Capítulo 6
Hacer mas haciendo menos: la evolución de la menopausia femenina
La mayoría de los animales salvajes siguen siendo fértiles hasta que mueren, o bien hasta cercano ese momento. Así sucede con los machos de los humanos: aunque algunos se vuelvan infértiles o sean menos fértiles a diversas edades y por variadas razones, los hombres no experimentan un cese total de la fertilidad en ninguna edad en particular. Hay innumerables casos bien comprobados de hombres viejos, incluyendo uno de noventa y cuatro años, que son padres.
Pero las hembras humanas experimentan una caída en picado de su fertilidad desde la edad de cuarenta años, que en Una década aproximadamente conduce a la completa y total esterilidad. Mientras que algunas mujeres continúan teniendo ciclos menstruales regulares hasta la edad de cincuenta y cuatro o cincuenta y cinco años, la concepción después de los cincuenta era escasa hasta el reciente desarrollo de tecnologías médicas que utilizan terapias hormonales y fertilización artificial. Por ejemplo, entre los huteritas estadounidenses, una comunidad religiosa estricta, bien nutrida y opuesta a la anticoncepción, las mujeres producen bebés tan rápido como es biológicamente posible para los humanos, con un intervalo medio de tan sólo dos años entre nacimientos y un número medio final de once niños. E incluso las mujeres huteritas dejan de producir bebés alrededor de los cuarenta y nueve años.
Para los profanos, la menopausia es un hecho inevitable de la vida, si bien es cierto que constituye frecuentemente un hecho doloroso anticipado con aprensión. Pero para los biólogos evolutivos, la menopausia femenina humana es una aberración en el mundo animal y una paradoja intelectual. La esencia de la selección natural es que promueve genes responsables de caracteres que aumentan el número de los descendientes propios que llevarán esos genes. ¿Cómo es posible que la selección natural dé como resultado que la totalidad de las hembras de una especie lleven genes que restrinjan su capacidad para dejar más descendientes? Todas las características biológicas son objeto de variación genética, incluyendo la edad de la menopausia femenina humana. Una vez que la menopausia femenina quedó de alguna manera establecida en los humanos por cualquier razón que fuera, ¿por qué no fue su edad de inicio empujada gradualmente hacia adelante hasta que desapareciera de nuevo, debido a que aquellas mujeres que experimentaron la menopausia más tarde en la vida dejaron tras de ellas más descendientes?
Para los biólogos evolutivos, la menopausia femenina se halla así entre las características más peculiares de la sexualidad humana; como argumentaré, también se cuenta entre las más importantes. Junto con nuestros grandes cerebros y la postura erguida (subrayada en todos los textos dé evolución humana), y nuestra ovulación oculta e inclinación al sexo recreativo (a las que los textos dedican menos atención), creo que la menopausia femenina estaba entre los rasgos biológicos esenciales para hacernos distintivamente humanos: una criatura más que (y cualitativamente diferente de) un simio.
Muchos biólogos se mostrarían reacios ante lo que acabo de decir. Argumentarían que la menopausia femenina humana no representa un problema sin resolver, y que no hay necesidad de discutir sobre ella más en profundidad. Sus objeciones son de tres clases.
En primer término, algunos biólogos rechazan la menopausia femenina humana como un proceso generado por el reciente aumento de la esperanza de vida humana. Este aumento no sólo tiene su origen en las medidas de salud pública llevadas a cabo en el último siglo, sino posiblemente también en la aparición de la agricultura hace diez mil años, e incluso más posiblemente en la de los cambios evolutivos que conducen a unas habilidades de supervivencia humana incrementadas en los últimos cuarenta mil años. De acuerdo con esta visión, la menopausia no habría sido un suceso frecuente durante la mayoría de los varios millones de años de evolución humana debido a que (supuestamente) casi ningún hombre o mujer sobrevivía por encima de la edad de cuarenta años. Por supuesto, el tracto reproductivo femenino fue programado para cesar alrededor de los cuarenta años porque, de todas formas, no habría tenido la oportunidad de actuar de ahí en adelante. El aumento de la duración de la vida humana se ha desarrollado demasiado recientemente en nuestra historia evolutiva como para que el tracto reproductivo femenino tuviera tiempo de adaptarse; al menos, así reza esta objeción.
Sin embargo, esta visión ignora el hecho de que el tracto reproductivo masculino humano y todas las demás funciones biológicas, tanto de hombres como de mujeres, continúan funcionando en la mayoría de la gente muchas décadas después de la edad de cuarenta años. Tendríamos entonces que asumir que cada una de las demás funciones biológicas fue capaz de ajustarse rápidamente a nuestra nueva duración de la vida, dejando inexplicado por qué la reproducción femenina fue la única incapaz de hacerlo. La afirmación de que anteriormente pocas mujeres sobrevivían hasta la edad de la menopausia está basada en la paleodemografía, es decir, en intentos de estimar la edad en el momento de la muerte en esqueletos antiguos. Esas estimaciones descansan sobre suposiciones no probadas y no plausibles, tales como que los esqueletos recuperados representan una muestra objetiva de toda una población antigua, o que realmente se puede atribuir edad con precisión a los esqueletos adultos antiguos. Mientras que no se cuestiona la capacidad de los paleodemógrafos para distinguir el antiguo esqueleto de una persona de diez años del de una de veinticinco, la capacidad que pretenden de distinguir a un hombre de cuarenta años de uno de cincuenta nunca ha sido demostrada. Difícilmente se puede razonar en base a comparaciones con esqueletos de personas modernas, cuyos diferentes estilos de vida, dietas y enfermedades conducen con seguridad a que sus huesos envejezcan a un ritmo diferente al de los huesos de los antiguos.
