Capítulo 6
1937-1939
Windsor contra Windsor o los desafíos de Jorge VI
La noche en que Jorge VI sucedió a su hermano mayor Eduardo VIII, convertido en duque de Windsor, el nuevo soberano advirtió a sus otros dos hermanos, los duques de Gloucester y de Kent, que debían observar una conducta intachable. Por todos los medios, la familia real debía consolidar su credibilidad y hacer olvidar, en la medida de lo posible, la vergüenza de la abdicación.
¿Quién es Jorge VI? Nacido en 1895 en Sandringham, Alberto, apodado «Bertie», segundo hijo de Jorge V, ha sido educado por un preceptor privado y ha tenido una infancia austera. El rey y la reina aman a sus hijos, pero son poco cariñosos con ellos y no los ven más que media hora al día. ¿Unos padres? Casi unos iconos. La reina María tiende su mano enguantada a sus hijos. Éstos se inclinan. La calidez de un Eduardo VII está muy lejos. Son confiados a la terrible señora Green, una gobernanta perversa que los deja sin cenar por cualquier tontería o los alimenta de porridge compacto y de frijoles fríos. Alberto es más propenso que su hermano mayor a las enfermedades. Ha acumulado las dificultades, entre las reprimendas de su padre que lo riñe a la menor ocasión, su extremada timidez y sobre todo una tartamudez penosa que lo acompleja profundamente y le hace preferir el mutismo a la humillación de una elocución ridícula.
Alberto se siente mal querido. Incluso las niñeras lo tratan peor que a un perro y se ríen de sus rodillas patizambas. Cabe recordar que de niño su padre también padecía de unas rodillas torcidas hacia adentro y que todos sus hijos, excepto Eduardo, han «heredado» esa deformidad. De muy joven, Bertie es obligado a llevar férulas varias horas al día y hasta a veces por la noche para enderezar sus piernas. Un viejo criado se apiada de él: a riesgo de perder su puesto, afloja las correas para que el niño sufra menos. Y siendo zurdo, obligan a Alberto a escribir con la mano derecha, lo cual agrava sus complejos; debe sentarse en un sillón para discapacitados, ideal para la lectura, pero muy incómodo para escribir. Esta situación lo hace sufrir tanto moral como físicamente. Con todo, nunca se queja, aplicando una de las famosas máximas de su bisabuela la reina Victoria: Never complain, never explain («Nunca te quejes, nunca expliques»).
La adolescencia de Bertie casi parece un suplicio, pero poca gente es consciente de ello. Mide casi 1,70 metros, es flaco y demacrado y tiene unas facciones finas. Si pasa por ser un hombre introvertido es porque se ha educado en la escuela del coraje y de la voluntad para dominar sus miedos, el miedo a su forma insegura de caminar y a su tartamudez, en silencio y con pudor, y porque continuamente lo comparan con su hermano... Su escolaridad es poco brillante: en 1911, en el colegio Naval de Darmouth, obtiene el número sesenta y uno de sesenta y siete en su promoción. En un barco escuela da la vuelta al mundo. ¡Sus camaradas lo llaman «la Sardina»! Participa como alumno oficial de marina en la batalla de Jutlandia en 1916, luego es piloto en el Royal Navy Air Service hasta 1918 y recibe de su padre el título de duque de York el 3 de junio de 1920, tras un año pasado en Cambridge. Se dedica muy concienzudamente a obras sociales y a sus numerosas obligaciones oficiales.
El 10 de junio de 1920, acompañado por su madre y su hermana, el príncipe Alberto acude a una cena en casa de lady Farquhar cuyo marido es amigo personal del rey. Entre los aproximadamente sesenta invitados se encuentra lady Isabel Bowes-Lyon, de 19 años, a la que quizás había conocido ya cuando eran mucho más jóvenes. Esta aristócrata escocesa no se siente de inmediato seducida por Bertie, porque como es muy popular son muchos los pretendientes que la cortejan. No es muy bonita, pero sí seductora, alegre y con sentido del humor. Alberto se rinde a sus encantos. La hija del decimocuarto conde de Strathmore ha pasado su infancia en el castillo de Glamis, uno de los más hermosos de Escocia, donde Shakespeare situó la acción de Macbeth[1]. Muy aficionada a las historias de fantasmas, Isabel escribirá, con seudónimo, una crónica en una revista mundana sobre los espectros y los crímenes misteriosos que se ocultan detrás de los viejos muros. Lady Isabel es realmente deliciosa y el príncipe Alberto se enamora enseguida de ella. Pero el 5 de enero de 1923, una indiscreción del Daily News anuncia el noviazgo de la exquisita Isabel con... el príncipe de Gales, el heredero al trono y hermano mayor del príncipe... Alberto. Pero todo el mundo sabe que Eduardo —que aún no ha conocido a la señora Simpson— bebe los vientos por Freda Dudley. De hecho, el eco del periódico se equivoca de príncipe: es Bertie quien llama la atención de Isabel. Lo encuentra guapo, elegante, dotado como ella de sentido del humor. Comenta que si es frágil y sensible, de una reserva casi enfermiza, al menos se conduce como un perfecto gentleman, al contrario que su hermano mayor, que arrastra una fama de calavera tan espantosa como justificada. Con todo, la joven de 22 años, a quien no faltan los homenajes masculinos, rechaza dos veces la petición de matrimonio de Alberto, cuya úlcera de estómago, debida a la mala alimentación de su infancia, se recrudece. Las cartas y los pequeños regalos no hacen ningún efecto. Bertie, que no se desanima, ha hablado de Isabel con su padre. El rey Jorge V, encantado, replica: «¡Si ella te acepta, serás un hombre feliz!».
