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El primero en hablar fue Larkin, que farfulló, agarrándose a una de las mangas de Vincent James:

—Señor, me parece que aún vive.

—No se excite.

—Señor —insistió Larkin—, creo que respira.

—¡Aguarde! ¿Qué está usted diciendo?

Estas palabras de Nicolás Wood saltaron de su boca con un dejo de incredulidad, y parecían venir de muy lejos.

Larkin empezó a hacerse a un lado, disculpándose. Se agachó vivamente, hasta casi tocar con su cara la de Christabel, y apuntó con el dedo. La cabeza de Dwight Stanhope se había caído a un lado y casi tocaba con sus labios la tapadera de una fuente de plata. En la pulimentada superficie se advertía una mancha de vaho. Los pulmones despedían un hilillo de respiración tan inseguro y débil que no se reflejaba en el pulso, pero que era una realidad. Nicolás exclamó:

—Según eso, no ha tocado el corazón, y si no ha tocado el corazón…

—Dice usted bien, señor. Quizá pueda salvarse.

—¿Hay por aquí cerca algún médico?

—Sí, señor. El doctor Clements.

—Llámele por teléfono. Dígale…

—¿No se podría ir a buscarlo en el automóvil, señor?

—Muy buena idea. Hágalo así.

Larkin volvió a estar en su papel, se irguió y dijo:

—¿La señora da su licencia?

Christabel hizo un gesto enérgico, como dándole a entender que podía obrar como le pareciese bien. Tenía en aquel instante la apariencia de una hermosa hechicera; sentada sobre sus talones y balanceando su abrigo de pieles. Wood la tomó por los hombros para evitar que cayese de espalda y la puso en pie.

—Vuelvo dentro de un momento.

Nicolás fue detrás de Larkin, que salía del comedor, y, después de cerrar la puerta, le dio en voz baja algunas instrucciones que sorprendieron mucho al mayordomo. Después volvió para encararse con Christabel.

—Dígame, señor Wood: ¿cree usted…?

—Pudiera aún salvarse si nos ayuda un poco la suerte.

—¿Cómo dijo usted antes que estaba muerto?

Wood hizo un gran esfuerzo sobre sí mismo para no perder la serenidad. Contó mentalmente: «Uno, dos, tres, cuatro, cinco, seis…».

—Lo lamento, señora. Es un desliz que le puede ocurrir incluso a un médico, y que, en efecto, ocurre con frecuencia.

—No pensará usted dejarlo tirado ahí…

—Es una pena, pero no puedo hacer otra cosa. Por el momento quizá fuese más peligroso moverlo que dejarlo tal como está, puesto que el médico llegará dentro de unos minutos. ¿Me comprende usted?

—Sí, creo que sí.

Wood miró por encima del hombro y dijo:

—Vincent, ¿quiere usted subir a su cuarto y vestirse? Es posible que andemos en danza toda la noche.

El interpelado titubeó. Seguía con la mano metida en el pecho, debajo del batín, a estilo de Napoleón. La rubicundez de su frente y el enojo de su mirada dieron a entender el mal efecto que le producía semejante orden, por muy cortésmente que se la diesen. Pero todo ello desapareció, dando paso a su característica amabilidad.

Christabel tuvo un estallido:

—¿Y por qué no hemos de quedarnos aquí mismo con él?

—Lo que usted prefiera. Pero creo que sufriría usted menos en otra habitación. En la de al lado, si le parece bien. Se lo digo porque no voy a tener más remedio que hacerle a usted algunas preguntas.

—Tiene razón, amigo. Estoy a sus órdenes.

—Y ahora, señora Stanhope, ¿quiere usted acompañarme?

—¡Oh, si es por eso…!

Después de dar órdenes a uno de los lacayos en funciones de ayuda de cámara, llamado Rogers, de que se quedase de guardia en el comedor, siguió a Christabel hasta la sala y encendió una lámpara de pie cerca de la chimenea. El arco entre las dos habitaciones se cerraba por medio de dos grandes puertas corredizas, parecidas a las de las cárceles, que se metían en la pared. Tiró de ellas hasta que se encontraron con un choque suave y pesado.

El fuego del hogar había quedado reducido a un montón de brasas entre la ceniza. Pero aun a aquella hora, en que la vida de la casa quedaba reducida a la mínima expresión, se conservaba la atmósfera ligeramente tibia, gracias a la calefacción central.

Nick Wood echó mano a una caja de piel.

—¿Un cigarrillo, señora?

—Gracias —dijo Christabel, sentándose.

—¿Lumbre?

—Gracias.

—Hace un instante me preguntó por qué había venido yo aquí. Voy a ser sincero con usted, porque quisiera que usted lo fuese conmigo.

—¡Diga!