Una segunda objeción reconoce la menopausia humana femenina como un fenómeno posiblemente antiguo, pero niega que sea único de humanos. Muchos o la mayoría de los animales salvajes muestran una disminución de la fertilidad con la edad. Algunos individuos de avanzada edad de una amplia variedad de especies salvajes de mamíferos y aves resultan ser infértiles. Muchos individuos hembra de avanzada edad de macaco rhesus, y ciertas cepas de ratones de laboratorio, que viven en jaulas de laboratorio o en zoológicos donde sus vidas son considerablemente prolongadas respecto a la duración esperada de vida en la naturaleza por sus dietas de gourmet, supervisión y soberbia atención médica, y completa protección frente a enemigos, se vuelven infértiles. De ahí que algunos biólogos objeten que la menopausia humana femenina forma parte simplemente de un extendido fenómeno de menopausia animal. Cualquiera que fuere la explicación del fenómeno, su existencia en muchas especies significaría que no hay nada necesariamente peculiar en la menopausia en la especie humana que requiera explicación.
Sin embargo, una golondrina no hace verano, ni tampoco una hembra estéril es constitutiva de menopausia. Es decir, la detección de un ocasional individuo de avanzada edad estéril en la naturaleza, o de esterilidad regular en animales enjaulados con duraciones de vida artificialmente prolongadas, no permite establecer la existencia de la menopausia como fenómeno biológicamente significativo en la naturaleza. Esto requeriría la demostración de que una fracción sustancial de hembras adultas en una población animal salvaje se vuelven estériles y pasan una porción significativa de la duración de su vida después del término de su fertilidad.
La especie humana cumple con esta definición, pero sólo una o posiblemente dos especies animales salvajes se sabe definitivamente que lo hacen. Una es un ratón marsupial australiano en el que los machos (no las hembras) muestran algo parecido a la menopausia: todos los machos de la población se vuelven estériles durante un período breve en agosto y mueren en el siguiente par de semanas, dejando una población que consiste únicamente en hembras preñadas. En ese caso, sin embargo, la fase posmenopáusica es una fracción despreciable de la duración total de la vida del macho. Los ratones marsupiales no suponen un ejemplo de la verdadera menopausia, sino que son considerados más apropiadamente como un ejemplo de la reproducción big-bang, un único esfuerzo reproductivo en la vida seguido rápidamente por la esterilidad y la muerte, como en los salmones y las pitas. El mejor ejemplo de menopausia animal lo proporcionan los calderones, entre los cuales un cuarto de todas las hembras adultas asesinadas por los balleneros resultaron ser posmenopáusicas, a juzgar por la condición de sus ovarios. Las hembras de calderón comienzan la menopausia a la edad de treinta o cuarenta años, tienen una media de supervivencia de por lo menos catorce años después de la menopausia y pueden vivir durante alrededor de sesenta años.
Así pues, la menopausia como fenómeno biológicamente significativo no es exclusivo de los humanos, siendo compartido por lo menos con una especie de ballenas. Merecería la pena buscar evidencia de menopausia en las ballenas asesinas y unas cuantas especies más como posibles candidatos. Pero hembras mayores todavía fértiles son encontradas frecuentemente entre poblaciones salvajes bien estudiadas de otros mamíferos de larga vida, incluyendo chimpancés, gorilas, babuinos y elefantes. De ahí que sea improbable que esas especies y la mayoría de las otras estén caracterizadas por la menopausia regular. Por ejemplo, un elefante de cincuenta y cinco años es considerado de avanzada edad, puesto que el 95 por 100 de los elefantes mueren antes de esa edad. Pero la fertilidad de una hembra de elefante de cincuenta y cinco años es aun así la mitad de la de hembras más jóvenes en la flor de la vida.
La menopausia femenina es suficientemente inusual en el mundo animal como para que su evolución en humanos requiera una explicación. Evidentemente no la heredamos de los calderones, de cuyos ancestros se separaron los nuestros hace cerca de cincuenta millones de años. De hecho, la debemos haber evolucionado puesto que nuestros ancestros se distanciaron de los de los chimpancés y de los ancestros de los gorilas hace siete millones de años, ya que nosotros experimentamos la menopausia y los chimpancés y los gorilas no parecen hacerlo (o por lo menos no regularmente).
La tercera y última objeción afecta al reconocimiento de la menopausia humana como un fenómeno antiguo, inusual entre los animales. Estos críticos afirman que no necesitamos buscar una explicación a la menopausia porque el enigma ya ha sido resuelto. La solución (dicen) reside en el mecanismo fisiológico de la menopausia: el suministro de óvulos de una mujer está fijado al nacer y no vuelve a incrementarse en su vida. En cada ciclo menstrual se pierden por ovulación uno o más óvulos, y muchos más sencillamente mueren (proceso llamado atresia). Hacia la época en la que una mujer tiene cincuenta años, la mayoría de su suministro de óvulos original ha sido agotado. Los óvulos que quedan tienen una antigüedad de medio siglo, son cada vez menos sensibles a las hormonas de la pituitaria y son demasiado pocos en número como para producir el suficiente estradiol para activar la liberación de hormonas de la pituitaria.
Pero hay una dura contraobjeción a esta objeción. Aunque la objeción no es incorrecta, es incompleta. Sí, el agotamiento y envejecimiento del suministro de óvulos son las causas inmediatas de la menopausia humana, pero ¿por qué programó la selección natural a las mujeres de modo que sus óvulos resultaran agotados o insensibles a los cuarenta años? No hay ninguna razón convincente por la que no hubiéramos podido evolucionar una cuota inicial de óvulos el doble de grande, u óvulos que permanecieran sensibles después de medio siglo. Los óvulos de los elefantes, de las ballenas francas y posiblemente de los albatros permanecen viables durante al menos sesenta años, y los óvulos de las tortugas permanecen viables durante mucho más tiempo, así que presumiblemente los óvulos humanos podrían haber desarrollado la misma capacidad.
