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Leonor le cortó la palabra de una manera tajante:

—¡Un momento! ¿Quién es ahora el que está majareta?

—Empiezo a pensar que yo. Dice bien su hermana; esa es la explicación que primero se le ocurre a cualquiera. Yo mismo participé de ella hasta esta noche. Y me he convencido de que no se tiene en pie.

—¿Y por qué no se tiene en pie? —le replicó Leonor, como si se hubiese pasado al otro bando.

Christabel empezó a dar pataditas en el suelo. Aunque las dos se habían mofado de la teoría de Betty, era evidente que ambas participaban en secreto de la misma.

—Ahora se lo diré. Empecé a explicárselo antes a la señora Stanhope, pero al instante nos interrumpieron. El señor Stanhope se presentó en nuestras oficinas el martes último y tuvo una conversación con el inspector jefe Masters. Le comunicó que tenía razones para creer que su casa iba a ser objeto de un robo con escalo, con el intento de apoderarse, por lo menos, de uno de sus cuadros, y pidió que se destacase aquí un funcionario de Policía durante el fin de semana. Dicho funcionario figuraría como un invitado más. Como es natural, el inspector jefe le preguntó cómo estaba enterado de aquel proyecto. El señor Stanhope se negó rotundamente a entrar en detalles. Si se hubiera tratado de otra persona, hubiera sido suficiente esta actitud para que lo pusiesen a la puerta; pero había más de una razón para atenderle bien. Lo primero de todo, porque barruntamos un tejemaneje muy raro. El truco es muy viejo. El primer paso que da un maleante aficionado (perdónenme el calificativo) cuando planea un escalo con objeto de cobrar una póliza de seguros estafando a la compañía, es presentarse a la Policía y comunicarle sus temores de ser robado. Esto ocurre, de once veces, diez. Cree despistar con esto a la Policía, cuando la verdad es que le da el alerta. Es también lo que hace el charrán que envía cartas anónimas. Cuando surge una de estas epidemias de cartas anónimas, se puede apostar hasta la camisa a que quien las escribe es la persona que con más insistencia y en tono más ofensivo las recibe. Lo corriente es que se trate de una mujer.

Nick Wood hizo una pausa.

En las caras de las oyentes se dibujaba una expresión muy especial.

—Pues bien: el inspector jefe se encontraba en una situación molesta. El señor Stanhope es una potencia en este país. Órdenes recibidas de muy arriba nos obligaban a atenderle bien, accediendo a cualquier razonable petición suya. Conviene que ustedes sepan lo que dijo Masters: «Muchacho, este caballero anda metido en un asunto que huele mal, y se armará una tremolina si nos vemos obligados a echarle el guante». Acordaron, por último, destacarme a mí en esta casa, según había solicitado el señor Stanhope, Las órdenes que se me dieron fueron de que no le perdiese de vista, y que si él intentaba llevar a cabo su proyecto, interviniese yo y sofocase la cosa sin escándalo. Entre tanto, investigaríamos cuál era la situación del señor Stanhope, por si en ella había algún fallo.

Nick hizo otra pausa, avanzando y retrocediendo unos pasos delante de la chimenea.

—¿Y después? —se adelantó a preguntar Christabel.

—No quiero callarme el hecho de que existía otra razón más para mi venida a esta casa —pareció vacilar—. Lo cierto es que mi jefe no se deja ningún cabo suelto, Pero de esto hablaré más adelante, porque creo que no afecta a ninguna persona de la familia. Pues bien: estábamos en la creencia de que habíamos descubierto el juego al señor Stanhope. Pero los hechos que luego averiguamos nos apearon de ella —Nick se detuvo sobre el felpudo y agregó—: Ninguno de estos cuadros se halla cubierto ni siquiera por una póliza de un penique.

Sus oyentes necesitaron algunos momentos para digerir la noticia. Leonor abrió la boca para decir algo, pero lo pensó mejor. Betty retiró la mano del hombro de su madre. En la cara de Christabel se dibujó un ceño que descubrió su verdadera edad.