El sábado 13 de enero, el príncipe Alberto pide por tercera vez la mano de Isabel. Ella acepta por fin, y el lunes siguiente el rey, muy contento, da su aprobación. Tal vez por primera vez en su vida, Bertie ha logrado vencer él solo, y como transformado por la felicidad, su timidez. Una victoria sobre uno de sus defectos que resume todos los demás. La boda del duque de York y lady Isabel Bowes-Lyon se celebra el 26 de abril de 1923. La unión es un acontecimiento histórico, ya que es la primera boda de un príncipe real que se celebra en Westminster desde hace cinco siglos.
Pero en esa época Reino Unido todavía no se ha recuperado de las consecuencias de la guerra. El desempleo es tan elevado y la izquierda tan virulenta contra el gobierno que los festejos son relativamente discretos. En efecto, el año anterior (1922), la unión de la princesa María, hija de Jorge V, con el vizconde Lascelles, un rico heredero, había causado escándalo porque fue demasiado fastuosa. La discreción impuesta por el rey a la boda de Bertie no impide que el conde de Strathmore le regale a su hija una tiara delicada, adornada con margaritas de diamantes. En cuanto al soberano, ha elegido para su futura nuera un aderezo de turquesas y diamantes y una diadema a juego[2]. Primero en un segundo plano, la joven duquesa ocupará pronto un lugar destacado; ya no lo abandonará. La víspera de su boda, una recepción reúne a ochocientas personas —¡a pesar de todo!— en Buckingham Palace. Superando sus vacilaciones, el duque de York presenta a su futura esposa a un líder laborista que, en una gaceta, había hecho comentarios poco amables sobre la novia a la que rebajaba al nivel de «una muchachita escocesa». El novio, con un tono que logra ser gracioso, responde a esa grosería del parlamentario:
—¡Aquí tiene usted a una buena chica escocesa!
ALBERTO E ISABEL PREFIEREN LA VIDA DE FAMILIA A LAS FUTILIDADES MUNDANAS
Una edición especial de The Times se hace eco de la satisfacción patriótica porque el duque haya elegido a una mujer «británica hasta la raíz de sus cabellos». Isabel es más que «buena». Desde que son novios, la escocesa que no teme a los fantasmas ha ayudado a Bertie a afirmar su personalidad. Lo apoya de manera incondicional y enseguida se hace muy popular. Es tan bien aceptada por la familia que cuando llega ligeramente tarde a una comida y ruega, sonrojándose, al rey que la disculpe, Jorge V responde:
—Me temo que nos hemos sentado con dos minutos de adelanto...
¡Por fin los relojes marcan la hora exacta!
Está previsto que un millón de personas se agolpen en las calles de Londres para ver pasar el cortejo nupcial, y como consuelo para los que no puedan ver ni oír nada se sugiere que la ceremonia religiosa sea retransmitida por radio. Pero el decano de la abadía de Westminster, invocando la decencia, se opone: ¡una ceremonia sagrada no puede ser escuchada en los pubs y otros lugares públicos por borrachos!
En el banquete de gala, el menú aprobado por Jorge V honra a las dos familias: consomé a la Windsor, suprema de salmón reina María, costillitas de lechal príncipe Alberto, capones a la Strathmore y fresas a la duquesa Isabel. Una atención que subraya la entrada de la joven en la dinastía. Sólo Jorge V, siempre modesto, no ha querido que ningún plato llevase su nombre. Hábilmente concede a su hijo la Orden escocesa del Cardo y confiere a su nuera el título de Alteza Real. Luego los comensales no pueden escapar de la inevitable tarta de varios pisos sostenida por un ejército de criados. Un monumento y una tradición, también escocesa, de McVities.