La razón básica por la que la tercera objeción es incompleta es porque confunde mecanismos próximos con explicaciones causales últimas. (Un mecanismo próximo es una causa directa inmediata, mientras que una explicación última es la última en la larga cadena de factores que conducen hasta esa causa inmediata. Por ejemplo, la causa próxima de la ruptura de un matrimonio puede ser el descubrimiento por parte del marido de los asuntos extramatrimoniales de su mujer, pero la explicación última podría ser la insensibilidad crónica del esposo y la incompatibilidad elemental de la pareja que condujo a la esposa a tener otras relaciones). Los fisiólogos y los biólogos moleculares caen habitualmente en la trampa de pasar por alto esta distinción, que es fundamental para la biología, la historia y el comportamiento humano. La fisiología y la biología molecular no pueden hacer nada más que identificar mecanismos próximos; sólo la biología evolutiva puede proporcionar explicaciones causales últimas. Como un sencillo ejemplo, la razón próxima de por qué las así llamadas ranas veneno de flecha son venenosas es que secretan un compuesto químico letal llamado batracotoxina. Pero ese mecanismo biológico para la ponzoñez de las ranas podría ser considerado un detalle sin importancia porque muchos otros compuestos químicos venenosos habrían funcionado igualmente bien. La explicación causal última es que las ranas veneno de flecha evolucionaron compuestos químicos venenosos porque son pequeñas, animales de otra manera indefensos que serían una presa fácil para los depredadores si no estuvieran protegidos por el veneno.
Hemos visto repetidamente en este libro que las grandes preguntas sobre la sexualidad humana son cuestiones evolutivas sobre explicaciones causales últimas, no la búsqueda en pos de los mecanismos fisiológicos próximos. Sí, el sexo es divertido para nosotros porque las mujeres tienen ovulaciones ocultas y son constantemente receptivas, pero ¿por qué evolucionaron esa fisiología reproductiva tan inusual? Sí, los hombres tienen la capacidad fisiológica de producir leche, pero ¿por qué no evolucionaron para explotar esta capacidad? También para la menopausia, la parte sencilla del enigma es el hecho mundano de que el suministro de óvulos de una mujer se agota o queda afectado alrededor del momento en el que ella tiene cincuenta años. El reto es entender por qué hemos evolucionado ese detalle aparentemente contraproducente de la fisiología reproductiva.
El envejecimiento (o senescencia, como lo llaman los biólogos) del tracto reproductivo femenino no puede ser provechosamente considerado si es aislado de otros procesos de envejecimiento. Nuestros ojos, riñones, corazón y todos los demás órganos y tejidos también se hacen viejos. Pero el envejecimiento de nuestros órganos no es fisiológicamente inevitable; o por lo menos no es inevitable que envejezcan tan rápidamente como lo hacen en la especie humana, ya que los órganos de algunas tortugas, almejas y otras especies permanecen en buenas condiciones mucho más tiempo que los nuestros.
Los fisiólogos y muchos otros investigadores del envejecimiento tienden a buscar una explicación sencilla y que lo abarque todo. Las explicaciones populares postuladas en décadas recientes han invocado el sistema inmune, los radicales libres, las hormonas y la división celular. Sin embargo, en realidad todos los que estamos por encima de los cuarenta años sabemos que nuestro cuerpo se deteriora gradualmente en todos los aspectos, y no sólo nuestros sistemas inmunes y nuestras defensas contra los radicales libres. Aunque he llevado una vida menos estresada y he disfrutado de mejor atención médica que la mayoría de los casi seis mil millones de personas del mundo, aún puedo señalar los procesos de envejecimiento que ya me han afectado cerca de los cincuenta y nueve años: pérdida de audición de tonos altos, fallo de los ojos para enfocar a distancias cortas, sentidos de gusto y olfato menos agudos, pérdida de un riñón, desgaste de los dientes, dedos menos flexibles, etc. Mi recuperación de las heridas es ahora más lenta de lo que solía ser: tuve que dejar de correr debido a lesiones recurrentes en las pantorrillas, recientemente me recuperé con lentitud de una lesión en el codo izquierdo y ahora me acabo de dañar el tendón de un dedo. Por delante de mí, si la experiencia de otros hombres sirve de alguna guía, descansa la familiar letanía de quejas, incluyendo disfunciones cardíacas, obturación de las arterias, problemas con la vejiga, problemas en las articulaciones, agrandamiento de la próstata, pérdida de la memoria, cáncer de colon, etc. Todo este deterioro es lo que queremos decir con envejecimiento.
Las razones básicas situadas detrás de esta lúgubre letanía son fácilmente comprendidas por analogía con las estructuras construidas por el hombre. Los cuerpos animales, como las máquinas, tienden a deteriorarse gradualmente o quedar gravemente dañadas con el tiempo y el uso. Para combatir estas tendencias, mantenemos y reparamos conscientemente nuestras máquinas. La selección natural asegura que inconscientemente nuestro cuerpo se repara y se mantiene a sí mismo.
Tanto los cuerpos como las máquinas son mantenidos de dos formas. Comenzamos por reparar la pieza de una máquina cuando está gravemente dañada. Por ejemplo, arreglamos el pinchazo de una rueda o un parachoques de un coche y reemplazamos los frenos o los neumáticos si resultan dañados sin posibilidad de reparación. De forma similar, nuestro cuerpo repara los daños graves. El ejemplo más visible es la reparación de heridas cuando nos cortamos la piel, pero en nuestro interior tienen lugar invisiblemente la reparación molecular del ADN dañado y muchos otros procesos de reparación. Al igual que un neumático destrozado sería reemplazado, nuestro cuerpo tiene cierta capacidad para regenerar partes de órganos lesionados, tal como producir nuevo tejido de riñón, hígado e intestino. Esta capacidad de regeneración está mucho mejor desarrollada en muchos otros animales. ¡Ojalá fuéramos como las estrellas de mar, los cangrejos, los pepinos de mar y los lagartos, que pueden regenerar sus brazos, patas, intestinos y cola respectivamente!
La otra clase de conservación de máquinas y cuerpos es el mantenimiento regular o automático para contrarrestar el desgaste gradual, haya o no haya habido un daño grave. Por ejemplo, en los momentos de revisión de mantenimiento programado cambiamos el aceite del motor de nuestro coche, las bujías, la correa del ventilador y los cojinetes. De forma similar, nuestro cuerpo hace crecer constantemente nuevo pelo, reemplaza el recubrimiento del intestino delgado cada pocos días, reemplaza nuestras células sanguíneas cada pocos meses y cada diente una vez en nuestra vida. Una restitución invisible tiene lugar en las moléculas de proteína individuales que constituyen nuestros cuerpos.
