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—No habléis de esa manera —exclamó Christabel—, diciendo que ya os habéis librado del Gran Kafuzalum: A mí me ha encantado el Gran Kafuzalum. Su manera de desembarazarse de la señorita Clutterbuck ha sido un prodigio.

Betty parecía pesarosa.

—Sí, pero la pobre señora se ha llevado un porrazo tremendo. McGovern tuvo que conducirla a su casa en el trineo. Asegura que se va a querellar contra sir Henry pidiéndole daños y perjuicios.

—¡Sería capaz! —dijo Leonor—. La verdad es que esa bruja se llevó lo que se merecía.

—A propósito —intervino de pronto sir Henry con un retintín tan especial que todos se le quedaron mirando—. Existe otra persona más de la que yo quisiera hablarles, si ustedes disponen de tiempo.

Muy pocas eran las personas que quedaban ya en el teatro. Las lámparas disimuladas en la pared bajo prismas de cristal despedían una luz amarillenta, que llenaba el teatro como neblina luminosa. La soledad de las sillas plegables, esparcidas en revuelta confusión por el suelo, era el testimonio de una invasión y de un éxodo. Veíanse incrustados en la alfombra, aquí y allá, trozos de fruta y de caramelo. Alguna niña había perdido su lazo del pelo. Aunque las cortinas estaban descorridas, el escenario se hallaba en la penumbra y solo se distinguía un montón de aparatos de magia.

Satisfecha, ahíta, agitada, descansaba Leonor en su sillón, al fondo del teatro. Betty se ocupaba en limpiar el bar.

—¿Que quiere usted hablarnos? ¿Ahora mismo? Pero yo tengo que bajar para atender a mis invitados.

—Señora —dijo sir Henry—, yo le ruego que se quede.

Cruzó el teatro y se sentó en el borde del escenario, de cara a todos. Christabel, intrigada, movió una silla plegable y se sentó en ella, indecisa.

No se había hablado aún una sola palabra del trágico suceso ni se había hecho indicación alguna aclaratoria. Sin embargo, es imposible que tres hombres que llevan en su imaginación el triste recuerdo del pálido rostro de un muerto entren en una habitación sin poner en su ambiente algo de aquella seriedad. Sir Henry, Nick y Buller Naseby no hubieran podido evitarlo aunque lo quisiesen. Sir Henry preguntó con acento inexpresivo:

—¿Dónde se encuentran los demás, señora?

—¿A quiénes se refiere? —gritó Leonor desde el fondo del teatro—. Pinkey y Vincent están arreglando el montacargas del escotillón. Se enredó en un engranaje el vestido de Betty y quedó atascado. ¿Quiere que suban?

—Usted, doctor, haría bien en sentarse en uno de esos bancos —dijo sir Henry al doctor Clements.

Este, muy pálido dentro del marco de su corta barba y bigote, avanzó presuroso y tropezó en una silla plegable. La imaginación excitada de algunas de las personas presentes creyó que había surgido como un fantasma de entre las grises cortinas que cubrían las paredes.

—Mi querida señora Stanhope —empezó a balbucir—, nadie me había dicho una palabra. No tuve siquiera ocasión de…

Sir Henry le interrumpió bruscamente:

—¡No se altere! Usted también, Larkin, haría bien en acompañarnos.

El mayordomo, deshaciéndose en excusas, salió del rincón del escenario donde permanecía oculto y se acercó, señalando su presencia con un ligero carraspeo. Saltó del escenario con mucha dificultad.

Betty dijo tranquilamente desde el interior del bar:

—Ya sé de que se trata. ¡El infierno!

Christabel volvió hacia ella la cabeza.

—Mira, cariño: hazme el favor de no usar esas expresiones. No es que me parezcan mal, sino que no te sientan a ti. No van bien con tu tipo.

