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—¡En el vestíbulo de la servidumbre! —repitió Betty, abriendo la boca horrorizada y tapándosela con las palmas de las manos.
Nick clavó la vista en un ángulo del techo y, recordando el ofrecimiento que Betty hizo al señor H. M., canturrió:
—Estará como en su propia casa. Estoy segura de que harán todo lo posible para que se encuentre a su gusto.
—Amigo mío, esto no es cosa de risa.
—Quizá no lo sea, en efecto —se volvió hacia la doncellita—. ¿Cómo diablos ha podido ocurrir eso? No te escapes, que nadie va a pegarte. Acércate y cierra la puerta.
La muchachita se acercó.
—Fue cosa del viejo —explicó, refiriéndose a Larkin, no sin cierto secreto regocijo.
Adoptó una expresión soberanamente solemne y agregó:
—Yo me di cuenta en seguida de que se trataba de una persona distinguida, aunque el viejo no lo comprendió.
—Pero ¿cómo fue? —preguntó la estupefacta Betty.
—Verá usted, señorita. El señor Larkin le preguntó: «¿Es usted el Gran Kafuzalum?». El grueso caballero echó atrás la cabeza sorprendido, le guiñó un ojo y le contestó: «Si usted me lo pone así, de ese modo, tendré que decirle que sí». El señor Larkin, haciéndose el vivo, le preguntó: «¿No es usted el mago?». El grueso caballero hizo un ruido extraño, sacó el pecho —la mímica de Lisa era tan elocuente que les parecía estar viendo al señor H. M.— y contestó: «Buen hombre, voy a demostrarle a usted que sé de magia tanto como el que más en Inglaterra». Y entonces el señor Larkin dijo: «¿Por qué no empezó usted por ahí?». Y le condujo al vestíbulo de la servidumbre. Y así es como ocurrió todo, señorita.
Y la muchachita, ya sin aliento por la prisa que se daba en hablar, cerró el pico.
Betty miró a Nick Wood y le dijo:
—Venga usted. Yo iré delante.
—Perfectamente. Siga usted con lo suyo, Smeaton. Vuelvo en seguida.
Y mientras caminaban dijo a Betty:
—Siempre supuse que los magos merecían trato de favor. ¿Es costumbre en esta casa el aposentarlos con la servidumbre?
—¡De ninguna manera! Es un huésped. Le invitamos a que viniese la víspera y se hospedase aquí toda la noche. Sin duda, a Larkin debió de parecerle indigno de tal honor.
El vestíbulo de la servidumbre, lo mismo que la cocina, estaba en los sótanos, de alto techo. Bajaron por la escalera, de un solo tramo, que arrancaba del vestíbulo principal, junto al ascensor, y siguieron luego por un pasillo iluminado que desembocaba en una puerta cerrada.
—¡Pobre sir Henry! —dijo Betty—. Habrá que ver lo que estará pensando.
—¡Escuche! ¿No es él?
Resonó al otro lado de la puerta una salva cerrada de aplausos, producida, evidentemente, por un gran número de manos. Y a continuación se oyó la voz de bajo del señor H. M., pero en falsete, forzada, imitando las notas agudas de un fagot.
—Muchas gracias —decía, subrayando sus palabras con un carraspeo de modestia y como excusándose.
Y a continuación agregó:
—Con el permiso de esta amable concurrencia, intentaré ahora ofrecer a ustedes un truco nuevo y sencillo. Si no pareciese inmodestia, yo les diría que me lo enseñó personalmente el gran visir del marajato de Eysore, durante mi estancia en su palacio con ocasión de una cacería de tigres en la India.
—¿Sabe usted hacer el truco de la cuerda como lo hacen los hindúes? —gritó alguien.
—¿Cómo decía usted?
—Le preguntaba si conoce el truco de la cuerda que suelen hacer los hindúes.
—¡Desde luego que sí! —contestó con una seguridad inigualada por ningún mago desde los tiempos del doctor John Di.