Lo bien que mantengas tu coche, y cuánto dinero o recursos destines a su mantenimiento, influye fuertemente en cuánto dura. Lo mismo se puede decir de nuestros cuerpos, no sólo con respecto a nuestros programas de ejercicios, visitas al médico y otro mantenimiento consciente, sino también con respecto a la reparación y mantenimiento inconsciente que nuestros propios cuerpos hacen de sí mismos. El sintetizar nueva piel, tejido del riñón y proteínas emplea mucha energía biosintética. Las especies animales varían ampliamente en su inversión en automantenimiento, y, por tanto, también en el ritmo al que envejecen. Algunas tortugas viven más de un siglo. Los ratones de laboratorio, viviendo en jaulas con comida abundante y sin depredadores ni riesgos y recibiendo mejores atenciones médicas que ninguna tortuga salvaje o que la inmensa mayoría de la gente del mundo, se vuelven inevitablemente decrépitos y mueren de viejos antes de su tercer cumpleaños. Hay diferencias en el envejecimiento incluso entre nosotros los humanos y nuestros parientes más cercanos, los grandes simios. Los simios bien nutridos, que viven en la seguridad de las jaulas del zoológico y son atendidos por veterinarios, en raras ocasiones viven por encima de la edad de sesenta años (si es que llegan a hacerlo alguna vez), mientras que los estadounidenses blancos expuestos a mucho más peligro y recibiendo menos atención médica viven ahora una media de setenta y ocho años los hombres y ochenta y tres las mujeres. ¿Por qué nuestros cuerpos cuidan inconscientemente mejor de sí mismos que los cuerpos de los simios? ¿Por qué las tortugas envejecen mucho más lentamente que los ratones?
Podríamos evitar completamente el envejecimiento y (salvo accidentes) vivir para siempre si sacrificáramos todo a la reparación y cambiáramos todas las partes de nuestros cuerpos con frecuencia. Podríamos evitar la artritis haciendo crecer nuevos miembros, como hacen los cangrejos, evitar el ataque cardíaco haciendo crecer periódicamente un nuevo corazón, y minimizar la caries dental dando lugar a que crezcan nuevos dientes cinco Veces (como hacen los elefantes, en vez de una sola, como hacemos nosotros). Algunos animales proceden a una gran inversión en ciertos aspectos de la reparación de1 cuerpo, pero ningún animal hace una gran inversión en todos los aspectos, y ningún animal evita el envejecimiento por completo.
La analogía con nuestros coches pone de nuevo en evidencia la razón: el coste de la reparación y el mantenimiento. La mayoría de nosotros sólo tiene cantidades limitadas de dinero, las cuales nos vemos obligados a administrar. Sólo nos gastamos el dinero suficiente en la reparación de nuestro coche para mantenerlo funcionando mientras tenga sentido desde el punto de vista económico. Cuando las facturas de reparación suben mucho, encontramos más barato dejar morir al viejo coche y comprarnos uno nuevo. Nuestros genes se enfrentan a una disyuntiva parecida entre reparar el viejo cuerpo que contiene los genes y hacer nuevos contenedores para los genes (es decir, bebés). Los recursos gastados en la reparación, ya sea de coches o de cuerpos, consumen los recursos disponibles para comprar nuevos coches o hacer bebés. Los animales con una autoreparación barata y períodos de vida breves, como los ratones, pueden producir crías mucho más rápidamente de lo que pueden hacerlo animales de mantenimiento caro y de larga vida, como nosotros. Una hembra de ratón que morirá a la edad de dos años, mucho antes de que nosotros los humanos adquiramos la fertilidad, ha estado produciendo cinco crías cada dos meses desde que tenía sólo unos pocos meses.
Es decir, la selección natural ajusta las Inversiones relativas en reparación y reproducción de forma que se maximice así la transmisión de genes a la prole. El equilibrio entre reparación y reproducción difiere entre las especies. Algunas especies escatiman en reparación y producen crías rápidamente, pero mueren pronto, como los ratones. Otras especies, como nosotros, invierten fuertemente en reparación, viven durante casi un siglo y en ese tiempo pueden producir una docena de bebés (si eres una mujer huterita) o cerca de mil bebés (si eres el emperador Moulay el Sediento de Sangre). Tu tasa anual de producción de bebés es inferior a la del ratón (incluso si eres Moulay), pero tienes más años para ponerla en juego.
Resulta que un importante determinante evolutivo de inversión biológica en reparación —y por tanto de período de duración de la vida bajo las mejores condiciones posibles— es el riesgo de muerte por accidentes y malas condiciones de vida. No te gastas dinero en el mantenimiento de tu taxi si eres taxista en Teherán, donde incluso el taxista más precavido está destinado a sufrir un abollón en el parachoques cada pocas semanas. En lugar de ello, ahorras el dinero para comprar el inevitable siguiente taxi. De forma similar, los animales cuyos estilos de vida conllevan un alto riesgo de muerte accidental están evolutivamente programados para escatimar en reparaciones y para envejecer rápidamente, incluso cuando viven en la bien nutrida seguridad de una jaula de laboratorio. Los ratones, objeto de altas tasas de depredación en la naturaleza, están evolutivamente programados para invertir menos en reparación y envejecer más rápidamente que las aves enjauladas de tamaño similar, que en la naturaleza pueden escapar volando de los depredadores. Las tortugas, protegidas en 1a naturaleza por una concha, están programadas para envejecer más lentamente que otros reptiles, mientras que los puerco espines, protegidos por sus espinas, envejecen más lentamente que otros mamíferos comparables en tamaño.
En esta generalización también encajamos nosotros, y nuestros parientes los simios. Los antiguos humanos, que normalmente peli11anecían en el suelo y se defendían con lanzas y fuego, sufrían menor riesgo de muerte por parte de depredadores o por caídas de los árboles que los simios arbóreos. El legado de la programación evolutiva resultante continúa hoy en cuanto que vivimos varias décadas más que los simios de zoológico que viven en condiciones comparables de seguridad, salud y bienestar. Debemos haber evolucionado mejores mecanismos de reparación y un ritmo inferior de envejecimiento en los últimos siete millones de años, desde que nos separamos de nuestros parientes simios, bajamos de los árboles y nos armamos con lanzas, piedras y fuego.