Betty apartó un platillo lleno de patatas fritas a un lado del mostrador y contestó:

—Lo que he dicho no tiene nada de particular. ¿Se acuerda usted de aquel cabaret al que nos llevaron usted y papá en Montmartre, cuando Leonor tenía quince años y yo dieciocho? Era un lugar perfectamente correcto; papá nos sacó de allí volando. Se llamaba El Infierno. Hoy he dicho yo a alguien que esta casa me hacía recordar el cabaret aquel.

—No ha barruntado mal —comentó Nick.

Christabel miró en derredor suyo llena de asombro y preguntó:

—¿Quieren decirme de una vez de qué se trata?

Sir Henry la miró.

—Señora, yo sé que hay aquí personas que quizá pedirán mi cabeza cuando le diga quién es el que intentó matar a su esposo.

En el profundo silencio que se produjo, sir Henry encendió una cerilla y con ella su cigarro.

—De modo que es de eso de lo que se trata —dijo Leonor.

Betty gritó:

—¡Nick!

Y extendió la mano.

El joven se acercó inmediatamente a ella.

Christabel suspiró:

—¡Ay Betty, Betty! —con un tono que no dejaba adivinar su intención—. ¡Betty, Betty, Betty!

Sir Henry prosiguió:

—Dirán quizá esas personas que soy un viejo fósil, decrépito y sin seso, que ha llegado ya a la edad senil y que merece sentarse en la Cámara de los Lores. Por eso, no habrá más remedio que exponer ante ustedes las pruebas que hemos recogido y las conclusiones a que hemos llegado el inspector Wood y yo.

—¿Me permite un momento? —Christabel volvió la cabeza hacia Nick. Jamás había visto este una sonrisa más atrayente—. Señor Wood, ¿tiene inconveniente en que le haga una pregunta muy personal, descortés y quizá insultante?

—De ninguna manera. Venga ya.

—¿A cuánto ascienden sus ingresos anuales?

Nick quedó un momento pensativo, y contestó:

—Así, de sopetón, no puedo entrar en detalles, señora. Pero creo que andan alrededor de las tres mil libras.

—¿Tanto? ¿Es que cobra usted pagas extraordinarias en el Cuerpo de Policía?

—No se trata solo de mis salarios, según habrá podido usted adivinar por algún dato que le dio Vincent James. Lo siento, pero la verdad es que son bienes heredados. Cualquiera diría que, al entrar en la Policía, he quitado el pan a otro que lo necesitaba más; pero yo no podía pasarme la vida cruzado de brazos y sin hacer nada.

—¡Ujum! —exclamó indolentemente sir Henry—. También esto entra en el programa.

—¡Ah!, ¿sí? ¿Cómo es eso? —exclamó Christabel.

—Señora, ayer me hizo usted dos preguntas. Primera, cómo pudo ser que su esposo se disfrazase de ladrón. Segunda, quién lo apuñaló. Voy a contestar a estas preguntas, si usted tiene la amabilidad de escucharme.

—Prosiga usted.

Sir Henry guardó silencio un momento.

—Será bien que, para empezar, oiga usted las conclusiones a que el inspector Wood llegó por sí mismo. Después le contaré lo que he descubierto yo. Ya ve que hemos partido de dos direcciones distintas, pero que convergen y se ajustan. Lo mismo que la máscara y el rostro. Igual que la llave y la cerradura.

Sir Henry dio dos chupadas al negro cigarro, se quedó mirando las volutas de humo, que ascendían hacia la penumbra de la gruta dorada que formaba el escenario, y siguió diciendo:

—Vamos a ver si vuelven ustedes con el recuerdo a la noche del jueves. O, para ser más concretos, a las primeras horas de la madrugada del viernes. Cuando ocurrió el robo. Cuando Stanhope, oculto en su disfraz, es apuñalado y pateado junto al aparador del comedor. Allí fue donde lo encontró el inspector Wood. Después de una ojeada a escena tan sorprendente, el inspector Wood encarga a Larkin que examine los cierres de todas las puertas y ventanas de la planta baja —sir Henry miró a Larkin arqueando una ceja—. Vamos a ver, muchacho, si nos dices lo que descubriste.