—¡Santo Dios! ¿Es posible?
—Eso no es más que una pequeñez, caballero; una simpleza. Créame.
—¡Hágalo, pues, para que lo veamos!
—¿Que es una simpleza? —preguntó un malicioso, como si oliese trampa.
—Una especie de juego en el que se hacen subir unas bolas por un tablero.
—Me lo supuse —dijo Nick—. El condenado viejo está pasando el mejor rato de su vida.
—Yo no quiero verle lo de subir bolas por un tablero. Lo que yo quiero es que haga el truco de la cuerda al estilo indio.
—Oiga: tendría un verdadero placer en complacer al caballero de extraña apariencia que ostenta uniforme de chófer. Por desgracia, no disponemos aquí de una cuerda apropiada…
—Sí que disponemos. Se puede traer una de las cuerdas que hay en la parte de afuera de las ventanas de los dormitorios para escapar en caso de incendio. ¿Le parece bien?
—¿Se va usted a callar de una vez y dejar que lleve adelante este otro truco que les he ofrecido? —se oyó decir al señor H. M. con una entonación de voz que nada tenía de la obsequiosidad propia del artista—. ¿O no se va usted a callar?
Otra voz, esta de mujer, y tan imperiosa que debía de pertenecer, sin duda alguna, al ama de llaves, salió en su defensa. Y se hizo inmediatamente el silencio. Dijo así aquella voz:
—Tiene razón. Si el señor mago desea hacer, en obsequio de ustedes, el truco de las bolas y el tablero, hagan el favor de mostrarse educados y eviten todo comentario mientras él lo lleva a cabo.
Betty abrió la puerta sin hacer ruido. En la espaciosa habitación, que tenía un gran reloj de pared y una chimenea, en la que ardía un buen fuego, estaban sentadas una docena de personas alrededor de una mesa de comedor, larga y bien fregada. Todos ellos miraban atentamente al señor H. M., que estaba en pie, en la cabecera de la mesa, frente a un plato limpio ya del contenido y de un vaso de cerveza. Le colgaba todavía al cuello la servilleta. Pero sus brazos se movían como los de un hipnotizador.
—Con la amable aquiescencia de ustedes, voy a presentarles otro pequeño truco. Y aunque parezca inmodestia, les diré que me lo enseñó el gran visir del maharajá de Eysore, durante mi estancia en su palacio con ocasión de una cacería de tigres en la India… ¿Me hace el favor alguno de ustedes de un billete de una libra?
—Sir Henry —dijo Betty con voz queda.
Su llegada produjo gran revuelo. Todos se pusieron en pie instantáneamente, menos el ama de llaves, que la saludó con una inclinación de cabeza muy amable, y dejó pasar medio minuto antes de levantarse también.
—Creo que le buscan a usted arriba. Si no tiene inconveniente —le dijo Betty.
El señor H. M. se quedó pensándolo.
—Está bien. Pero quiero que sepan que no lo hice deliberadamente.
—¿Que no lo hizo deliberadamente? Yo diría que sí.
—Pues mire: quien consigue ser introducido como si tal cosa en el vestíbulo de la servidumbre se entera de muchísimas novedades de las que no se enteraría nunca en los pisos de arriba. Me he enterado de todo lo referente a las heridas y lesiones. He oído cosas tan sorprendentes que me han puesto los pelos de punta. Naturalmente que habrá que ver lo que hay de cierto en todo eso —sus agudos ojillos se clavaron en Nick Wood—. Mal asunto, muchacho. Es aún peor de lo que usted se imagina.
—Peor de lo que yo me lo imagino, con seguridad que no es —replicó tajantemente Nick.
—¿Que no? ¡Quizá sea así! A propósito, ¿no tiene usted nada que decirme particularmente?
—Muchísimas cosas. Subamos.