Al mismo tiempo, el soberano manda distribuir en Londres y en las ciudades manufactureras muy golpeadas por la miseria montañas de pasteles idénticos, que celebran sobre todo los niños.
La irrupción de Isabel, cuya sonrisa permanente parece una divisa, rejuvenece la imagen femenina de la realeza. Victoria, de apariencia muy digna, era un icono de luto; Alejandra, una reina viuda un poco fugaz y aislada por su sordera; María es un modelo de conformismo estirado. Con Isabel el buen humor entra en la casa de los Windsor. Por otra parte, Eduardo, que a ella no le gusta, se verá obligado a reconocerle a su cuñada esta cualidad: «Ha hecho que la vida de familia sea divertida». Con él, ella se convertirá en un infierno.
La pareja estará muy unida, muy pendiente de sus dos hijas, Isabel, nacida en 1926, y Margarita, en 1930. El duque de York es un padre modélico, que le da a su prole la infancia afectuosa que él no ha tenido. La vida de familia es casera, llena de alegrías sencillas, crucigramas, pesca con caña, caza de la becada y a veces del tiburón, picnic con sándwiches de pepino, excursiones por la fascinante Escocia. Viven al margen de la sociedad londinense desenfrenada de los «años locos», que los mira con condescendencia, como si fueran paletos. Ellos prefieren un estilo de vida británico y campestre en el cual el rito del té en familia es sagrado, mientras que el hermano mayor del duque, Eduardo, frecuenta las boîtes, se acuesta de madrugada y descuida ostensiblemente sus obligaciones. Bertie es lo contrario, riguroso en sus deberes de representación, por ejemplo en la Exposición dedicada al Imperio en 1924, en Wembley.
Tras una preparación política y diplomática, el duque de York, acompañado por su esposa, ha realizado con mucho éxito un viaje oficial a Nueva Zelanda y Australia, donde ha inaugurado la nueva capital de los territorios australianos, Canberra. Éstos pasaron a ser la Commonwealth de Australia el 1 de enero de 1901, siempre bajo soberanía británica. El periplo es un éxito, sobre todo para la joven esposa, amable, sencilla y muy alegre, que pronto se hace popular y es conocida como «la duquesa sonrisa», pero también es una victoria del duque sobre sí mismo, gracias a los originales métodos de un logopeda australiano, Lionel Logue.
COSTÁNDOLE UNOS ESFUERZOS INAUDITOS, EL DUQUE DE YORK LUCHA CONTRA SU TARTAMUDEZ
El príncipe consulta al terapeuta primero de incógnito, bajo un nombre falso. Luego, cuando le revelan la identidad de su cliente, el logopeda trata al duque de igual a igual, burlándose del protocolo.
Mark Logue, el nieto de Lionel, ha encontrado por azar en un desván el diario íntimo de su abuelo. En una entrevista al Wall Street Journal de principios de enero de 2011, cuenta: «Mi abuelo se hizo muy amigo del duque, y luego rey. Consignó todos sus encuentros con él en sus cuadernos y el verbatim de sus sesiones». Pero todo sigue siendo confidencial: sólo Isabel está al corriente, actuando como una mediadora terapéutica al lado de su esposo, sin alterarse nunca cuando, desanimado, éste llega a... ¡decir tacos! ¡Qué progreso![3]. La originalidad de Lionel Logue, que se presenta como un actor fracasado, es que ha ayudado a excombatientes australianos, traumatizados e incapaces de emitir ni un sonido, a recuperar el uso de la palabra. Con el duque de York, Logue se permite groserías, bromas de un humor grueso; ha comprendido hasta qué punto el príncipe sentía pánico ante la idea de tener que tomar la palabra en público y se sentía aislado del mundo. Entre progreso y desesperación, las lecciones de Lionel Logue duran meses. Al final de la década de 1920, el duque de York ha hecho unos progresos espectaculares, pero aún no está seguro de sí mismo. Todavía tropieza en algunas palabras, en algunos sintagmas. Hay que perseverar.
El duque y la duquesa son muy queridos. El 27 de junio de 1927, cuando vuelven de Australia tras hacer una última escala en Egipto, llegan a la bahía de Plymouth a bordo del acorazado Renow. Les espera una recepción entusiasta, pues han abandonado Inglaterra hace casi seis meses. Luego un tren especial de coches Pullman, pintado de marrón y crema, los conduce hasta Londres. En el andén de la estación Victoria, el príncipe de Gales, la reina María, el rey Jorge V y lady Bowes-Lyon esperan a los York. La joven duquesa abraza a su madre. Los tres hombres llevan el uniforme de gala de la marina, con bicornio, charreteras y sable, un atuendo que parece más propio del siglo anterior.