El mayordomo carraspeó.

—Descubrí, señor, que todas las puertas estaban cerradas con llave y el pasador echado por dentro.

Sir Henry aprobó con un movimiento de cabeza.

—Perfectamente. Vamos ahora al comedor. Las ventanas de este dan a un voladizo, cuyo suelo se hallaba cubierto por una ligera capa de escarcha helada. En esta capa de hielo había pisadas de una sola persona (pisadas de las zapatillas de tenis que calzaba el ladrón), y todas ellas estaban en dirección a la ventana por la que se realizó el escalo. ¡No había otras huellas! ¡Aquellas solamente! ¿Comprenden ustedes lo que esto significa? Significa una cosa: que Stanhope no salió de la casa por una de aquellas ventanas, para luego dar media vuelta y volver a entrar por ellas. No pudo hacer semejante cosa. Las dos ventanas estaban cerradas por dentro. Él avanzó desde el exterior, marcando aquellas únicas huellas en la capa de escarcha helada; cortó el cristal de la ventana del comedor, dio vuelta al sujetador y se metió dentro. Todo esto es evidente, ¿verdad?

—En efecto —reconoció Christabel.

Sir Henry echó el busto hacia atrás, adelantó vivamente las manos y preguntó:

—Pero, ¡demonio!, ¿no comprende usted aún?

—No.

—Entonces, ¿quiere decirme, para empezar, por dónde diablos salió Stanhope de la casa?

Hubo un silencio general.

—Por alguna de las ventanas altas. Pero no; espere.

—¿Por alguna de las ventanas altas? —repitió sir Henry—. Veamos. Represéntese en su imaginación el plano de esta casa vista desde fuera. Tiene muros lisos, rectos, sin una cañería de agua o un tallo de enredadera que rompa su línea vertical. La altura de los pisos es de cinco metros, con una bóveda de setenta centímetros entre piso y piso. Esto nos da una altura de seis metros, que tenía que salvar para salir fuera de la casa desde el piso primero. ¿Cómo iba a salvarlos? ¿De un salto?

Christabel gritó asustada:

—¡Santo Dios, eso no pudo ser! Dwight padece…

El señor Naseby la interrumpió con tono tristón:

—Dwight es hombre de una constitución física especial. ¿Un salto así? Ni pensarlo. Es hombre que evita hasta los juegos en los que es preciso correr. Ya se lo dije al inspector Wood.

Sir Henry volvió a cabecear afirmativamente.

—Perfectamente. Esa idea de que no era probable que un hombre como Stanhope se hubiese escurrido de una ventana situada a seis metros de altura, dejándose caer sobre un suelo duro como el hierro, se le ocurrió al inspector Wood de repente en medio de la noche. No podía haber hecho eso aunque hubiese dispuesto de una cuerda.

Sir Henry miró hacia donde estaba Nick Wood y prosiguió:

—Era aquel un pensamiento desconcertante y conturbador. Sin embargo, ¿quién sabe? Aquello habría constituido un grave riesgo para Stanhope, pero todo es posible. Por eso mi joven amigo tenía que averiguar si la noche aquella dispuso de una cuerda cualquiera. A este efecto, llamó Nick por el teléfono interior a Larkin durante las primeras horas de la madrugada, y Larkin le contestó…

El mayordomo carraspeó:

—Yo le contesté, señor, que había revisado todas las ventanas del piso primero inmediatamente después que el señor Stanhope fue apuñalado. No había en ellas cuerda de ninguna clase, ni nada que pudiese servir para descolgarse colgaba de ninguna.

Nick oprimió la mano de Betty, que la tenía descansando en el mostrador del bar. En aquella atmósfera cerrada y viciada, el humo del detestable cigarro de sir Henry empezó a producir sus efectos en ojos y bronquios. Desde el fondo del teatro habló Leonor con fatigado desgaire:

—Pero dígame, Homero: ¿adónde va usted a parar con todo eso? Si papá no pudo salir de la casa por la planta baja, y tampoco desde el piso de arriba, ¿quiere usted decirme cómo se las arregló para salir?