Un razonamiento similar es pertinente para la dolorosa experiencia de que todo en nuestros cuerpos comienza a desmoronarse a medida que nos hacemos viejos. Lamentablemente, esa triste realidad del diseño evolutivo es eficiente en términos de coste. Estarías desperdiciando energía biosintética, que de no ser así podría destinarse a fabricar bebés, si mantuvieras una parte de tu cuerpo en una reparación tan grande que durara más que las otras partes y que tu expectativa de vida. El cuerpo más eficientemente construido es aquel en el que todos los órganos se desgastan por completo aproximadamente al mismo tiempo.
El mismo principio, por supuesto, es aplicable a las máquinas de construcción humana, como ilustra una historia que tiene como protagonista a Henry Ford, el impulsor de la fabricación automovilística rentable. Un día Ford mandó a algunos de sus empleados a depósitos de chatarra, con instrucciones de examinar las condiciones de las piezas que quedaban de los modelos Ford T desechados. Los empleados trajeron de vuelta las noticias aparentemente decepcionantes de que casi todos los componentes mostraban signos de desgaste. Las únicas excepciones eran los pivotes de dirección, los cuales permanecían virtualmente nuevos. Ante la sorpresa de los empleados, Ford, en vez de expresar orgullo sobre sus bien hechos pivotes de dirección, declaró que éstos estaban excesivamente logrados y que en el futuro deberían ser hechos de forma más barata. La conclusión de Ford podría violar nuestro ideal de orgullo en el trabajo esmerado, pero tenía sentido económico: de hecho, había estado desperdiciando dinero en pivotes duraderos que sobrevivían a los coches en los que eran instalados.
El diseño de nuestros cuerpos, que evolucionó a través de selección natural, encaja con el principio de los pivotes de Henry Ford, con una sola excepción. Virtualmente todas las partes del cuerpo humano se desgastan por completo hacia el mismo momento. El principio del pivote de dirección encaja incluso con el tracto reproductivo masculino, que no sufre ningún cese abrupto sino que gradualmente acumula una variedad de problemas, tales como hipertrofia de la próstata y recuento de esperma decreciente en diferentes grados en hombres diferentes. El principio del pivote de dirección también encaja con los cuerpos de los animales. Los animales capturados en la naturaleza muestran pocos signos de deterioro relacionado con el envejecimiento, puesto que un animal salvaje es muy probable que muera a causa de un depredador o de un accidente cuando su cuerpo resulte significativamente afectado. En los zoológicos y las jaulas de los laboratorios, sin embargo, exhiben un deterioro gradual relacionado con la edad en todas las partes de su cuerpo de la misma manera que nos sucede a nosotros.
El mensaje triste se aplica tanto al tracto reproductivo femenino como al masculino de los animales. Las hembras de macaco rhesus se quedan sin óvulos funcionales cerca de la edad de treinta años; la, fertilización de los óvulos en conejos de edad avanzada se vuelve menos fiable; una fracción creciente de óvulos son anormales en los hámsters, conejos y ratones viejos; los embriones fertilizados son crecientemente inviables en hámsters y conejos de avanzada edad; y el envejecimiento mismo del útero conduce a una creciente mortalidad embrionaria en hámsters, conejos y ratones. Así que el tracto reproductivo femenino de los animales es un microcosmos del cuerpo entero en cuanto que todo lo que podría ir mal con la edad va de hecho mal, en diferentes edades y en diferentes individuos.
La deslumbrante excepción al principio de los pivotes es la menopausia femenina humana. En todas las mujeres, en el transcurso de un breve período de edad, cesa completamente, algunas décadas antes de la muerte esperada, incluso antes de la muerte esperada de muchas mujeres cazadoras-recolectoras. Cesa completamente por una razón fisiológica trivial —el agotamiento de los óvulos funcionales— que habría sido sencillo de eliminar tan sólo mediante una mutación que alterara ligeramente el ritmo al cual mueren o se vuelven insensibles los óvulos. Evidentemente, no había nada fisiológicamente inevitable en la menopausia femenina humana y no había nada evolutivamente inevitable en ella desde la perspectiva de los mamíferos en general; y sin embargo, la hembra humana, no el macho, resultó específicamente programada por la selección natural, en algún momento en los últimos pocos millones de años, para cesar completamente la reproducción de forma prematura. Esa senescencia prematura es todavía más sorprendente porque va contra una tendencia abrumadora: en otros aspectos, nosotros los humanos hemos evolucionado un envejecimiento más bien retrasado que prematuro.
Teorizar acerca de las bases evolutivas de la menopausia femenina humana debe explicar cómo la estrategia evolutiva aparentemente contraproducente de hacer menos bebés podría de hecho dar como resultado que haga más. Evidentemente, a medida que una mujer envejece puede hacer más por incrementar el número de personas que llevan sus genes mediante la dedicación a sus hijos existentes, sus nietos potenciales y sus otros parientes que produciendo otro hijo más.
La cadena evolutiva de razonamiento descansa sobre varios hechos crueles. Uno es el largo período de dependencia parental de la cría humana, más largo que en cualquier otra especie animal. Una cría de chimpancé empieza a recolectar su propia comida cuando es destetada por su madre. Consigue el alimento básicamente con sus propias manos (el uso que hacen los chimpancés de herramientas, tal como pescar termitas con briznas de hierba o cascar frutos con piedras es de gran interés para los científicos humanos, pero sólo de importancia limitada para la dieta de los chimpancés). La cría de chimpancé prepara asimismo su comida con sus propias manos. Pero los cazadores-recolectores humanos adquieren la mayoría de su alimento con herramientas, tales como palos para cavar, redes, lanzas y cestas. Gran parte del alimento humano es preparado también con herramientas (descascarillado, machacado, cortado, etc.) y después cocinado en un fuego. No nos protegemos frente a depredadores peligrosos con nuestros dientes y fuertes músculos, como hacen otros animales (los de presa), sino que, de nuevo, lo hacemos con nuestras herramientas. Incluso el empuñar todas esas herramientas se sitúa completamente fuera de la destreza manual de los bebés, y crearlas, fuera de la capacidad de los niños pequeños. El uso y la construcción de herramientas es transmitido no sólo por imitación sino por el lenguaje, lo cual requiere de un niño cerca de una década para dominarlos.
