreviviendo, principalmente gracias a los esfuerzos de la madre. Los machos intentan asimismo embarazar a las compañeras de otros machos, dejando al desafortunado y traicionado macho cuidando inconscientemente de la prole del incitador al adulterio. Los machos se vuelven justificadamente paranoicos en cuanto al comportamiento de sus compañeras.
Ejemplo intensivamente estudiado y bastante típico de esas tensiones internas en la coparentela es el de una de las especies de aves europeas conocida como papamoscas cerrojillo. La mayoría de los machos de papamoscas son oficialmente monógamos, pero muchos tratan de ser poligínicos y bastantes tienen éxito. Una vez más, es instructivo dedicar unas cuantas páginas de este libro sobre sexualidad humana a otro ejemplo que se refiere a aves, porque (como veremos) el comportamiento de algunas de ellas es sorprendentemente similar al de los humanos (pero no despierta la misma indignación moral en nosotros).
La poliginia entre los papamoscas funciona del siguiente modo. En primavera, un macho encuentra un buen agujero para el nido, mantiene vigilado su territorio alrededor de él, corteja a una hembra y copula con ella. Cuando esta hembra (a la que llamaremos hembra primaria) pone su primer huevo, el macho se siente seguro de que él la ha fertilizado, de que ella estará ocupada incubando sus huevos y de que no estará interesada en otros machos puesto que de todas formas es temporalmente estéril. Así que el macho encuentra cerca otro agujero, corteja a otra hembra (denominada hembra secundaria) y copula con ella.
Cuando esta hembra secundaria comienza a poner, el macho se siente seguro de que también ha sido fertilizada por él. Por la misma época, los huevos de su hembra primaria están comenzando a eclosionar. El macho vuelve con ella, dedica la mayor parte de su energía a alimentar a sus polluelos y dedica menos o ninguna energía a alimentar a los polluelos de la hembra secundaria. Las cifras cuentan una cruel historia: el macho hace una media de catorce entregas de alimento por hora al nido de la hembra primaria, pero sólo de siete entregas por hora al nido de la hembra secundaria. Si hay suficientes agujeros para nidos disponibles, la mayoría de los machos emparejados intentan adquirir una hembra secundaria, y más del 39 por 100 lo consiguen.
Obviamente, este sistema produce tanto ganadores como perdedores. Puesto que los números de hembras y machos de papamoscas son aproximadamente iguales, y puesto que cada hembra tiene una pareja, por cada macho bígamo debe haber un desafortunado macho sin pareja. Los grandes ganadores son los machos poligínicos, que son padres de una media de 8,1 polluelos anuales (sumando la contribución de ambos emparejamientos), comparados con los sólo 5,5 polluelos de los que son padres los machos monógamos. Los machos poligínicos tienden a ser mayores y más grandes que los machos no emparejados, y vigilan con éxito los mejores territorios y los mejores agujeros para nido en los mejores hábitats. En consecuencia, sus polluelos terminan siendo hasta un 10 por 100 más pesados que los polluelos de otros machos teniendo estos grandes pollos mayores posibilidades de sobrevivir que los más pequeños.
Los auténticos perdedores son los desafortunados machos no emparejados, que no han conseguido ninguna pareja y no son padres de absolutamente ninguna prole (por lo menos en teoría; diremos más sobre esto después). Los otros perdedores son las hembras secundarias, que tienen que trabajar mucho más duro que las hembras primarias para alimentar a sus crías: terminan efectuando veinte entregas de alimento por hora al nido, comparadas con sólo trece de la otra. Puesto que las hembras secundarias se agotan de esta manera, pueden morir antes. A pesar de sus hercúleos esfuerzos, una laboriosa hembra secundaria no puede aportar tanta comida al nido como una relajada hembra primaria y un macho trabajando juntos; luego, muchos polluelos mueren por desnutrición y las hembras secundarias terminan con menos prole superviviente que las hembras primarias (3,4 contra 5,4 polluelos de media). Además, las crías supervivientes de las hembras secundarias son más pequeñas que las de las hembras primarias, y por lo tanto es menos probable que sobrevivan a los rigores del invierno y a las migraciones.