Esta familia oficialmente unida sufrirá un trauma con la abdicación. El duque de York, irreprochable, no quería ser rey, pero lo será a su pesar el 10 de diciembre de 1936 en las condiciones que ya hemos comentado. La monarquía ha estado a punto de hundirse, él deberá volver a levantarla para que sea de nuevo respetable. «Una tarea ardua», le dice a su primo Mountbatten, que lo apoya en esas horas dramáticas. Pero las circunstancias demostrarán su coraje de monarca, reflejo de su tenacidad discreta de hombre. Pasados los primeros momentos de duda y angustia, se pone a trabajar.
El 17 de febrero de 1937 Jorge VI e Isabel se instalan en Buckingham Palace. Isabel había hecho su primera aparición en el célebre balcón a las 13.15 el día de su boda, sonriente. Entonces ocupaba el cuarto puesto en el orden protocolario, después de la reina Alejandra, viuda de Eduardo VII, la reina María, su suegra, y la princesa María, su cuñada. Trece años más tarde, Isabel es la reina, pero no ha perdido ni un ápice de su sentido del humor ni de sus cualidades afectivas, que nunca interferirán con su sentido del deber. En Buckingham se sirve a menudo, en las grandes ocasiones, el famoso consomé a la Windsor. Antes de esa maldita abdicación, el nombre era ejemplar. Ahora había sido arrastrado por el fango. Jorge VI e Isabel eran los únicos que podían devolverle el honor, y por unanimidad se reconoce que Isabel es una reina ideal.
1937. LA CORONACIÓN DE JORGE VI RECONCILIA A LA OPINIÓN PÚBLICA CON LA MONARQUÍA
La forma más brillante de lavar esa mancha es la coronación del rey, una ceremonia de la cual el pueblo se había visto privado cuando accedió al trono Eduardo VIII; y fue una suerte, pues de lo contrario Wallis, a la que el embajador de Estados Unidos Joseph Kennedy[4] tildaba de «furcia», habría podido convertirse en reina y hundir a la monarquía en la revolución. Precisemos que antes de la crisis y la abdicación, la coronación de Eduardo estaba prevista para mayo de 1937.
Esta entronización debe ser una consagración, puesto que el soberano es protector de la Iglesia anglicana, una consagración popular y hasta una reconciliación con todos los usos que los escándalos han socavado.
Pero la ceremonia también es un reto particular para Jorge VI; sabiendo que se verá obligado a pronunciar un discurso la tarde de esa agotadora jornada, debe perfeccionar su dicción todavía vacilante. Cuando está solo o con Isabel no cesa de abrir y cerrar la mandíbula. Un ejercicio eficaz, aconsejado por Lionel Logue, que también le hace repetir estos movimientos para pronunciar palabras y luego frases. La confianza del rey en aquel terapeuta de métodos tan poco convencionales como divertidos es tal, que todos empiezan a encarar con más optimismo la prueba del discurso real que será difundido en directo por la BBC. El espectro de la epilepsia, que ciertos medios y la prensa habían insinuado, se aleja. Pero la fatiga y la tensión nerviosa pueden bloquear de pronto el verbo del rey. En directo sería un desastre o, para ser exactos, un nuevo desastre. Pues la comparación con la dignidad concienzuda de Jorge V seguida de la futilidad inconveniente y de la defección patética de Eduardo VIII imponen a Jorge VI una especie de último examen tras su boda —un éxito— y su existencia —ejemplar—. Un test crucial. Para evitar fatigarse, el rey renuncia a un viaje a la India. La prestigiosa colonia se siente decepcionada, pero lo comprende, ya que Jorge VI, además de la ceremonia, sigue temiendo la prueba de su primer discurso por la radio, que será difundido desde Buckingham Palace. Aun encima, por primera vez, la televisión, todavía en mantillas, podría retransmitir la coronación; sólo la verían unas cuantas personas que disponen de unos aparatos rudimentarios en un perímetro que no supera los 50 kilómetros alrededor de Londres. Se trataría de una experiencia llena de imprevistos y de condicionantes técnicos, con cámaras —enormes— ocultas en falsas ornamentaciones góticas colocadas en Westminster. El clero se opone. Al final, como los riesgos son inmensos, se renuncia a la televisión, en especial porque podría mostrar en directo y en primer plano al rey masticando, inconscientemente, para entrenar sus músculos antes de la alocución que pronunciará por la tarde. Y si el rey sufriera un desmayo, sería imposible censurar la emisión: interrumpirla aún sería más grave. Causaría un efecto deplorable, que podría ridiculizar o debilitar a la monarquía, la cual no necesita ser de nuevo denigrada. Para las imágenes bastará con un reportaje filmado y será, de hecho, la primera coronación de un rey de Inglaterra archivada en cine. Además Eduardo VIII tenía un talento de orador que casi nadie ha olvidado; si el fondo de su discurso de despedida no gustó, la forma en cambio fue perfecta. Es preciso, pues, que su hermano pueda sostener e incluso superar la comparación. Un obstáculo suplementario y una rivalidad imprevista entre el monarca del rechazo y el del deber...