—¿Que no están asegurados?

—Así es. Algo más quiero decirles. El señor Stanhope no se encuentra en apuros económicos. Todo lo contrario. Su crédito es más sólido que nunca, y hace menos de un mes que dio el golpe más brillante de su carrera de financiero.

—¡Gracias sean dadas a Dios por esto! —masculló Leonor, pasándose el revés de la mano por la frente.

Christabel gritó:

—Por los clavos de Cristo, ¿qué se proponía entonces Dwight?

—Eso es —dijo Nick—, eso es lo que yo quisiera que usted me explicase.

Se encogió levemente de hombros y prosiguió después de hacer una pausa:

—Pero entendámonos. Yo no afirmo, ni mucho menos, que el señor Stanhope está diez veces más loco que un chivo loco. Estoy bien convencido de lo contrario. Tengo la impresión de que es un hombre que sabe lo que quiere y que obra con muy buenas razones.

—Así es él —asintió Betty.

—¿Cuáles son esas razones? ¿Por qué monta todo este tinglado de disfraces, cortacristales y todo lo demás? Con ello no iba ganando un penique. Ustedes me aseguran que no es aficionado a los bromazos. Les he hablado a ustedes con toda franqueza, porque tengo la convicción de que hay alguien o algo que puede darnos la clave.

—Ese alguien soy yo —replicó Leonor con un movimiento de cabeza—. Pero usted se lo podía preguntar a él mismo.

—Desde luego, si se salva.

—¡No diga usted si!

Leonor dio una patada en el suelo. Llevaba sandalias coloradas, caladas, y el menudo tacón repercutió en la piedra del hogar.

—Sí —dijo Christabel—. Después de todo, si el cuchillo no le ha tocado el corazón y el doctor Clements dice que sanará…

Nick dijo entonces, calculando deliberadamente sus palabras:

—No se trata solo de la cuchillada. Tiene también otras lesiones.

—¿Qué otras lesiones? —exclamó rápidamente Betty.

Nick no se dio por enterado de la pregunta, y continuó, afilando él también un cuchillo y preparándose a hurgar con el arma en las emociones de las tres mujeres:

—El ataque llevado a cabo contra el señor Stanhope no ha sido casual. Quiero decir que no se trata de que alguien le haya tomado por un auténtico ladrón y en esa creencia le haya atacado. Existen dos razones que quitan probabilidad a semejante suposición y que la hacen casi imposible. En primer lugar, no existirá motivo alguno, en este supuesto, para que el atacante se mantenga oculto después de realizado el hecho. Un ladrón enmascarado penetra con fractura en una casa; yo ignoro quién es, le acometo, y en la pelea se lleva lo suyo. La inmediata es que yo cante victoria y anuncie su captura. ¿No les parece?

—¡Qué quiere que le diga! —contestó Christabel con un escalofrío—. Por nada del mundo acometería yo a un ladrón, con disfraz o sin disfraz.

—Yo, puede que sí —apuntó Leonor, poniéndose en jarras con expresión fanfarrona—. Es decir, si yo llevaba un arma cualquiera —pero sus ojos se nublaron y rectificó—: No. Miento. Llamaría a gritos a Vincent o a Pinkey Dawson. Pero me agrada hacerme la ilusión de que sería capaz de una hazaña así.

Nick se despreocupó de sus palabras.

—La segunda razón es el salvajismo con que ha sido realizado el ataque al señor Stanhope, Después de apuñalado, cuando yacía inerme en el suelo, alguien le pateó el cuerpo y la cabeza tan despiadadamente que le ha roto tres costillas y ha estado a punto de aplastarle el cráneo. Feísima faena. Odio personal. Manera ciega y salvaje de escapar.