Dadas estas crueles estadísticas, ¿por qué debería ninguna hembra aceptar el destino de ser «la otra»? Los biólogos solían especular con que las hembras secundarias eligen su destino, razonando que ser la relegada segunda esposa de un buen macho es mejor que ser la única esposa de un macho desastroso con un territorio pobre (es sabido que los hombres ricos casados representan una oportunidad similar para sus amantes potenciales). Más tarde resultó que las hembras secundarias no aceptan su destino a sabiendas sino que son conducidas a él mediante artimañas.
La clave de este engaño es el cuidado que se toma el macho poligínico de situar su segundo hogar a un par de cientos de metros del primero, con muchos territorios de otros machos interpuestos. Es llamativo que los machos poligínicos no cortejen a su segunda esposa en ninguno de los agujeros potenciales cercanos al primer nido, incluso cuando así reducirían su tiempo de recorrido diario entre ellos, tendrían más tiempo disponible para alimentar a sus polluelos y reducirían a la vez su riesgo de acabar siendo traicionados mientras están en camino. La conclusión que parece inevitable es que los machos poligínicos aceptan la desventaja de un lejano segundo hogar para poder engañar a la compañera secundaria potencial y ocultarle la existencia del primer hogar. Las exigencias de la vida convierten a una hembra de papamoscas cerrojillo en especialmente vulnerable al engaño. Si descubre después de la puesta que su pareja es poligínica, es demasiado tarde para hacer algo al respecto. Es mejor para ella quedarse con esos huevos que abandonarlos, buscar un nuevo compañero entre los machos entonces disponibles (en cualquier caso, la mayoría son potenciales bígamos) y esperar que la nueva pareja demuestre ser algo mejor que la anterior.
La estrategia que le queda al macho de papamoscas cerrojillo ha sido investida por los biólogos masculinos con el término (de reminiscencias moralmente neutrales) «estrategia reproductiva mixta» (abreviada MRS[2]). Esto significa que los machos emparejados de esta especie no sólo tienen una pareja: acechan además intentando inseminar a las parejas de otros machos. Si encuentran una hembra cuya pareja está temporalmente ausente, intentan copular con ella y con frecuencia lo consiguen. Se acercan a ella cantando fuertemente, o bien se deslizan a su encuentro silenciosamente; el segundo método tiene éxito con mayor frecuencia.
La escala de esta actividad deja estupefacta a nuestra imaginación humana. En el primer acto de la ópera de Mozart Don Giovanni, el sirviente de Don Juan, Leporello, se jacta ante Doña Elvira de que aquél ha seducido únicamente en España a l.003 mujeres. Esto suena impresionante hasta que te das cuenta de cuán longevos somos los humanos. Si las conquistas de Don Juan tuvieron lugar durante treinta años, sedujo tan sólo a una mujer española cada once días. Por el contrario, si un macho de papamoscas deja temporalmente a su pareja (por ejemplo, para encontrar alimento), como media otro macho se interna en su territorio en diez minutos y copula con su compañera en treinta y cuatro minutos. El 29 por 100 de todas las cópulas observadas probaron ser EPC[3] (cópulas extramaritales), y se estima que un 24 por 100 de todas las anidaciones son «ilegítimas». Está probado que el intruso-seductor es habitualmente el vecino de la puerta de al lado (un macho de un territorio contiguo).