Nick Wood no temía que le diese a aquella mujer un desmayo, ni un acceso histérico, ni siquiera una crisis de llanto. Podía ser que ocurriesen esas cosas, pero más tarde. Juzgó que se hallaba aún bajo el efecto de la conmoción sufrida. Christabel sostenía torpemente el cigarrillo entre los dedos tercero y cuarto, y cada vez que lo llevaba a la boca cubría la mano una parte de su rostro. Sus cabellos caían en desorden sobre el color arenoso de la piel de marta cebellina, y se marcaban pequeñas arrugas alrededor de su boca y de sus ojos. Nicolás Wood siguió diciendo:

—Creo recordar que nos dijo usted que su esposo detestaba los disfraces.

—En efecto.

—Sin embargo, por una u otra razón, esta noche se le ocurrió disfrazarse.

—Así es —Christabel se incorporó en su asiento—. ¿Sabe usted que no había caído en ello? Es raro, ¿verdad?

—Tengo entendido que el señor Stanhope nunca hacía nada sin su cuenta y razón.

—Nunca.

—¿No lo haría para dar un bromazo?

—¡Santo Dios! De ninguna manera. Le molestan hasta los chistes, como no sean del género de los cafés cantantes. Pero detesta aún más los bromazos. Sostiene que con ellos se humilla a los que los reciben y que son verdaderas pruebas de sadismo.

—Me doy cuenta. Entonces, ¿no se le ocurre a usted la razón que haya podido impulsarle a robar en su propia casa?

—No.

—¿Y tampoco sabe usted nada de sus negocios, por ejemplo?

—Nada. Jamás me habló de ellos. Solía decir que el papel de la mujer es…

—Dígalo sin empacho.

—Componerse para estar bonita y ser amable —contestó Christabel con una sonrisa.

Todo su cuerpo se puso en tensión y sus ojos se llenaron de lágrimas. Pero no acabó de salir de la conmoción que la tenía insensibilizada. Sin embargo, aun dentro de ese atontamiento, su cerebro buscaba febrilmente respuesta a la misma desconcertante pregunta.

—Ciñéndose a esta noche, ¿a qué hora se acostó usted, señora?

Christabel se llevó otra vez el cigarrillo a la boca.

—Pues, más o menos, a la misma hora que se acostaron todos. Alrededor de las doce y media.

—¿Duermen en la misma habitación usted y su esposo?

—No.

—¿En habitaciones contiguas?

—Tampoco. Mi dormitorio da a la fachada de la casa. Hacia allí —y apuntó con la mano—. Fue el de Flavia Venner. Viene a continuación una salita que Flavia llamaba su tocador; después, el cuarto de vestir, y, a continuación, el dormitorio de Dwight.

—Me doy cuenta. ¿Le oyó usted, por casualidad, salir de su cuarto?

—No.

—¿Ni salir de la casa?

—No —contestó Christabel.

Se detuvo un instante, bajó y arrugó sus depiladas cejas y agregó:

—¿Dice usted que si le vi salir de la casa?

—Eso he dicho. Mire: en una de las ventanas del comedor ha sido cortado, desde fuera y con bastante limpieza, un trozo de cristal. No es que se saque forzosamente de este hecho alguna conclusión; pudo haber alzado la ventana, saliendo al exterior el tiempo suficiente para cortar el cristal. Pero yo tengo la impresión de que este escalo fue planeado en todos sus detalles con maestría artística… ¿De qué se ríe usted?

—Suena de un modo muy extraño en boca de un detective eso de maestría artística.

Nick Wood cerró las mandíbulas.

—Preveo que nos vamos a encontrar con que las dos partes que han intervenido en este crimen o planearon como una obra de arte. Fue planeado magistralmente, insisto; su esposo se alejó, probablemente, de la casa, vagabundeó, quizá, por el jardín, y dejó huellas bien patentes, para que nos convenciésemos de que era obra de gente de fuera.

Christabel no contestó.

—¿Cómo fue despertarse usted, señora?

—¿Despertarme yo?

—Cuando salí de mi habitación, muy cerca de las tres y media, usted se encontraba ya en el vestíbulo superior. ¿Tiene inconveniente en decirme qué estaba haciendo allí?

—Yo… Pues no lo sé con exactitud.

—¿No oyó usted ningún ruido?

—¿Ruido?

—Sí, un ruido.

Christabel cabeceó negativamente. Se la vio titubear. Por último, alzó el rostro, cruzando por él una expresión sencilla, franca y caprichosa.

