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Nicolás Wood bajó por la escalera principal de la casa para dar un paseo al aire libre a las dos de la tarde de aquel día, un día oscuro, aunque blanco de nieve.

Las demás personas de la casa no se habían levantado aún, pero no tardarían en dar señales de vida, pues se había cruzado con una doncella que llevaba una bandeja con el desayuno a la habitación de Christabel. Nick Wood había dormido sólo dos horas, pero se sentía asombrosamente descansado. Había recogido todas las pruebas materiales y comunicado por teléfono con el inspector jefe Masters, que tenía el número 1212, Whitehall.

Encontrose con Larkin en el vestíbulo inferior, alumbrado ahora por una cornisa de luces indirectas. El mayordomo parecía perplejo, y quizá no sin motivo. Del lado de acá de la puerta principal había en el suelo un gran baúl y un cajón de embalaje todavía mayor. Ostentaban los dos, de parte a parte, pintados con llamativas letras rojas y blancas, unos letreros que decían: El Gran Kafuzalum, y etiquetas adicionales como esta: Este lado, para arriba y Trátese con cuidado.

Nick se detuvo en seco, preparándose para ponerse el gabán.

—Buenos días, señor —le dijo Larkin.

—Buenos días.

—¿Fue de su agrado el desayuno?

—Sí, mucho —contestó Nick, aunque solo tenía una vaga idea de lo que había comido.

—¿Se encuentra bien el señor Stanhope?

—Descansa sosegadamente. Uno de los hombres de usted estuvo toda la noche de guardia en su cuarto, y el médico está al llegar.

Nick le preguntó, señalándole las cajas:

—A propósito, ¿quién o qué es El Gran Kafuzalum?

El rostro de Larkin esbozó una leve sonrisa.

—Es un mago, señor.

—¿Un mago? ¿A santo de qué viene un mago?

—¿No se lo han dicho a usted? Es costumbre de esta casa el dar por Año Nuevo una función a los niños. Veo difícil que, dadas las circunstancias que atravesamos, pueda celebrarse este año. Pero el señor Stanhope tenía contratado ya a este nigromante, la última sensación del Paladium. Los transportes de Carter Patterson acaban de traernos eso.

—¡Vaya! —exclamó Nick, dominando la viva curiosidad que le inspiraba el equipo del prestidigitador—. Yo me marcho a dar un paseo. Regresaré con tiempo para hablar con el doctor Clements.

—Perfectamente, señor. Si usted me permite…

—Diga.

Larkin bajó la voz:

—Los informes que usted me pidió anoche, ¿le interesan todavía a usted o debo darlos al olvido?

—¡De ninguna manera! No sé cómo se me pasó por alto el asunto. ¿Qué es lo que averiguó usted?

Larkin adoptó aires de conspirador.

—La puerta principal tenía corrido el pasador y la cadena echada por dentro. Probablemente lo vería usted mismo cuando la señorita Leonor abrió al doctor Clements. La puerta que da al invernadero estaba cerrada con llave y echado el pasador. La de atrás, es decir, la del patinejo, debajo de la escalera, que da a las cocinas, se hallaba también cerrada con llave y pasador.

—¿Y no tiene la casa otras salidas?

—No, señor.

—¿Y cómo encontró las ventanas de la planta baja?

—Todas estaban cerradas por dentro.

—¡Vaya! —murmuró Nick en voz baja.

Mientras Larkin le ayudaba a meterse el gabán y le abría la puerta principal, Nick meditaba en lo que acababa de oír. Bajando por la escalinata delantera, se metió en aquel mundo pálido, de reflejos de plata, arrebujado en nieve. En el declive del césped, pisoteando la nieve, estaba Betty Stanhope.

La figura de Betty no era muy de la época de la reina Victoria. Iba vestida con lo que suele llamarse un equipo de patinar. Desde las botas que sujetaban los pantalones hasta el gorro en punta, formaba su silueta una mancha de color vino sobre el fondo de nieve y negros árboles. Su rostro, enmarcado por el gorro, estaba colorado de frío, y su mirada parecía más viva; pero una nariz rubicunda no ha sido jamás hermosa. La joven saludó a Nick moviendo la mano enguantada.

—¡Qué me iba yo a suponer que lo encontraría a usted aquí! —exclamó Betty, adelantándose hacia la escalinata sin dejar de patear.

—Voy nada más que a estirar las piernas.

—Lo mismo me ocurre a mí. Acompáñeme, si no tiene inconveniente.

—Nada me resultará más agradable. Usted conocerá los caminos. ¿Hacia dónde tiramos?