Sin exaltarse, como si no se diese cuenta de la corriente de espanto que sacudía a sus oyentes, manteniéndolas igual que un cable de alta tensión, Nick continuó explicando:

—De todo esto solo podemos sacar una conclusión. Alguien sabía que el señor Stanhope, por las razones que fuese, iba a disfrazarse de ladrón. Alguien le estaba acechando. Alguien…

—¡Basta! —interrumpió Christabel. No lo dijo gritando, pero el tono de su voz era tan imperioso que Nick se calló—. ¿Es indispensable que juegue al ratón y al gato con nosotras?

—Señora, alguien está jugando conmigo a ese juego. Mi obligación consiste en descubrir quién es. Y estoy resuelto a descubrirlo.

Nick sentíase fatigado. El problema que tenía delante carecía todavía de sentido. Sus últimas palabras resonaron claras y tajantes en aquella habitación veneciana, bajo los mármoles moteados de rosa.

Por encima de todo, su interés se concentraba en Betty, a la que sentía cada vez más lejana, cada vez más ajena a él a medida que transcurrían las horas y con cada frase que salía de su boca. Al menos, eso era lo que Nick pensaba. Se dijo a sí mismo que no le importaba. Masters le había advertido hacía tiempo que jamás se interesase por nadie mientras tenía un trabajo entre manos. «No se considere nunca como un huésped, muchacho; ni siquiera como un ser humano. Nadie nos consulta antes de robar una caja o cortar una yugular. ¿Por qué, pues, hemos de consultar nosotros a ellos?».

Por desgracia, no pudo dejar de tener una personalidad humana. Betty no era una mujer enseñada por la vida, como Christabel, ni una moza retozona, sensual y condescendiente como Leonor. Era la mujer que a él le convenía. Y fue Betty la que dijo tranquilamente:

—Por favor, no perdamos los estribos. Eso de que alguien quiso… herirle precisamente a él es cierto, ¿verdad?

—Sí; alguien le produjo deliberadamente graves lesiones.

—Pero ¿por qué razón? —preguntó Christabel, como si la ofensa personal afectase directamente a ella. Se cubrió los ojos con la mano—. ¿Qué razón puede haber? ¡Si él es absolutamente incapaz de hacer daño a nadie!

—Querrás decir a nadie que no sea enemigo suyo —insinuó Betty.

—También yo soy de esa opinión —dijo Leonor—. Puesto a odiar, sabe odiar bien, como les ocurre a todos los hombres que tienen verdadera personalidad. Pero es lo bastante culto para no transparentarlo. Por eso, si alguien intentó devolverle el golpe…

—A eso es precisamente a lo que me refiero —le interrumpió Nick—. Y ahí es donde necesito ayuda. ¿A qué pudo obedecer que adoptase semejante disfraz? ¿Qué es lo que él pretendía poner en evidencia? ¿Qué enemigos tenía?

Betty, mujer inteligente y de rápida comprensión, se le revolvió en este punto:

—No es eso lo que dijo usted antes. Lo que dijo fue que alguien «estaba al acecho, esperándole».

—Sí. ¿Y qué?

—Que ahora parece usted referirse a enemigos suyos por cuestiones de negocio. Antes nos dio la impresión de que hablaba de alguien que estuviese en esta casa. Alguien de nosotros. ¿Era usted ese alguien?

Y clavó en él la mirada de sus ojos azules.

—Si a usted no le parece mal, señorita, seré yo quien pregunte.

Betty enarcó las cejas y asintió con voz débil e inexpresiva.

—Como usted guste.

Pero se volvió para mirar a otro lado.

—¿Pensaba usted en alguien de aquí? —preguntó Leonor.

—Naturalmente que sí, querida —exclamó con sosiego Christabel, como si eso nada tuviese que ver con ella—. Es una suposición que suena a cosa fantástica, aun dentro de esta mansión. ¿Verdad, señor Wood?

Nick se dijo para sí que ninguna de las tres tomaba en serio aquella sugerencia suya.