Sir Henry extendió las dos manos.

—En efecto, mocita. No pudo salir… y no salió.

—¿Qué dice usted?

Sir Henry se incorporó con expresión modesta y amable y paseó su mirada por la concurrencia, como desafiando a todos a que le contradijesen. Y dijo por fin:

—Y ahora vamos con lo descubierto por mí —y se dio unos golpecitos en el pecho—. Llegué a esta casa con los pies hechos una llaga, rendido y renegado. ¡Pobre ojo mío! Me sentía mitad Carlos Primero en el patíbulo, mitad un pato selvático agonizando en medio de una tormenta. En el vestíbulo de la servidumbre me informaron de algo que no podía ser cierto. Y téngase en cuenta que yo estaba hablando con uno de los hombres que llevaron a Stanhope a su cuarto, lo desnudaron, lo lavaron, lo metieron en la cama y tiraron sus prendas de vestir a un ropero. Todo ello antes que hubiese llegado el médico. Cuando era él quien hubiera debido verlo todo antes que nadie.

Sir Henry hizo un guiño al doctor Clements. Este hombrecito rechoncho estaba sentado en el borde de una silla plegable, con la vista en el suelo. Pero cuando la levantó para mirar a sir Henry, había en ella un ligero matiz de compadrazgo. Sir Henry prosiguió:

—Pasemos ahora a la cuchillada que Stanhope tenía en el pecho. Vamos, doctor. Me voy a ceñir a las explicaciones que dio usted al inspector Wood. Si en algo me desvío, haga el favor de llamarme la atención.

—Estoy a sus órdenes, señor.

—Perfectamente. La incisión era recta y profunda, y había sido producida por una hoja muy fina, de cuatro a cinco pulgadas de larga. ¿No es así?

—Así es.

—¡Ujum! Y el peligro para la vida de Stanhope podía provenir de una hemorragia interna.

—En efecto.

—Tan apretados estaban los bordes de la herida que a usted le costó trabajo localizarla. Eso fue lo que dijo, ¿no es cierto?

—Eso dije.

—Se trataba de una herida como tantas otras, ¿verdad?

—Partiendo de que fue producida con una hoja fina, no tenía nada de particular.

—¡Ujum! Ya estamos llegando. Dígame, doctor: ¿cuál es la característica principal de esta clase de heridas?

La barbada boca del doctor Clements se contrajo con una sonrisa superficial y amarga. Y miró en derredor suyo.

—La característica principal es que no sangran hacia afuera.

Era lo que Nick estaba esperando. Lo veía venir y calculaba el efecto que produciría en los oyentes. Aun así, le sorprendió la contundencia de los efectos que produjo. Hubo varios en el grupo que lardaron quizá diez segundos en comprender el alcance de las palabras del doctor Clements. La silla plegable en que estaba sentada Christabel dejó oír un leve crujido al ponerse esta en pie bruscamente y decir casi chillando:

—¿Que no sangran hacia afuera? ¿Está usted loco?

—No lo está, señora —dijo sir Henry.

—Si lo que más espanto me produjo fue eso precisamente —gritó Leonor—: el verlo caído en el suelo, con la chaqueta empapada en su sangre, y la camisa, y los pantalones, y…

—No, joven. Usted no vio eso que dice —dijo sir Henry.

—Este hombre está chalado —exclamó con viveza Leonor, y se puso en pie.

Sir Henry explicó sin incomodarse:

—La sangre que usted vio no era suya. Pertenecía a otro.