El rey se aísla en Sandringham para trabajar su discurso con calma. Como único extraño admitido al lado del rey, Lionel Logue se dedica a tranquilizarlo y a liberarlo de su terrible angustia. Es preciso que, excepto su mujer, no intervenga nadie. Jorge VI tropieza con las letras c y s. Se modifica el texto, se escuchan dos grabaciones de ensayos, se analizan, y diríamos que se descifran. En su habitación de Buckingham Palace, el rey desconfía de sí mismo: repite su discurso dos veces seguidas. Se tienen en cuenta los consejos de John Reith, el director de la BBC que había «anunciado» el discurso del «príncipe Eduardo», porque hay que preparar el sitio (¿qué estancia?), la posición exacta del rey para que no se sienta incómodo y el lugar del micro. Jamás en la historia de la monarquía un discurso real se ha diseñado y preparado con tanta meticulosidad, y durante unas semanas agotadoras. Y luego están los ensayos en Westminster: ensayos de los gestos, de los movimientos, de las posiciones, incluso con los vestidos que llevará el rey, suntuosos pero pesados, por no hablar del peso de las coronas. Jorge VI, a quien los detalles históricos apasionan, estudia el pasado de sus predecesores y sus coronaciones, porque en este país es impresionante pensar que una determinada costumbre se remonta al siglo XIV o que un determinado personaje simboliza, por su indumentaria, una función secular. Todas las épocas están representadas, aunque sólo sea por los uniformes. La coronación de un rey de Inglaterra, testigo de una historia tan compleja, obedece a un ritual que se inició hace diez siglos en Westminster, cuando Eduardo el Confesor mandó construir la abadía. Un espectáculo dinástico, nacional y religioso, puesto que consagra el matrimonio místico del soberano con lo sagrado.
Se fija el gran día para el 12 de mayo de 1937. El deán de Westminster toma del altar la sagrada ampolla, vierte el óleo consagrado en la cuchara de plata dorada y se la entrega al arzobispo de Canterbury, que se acerca al soberano sentado en el trono de Eduardo el Confesor. El instante es solemne. A los sonidos del himno de Haendel, el coro entona God save the King. Todo Westminster vibra de esperanza. Después de las duras pruebas sufridas por la familia real, es fácil imaginarse los sentimientos del monarca y de la multitud de los creyentes de quienes se ha convertido en protector. Según Harold Nicolson, «no cabe ninguna duda de que el rey y la reina cumplieron su deber con un gran sentido religioso»[5].
La importancia del acontecimiento se ve acrecentada por el hecho de que por primera vez el pueblo británico es admitido dentro de la abadía, representando a todas las condiciones sociales del reino. Cabe añadir que Jorge VI también ha impuesto algunos invitados personales de los medios obreros más diversos, minas, fábricas y talleres. Un mundo ennegrecido por el carbón, pero que se ha puesto sus mejores galas. Ha habido algunas protestas por parte de los embajadores, que consideran que están demasiado estrechos, pero la voluntad real se ha impuesto como la de un árbitro equitativo. Gracias a la radio, unos altavoces de un modelo muy perfeccionado permiten a centenares de miles de personas seguir el desarrollo de la ceremonia. En Londres y hasta los confines del Imperio, son millones los testigos de esos momentos inolvidables en que el jefe de Estado también se convierte en el jefe de la Iglesia. Uno de los instantes más emotivos es aquel en el que Isabel, muy emocionada, recibe una corona de diseño especial montada en platino y cuya diadema es la que llevaba la reina Victoria en la corte; en el centro lleva engastado el famoso diamante Koh-i-Noor[6].
POR FIN, LA TARDE DE LA CORONACIÓN, LLEGA EL MOMENTO DEL DISCURSO DEL REY
Dicen que nadie en Londres había visto jamás tanta gente en la ciudad. En trenes especiales han llegado a miles de las más lejanas provincias y han invadido la metrópolis a pesar de los récords de lluvia, viento y humedad. Muchos han dormido en bancos empapados. Aunque esas gentes anónimas no hayan podido entrar en la abadía, los comentaristas radiofónicos les describen los dos tronos rojos, el del rey elevado sobre cinco escalones y el de la reina sobre tres, en los que los soberanos se sientan después de ser ungidos y tras la coronación propiamente dicha. Los invitados han llegado a partir de las siete de la mañana y se les ha ido acomodando cada cuarto de hora, con disciplina, hasta la llegada de los soberanos a las once.