Christabel prosiguió:

—Se refería a la posibilidad de que hubiese personas que tienen inquina a Dwight. Poca es la ayuda que puedo prestar para aclarar ese punto. Él nunca me dijo nada. Pensándolo bien, creo recordar que no hace mucho rompió malamente con uno de sus mejores amigos por cuestiones de negocio. Aunque supongo que eso no tiene ninguna trascendencia.

—Sanará, ¿verdad? —preguntó Leonor—. Eso es lo único que a mí me interesa. ¿No es cierto que sanará?

—Esperémoslo.

—¡No puedo seguir así! —exclamó Leonor, dando un estallido.

Devolvió con descaro a Nick la mirada que este le dirigió, aspiró profundamente como tomando una resolución y echó a andar hacia el comedor.

Christabel le dijo con el tono tranquilo habitual en ella:

—¿Adónde vas, querida?

—A beber una copa de algo —le replicó Leonor, abriendo de par en par las puertas corredizas y dando media vuelta—. Y después me iré a dormir. ¡Ojalá pudiese dormirme una semana seguida! A ti no te afecta, Betty, porque no es tu padre. Además, tienes siempre el recurso de leer y de soñar, como lo haces casi siempre. Y tampoco a Christabel puede herirle tanto como a mí.

Nick se plantó de un salto detrás de ella.

—¡No toque nada de lo que hay encima del aparador!

—No iba a tocar nada de lo que hay encima del aparador. La garrafa está en el estante bajo. Ahí es, por lo menos, donde debería estar.

—Si usted se empeña en coger la garrafa, yo se la alcanzaré. No pase usted de aquí.

Tanto Christabel como Betty fueron instintivamente tras ella. Los cuatro se quedaron bajo el arco que separaba las dos habitaciones, contemplando el cuadro de desbarajuste que había al otro lado. Las piezas del servicio de plata, en revuelta confusión con las frutas desparramadas por el suelo, resaltaban con abigarrados colores sobre la tupida alfombra negra. Unos racimos de uva aplastados señalaban el lugar en que Dwight Stanhope asentó su costado. No sin cierta satisfacción, pensó Nick en que le sería fácil dibujar aquella posición recurriendo a su memoria.

El agrietado cuadro del Greco, apoyado en el aparador y con la tela colgando del marco, daba la impresión de que un pie muy pesado se había asentado encima de él. Y algo más que no escapó a la observación de Nick Wood: en el sitio donde estuvo caído Stanhope vio una pequeña linterna eléctrica, niquelada, que el cuerpo de aquel había tapado antes. El cuchillo de postre, manchado de sangre, se hallaba en el mismo lugar.

—Perdónenme un momento —dijo Nick.

Y sacó del bolsillo un lápiz, que colocó sobre la alfombra para señalar la posición del cuchillo de postre. Después procedió a cogerlo por los extremos con la yema de los dedos y lo llevó así hasta la mesa del comedor, en donde lo dejó.

Leonor se aventuró a decir con desparpajo:

—¿Cómo no lo envuelve en un pañuelo, a fin de que no se borren las impresiones digitales?

—Solo un botarate haría semejante cosa, porque si hubiera, en efecto, algunas impresiones digitales, las emborronaría. ¿Quiere colocarse a un lado, por favor?

Sacó luego la estilográfica y la puso sobre la alfombra, junto a la linterna eléctrica. Pensó que era muy poco más lo que allí le quedaba por hacer. La intervención de Leonor, bien intencionada sin duda, había anulado una parte grande de lo que hubiera constituido la prueba.

Nick abrió la puerta del aparador, encontró la garrafa de coñac, ya bastante vacía, y se la ofreció a Leonor, que no se movió para cogerla. Al contrario, se había ido alejando hacia atrás, hasta colocarse debajo de otro de los cuadros iluminados que había en la pared de enfrente. Era la tela de Goya titulada La bruja joven. De trazos atrevidos e invención satírica, parecía poco apropiado para ser expuesto en casa donde hubiese muchachos o muchachas. Leonor lanzó estas palabras:

—Es usted una persona bastante odiosa. Debiera acordarse por lo menos de que es nuestro huésped…

—Lo tengo muy presente. De no ser por eso…

—¿Qué ocurriría?