En consecuencia, un niño humano no se hace independiente económicamente, o capaz de funcionar económicamente como adulto en la mayoría de las sociedades, hasta que ella o él está en la adolescencia o tiene alrededor de veinte años. Hasta entonces, el niño permanece dependiente de sus progenitores, especialmente de su madre, debido a que, como vimos en capítulos anteriores, las madres tienden a suministrar mayor cuidado infantil que los padres. Los progenitores son importantes no sólo para recolectar alimento y para enseñar a construir herramientas, sino también para proporcionar protección y un estatus dentro de la tribu. En las sociedades tradicionales, la muerte temprana de la madre o del padre perjudicaban la vida de un niño incluso aunque el progenitor superviviente se volviera a casar, debido a posibles conflictos con los intereses gen éticos del padrastro o madrastra. Un joven huérfano que no era adoptado tenía incluso menos posibilidades de supervivencia.
Así que una madre cazadora-recolectora que ya tiene varios hijos se arriesga a perder algunas de sus inversiones genéticas en ellos si no sobrevive hasta que el más pequeño de todos es por lo menos un adolescente. Este hecho cruel, que subyace a la menopausia femenina humana, se vuelve más alarmante a la luz de otro hecho cruel: el nacimiento de cada hijo hace peligrar inmediatamente a los hijos anteriores de la madre debido al riesgo de muerte durante el parto de ésta. En la mayoría de las demás especies animales este riesgo es insignificante. Por ejemplo, en un estudio que abarcaba a 401 hembras de macaco rhesus preñadas, sólo una murió durante el parto. En las sociedades tradicionales humanas, el riesgo era mucho más elevado y aumentaba con la edad. Incluso en las prósperas sociedades occidentales del siglo XX, el riesgo de morir dando a luz es siete veces más elevado para una madre que haya superado los cuarenta años que para una madre de veinte. Pero cada nuevo hijo pone en peligro la vida de la madre no sólo por el riesgo inmediato de muerte durante el parto, sino también por el riesgo de muerte relacionada con el agotamiento por lactancia, así como con el hecho de acarrear un niño pequeño y trabajar más duro para alimentar más bocas.
Otro hecho cruel es que las crías de las madres más viejas tienen cada vez menos probabilidades de sobrevivir o de nacer sanas debido al aumento del riesgo, relacionado con el envejecimiento, de aborto, nacimiento muerto, bajo peso del feto y defectos genéticos. Por ejemplo, el riesgo de tener un feto que porte la enfermedad genética conocida como síndrome de Down aumenta, con la edad de la madre, de uno entre dos mil nacimientos para una madre situada por debajo de los treinta años, a uno entre trescientos para una madre entre los treinta y cinco y treinta y nueve, a uno entre cincuenta para una madre de cuarenta y tres años, hasta las espeluznantes probabilidades de uno entre diez para una madre a finales de los cuarenta.
Así pues, a medida que una mujer se hace mayor, es muy probable que haya acumulado más niños; también ha estado cuidándolos más tiempo, por lo que con cada sucesivo embarazo está poniendo en riesgo una inversión mayor. Pero también aumentan sus probabilidades de morir durante o después del alumbramiento, tanto como las probabilidades de que el feto o recién nacido muera o esté dañado. En efecto, la madre mayor está asumiendo más riesgo por una ganancia potencial menor. Es éste un conjunto de factores que tenderían a favorecer, la menopausia femenina humana, y que paradójicamente darían como resultado que la mujer acabara con más hijos supervivientes dando a luz menos hijos. La selección natural no ha programado la menopausia en los hombres debido a otros tres hechos crueles: los hombres nunca mueren durante el parto y raramente mueren mientras están copulando, y son menos susceptibles que las madres de agotarse cuidando de los niños.
Una mujer hipotéticamente no menopáusica que muriera de parto, o mientras se halla cuidando de un niño, estaría destruyendo incluso algo más que su inversión en sus hijos anteriores. Esto se debe a que el hijo de una mujer comienza con el tiempo a producir hijos propios, y estos niños cuentan como parte de la inversión previa de la mujer. Especialmente en las sociedades tradicionales, la supervivencia, de una mujer es importante no sólo para sus propios hijos sino también para sus nietos.
El papel ampliado de las mujeres posmenopáusicas ha sido explorado por Kristen Hawkes, la antropóloga cuya investigación sobre los papeles masculinos discutimos en el capítulo 5. Hawkes y sus colegas estudiaron el forrajeo de mujeres de diferentes edades entre los cazadores-recolectores hadza de Tanzania. Las mujeres que dedicaban la mayoría de su tiempo a recolectar alimento (especialmente raíces, miel y fruta) eran mujeres posmenopáusicas. Estas trabajadoras abuelas hadza echaban unas impresionantes siete horas por día, comparadas con las meras tres horas por día de los adolescentes y tas esposas jóvenes y las cuatro horas y media de las mujeres casadas con hijos pequeños. Como cabría esperar, los rendimientos del forrajeo (medidos en kilos de alimento recolectado por hora) aumentaban con la edad y la experiencia, así que las mujeres maduras conseguían rendimientos más elevados que los adolescentes; pero fue interesante comprobar que los rendimientos de las abuelas eran aun así tan elevados como los de las mujeres en la flor de la vida. La combinación de más horas de forrajeo y una eficiencia de forrajeo inalterada significaba que las abuelas posmenopáusicas aportaban más alimento por día que cualquiera de los grupos más jóvenes de mujeres, aunque sus grandes cosechas excedieran en mucho lo requerido para cubrir sus propias necesidades personales y no tuvieran ya niños pequeños dependientes que alimentar.