La primera persona con la que tropezaron en el vestíbulo principal fue con Christabel, que bajaba corriendo y daba muestras de profunda preocupación. Al ver a sir Henry se paró en seco y le alargó sus manos con una expresión entre divertida y consternada, diciéndole:
—Acaba de informarme una simpática muchachita llamada Lisa que…
—¿Qué le ha contado? —interrogó H. M., inclinando la cabeza.
—¿Cómo le ha podido ocurrir una cosa semejante a Larkin?
—Reclamo para mí todo el honor de la ocurrencia.
—Dwight me tiene hablado muchísimo de usted. Se alojará en casa, desde luego.
—Lo haré con mucho gusto si alguien se digna prestarme un cepillo de dientes y un pijama. Vine sin equipaje.
H. M. se acarició la barbilla. Christabel contestó a su mirada con una sonrisa, y aquel prosiguió:
—Estaba pensando en si podría ver a su esposo.
—Sigue sin recobrar el conocimiento.
—Lo sé. No me interesa hablarle. Lo que deseo es verle. No sé si estará usted enterada de que soy médico.
—¿Médico? Yo creí que abogado.
—Puesto que no hay más remedio que confesarse culpable, le diré que soy ambas cosas. ¿Puedo, pues, verle ahora mismo?
—Desde luego, si el señor inspector no pone inconvenientes. En este momento se halla a su lado el doctor Clements.
H. M. se volvió hacia Nick.
—Muchacho, esta es una gestión importante. Es, quizá, la más importante en este feo asunto.
—Lo sea o no, vaya usted. Y puede hablarme después en el comedor.
Betty, que estaba junto a Nick Wood, tuvo un escalofrío. Quizá lo produjo la humedad del traje de patinar o quizá fue otra la causa. En Waldemere se practicaba la hospitalidad. Los amigos eran allí bien venidos. Había en aquella mansión personas tan simpáticas como Betty, Christabel, Leonor y el comandante Dawson. Lo único ajeno a esa simpatía que Nick descubrió al dirigir su vista en derredor fue la cara inofensiva del señor Naseby, que los miraba desde la puerta de la biblioteca. ¿De dónde nacía, pues, aquella atmósfera de crimen que todos respiraban?
Betty le barruntó, y antes que Christabel hiciese por tercera vez alusión a la humedad de su ropa, dio media vuelta y subió escalera arriba a paso ligero. Tras ella subieron Christabel y sir Henry. Nick, que se quedó solo y en medio de un profundo silencio, llamó desde donde estaba al señor Naseby, y su voz resonó ominosa bajo las bóvedas del vestíbulo.
—¿Me hace usted el favor un momento, señor Naseby?
Hubo un paréntesis de silencio; el señor Naseby contestó:
—¿Desea hablar conmigo, joven? Perfectamente. No tengo inconveniente.
Viéndole tan esmeradamente trajeado, Nick pensó para sí que bien podía haberse hecho cortar el pelo o, por lo menos, haberse alisado los pocos mechones entrecanos que le quedaban. El señor Naseby cruzó el vestíbulo con paso firme y sin dar señales de que lo hacía de mala gana. Sin embargo, Nick comprendió que tampoco se mostraba dispuesto a colaborar. Se mantuvo con la boca apretada, y solo despegó la recta línea de sus labios cuando no tenía más remedio que contestar a una pregunta. Nick se hizo a un lado para que el señor Naseby pasase delante de él al comedor, en el que Smeaton seguía esperando.
—¿Tiene usted algún inconveniente en que se le tomen las huellas digitales? —preguntó Nick Wood.
El señor Naseby dirigió apenas una mirada al arrugado cuadro del Greco que yacía en el suelo, junto al aparador, y tampoco le llamaron la atención el servicio de plata y las frutas desparramadas por la alfombra. Con una sola mano, y demostrando sorprendente fuerza, agarró una de las pesadas sillas del comedor, que había junto a la mesa, la levantó y la colocó ladeada, tomó asiento en ella y empezó a tamborilear sobre la mesa. Solo dejó escapar dos palabras:
—¿Para qué?
—Desde luego, yo no puedo obligarle.