—Dejémoslo estar. ¿No quiere el coñac?

—No lo quiero —replicó Leonor, que cambiaba de idea cada diez minutos—. Lo que yo necesito saber es lo ocurrido aquí.

Durante el diálogo anterior, Betty había cruzado calladamente hasta las cortinas, abombadas por la corriente de aire, de la ventana del lado izquierdo. Las levantó, miró al otro lado y hasta se metió en el hueco de la ventana, desapareciendo unos momentos detrás de las cortinas.

—¡Hola! —exclamó, alzándolas de nuevo con la mano—. Ha empezado a nevar.

—¡Ah!, ¿sí? —preguntó Christabel con interés—. Yo, en tu caso, no tocaría nada.

Betty vacilaba; pero finalmente, y como en contra de su voluntad, se dirigió a Nick:

—Usted es quien lleva este asunto. Nos ha dado a entender con claridad que no desea ninguna interferencia ajena. Sin embargo, quizá le interese echar un vistazo desde este ventana.

Nick se dirigió a ella, apartando las cortinas con ambas manos. La brillante luz del comedor se proyectó sobre el pequeño pórtico formado por el saliente de las habitaciones del piso superior. Pero así y todo la luminosidad no era suficiente.

La ventana había sido levantada hacia arriba a todo lo que daba la corredera. Nick buscó en su bolsillo las cerillas, sacó una, la encendió, sacó el busto hacia afuera y mantuvo en ella la cerilla encendida. Su llama brilló con nitidez en el aire frío y casi inmóvil.

Grandes copos de blanca nieve caían más allá del voladizo. El suelo de este, aunque protegido de la nieve, tenía una capa blanca de helada escarcha, que empezaba a fundirse. Esa capa crujiría bajo el peso de un pie. Advertíanse en ella varias huellas enteras o incompletas, y su dibujo correspondía al de las suelas acanaladas de los zapatos de tenis que tenía puestos el señor Dwight Stanhope. Las huellas apuntaban todas hacia acá, es decir, en dirección a la ventana.

—¿Se refería a esto?

—Sí. ¿Son de él? —preguntó Betty con interés.

—Sin duda alguna. Ya recordará usted que llevaba… Pero ¿qué voy a decir yo si lo vio usted misma? ¿No es cierto?

—No, señor; de ninguna manera. Yo me refería a que el asunto se presenta mucho más complicado aún de lo que pensábamos. Por lo visto, se alejó de la casa y luego volvió a ella.

Christabel exclamó con muestras de cansancio:

—Hija mía, en eso que dices no hay nada nuevo. El mismo señor Wood lo sugirió hace ya varias horas. ¿Y qué se deduce de que las huellas indiquen que se alejó de la casa?

Nick apagó la cerilla y dejó caer las cortinas. Tendría que sacar un calco de aquellas huellas antes que avanzase el deshielo. De momento, clavó sus ojos en los de Betty, y sin despegar los labios le dirigió una pregunta, a la que ella contestó, aunque lo hizo hablando con Christabel.

—Es que indican algo más que eso. ¿No lo comprendes?

—No, cariño mío; mentiría si dijese que lo comprendo.

—Fíjate, mamá, en que no hay más que una clase de huellas en el voladizo. Fíjate bien.

Christabel se adelantó para verlo con sus mismos ojos. Pero ni aun después de descorrer las cortinas y mirar al exterior dio señales de haber comprendido lo que aquello significaba.

—Es muy tarde, Betty, y estoy cansada. Esto de jugar a detectives resulta muy bien en los libros y en los juegos. Es cosa divertida. Pero en circunstancias tan espantosas como las actuales…

—Quiere decir, mamá, que nadie más que él entró por esa ventana —le contestó Betty sin rodeos.

Pero no le dio, o no pudo darle, la contestación verdadera.