Ella le miró escrutadora, y señalando con un movimiento de cabeza en dirección a la parte posterior de la casa, dijo:

—El mejor paseo sería por esos campos, pero la capa de nieve es bastante profunda.

—No se preocupe. Traigo puestos los chanclos.

Semejante afirmación denotaba un optimismo exagerado. El mismo Nick tuvo que convenir en ello antes que avanzasen trescientas varas, porque, caminando a paso vivo y confiado, se hundió hasta la pantorrilla en la nieve, pegajosa y blancuzca. Pero ningún hombre digno de tal nombre dejaría escapar una queja en circunstancias como aquella.

Fueron abriéndose camino en silencio. Transcurrieron cinco minutos más, y ya la casa quedaba a considerable distancia. Quizá por haber escapado de la atmósfera de Waldemere, Nick empezó a sentir euforia y observó que cambiaban todas sus perspectivas.

—¿De veras que no se está usted mojando los pies? —insistió Betty.

—¡Nada de eso! —y apenas lo dijo se metió hasta la rodilla en un hoyo oculto, apresurándose a recobrar el equilibrio—. Observo que se ha vestido usted como para una batalla de bolas de nieve.

—Ilusiones de Saint-Moritz —contestó Betty—. Generalmente, estos trajes no suelen servir sino para eso, para andar a pelotazos de nieve. Habíamos proyectado salir para Saint-Moritz después del Año Nuevo, pero…

—Pero ¿qué?

—Que a Leonor le dio una pataleta porque no nos acompañaba Vincent James. Este caballero proyectaba ir a otro sitio. De modo que renunciamos a nuestro viaje.

—Dígame: ¿a usted nunca le ha dado una pataleta?

—No adelantaría nada con ello —dijo muy seriamente Betty—. La atribuirían a desarreglos del hígado y me harían tomar alguna medicina. Estoy segura, porque ya lo he intentado alguna vez.

—Dígame entonces otra cosa. ¿Qué opinión tiene usted de Vincent James?

—Es hombre de mucho atractivo.

—¿De veras?

—La verdad, yo no puedo censurar a Leonor porque…

—¡Vaya!

—Pero con todo, dicho sea entre nosotros, me hace a mí el efecto de una terrible torticolis.

De ordinario, a nadie le gusta que a un amigo suyo lo califiquen de torticolis, y si no se tratase de Betty, habría salido Nick en defensa de Vincent James. Porque rendía tributo a las buenas cualidades de Vincent —honradez, rectitud, habilidad en el deporte—. Pero lo cierto es que este último había hecho la noche anterior ciertas observaciones que habían preocupado a Nick más de lo que a él mismo le hubiera agradado confesar.

En un acceso de exuberancia física, se agachó y recogió un puñado de nieve, dándole con sus manos la forma de una bola. Betty le miraba un poco intrigada, sonriendo entre el humo de su respiración. Habían desembocado en un espacio llano, en el que se distinguía, bajo la tristeza de un cielo de plomo, una cerca coronada de nieve que levantaba del suelo lo que la cintura de una persona. La mirada jubilosa de Nick, que recorría el panorama, descubrió un objeto que parecía estar sobre la tapia o quizá un poco más allá.

Lo que descubrió fue un sombrero de copa.

—¡Mire, mire, mire! —exclamó.

Entre la imagen de un sombrero de copa y la de una bola de nieve surgen en el acto relaciones que provocan en las personas de buen humor los mejores impulsos. O los más perversos, si a ustedes les parece mejor.

Para ser justos, tenemos que decir que jamás se le ocurrió a Nicolás Wood que el tal sombrero de copa tuviese dueño. Eran tan viejo que habría provocado el escarnio de un vagabundo y hasta de un jefe zulú. Era un sombrero que solo se concebía como adorno de un monigote hecho con nieve. Y como el día estaba tan oscuro, pensó que quizá algunos muchachos lo hubiesen hecho al otro lado de la cerca, coronándolo con el sombrero de copa.

Betty leyó en su pensamiento; se agachó, recogió un puñado de nieve y se puso a sobarla, diciendo:

—Le apuesto a que le doy yo antes que usted.

—Apostado —contestó él.

Se balanceó sobre la pierna derecha, se afirmó y largó la bola de nieve igual que un balazo.

Y dio de lleno. El sombrero de copa recibió el golpe en el centro mismo y salió volando como un pájaro, desapareciendo en un ventisquero. Nick se sopló en las manos medio heladas, mientras Betty lanzaba su proyectil. Había calculado con este chasco, pero estaba muy lejos de pensar que ocurriera lo que ocurrió.