—Puesto que tanto interés tiene en que yo le conteste, voy a hacerlo. Fue efecto de una pesadilla. Soñé que usted, sí, señor, usted, era un distinguido profesional del crimen, una especie de super Raffles o de Arsenio Lupin. Ello nació probablemente de alguna conversación tenida antes de acostarme, o fue quizá efecto de alguna noticia leída en los periódicos. Y se revolvió en mi pesadilla con lo que habló Leonor acerca de cometer un asesinato. Empezaron a suceder en mi pesadilla las cosas más horribles. ¿Se da usted cuenta? Pues bien: me desperté en medio de la oscuridad, y debo confesar que sentí miedo. Ya sabe usted cuán difícil es sacudirse de encima los sueños. Me fui al dormitorio de Dwight. No estaba él. Ni siquiera había tocado las ropas de la cama. Mi temor se transformó en curiosidad y en un poco de fastidio. Entonces salí al vestíbulo. Y eso es todo.

Arrojó el cigarrillo a la chimenea y sacudió la ceniza que había caído encima de su abrigo de marta cebellina, y agregó:

—¿No cree usted que era una especie de advertencia? Y mientras tanto, Dwight…

—Valor señora.

—Lo tengo. Pero usted me prometió ser sincero conmigo y no lo ha sido. ¿Qué es lo que hacía Dwight, señor Wood?

Wood pensó que era más difícil de lo que ella se imaginaba contestar a pregunta semejante.

—Se lo voy a decir, y quizá pueda usted, entonces, aclararme algo más. El martes último, es decir, el segundo día de Navidad, el señor Stanhope nos hizo una visita. Uno de los directores adjuntos es amigo suyo.

—¿Uno de los directores adjuntos? —preguntó Christabel con una tranquilidad que no parecía humana—. ¿Es que hay más de uno? En todas las novelas de detectives figura uno solo.

Nick se mostró paciente.

—En realidad, son cinco. Pero si usted se refiere al Departamento de Investigación Criminal, no hay, en efecto, más que uno. El amigo del señor Stanhope es el mayor Stearns, de Tráfico, Venía también provisto de una carta de uno de los «peces gordos» del Ministerio de la Guerra, llamado sir Henry Merrivale. El mayor Stearns lo presentó al superintendente Glover, y este le puso en contacto con el inspector jefe Masters, que es mi superior inmediato.

—¿Y qué ocurrió?

—Pues ocurrió que su esposo contó una de las cosas más sospechosas que yo he oído en mi vida. Nos dijo…

—¿Oye usted? —interrumpió Christabel.

El grito, fuese de sorpresa o fuese de temor, procedía del vestíbulo exterior. No había sido muy vibrante. Quizá no habría llegado a sus oídos, de no haber sido porque el silencio de la noche era igual que un tenso parche de tambor.

Nick se dirigió hacia la puerta y la abrió. Después de echar una ojeada al exterior, salió al vestíbulo y volvió a cerrarla. Tuvo de nuevo la sensación de que había caído en un melodrama de la época victoriana y que no había modo de salir del mismo.

El vestíbulo, en el que reinaba una calma fantasmal, terminaba en una bóveda artesonada. Estaba cerrado, a la altura del piso superior, por las balaustradas de mármol de la galería. Lámparas opacas de cristal tallado, sostenidas por tritones de bronce asentados en las pilastras, derramaban su luz sobre la alfombra gris de la escalera de mármol, sobre la inmensidad del suelo, cubierto de mosaicos rojos, azules y dorados, redondos unos y en forma de diamantes otros, arrancaban fríos reflejos a las columnas envueltas en la penumbra. Al pie de la escalera yacía, inmóvil, Betty Stanhope.

Era el toque final del cuadro.

Betty respiraba. Nick lo vio en seguida. Tenía los ojos cerrados. Descansaba fláccida, mitad de espalda, mitad de costado. Su bata, ribeteada de piel, estaba abierta, y el camisón de dormir, arrugado y recogido por efecto de su caída hasta el primer escalón, se hallaba sesgado por encima de sus rodillas. Una de las zapatillas se le había salido y estaba cerca de su pie izquierdo. Todo esto lo vio Wood a la pálida luz amarilla de las lámparas.

Fue derecho hacia ella. Su rostro estaba casi tan blanco como la balaustrada y la respiración era débil.

—¡Chis! —bisbiseó alguien por encima de la cabeza de Wood.

Nick se volvió fieramente y escudriñó por todos los rincones antes de localizar el punto de donde venía la voz aquella. Venía del rellano, al final de la escalera. Solo pudo distinguir en la penumbra el rostro de una muchachita, que tendría quince o dieciséis años. Por lo que vio, se encontraba arrodillada, avizorando desde la esquina de una pilastra.

—¡Chis! —volvió a sisear.

—¿Qué pasa?

—Está así, desmayada, desde hace casi un cuarto de hora.

Hablaba cuchicheando, jadeante, con reticencia.

Nick, instintivamente, empezó a contestarle cuchicheando. Pero rectificó, tosió y habló en voz fuerte.

—¿Y cómo diablos no hiciste nada por ayudarla?