Con la coronación, Jorge VI e Isabel entran en una nueva vida; ahora están al servicio de todos sus súbditos, de quienes la Providencia les ha confiado la dirección moral y espiritual. Es la reina, adelantándose al rey, la que abandona primero la abadía, con su cola de armiño sostenida por seis damas de honor y acompañada por los obispos de Saint-Albans y de Blackburn. Luego, como una princesa de cuento de hadas, Margarita (7 años) sale a su vez, llevando su cola sobre el brazo derecho. Sube a la carroza en la cual ya la han precedido su abuela la reina María y su hermana mayor, la princesa heredera Isabel. Las trompetas de plata rivalizan con los carillones y los cañonazos. El cortejo, con sus carrozas y sus caballos suntuosos, se dirige hacia Buckingham Palace. Por primera vez, toda la familia real aparece en el famoso balcón, cada uno con su corona. Se produce una ovación larga e inmensa, que asciende desde una marea humana. Por fin es la hora del último reto del día, el reto para el cual el rey tartamudo ha trabajado desde hace meses: el discurso. El monarca espera a su esposa en una habitación contigua al estudio. Se había decidido que el soberano iría hasta allí en el momento en que tocaran el God save the King, lo cual le daría tiempo de llegar sin apresurarse hasta el micro. Por una razón misteriosa, el himno nacional, que sin embargo había sido minutado con sumo cuidado, es más corto de lo previsto. Se palpa la angustia. ¿Podrá hablar el rey? ¡Sí! Finalmente el rey habla, con una voz «cálida y fuerte». Sin vacilaciones, pronuncia el primer discurso de coronación jamás difundido por la radio. Extracto: «[...] Esta noche les hablo de todo corazón. Nunca antes un rey que acababa de ser coronado había tenido la posibilidad de hablar a todos sus pueblos en sus casas, el día mismo de la coronación. [...] La reina y yo conservaremos siempre en nuestros corazones la inspiración de este día. Ojalá podamos ser siempre dignos de la buena voluntad que con orgullo pienso que nos rodea en el inicio de mi reinado...».
Es un triunfo. La victoria del hombre apoyado inteligentemente —y a veces con brutalidad— por Lionel Logue y por la reina Isabel. La revancha de un príncipe que —como le confesó a la esposa del primer ministro Baldwin el 11 de enero de 1937— siempre se había sentido inferior a su hermano Eduardo, tan brillante, tan frívolo y seductor que sabía llevar el uniforme, multiplicaba las conquistas femeninas y enviaba la era victoriana al museo; ese hermano que era un dandi y un oportunista provocador. Al lado de aquel meteoro carbonizado por el escándalo, Jorge VI es una roca, modesto y abnegado, pero ante todo sólido. A los castillos y a la vida sencilla, Eduardo prefería las playas y los campos de golf, un deporte en el cual brillaba especialmente, y los clubes nocturnos. Pero esa noche, el hermano menor es el rey, reconocido, aclamado, «escuchado y oído» en todos los sentidos de esas palabras, en Piccadilly como al otro lado del mundo. El rey ha restablecido ese delicado equilibrio entre la proximidad y la distancia del soberano, un consejo que emanaba de un ex tesorero de su padre y que Eduardo había barrido de un manotazo con desprecio. Al contrario, el nuevo rey ha recordado «que la monarquía debe conservar siempre un elemento de misterio. Un príncipe y un rey no deben mostrarse con demasiada frecuencia y deben elegir bien las circunstancias». Jorge VI acababa de vivir el día más largo de su vida. No lo olvidaría jamás, como no olvidaría jamás a los hombres y mujeres a quienes debía esa apertura al mundo. A la cena de Navidad del año siguiente, en Sandringham según la tradición, el chambelán de Buckingham Palace invita a Lionel Logue «por orden de Su Majestad». Será otro recuerdo imborrable para el logopeda que lo anota en su diario íntimo publicado recientemente por su nieto: «Yo estaba sentado frente al rey. Fue maravilloso».
Eduardo VIII pertenecía al pasado y todos intentaban olvidarlo. Pero ¿cuál podía ser el futuro del duque de Windsor que, de adulto, jamás había pasado una sola noche en ese castillo del cual ahora llevaba el nombre?
¿QUÉ HARÁ EL DUQUE DE WINDSOR, UN EX REY EXILIADO POR SU CULPA?