—Lo sé. Yo le he preguntado el motivo.
—Tengo entendido que usted tuvo en sus manos anoche el cuchillo de postre —le dijo Nick, cogiéndolo de la mesa.
—No, señor.
—¿Que no? ¿Seguro que no?
—¿Para apuñalar al señor Dwight? ¿Está usted loco?
—Anduvo con él, pero no para apuñalar al señor Dwight. Fue cuando lo recogió del suelo después que se le escapó de las manos a Leonor Stanhope, que pelaba una manzana. Hemos descubierto en el cuchillo una serie de huellas que no sabemos aún a quién pertenecen. Creemos que a usted.
Miró sonriente al señor Naseby y al cabo de unos momentos este le devolvió la sonrisa. Nick se fijó en que tenía bastante estropeada la dentadura. Pero se convenció de que era difícil imaginarse una persona menos peligrosa y capaz de faltar a la Ley que el señor Buller Naseby, con excepción, quizá, de sus manejos comerciales y financieros.
—Si solo se trata de eso…
—Nada más que de eso.
—Vamos, pues, a tomar esas impresiones. No tengo inconveniente.
Echó hacia arriba la manga, sacando una muñeca enjuta de venas abultadas.
Nick hizo una señal a Smeaton y este se aproximó con un rodillo entintador, el trapo impregnado en alcohol y una cartulina. Y mientras Smeaton trabajaba y el señor Naseby le miraba hacer con curiosidad, Nick siguió aguijoneándole:
—No habrá usted olvidado el incidente de la peladura de una manzana, ¿verdad?
—¿Olvidarlo? No es probable. La muchacha estaba bebida, y pudo llevarse un dedo. Pero Dwight era incapaz de decirle una palabra, por disparates que ella hiciese.
—Por lo visto, la quiere mucho.
—¿Quererla? La adora. Pregúnteselo a cualquiera.
Las palabras del señor Naseby fueron dichas en tono tajante.
—Sí, pero…
—Desde luego que el viejo Dwight no es tampoco un chisgarabís para consentir que su hija haga ningún disparate gordo. Pero, aun en tales casos, no se planta y le dice: «No, muchacha; eso no te lo consiento. No te alborotes, y largo a tu habitación», que es lo que yo he visto hacer siempre a mi padre con mis hermanas, y lo que haría con mis hijas, si las tuviese. No, señor. Dwight, en tales casos, se conduce de manera que vea por sí misma lo equivocada que está. Igual que aquel correo moreno de Buenos Aires.
—Comprendo. Lo que yo quisiera saber ahora es…
Pero el señor Naseby le interrumpió, diciendo:
—Lo que a esa chica le hace falta es un marido.
—¿Eso cree usted?
—No lo creo. Me consta. Pero no un mocito con la leche todavía en los labios, sino un hombre hecho y derecho. Con mundo. No sé lo que va a ser de ella si muere el pobre Stanhope…, uno de los mejores amigos que yo tengo… Se lo aseguro a usted. Y que pudiera ocurrir que muriese de esta.
Smeaton había dado fin a su tarea. El señor Naseby, que mientras aquel trabajaba, y movido de su celo puritano, alargaba a uno y otro lado la cabeza para hablar con Nick, sin perderlo de vista, recibió un pañuelo para limpiarse las yemas de los dedos.
Nick no se desvió del asunto:
—Lo que yo quería preguntarle, a propósito de la manzana pelada, es esto: ¿puso el señor Dwight, por casualidad, su mano en el cuchillo?
—No.
—¿Tiene usted completa seguridad?
—Seguridad absoluta. Recapacitando en lo que pasó, le diré que no tocó ni siquiera el aparador.
Al decir esto el señor Naseby, levantó la cabeza Smeaton, que estaba en el otro extremo de la mesa, comparando, valiéndose de una lente, las huellas de la cartulina con las del cuchillo de postre, con su voz tranquila y descolorida, dijo:
—Señor inspector, se han encontrado huellas del señor Dwight Stanhope no solamente en el puño del cuchillo, sino también por todo el aparador. Y hasta en el frutero de plata.