—¿Yo bajar ahí? —preguntó la voz, haciéndose un poco más fuerte—. ¿Sabiendo que anda suelto un asesino? Además, el viejo nos mandó que no bajásemos.

—¿Qué viejo?

—¡Él! ¡Y además —dijo la voz, recurriendo a un argumento decisivo—, no estoy vestida!

—¡Bueno! Pero ¿qué hago yo? ¡Maldita sea!… ¿Y qué le pasó para desmayarse?

Su interlocutora avanzó un poco más en torno a la pilastra. Nicolás Wood, que seguía examinando su carita ávida y pecosa, creyó reconocer en ella a una de las doncellas que había visto yendo y viniendo por la casa. Aquella voz rezumaba una satisfacción romántica.

—Tuvo la culpa ese tal señor James.

—¿La culpa de qué?

—Bueno; como hacer, no le hizo nada. Él salió del comedor hace unos quince minutos.

—¿Y qué?

—Y echó a correr escalera arriba cuando la señorita Betty bajaba. Ella le preguntó: «¿Qué ha ocurrido?». Y él la agarró de las manos y le dijo: «Se trata de su padre». Estas fueron sus mismas palabras: «Ha sido su padre, que se disfrazó de ladrón y alguien le apuñaló. Pero no se preocupe, porque creen que no morirá».

La jovencita tomó aliento. Se había adelantado, caminando a gatas, y mostraba ya toda la cara.

—¿Qué quiso decir con ello, señor?

—No te preocupes. Pero, ¡por los clavos de Cristo!, haz el favor de bajar. No tienes de qué asustarte.

La jovencita hizo caso omiso de la invitación.

—A la señorita Betty no le hizo efecto de momento. El señor James subió y se fue a su cuarto. Ella siguió bajando hasta que llegó al primer escalón. De pronto se detuvo, masculló unas palabras, se arrugó como un trapo de cocina y cayó al suelo —la voz se hizo anhelante—. ¡Qué lindísima es!

¡Claro que sí! Y eso era lo malo.

Había dicho Nick que no sabía qué hacer, y en eso mentía, porque la primera ayuda, en tales casos, es del género elemental. Pero la presencia física de Betty le afectaba demasiado. Sin embargo, no tenía más remedio que actuar.

—Si me guías a su habitación, subiré con ella a cuestas.

—Bien; pero ¡cuidado con decirle al viejo que yo le he hablado!

—Dime de una vez quién es el viejo.

—¿Quién va a ser? ¡Él! Larkin, el viejo Larkin.

—No se lo diré. No tengas cuidado. Vamos.

Se inclinó, cogió por debajo de los hombros y de las rodillas a Betty y la alzó en vilo. Pesaba menos de lo que se había imaginado. Aprovechó la oportunidad para sacudir el arrugado camisón de dormir, de manera que le cubriese las pantorrillas. Agregó, mientras adelantaba un pie para subir a cuestas un escalón:

—A propósito, ¿quién fue la persona que hace unos minutos gritó o dejó escapar una exclamación en el vestíbulo? Yo lo oí desde ese otro cuarto y por eso salí.

—Esa fue la señorita Leonor.

—¡Ah!, ¿sí? Yo ignoraba que estuviese levantada.

—¡Sí que lo está! Fue en el instante de meter al pobre señor Stanhope en el ascensor, aunque no lo sacudieron adrede, para subirlo arriba y acostarlo en su cama. El ascensor está al fondo del vestíbulo. Ver, yo no lo vi. Lo llevaban en una cama de campo, como si fuesen unas parihuelas, y me imagino que debieron de dar contra la puerta del ascensor, y entonces la señorita Leonor…

Nick se quedó como petrificado. Asustada por la expresión que vio en su cara, la jovencita se recogió detrás de la pilastra, y pasaron unos segundos antes que se arriesgase a echar de nuevo una ojeada. Nick Wood le dijo, recalcando las palabras:

—Espera un momento. Repítemelo. ¿Quieres decir que alguien trasladó del lugar en que estaba al señor Stanhope, antes que haya podido examinarlo el médico?

No recibió contestación. La puerta de la fachada de la Casa del Disfraz —puertas dobles en un vestíbulo encajonado cuyas paredes estaban revestidas de cristal de color— hacía frente al mundo exterior con un aldabón de hierro, que tenía la forma de una cabeza de león. Alguien empezó a dar aldabonazos, y los golpes metálicos, retumbantes, repercutían bajo la bóveda del vestíbulo principal.

Esto bastó para que la jovencita echase a correr. Nick tuvo una rápida visión de trenzas de pelo que volaban, de talones golpeando la parte posterior de unas piernas de pijama a rayas encarnadas, en carrera rápida, por la galería, hacia el seguro del piso superior.

Leonor Stanhope, a la que Nick no había visto debido a la altura de la escalera principal, cruzo con paso rápido en dirección a la puerta delantera de la casa.