Hawkes y sus colegas observaron que las abuelas hadza compartían el excedente de su cosecha de alimento con parientes cercanos, como sus nietos e hijos crecidos. Como estrategia de transformación de calorías en kilos de bebé, sería más eficiente para una mujer mayor donar esas calorías a sus nietos e hijos mayores que a recién nacidos propios (incluso en el caso de que todavía pudiera dar a luz), debido a que la fertilidad de la madre mayor estaría disminuyendo con la edad en cualquier caso, mientras que sus propios hijos serían jóvenes adultos en la plenitud de su fertilidad. Naturalmente, este argumento del reparto del alimento no constituye la única contribución reproductiva de las mujeres posmenopáusicas en las sociedades tradicionales. Una abuela también se queda cuidando de sus nietos, ayudando así a sus hijos adultos a producir más bebés que lleven sus propios genes. Además, las abuelas prestan su estatus social a sus nietos tanto como a sus hijos.
Si uno estuviera jugando a ser Dios o Darwin y tratando de decidir si hacer que las mujeres mayores experimentasen la menopausia o permanecieran fértiles, trazaría un balance que contrastara los beneficios de la menopausia en una columna con sus costes en la otra. Los costes de la menopausia son los hijos potenciales a los que renuncia una mujer que la tiene. Los beneficios potenciales incluyen evitar el riesgo creciente de muerte debido al parto y a ejercer de progenitor a avanzada edad, y obtener el beneficio de la supervivencia mejorada de los nietos propios y los hijos previos. La dimensión de esos beneficios depende de muchos detalles: ¿cuán grande es el riesgo de muerte durante y después del parto?, ¿cuánto aumenta el riesgo con la edad?, ¿cómo sería de grande el riesgo de muerte a la misma edad incluso sin hijos o la carga de la maternidad?, ¿con qué rapidez disminuye la fertilidad con la edad antes de la menopausia?, ¿con qué rapidez seguiría disminuyendo con el envejecimiento en una mujer que no experimentase menopausia? Todos estos factores están ligados a diferencias entre sociedades y no son fáciles de estimar. De ahí que los antropólogos permanezcan indecisos sobre si las dos consideraciones que he discutido hasta ahora —invertir en nietos y proteger la inversión previa de uno en los hijos existentes— bastan para compensar la opción desestimada de más hijos y explican así la evolución de la menopausia femenina humana.
Pero hay todavía una virtud más de la menopausia, una que ha recibido poca atención: la importancia de la gente mayor para toda la tribu en las sociedades prealfabetizadas, que constituían todas las sociedades humanas en el mundo desde la época de los orígenes humanos hasta el surgimiento de la escritura en Mesopotamia alrededor de 3300 a.C. Los textos de genética humana suelen afirmar que la selección natural no puede eliminar mutaciones tendentes a causar los efectos dañinos de la edad en la gente vieja. Supuestamente no puede haber selección alguna contra tales mutaciones debido a que se dice que la gente vieja es «posreproductiva». Creo que tales afirmaciones dejan de lado un hecho esencial que distingue a los humanos de la mayoría de las especies animales. Ningún humano, excepto un ermitaño, es nunca posreproductivo en el sentido de ser incapaz de beneficiar la supervivencia y reproducción de otras personas que lleven sus propios genes. Sí, reconozco que si cualquier orangután viviera lo suficiente en la naturaleza para volverse estéril, contaría como posreproductivo, puesto que los orangutanes que no sean madres con su prole tienden a ser solitarios. También reconozco que las contribuciones de la gente muy vieja a las sociedades alfabetizadas modernas tienden a disminuir con la edad: un nuevo fenómeno emergente en la raíz de los enormes problemas que la edad avanzada plantea hoy, tanto para los mayores mismos como para el resto de la sociedad. Hoy en día, nosotros los modernos obtenemos la mayoría de nuestra información a través de la escritura, la televisión o la radio. Consideramos imposible de concebir la importancia abrumadora de la gente mayor como depósito de información y experiencia en las sociedades prealfabetizadas.
He aquí un ejemplo de este papel. En mis estudios de campo de ecología de aves en Nueva Guinea y las islas adyacentes del Pacífico suroccidental, vivo entre gente que tradicionalmente había existido sin escritura, dependía de herramientas de piedra y subsistía de la agricultura y la pesca complementadas por mucha caza y recolección. Constantemente pido a los paisanos que me digan los nombres de las especies locales de aves, animales y plantas en su lenguaje local y cuanto sepan acerca de cada especie. Resulta que los isleños de Nueva Guinea y el Pacífico poseen un enorme fondo de sabiduría biológica tradicional, incluyendo nombres para un millar o más de especies, además de información sobre el hábitat, el comportamiento, la ecología y la utilidad para los humanos de cada especie. Toda esa información es importante porque las plantas y los animales salvajes constituían tradicionalmente gran parte del alimento de la gente, la totalidad de sus materiales de construcción, medicinas y decoraciones.
Una y otra vez, cuando hago una pregunta sobre algún ave rara, me encuentro con que sólo los cazadores más viejos conocen la respuesta, y en ocasiones hago una pregunta que les deja perplejos incluso a ellos. Los cazadores replican «Tenemos que preguntar al anciano (o la anciana)»; entonces me llevan a una cabaña en la que hay un hombre o mujer mayor, con frecuencia ciego por las cataratas, apenas capaz de caminar, sin dientes, e incapaz de comer alimento alguno que no haya sido premasticado por otra persona. Pero ese anciano es la biblioteca de la tribu. Debido a que la sociedad tradicionalmente carecía de escritura, ese viejo sabe mucho más acerca del medio ambiente local que ningún otro, y es la única fuente de conocimiento exacto sobre acontecimientos que sucedieron hace mucho tiempo. De ahí sale el nombre del ave rara y su descripción.