Del otro lado de la cerca se alzó, majestuosa e imponente, una cara que, a juzgar por su feroz expresión, no parecía de persona humana. Y una voz airada bramó:

—¿Qué demonios condenados se han creído ustedes que tienen derecho a hacer?

Y tuvieron la visión súbita de unas gafas que descendían de una cabeza calva para asentarse en una gruesa nariz. Todo fue cosa de un segundo; la bola de Betty, bastante floja, salió de su mano y dio en mitad de la cara del individuo aquel.

No soltó una palabra. Se veía él vaho de su respiración. Apoyó sus gruesos brazos encima de la cerca de piedra como sobre un mostrador, y pareció estar examinando el panorama al través de las gafas cubiertas de nieve.

—¡Dios santo! ¡Si es el viejo! —cuchicheó Nick.

—¿Qué viejo? —le respondió Betty, también en un cuchicheo.

—Sir Henry Merrivale.

—¿El del Ministerio de la Guerra?

—En persona. Es amigo de su padre, y él fue quien lo recomendó al inspector jefe.

Betty se rehízo y le gritó:

—Caballero, no sabe cuánto lo siento.

Por el corpachón del hombre reclinado sobre la cerca corrieron escalofríos y retorcimientos. Llevaba un gabán con cuello de astracán, completamente anticuado, y mitones en las manos.

—De modo que lo siente mucho, ¿eh? —masculló con voz áspera y turbia, y luego carraspeó—. ¡Que lo siente mucho!

—Muchísimo. No podíamos suponer…

El señor H. M. prosiguió con mucha frialdad:

—Uno de ellos me hace levantar volándome el sombrero, mientras el otro aguarda a que lo haga para darme en las narices mismas. Y luego me dicen que lo sienten muchísimo. ¡Los angelitos!

Nick avanzó un paso.

—Ella tiró cuando a usted le tapaba la pared. No pensó en que lo iba a dar, sino que apuntó, igual que yo, al sombrero.

El señor H. M. enrojeció un poco, y Nick rectificó:

—Quiero decir que no sabíamos que el sombrero era suyo. Pensamos que se trataba de uno inservible que alguien había tirado.

Betty le sugirió entre dientes:

—¿No será una inconveniencia eso que está usted diciendo?

Pero Nick recalcó:

—Después de todo, ¿es posible saber qué es lo que hacía usted agazapado detrás de la pared?

—Estaba buscando algo en un mapa —contestó el señor H. M., exhibiendo de pronto un gran papel grasiento que colgaba de un librito, y que ondeó al viento como una bandera—. Llevo tres horas mortales pataleando por estos caminos (donde los había), buscando inútilmente una casa llamada Casa del Antifaz, que ni siquiera está en el mapa. Estaba yo sentado aquí muy tranquilamente, cuando ha venido de no sé dónde un condenado pedazo de hielo…

—Lo que usted busca no se llama la Casa del Antifaz. Se llama Waldemere. Con seguridad que ha pasado usted una media docena de veces junto a esa mansión.

—Muchas gracias. Me consuela usted con eso que me dice —le contestó el señor H. M.

—De allí precisamente venimos nosotros.

—¿Que ustedes vienen de allí?

—Sí, señor. Yo soy Betty Stanhope.

Betty demostraba estar verdaderamente afectada. Avanzó hacia él, sacando al mismo tiempo un pañuelo del bolsillo de su traje de patinar, y le dijo con zalamería:

—Permítame que le limpie la cara. El señor Wood le traerá su sombrero. De verdad, de verdad que lo sentimos en el alma.

El señor H. M. no perdió ni un ápice de su dignidad. Permaneció con los brazos cruzados y una expresión de ausencia muy propia de un piel roja, mientras que Betty, adelantando el busto sobre la cerca, le enjugaba la cara, le quitaba las gafas, le limpiaba los cristales y hasta insinuaba un amago de limpieza de la calva. Aunque H. M. no demostró ablandarse, las comisuras de su bocaza aflojáronse un poco, y no pudo menos que hacer esta concesión:

—Menos mal que la moza demuestra cierto sentimiento de respeto y consideración hacia mis grises cabellos. Pero ¡usted…!

Nick pasó por encima de la cerca y recogió el sombrero del gran hombre en un montón de nieve.

—¿Conoce usted al señor Wood, sir Henry?

—¿Si lo conozco? No. No me lo han presentado, y no es a él a quien me dirijo, si es que lo dice usted por lo que lo dice. ¡A los años que tiene divertirse tirando a la gente bolas de nieve a los hocicos! ¡Brruu!