El mayor perdedor es el macho traicionado, para el que las EPC y la MRS constituyen un desastre evolutivo. Despilfarra una temporada de cría completa de su corta vida alimentando polluelos que no transmitirán sus genes. Aunque el macho que perpetra una EPC pueda parecer aparentemente el gran ganador, una pequeña reflexión deja en claro que cerrar así la hoja de balances del macho es engañoso. Mientras tú estás por ahí haciendo el tenorio, otros machos tienen la oportunidad de hacer lo propio con tu compañera. Los intentos de EPC raramente tienen éxito si una hembra está dentro de una distancia de nueve metros de su pareja, pero las posibilidades de éxito aumentan vertiginosamente si su pareja está a más de nueve metros. Esto hace a la MRS especialmente arriesgada para los machos poligínicos, que emplean mucho tiempo en su otro territorio o en el trayecto entre ambos. Los machos poligínicos intentan lograr también una EPC, y como media efectúan un intento cada veinticinco minutos, pero una vez cada once minutos algún otro macho está deslizándose en el interior de su territorio para probar suerte con una EPC. En la mitad de todos los intentos, el macho cornudo de papamoscas está fuera en busca de otra hembra de papamoscas, en el preciso momento en el que su propia compañera está siendo sitiada.
Estas estadísticas llevarían aparentemente a considerar la MRS una estrategia de dudoso valor para los machos de papamoscas cerrojillo, pero éstos son suficientemente listos como para minimizar sus riesgos. Hasta que han fertilizado a su propia pareja, se quedan dentro de una distancia de dos o tres metros de ella y la guardan diligentemente. Sólo cuando ha sido inseminada se van por ahí a hacer el tenorio.
Ahora que hemos estudiado ya los variados resultados de la batalla de los sexos en los animales, veamos cómo encajan los humanos en este cuadro más amplio. Mientras que la sexualidad humana es única en otros aspectos, es bastante ordinaria cuando se trata de la batalla de los sexos. La sexualidad humana se parece a la de muchas otras especies animales cuyas crías son fertilizadas internamente y requieren cuidado biparental, difiriendo así de esa otra mayoría de especies cuyas crías son fertilizadas externamente y disfrutan sólo de cuidado uniparental o, incluso, de ningún cuidado en absoluto.
En los humanos, como en todas las demás especies de mamíferos y aves, excepto los pavos australianos, un óvulo que acaba de ser fertilizado es incapaz de conseguir una supervivencia independiente. De hecho, el lapso de tiempo hasta que la prole puede aprovisionarse de alimento y cuidar de sí misma es cuando menos tan largo para los humanos como para cualquier otra especie de animales, y mucho mayor que para la inmensa mayoría. De ahí que el cuidado parental sea indispensable. La única pregunta es: ¿qué progenitor suministrará ese cuidado, o serán ambos padres los que lo hagan?
Hemos visto que la respuesta a esa pregunta depende para los animales del calibre relativo de la obligada inversión del padre y de la madre en el embrión, de las oportunidades alternativas perdidas de antemano por su elección de proporcionar cuidado parental y de la confianza en la paternidad o maternidad. Examinando el primero de estos factores, la madre humana realiza una inversión obligada mayor que la del padre humano. Ya en el momento de la fertilización un óvulo humano es mucho mayor que un espermatozoide, aunque esa discrepancia desaparece o es invertida si el óvulo es comparado con la eyaculación completa de espermatozoides. Después de la fertilización, la madre humana está comprometida a nueve meses de gasto de energía y tiempo, seguido por un período de lactancia que duraba cerca de cuatro años en las condiciones de vida de los cazadores-recolectores, que caracterizaron a todas las sociedades humanas hasta la aparición de la agricultura hace cerca de diez mil años. Como yo mismo puedo muy bien recordar de la observación de cuán rápidamente desaparecía la comida de nuestra nevera cuando mi mujer estaba dando de mamar a nuestros hijos, la lactancia humana es energéticamente muy cara. El presupuesto diario de energía de una madre lactante supera el de la mayoría de los hombres que llevan incluso un estilo de vida moderadamente activo, y sólo es superado por el de los corredores de maratón en pleno entrenamiento. De ahí que no hay forma de que una mujer recién fertilizada se levante de la cama conyugal; mire a su esposo o amante a los ojos y le diga: «¡Tú tendrás que cuidar de este embrión si quieres que sobreviva; porque yo no lo haré!» Su consorte reconocería esto como un farol.