La experiencia acumulada por esa persona mayor es importante para la supervivencia de toda la tribu. Por ejemplo, en 1976 visité la isla de Rennell en et archipiélago de las Salomón, situada en el cinturón de ciclones del Pacífico suroccidental. Cuando pregunté por el consumo de frutas y semillas de las aves, mis informantes nativos me dieron los nombres en idioma rennellés de docenas de especies vegetales, listadas por cada especie de planta, y todas las especies de aves y murciélagos que comían sus frutos, y señalaban si los frutos eran comestibles para la gente. Estas afirmaciones de comestibilidad eran clasificadas en tres categorías: frutos que la gente nunca come, frutos que la gente come normalmente y frutos que la gente come sólo en tiempos de hambruna, tales como después del —y aquí escuché un término de Rennell inicialmente desconocido para mí— hungi kengi. Estas palabras resultaron ser el nombre en rennellés para el ciclón más destructivo que había azotado la isla en la memoria viviente, aparentemente alrededor de 1910, basándose en referencias de la gente con acontecimientos fechables de la administración colonial europea. El hungi kengi arrasó la mayoría de la selva de Rennell, destrozó los sembrados y condujo a la gente al borde de la inanición. Los isleños sobrevivieron comiendo las frutas de especies de plantas silvestres que normalmente no eran ingeridas, pero hacerlo requería el conocimiento detallado sobre qué plantas eran venenosas, cuáles no lo eran y si el veneno podía ser eliminado mediante alguna técnica de preparación alimenticia.
Cuando insistí ante mis informantes nativos de mediana edad con preguntas sobre la comestibilidad de los frutos, me llevaron a una cabaña. Allí, en el fondo, una vez que mis ojos se hubieron acostumbrado a la débil luz, estaba la inevitable frágil mujer de muy avanzada edad, incapaz de andar sin apoyo. Ella era la última persona viva con experiencia directa de las plantas consideradas nutritivas y seguras de comer después del hungi kengi, hasta que los huertos comenzaron a producir de nuevo. La anciana me explicó que en la época del hungi kengi ella era todavía una niña que no estaba plenamente en edad de casarse. Puesto que mi visita a Rennell fue en 1976, y dado que el ciclón había azotado la zona hacía sesenta y siete años, cerca de 1910, la mujer estaba probablemente a principios de los ochenta años. Su supervivencia después del ciclón de 1910 había dependido de información recordada por los viejos supervivientes del último gran ciclón anterior al hungi kengi. Ahora, la capacidad de su pueblo para sobrevivir a otro ciclón dependería de sus propios recuerdos, que afortunadamente eran muy detallados.
Tales anécdotas podrían ser multiplicadas indefinidamente. Las sociedades tradicionales humanas se enfrentan con frecuencia a riesgos menores, que amenazan a unos pocos individuos, y también se enfrentan a algunas catástrofes naturales o guerras entre tribus que amenazan la vida de todos en la sociedad. Pero virtualmente todos en una sociedad tradicional pequeña están: emparentados unos con otros. Luego, no es sólo el caso de que la gente mayor en las sociedades tradicionales sea esencial para la supervivencia de sus propios hijos y nietos; también es esencial para la supervivencia de los cientos de personas con las que comparten sus genes.
Cualquier sociedad humana que incluyera individuos suficientemente viejos como para recordar el último acontecimiento del tipo de un hungi kengi tendría mayores posibilidades de sobrevivir que otras sociedades sin esas personas mayores. Los hombres viejos no tenían riesgo de parto o de las agotadoras responsabilidades de la lactancia y el cuidado infantil, así que no evolucionaron la protección mediante la menopausia. Pero las mujeres viejas que no experimentaban menopausia tendieron a ser eliminadas del fondo gen ético humano debido a que permanecían expuestas al riesgo del parto y a la carga del cuidado infantil. En momentos de crisis, tales como un hungi kengi, la muerte anterior de una anciana como ésa tendía también a eliminar del fondo genético a todos sus parientes supervivientes, un enorme precio genético que pagar por el dudoso privilegio de continuar produciendo otro bebé o dos contra probabilidades disminuidas. Esa importancia de los recuerdos de las mujeres mayores para la sociedad es lo que veo como la fuerza impulsora principal situada detrás de la evolución de la menopausia femenina humana.
Por supuesto, los humanos no son la única especie que vive en grupos de animales genéticamente emparentados y cuya supervivencia depende de la sabiduría adquirida transmitida culturalmente (es decir, no genéticamente) de un individuo a otro. Por ejemplo, estamos llegando a apreciar que las ballenas son animales inteligentes con relaciones sociales y tradiciones culturales complejas, tales como los cantos de las ballenas jorobadas. Los calderones, la otra especie de animal en la que la menopausia femenina está bien documentada, son un ejemplo fundamental. Al igual que las sociedades tradicionales humanas de cazadores-recolectores, los calderones viven en «tribus» (llamadas escuelas) de 50 a 250 individuos. Los estudios genéticos han mostrado que una escuela de calderones constituye una enorme familia, en la cual todos los individuos están emparentados unos con otros, puesto que ni los machos ni las hembras se trasladan de una escuela a otra. Un porcentaje sustancial de las hembras adultas de calderón en una escuela es posmenopáusico. Mientras que es poco probable que el parto entrañe tanto riesgo para los calderones como para las mujeres, la menopausia femenina podría haber evolucionado en esa especie debido a que las hembras viejas no menopáusicas tendían a sucumbir bajo las cargas de la lactancia y el cuidado de los hijos.
Hay también otras especies de animales sociales para las que queda por establecerse con mayor precisión el porcentaje de hembras que alcanzan la edad posmenopáusica bajo condiciones naturales. Esas especies candidatas incluyen chimpancés, bonobos, elefantes africanos, elefantes asiáticos y ballenas asesinas. La mayoría de estás especies están ahora perdiendo tantos individuos por depredación humana que podríamos haber eliminado ya la posibilidad de descubrir si la menopausia femenina es biológicamente significativa para ellas en la naturaleza. Sin embargo, los científicos han comenzado a reunir ya los datos pertinentes para las ballenas asesinas. Parte de la razón de nuestra fascinación por las ballenas asesinas y esas otras grandes especies de mamíferos sociales es que podemos identificarnos con ellas y con sus relaciones sociales, similares a las nuestras. Sólo por esa razón no me sorprendería que en algunas de estas especies resultara también que hacen más haciendo menos.