—No fue él quien le acertó, sir Henry. Fui yo.

Pero el señor H. M. solo creía lo que él deseaba creer, y contestó sombríamente:

—No se preocupe de si fue usted o fue él. Venga mi sombrero… No, démelo usted; no quiero aceptarlo de él… Quizá después de eso me sienta mejor.

—¿Cómo ha venido usted a parar aquí, señor? —preguntó Nick—. ¿No ha traído el coche?

—¡Claro que lo he traído! Supongo que seguirá en el ventisquero en donde lo dejé. El de hoy es para mí un día de suerte.

Betty se mordió el labio.

—Si acaso venía usted para tratar de negocios con mi padre, me temo que no esté en disposición de recibirle. Le ha ocurrido un accidente.

El señor H. M. dio señales de inquietud.

—Ya tengo noticias, joven. Masters me ha apuntado algo de eso por teléfono. Ahí tiene la razón de mi venida.

—De modo que viene usted a ayudarnos.

—Poco a poco —la inquietud del señor H. M. se hizo más evidente—. Eso de ayudar es mucho decir. Me encuentro aquí porque yo confío en mi buen sentido —les miró con ojos centelleantes—. Dwight Stanhope es uno de los hombres honrados a carta cabal que he conocido en mi vida. Y son pocos. Al decir honrado, no hablo de una honradez a medias, como la que tenemos muchos de nosotros, sino de la auténtica. No es un farsante ni un simulador. Uno de sus grandes odios son los farsantes y simuladores. Desde que vino a verme, y vino a verme antes que a nadie para tratar de este asunto, hubiera podido yo dar a Masters la seguridad de que no se trataba de una estafa a base de póliza de seguros.

—Ya dejamos eso bien sentado —apuntó Nick—. ¿No se lo ha dicho el inspector jefe?

H. M. pareció haber dado al olvido su enfado.

—Desde luego. Pero, bueno, ¿cuál es la situación en este momento?

—¿A propósito de qué?

—Me refiero a si está interviniendo la Policía en todos los jaleos de la pasada noche.

—No intervendrá en modo alguno hasta que el señor Stanhope mejore lo bastante para solicitarlo. Si es que llega ese caso.

—¿Quiere usted decir si es que mejora?

—No, señor; quiero decir si es que lo solicita.

—¡Ah!, ¿sí? —masculló el señor H. M., dirigiéndole una mirada muy extraña a través de sus gruesas gafas—. Eso es lo que piensa Masters, ¿verdad? Pero ¿y mientras tanto?

—El superintendente Glover llamó por teléfono al jefe de la Policía local, coronel Boyne. Extraoficialmente han enviado al perito de impresiones digitales, por si nos hiciesen falta pruebas. Y yo creo que las necesitaremos.

—¡Ah!, ¿sí?

—El nudo de la cuestión es que este hombre haya querido robar en su propia casa, lo que parece cosa de locos. Usted, que es un especialista en desvaríos, tal vez encuentre explicación.

El señor H. M. pareció halagado.

Nick prosiguió:

—Por mi parte, me complace verle a usted aquí, con preferencia a ninguna otra persona. ¿Y qué opinión se ha formado?

—Ninguna. También Masters me lo preguntó. Es un detalle que le ha intrigado al jefe de usted. Intentó robar en su casa, pero ¿por qué lo hizo? ¡Cómo me duele este ojo!

—¿No se le ocurre alguna explicación razonable? El señor H. M. aspiró fuertemente por la nariz y se puso en seguida a frotársela con la mano enmitonada; pero el impacto de la bola de nieve se la había dejado dolorida y torció los ojos hacía el centro para mirársela de un modo que daba miedo. Este incidente reavivó el recuerdo de a ofensa recibida y otra vez amagó tormenta, rugiendo:

—¿Se imagina usted que no tengo otra cosa que hacer que perder el tiempo aquí dando consejos, en un estado como el que estoy? Fíjese en mi apéndice nasal. Lo tengo hinchado e inflamado, requiere una cura. Tengo hechos un hielo los pies no probé bocado desde las primeras horas de la mañana…

—¡Cómo es posible que yo no haya caído en la cuenta! ¡Pobrecito, cariño!

Aunque Betty le diese muy en serio este último calificativo, hemos de ser justos y decir que ni su propia madre debió de aplicárselo jamás.

—¡Qué cabeza la nuestra! —exclamó también Nick Wood. Examinó un instante la corpulencia de H. M. y le preguntó—: ¿Se atrevería usted a pasar sin ayuda a este lado de la cerca?