El segundo factor que afecta el interés relativo de hombres y mujeres en el cuidado de los niños es su diferencia en cuanto a otras oportunidades desperdiciadas como consecuencia de ello. Debido al tiempo de compromiso de la mujer con el embarazo y la lactancia (bajo las condiciones de los cazadores-recolectores); no hay nada que ella pueda hacer durante ese tiempo que le permita producir una nueva prole. El patrón tradicional de lactancia era amamantar muchas veces cada hora, y la liberación de hormonas resultante tendía a causar amenorrea lactativa (cese del ciclo menstrual) durante varios años. De ahí que las madres de los cazadores-recolectores tuvieran hijos a intervalos de varios años. En la sociedad moderna una mujer puede concebir de nuevo unos pocos meses después del parto, bien renunciando a la lactancia materna en favor de la lactancia artificial; bien amamantando al bebé sólo cada pocas horas (como tienden a hacer las mujeres modernas por comodidad). En estas condiciones, la mujer pronto recupera el ciclo menstrual. Sin embargo, incluso las mujeres modernas que evitan la lactancia natural y la anticoncepción raramente dan a luz a intervalos menores de un año, y pocas mujeres dan a luz a más de una docena de niños en el transcurso de su vida. El récord vital de número de hijos de una mujer es un modesto sesenta y nueve (una mujer moscovita del siglo XIX especializada en trillizos), que suena formidable hasta que lo comparamos con las cifras conseguidas por algunos hombres que serán mencionadas más adelante.
Así pues; muchos maridos no ayudan a una mujer a producir bebés, y muy pocas sociedades humanas practican regularmente la poliandria. En la única sociedad de este tipo; objeto de mucho estudio, los tre-ba de Tíbet, las mujeres con dos maridos no tienen como media más hijos que las mujeres con un marido. Las razones de la poliandria de los tre-ba están relacionadas por el contrario con el sistema de la propiedad de la tierra: los hermanos tre-ba se casan frecuentemente con la misma mujer para evitar subdividir una pequeña extensión de tierra.
De esta manera, una mujer que «elige» hacerse cargo de su prole no está por ello renunciando a otras espectaculares oportunidades reproductivas. En contraposición con ello; una hembra poliándrica de falaropo produce como media sólo 1,3 polluelos volanderos con una pareja, pero 2,2 polluelos si puede acaparar dos machos, y 3,7 polluelos si puede acaparar tres. Una mujer difiere también en ese aspecto de un hombre, que posee la capacidad teórica ya mencionada de dejar embarazadas a todas las mujeres del mundo. A diferencia de la genéticamente poco beneficiosa poliandria de las mujeres tre-ba, la poliginia hizo un gran servicio a los hombres mormones del siglo XIX, cuya media de producción de niños durante la vida aumentaba desde unos meros siete hijos para un mormón con una sola esposa hasta dieciséis o veinte hijos por hombre con dos o tres esposas respectivamente; y hasta veinticinco hijos para los líderes de la iglesia mormona, que tenían como media cinco mujeres.
Incluso estos beneficios de la poliginia son modestos comparados con los cientos de niños engendrados por los príncipes modernos capaces de acaparar los recursos de una sociedad centralizada para criar a su prole sin tener que proporcionar ellos directamente cuidados infantiles. Un visitante del siglo XIX en la corte de Nizam de Hyderabad, un príncipe indio con un harén especialmente cuantioso, estuvo presente allí por casualidad durante un período de ocho días, en el que cuatro de las mujeres de Nizam dieron a luz, con nueve nacimientos más previstos para la semana siguiente. El récord vital de número de prole engendrada se atribuye al emperador marroquí Ismael el Sediento de Sangre, padre de setecientos hijos y un incontado aunque presumiblemente comparable número de hijas. Estas cifras dejan en claro que un hombre que fertiliza a una mujer y después se dedica al cuidado infantil podría renunciar como consecuencia de esa elección a un enorme número de oportunidades alternativas.