Al abandonar Reino Unido al ex monarca le preocupaba menos el futuro de su país que el estado de sus finanzas. Durante su breve reinado no había dejado de reclamar aumentos presupuestarios de su lista civil, quejándose sin cesar, incitado en sus reivindicaciones por la interesada Wallis. Y sin embargo «posee una de las mayores fortunas de la época, valorada en un millón de libras, es decir unos 60 millones de libras actuales»[7]. El duque se ha exiliado. Pero ¿adónde va a ir? De momento, le desaconsejan que se reúna con su amante, porque si viviera con ella, el divorcio que la señora Simpson ha solicitado podría no pronunciarse. Deben permanecer alejados el uno del otro hasta que se celebre el juicio. Por lo demás, Wallis está furiosa contra Eduardo. Según su amiga Katherine Rogers, la señora Simpson, después del discurso de Eduardo, chilló: «¡Qué idiota! Pero ¡qué idiota!». Y de la rabia parece que rompió varios bibelots antes de subir, siempre vociferando, a su habitación del tercer piso de la villa «Lou Viei». ¡Una invitada encantadora!
Al amanecer del 12 de diciembre, en París, el duque subió al romántico Oriente Express con destino a Austria. Iba a instalarse en casa del barón Rothschild, en un impresionante castillo cerca de Viena. No era su amado Fort Belvedere, donde su vida se había reducido a un juego, pero tampoco era Windsor, que nunca le había gustado. Debía quedarse tres meses, hasta marzo de 1937. Al enterarse, su antiguo y leal secretario Alan Lascelles, que había dimitido profundamente disgustado por el comportamiento de Eduardo, dijo lo que pensaba a un amigo íntimo, declarando furioso y severo: «[El ex rey] carece de alma y esto lo ha vuelto un poco loco. Probablemente será muy feliz en Austria. Se comprará un pequeño Schloss [castillo]; jugará al golf en el parque; irá a las boîtes en Viena... No hace falta compadecerlo: estará encantado de llevar esos ridículos trajes típicos tiroleses. Nunca le han gustado Inglaterra ni los ingleses. Todo era un camelo. De hecho, odiaba este país»[8].
¿Por qué el duque ha elegido Austria? Tal vez porque Alemania reconoce la soberanía territorial austríaca (una ilusión, como se verá) y porque, desde el asesinato del canciller Dollfus por los nacionalsocialistas hace dos años su sucesor Schuschnigg trata de evitar un conflicto con Hitler. Y entre sus obsesiones, el ex rey siempre ha tenido la de la paz y los lazos reforzados con Alemania. El duque está acompañado, pero en el fondo está solo. Algunos amigos y edecanes lo han seguido o se han reunido con él. Pero Wallis no está. Sólo está al teléfono, varias veces al día, con cortes, interferencias en la línea, más cortes porque la conexión pasa por los Alpes y ha nevado mucho... El hilo del teléfono se convierte en una especie de cordón umbilical, frágil y frustrante. La voz de Wallis la dominante, aún más vulgar que de costumbre porque se ve obligada a chillar, es un alivio, una esperanza. Eduardo piensa que no se ha equivocado, que ella lo espera. Pero nunca tienen tiempo de terminar la conversación. Sin preaviso, cortan la comunicación, tanto por razones técnicas como por la voluntad de la operadora: en Austria, que el duque considera libre, no se puede decir todo. Y esas confidencias truncadas, de por sí laboriosas, se vuelven penosas y frías cuando sabes que la operadora te escucha. La intimidad se rompe: la identidad del duque y de su interlocutora que sólo habla inglés se descubre muy pronto.
Afortunadamente, el correo sigue siendo un medio seguro, aunque lento. Al día siguiente del discurso, la señora Simpson, cuya rabia ya se ha calmado, escribió una carta que el duque suponemos que encontró a su llegada a Enzesfeld, ya que había puesto a su amante al corriente de su destino. Ella le aporta su amor, maldiciendo la distancia que los separa, pues «(...) el martirio de no poder verte después de todo lo que has pasado es intolerable. En este momento tenemos al mundo entero contra nosotros». Habla de unos amigos seguros, unos americanos, que tienen una casa en Francia, cerca de Tours. Mientras esperan el divorcio, considera que no deben verse. Ella todavía ignora que esa espera forzada durará semanas, veinte para ser exactos. ¡Cinco meses!
WALLIS SE SIENTE AMENAZADA, EDUARDO PARECE LIBERADO Y OPTIMISTA
Pero si bien poco a poco Eduardo, magníficamente acogido en casa del barón Eugène y la baronesa Kitty de Rothschild, parece recuperar una cierta serenidad, Wallis, por su parte, confiesa que tiene miedo: «Dicen que hay una organización que ha jurado matarme [...] No debemos arriesgarnos. Tener un accidente ahora sería demasiado duro. Por eso te ruego que seas una “gallina” en materia de protección, como lo soy yo misma [...]».