—¿Y en qué otros sitios?
—Sobre la chimenea y la mesa del centro.
—Y en las principales piezas de convicción, es decir, en la linterna eléctrica y en el Greco, ¿se han encontrado también?
—Los borrones de los guantes únicamente. Hay en otros muebles algunas huellas, pero no son frescas.
El señor Naseby estaba que botaba, e interrumpió con enojo a Smeaton:
—Diga lo que quiera este ayudante suyo, yo le aseguro que Dwight no tocó el cuchillo ni el aparador. Pregúnteselo a Christabel. Usted mismo debe recordarlo. ¿No estaba allí?
—No.
—Tiene usted razón. Ahora lo recuerdo. Betty y usted estaban en el piso de arriba. Ustedes entraban por una puerta de la sala cuando Leonor, Dick y yo entrábamos por la otra. Leonor llevaba una bandeja con vasos.
Así era. Nick lo recordó. Cerró los ojos y se esforzó por hacer memoria de todos los detalles de la escena. Vincent, en la mesa del backgammon. Christabel, junto a la chimenea. Leonor, haciendo equilibrios con la bandeja. Dwight Stanhope, detrás de ella, sin hablar palabra y con las manos en los bolsillos. Naseby… No lograba situar a Naseby dentro de aquel cuadro.
Aquel incidente tan trivial iba adquiriendo un sentido misterioso, que se escapaba aún a su juicio, pero que parecía estar llamando a las puertas de su mentalidad subconsciente. En todo caso, después de aquel hecho, ya no ocurrió nada. Estuvieron hablando de temas inconexos hasta las doce y media. Después se acostaron todos.
Nick abrió de nuevo los ojos. Había contorneado la mesa, sin acordarse del señor Naseby. Y se encontró ahora frente al cuadro del Greco titulado La laguna.
Tampoco acababa de comprender lo que aquella tela representaba. Alrededor de una laguna, que tendría la superficie del estanque redondo de Kensington, y sobre el fondo de un árido paisaje, mejicano o sudamericano, veíase un grupo de personas que parecían estar preparadas para tirarse al agua. Por un prodigio de habilidad artística, los rostros se reflejaban en ella, y la expresión que en todos se observaba era la codicia. Al fondo del cuadro había una figura que parecía ser la de un fraile, en pie y en actitud de predicar, mientras que detrás de un matorral acechaba burlona una cabeza adornada con una cofia.
La impresión que producía el conjunto era de repugnancia, pero no se podía negar que tenía enorme fuerza de expresión.
—¿También usted lo admira? —le preguntó el señor Naseby.
—¿Cómo? No, no me agrada. ¿Y a usted?
—Yo no entiendo de arte —contestó el señor Naseby, aparentemente complacido—. Me falta tiempo. Sin embargo, me atrevería a afirmar que ese cuadro tiene un sentido del que carecen seguramente la mayoría de los cuadros.
Y sin despegar los labios esbozó una breve sonrisa.
Smeaton, que se hallaba al otro extremo de la mesa, alzó la vista y dijo sin emoción alguna:
—La tercera serie de huellas que tiene el cuchillo de postre corresponde al señor Naseby. Tal como lo habíamos pensado. De modo, pues, que aquí no hay novedad. Sus huellas están en el mango del cuchillo, con las del señor Stanhope y la señorita Leonor, pero no se encuentran en ningún otro sitio.
—Me felicito de esa noticia —exclamó el señor Naseby, dejando escapar una risita gutural—. Me felicito de poder demostrar mi inocencia, aunque supongo que no ha estado nunca en tela de juicio. ¿Puedo servirle en algo más?
Nick fue andando hasta la silla en que el señor Naseby estaba sentado y dijo:
—Sí. Puede usted explicarme cuál es el verdadero sentido de la frase el Hombre de Oro.