Nick no tuvo ni la más remota idea de insultarle, pero la ofensa fue mortal. El viejo le miro. Pareció que por un instante pasase por su fantasía la loca idea de saltar la cerca limpiamente, como un Douglas Fairbanks, con solo apoyar en ella las manos. Pero lo pensó mejor, se encaramó en ella con mucha dignidad e hizo pie al otro lado estruendosamente y entre salpicaduras de nieve.

—Muy bien —siguió diciendo Betty—. Andando en seguida. Lo llevaremos a casa.

—No iré —contestó H. M.

—Pero ¿no ha dicho usted que venía a ella?

—Eso era hace dos horas —el señor H. M. mostró el mapa—. Me volví loco e hice un juramento solemne de que daría yo mismo con esa condenada mansión. Y la encontraré. Ustedes díganme por dónde cae y déjenme solo. Me siento perfectamente.

—No hemos salido sino a dar un paseo…

—Pues sigan paseando —contestó H. M. muy ceñudo—. Tengo que pensar un poco y necesito estar a solas. ¿Hacia dónde dijo que quedaba?

Betty miró desconsolada a un lado y otro. Pero Nick le apretó el brazo significativamente y dijo:

—Puesto que se empeña en ello, no tiene usted sino seguir derecho; no puede perderse. Es un edificio muy grande, con pisos de quince pies de altura, almenado en sus cuatro fachadas.

—Y desde ahora lo pongo a su disposición —añadió Betty—. Estoy segura de que harán cuanto les sea posible para que se encuentre usted en nuestra casa con todo regalo.

El señor H. M. la miró de soslayo por encima del hombro y gruñó:

—Así lo espero. Así lo espero. Adiós.

Los dos jóvenes se quedaron contemplándole mientras bajaba la pequeña cuesta, cargado de hombros, ancho como un tonel, con el sombrero bien metido en la cabeza y el mapa ondeante en la mano. Caminaba como a regañadientes y a cada paso que daba hacía saltar la nieve alrededor de sus botas.

—De modo —exclamó Betty— que ese es el terror de los criminales.

—Sí. ¿Verdad que al verlo no diría usted que es un hombre tan hábil e inteligente?

—Desde luego que no. ¿Lo es, en efecto, tanto como se dice?

—Lo es. Pero en su vida particular hace cosas como para que nadie lo tome en serio. ¿A que no sabe usted lo que estoy pensando?

—¿Qué piensa?

—Me están dando ganas, unas ganas perversas, de agacharme, amasar una bola de nieve blandita y hacer blanco otra vez en su sombrero, nada más que por oírle disparatar.

Como si una voz interior le estuviese avisando por telepatía del peligro, el señor H. M., que andaba a unas veinte varas de distancia, volvió la cabeza y miró suspicazmente por encima del hombro. Betty se quedó de una pieza.

—¡No haga usted tal cosa, por amor de Dios!

—Tranquilícese. No tengo intención de hacerlo. Dije únicamente que sentía ganas. Esas son sus tácticas para impresionar a la gente. ¿Me comprende?

Betty miró a otro lado.

—No le comprendo…; es decir, sí. Quizá le comprendo. Esta mañana parece usted un hombre completamente distinto, señor Wood.

—Y yo digo lo mismo de usted, señorita. Me imagino que eso ocurre porque no nos violenta la atmósfera de Waldemere.

—¡Por favor! Cambiemos de conversación.

A lo lejos, en el fondo del valle, más allá de los árboles iluminados de nieve, vislumbrábanse las torrecillas, la cúpula, el asta de bandera del palacio, alzándose por encima de sus almenas simuladas. Nick lo contempló a través del vaho de su propia respiración y siguió con el tema.

—Cuando estábamos en el teatrito me preguntó usted si estaba yo enterado de que también la llamaban la Casa del Antifaz. Pero no llegó usted a explicarme el motivo de semejante nombre. La verdad es que se dejó usted en el tintero varias explicaciones. Parecía como si su atención estuviese distraída en otra cosa. Quizá por eso se desmayó usted cuando le anunciaron que su padrastro había sido acuchillado.

Betty, que estaba apoyada en la cerca de piedra, le dirigió, al soslayo de su gorro aloque, una rápida mirada que parecía de compasión. Pero no tuvo tiempo de darle explicaciones, aun en el caso de haber pensado dárselas, porque en el sendero que tenían a su espalda, y que serpenteaba entre la cerca de piedra y un seto de arbustos, resonó de pronto un trotar apagado de cascos y un vivo tintineo de cascabeles.

Y una voz les gritó:

—¡Eh, muchachos!