El cigarro de sir Henry se había apagado. Lo encendió de nuevo, volviéndose de cara al escenario para raspar la cerilla, cuya amarillenta y ruin llama resaltó sobre la penumbra de aquel, y empezó a brillar como una brasa la punta del cigarro. Entonces prosiguió:

—Veamos. La cosa es muy sencilla. En seguida que oí hablar de una herida que se compaginaba mal con la gran cantidad de sangre vertida, me dio en la nariz que había trampa. Pero la herida estaba allí, con sus características. Y la sangre, también. Para comprobarlo, hice que Nick me mostrase las ropas del ladrón. Hay que hacer justicia al doctor Clements. Él no vio las ropas. Tampoco vio a Stanhope hasta que estuvo en su cama, ya lavado. Por eso no descubrió nada de particular que poner en su informe. Parecía una herida que no había sangrado hacia afuera, pero no era así. Ayer dije yo que, para ver claro en este asunto, bastaba con contestar ¡no! a varias de las preguntas. ¿De qué manera salió Stanhope de la casa? No salió. ¿Por qué Stanhope, que odiaba disfraces y bromazos, se vistió con las ropas de un salteador? No se vistió con ellas. Señoras y señores, ¿no están ustedes viendo que el asesino cambió sus ropas con la víctima?

Sir Henry se acomodó mejor en el borde del escenario y dijo:

—Señor Buller Naseby.

—¿Me llama usted a mí? —chilló el señor Naseby.

—Haga memoria. Cuando el jueves por la noche conversó usted con Dwight Stanhope arriba, en el teatro, esforzándose por interesarlo en ese negocio suyo del Hombre de Oro…

—Siga usted.

—… ¿le dijo él a usted: «Yo sólo ando a la caza de un Hombre de Oro»?

—¿Por qué lo pregunta?

—No se preocupe. ¿Se lo dijo, sí o no?

—Sí que me lo dijo.

—¿Comprendió usted el sentido de esas palabras?

—No.

—¡Qué lástima! —exclamó sir Henry, acompañando sus palabras de un balanceo lento y triste de su cabeza—. Fue una verdadera lástima, porque de haber comprendido usted su significado, nos hubiéramos ahorrado todos grandes molestias.

—¿El Hombre de Oro? —chilló Christabel—. ¿Qué fantasía es esa? ¿De qué Hombre de Oro se trata?

Sir Henry exclamó pensativo:

—En fin de cuentas, ya ve usted que solamente podía referirse a una persona.

En aquel momento una voz gritó en alguna parte:

—¡Ya está!

Solo algunas personas del grupo hubieran podido decir quién daba aquella voz y dónde se encontraba, Quizá llegaban las palabras de algún rincón del teatro o quizá de debajo del tablado. Pero todos los circunstantes vieron brillar una luz en el oscuro escenario, a espaldas de la inmóvil corpulencia de sir Henry. Y mientras este hablaba, la luz se proyectó sobre el techo.

—Solo había una persona de talla y corpulencia parecidas a las de Dwight Stanhope, y que hubiera podido cambiar sus ropas por las de aquel. Solo hay una en esta casa. Hasta el punto de que, en cierta ocasión, el jueves por la noche, y en este mismo local, hubo alguien que confundió a Stanhope con esa persona de que hablo, mientras no le vio la cara.

—¡El Infierno! ¡Esta casa es verdaderamente El Infierno! —exclamó Betty.

—El montacargas de la trampa está subiendo —hizo notar Christabel.

—Pues, en efecto, ocurrió esa confusión de que les hablo —la voz de sir Henry adquirió en aquel momento inflexiones de ternura feroz—. Y por rara casualidad, el individuo a que me refiero viene en este mismo instante a visitarnos. Ahí llega el Hombre de Oro, bobalicones amigos míos. Aquí tenemos al asesino.

El montacargas del escotillón se movía suavemente sobre sus engranajes bien engrasados, pero no subía con la rapidez acostumbrada, y en su movimiento ascendente interceptaba la luz. Hombres y mujeres del grupo vieron aparecer, primero, la cabeza; después, los hombros; después, el busto, y, finalmente, las piernas. No había terminado de hablar sir Henry, cuando asomó la cabeza, y el haz luminoso proyectado desde abajo iluminó ciertos detalles que se descubrían siempre en el semblante agradable de Vincent James, detalles, entre otros, muy notables en sus ojos.