El factor restante, que tiende a hacer que el cuidado de los niños sea menos gratificante para los hombres que para las mujeres, es la justificada paranoia sobre la paternidad que los hombres comparten con los machos de otras especies con fertilización interna. Un hombre que opta por el cuidado infantil corre el riesgo de que, sin saberlo, sus esfuerzos sirvan para transmitir los genes de un rival. Este hecho biológico es la causa que subyace a las repulsivas prácticas de secuestro mediante las cuales los hombres de diversas sociedades han tratado de incrementar su confianza en la paternidad, restringiendo las oportunidades de su esposa de tener relaciones sexuales con otros hombres. Entre estas prácticas se cuentan los altos precios de las novias sólo en el caso de las que son entregadas como mercancías de probada virginidad; las leyes tradicionales sobre adulterio, que definen el adulterio sólo mediante el estatus marital de la mujer partícipe (siendo irrelevante el del hombre que participa en él); la vigilancia o virtual encarcelamiento de las mujeres; la ablación femenina (clitoridectomía) tendente a reducir el interés de una mujer en iniciar relaciones sexuales, tanto maritales como extramaritales; y la infibulación (suturar los labios mayores de una mujer dejándolos prácticamente cerrados para hacer imposible el acto sexual mientras el marido está fuera).
Estos tres factores —las diferencias sexuales en la obligada inversión parental, las oportunidades alternativas perdidas por el cuidado infantil y la seguridad en la paternidad— contribuyen a que los hombres se muestren mucho más propensos que las mujeres a abandonar a la pareja y el hijo. Sin embargo, un hombre no es como un colibrí, un tigre macho o el macho de muchas otras especies animales, que pueden volar o salir corriendo con tranquilidad inmediatamente después de la cópula, en la seguridad y en el convencimiento de que su abandonada compañera sexual será capaz de controlar toda la tarea subsiguiente que habría de promover la supervivencia de sus genes. Los bebés humanos necesitan virtualmente cuidado biparental, especialmente en las sociedades tradicionales. Mientras que, como veremos en el capítulo 5, las actividades representadas como cuidado parental masculino pueden tener de hecho funciones más complejas que las evidentes a simple vista, muchos o la mayoría de los hombres en las sociedades tradicionales proporcionan indudablemente servicios a sus hijos y su esposa. Estos servicios incluyen: adquisición y entrega de alimentos; ofrecimiento de protección, no sólo contra depredadores sino también contra otros hombres sexualmente interesados en una madre y que consideran a su prole (sus hijastros potenciales) como una molestia genética competitiva; posesión de una tierra y su consecuente producción; construcción de una casa, limpieza de su jardín y dedicación a otras labores útiles; y educación de los hijos, especialmente de los varones, para así aumentar las oportunidades de supervivencia de éstos.
Las diferencias sexuales en el valor genético del cuidado parental en relación con el progenitor proporcionan base biológica a las ya muy conocidas actitudes diferenciales de hombres y mujeres hacia el sexo extramarital. Debido a que un bebé humano requiere virtualmente cuidados paternales en las sociedades humanas tradicionales, el sexo extramarital resulta más beneficioso para un hombre si lo practica con una mujer casada, cuyo marido criará sin saberlo a los niños resultantes. El sexo esporádico entre un hombre y una mujer casada tiende a aumentar la producción de hijos del hombre, pero no de la mujer. Esta diferencia decisiva se refleja en las distintas motivaciones de hombres y mujeres. Las encuestas de actitud en una amplia variedad de sociedades humanas de todo el mundo han mostrado que los hombres tienden a estar más interesados que las mujeres en la variedad sexual; incluyendo el sexo esporádico y las relaciones breves. Esta actitud es fácilmente comprensible porque tiende a maximizar la transmisión de genes de un hombre pero no la de una mujer. Por el contrario, la motivación de una mujer que participa en una relación sexual extramarital es atribuida por la mujer, en general y más frecuentemente, a la insatisfacción matrimonial. Una mujer en esa situación tiende a procurar una nueva relación duradera: bien un nuevo matrimonio, bien una relación extramatrimonial de larga duración con un hombre más capacitado que su marido para proporcionar recursos o genes adecuados.