Extraña situación: cuando era rey, Eduardo tenía miedo al poder y huía de sus responsabilidades, ahogando sus fobias en champán y cigarrillos. Ahora es rehén de su pasión y de su propia decisión. En Cannes los periodistas («la horda», como escribe Wallis exasperada el 16 de diciembre) se han dispersado. Pero el correo que le llega a la villa de sus amigos protectores no sólo contiene las cartas del duque. Llegan a millares misivas con insultos para torturarla. Ella las lee, destrozada, y más tarde dirá: «[...] Puedo decir sin exageración que cada mañana, en una bandeja, encontraba mi vida hecha jirones. Condenaban en bloque todo lo que yo representaba. Me acusaban de haber adquirido demasiada influencia sobre un rey adorado por sus súbditos. El vocabulario del que dispone la gente para insultarte y lastimarte es infinitamente más extenso de lo que creía. Pienso que existen pocos calificativos aplicables a mi sexo que me faltasen a la hora del desayuno»[9]. Se comprende que la acusada pierda el apetito... Y no es ni la frialdad de los británicos de la Costa Azul —que le niegan la menor compasión, excepto el novelista Somerset Maugham, sensible a los tormentos del alma— ni los comentarios negativos de la prensa los que pueden devolverle la confianza. La señora Simpson sabe que se ha visto arrastrada a un desastre —ella se lo temía— del cual se siente responsable. Su fracaso es completo. ¿Cuál puede ser la suerte de esa mujer divorciada, blanco de todos los odios, envidias y rumores que ya están poniendo en duda su amor por el duque, pues, según dicen, cuando se llamaba Eduardo VIII ella ya tenía otros amantes...?
Por otro lado, lo que nos sorprende es la inconsciencia del duque. ¿Qué hace? Sucumbe al irresistible encanto vienés, se pasea por la antigua capital imperial de un país reducido a la novena parte de su superficie de antes de 1918, visita sus museos y los vestigios de su glorioso pasado. Un ambiente a lo Stefan Zweig, el ambiente de un imperio difunto convertido en una república cada vez más codiciada por Hitler, obsesionado por anexionar su país natal al Reich. Y cuando vuelve al castillo donde está magníficamente instalado, el refinamiento de la decoración, el admirable mobiliario y la exquisita cortesía de sus anfitriones confortan al duque en su situación. Ésta es provisional y todo es sencillo, ya que Wallis está en su vida y será pronto su mujer. «Dios nos bendice, repite. Reza en las iglesias de Austria por nosotros dos». Un éxtasis sorprendente. En realidad, Eduardo no tiene en ningún momento la sensación de un estropicio mayúsculo. Se siente liberado, feliz «por primera vez en su vida». Una mentalidad de adolescente libre de cortapisas. Se comporta como si tampoco tuviera conciencia de las amenazas alemanas.
Por su parte, Wallis, al tiempo que asegura que todo lo que dicen de ella no es más que un amasijo de mentiras y calumnias, agradece a Kitty de Rothschild sus atenciones para con Eduardo: «[...] Querida Kitty, sé buena con él. Es recto y generoso y por completo digno de afecto. No han sabido comprenderlo». Son palabras más propias de una niñera que de una mujer enamorada. Con todo, termina su carta del 12 de diciembre con dos frases que resumen su actitud: «[...] Te quiero, David, y te tengo abrazado con fuerza».
Si se ha podido dudar de la sinceridad de su amor —aún hoy día es un tema que se discute—, el hecho de que tenga a su amante «abrazado con fuerza» puede interpretarse de diversas maneras, incluida la alusión a una habilidad erótica que a Wallis le atribuían. Para los exiliados separados, la Navidad se anuncia triste. El 22 de diciembre, el duque se interroga sobre esa larga espera del divorcio, que en principio será pronunciado el 27 de abril siguiente; da gracias a Dios por haber inventado el teléfono que le permite soportar la interminable prueba y, cada vez más místico, escribe: «[...] Iré a la iglesia de Viena, el viernes, para el oficio de las once, y rogaré a Dios tan fuerte que nos bendecirá para el resto de nuestra vida». Y a su vez subraya ese lazo que los une: «[...] Te amo, te amo, Wallis, más y más, y te tengo abrazada contra mí». Un entendimiento perfecto... Pero, según la opinión de una mujer como la señora Simpson, el mundo está contra ella y contra ella nada más.
LA SORPRESA DE NAVIDAD: ERNEST SIMPSON PIENSA EN SU MUJER
El complot, según ella, ha sido tramado por la reina María, que nunca ha conocido a la americana y que no la aceptará jamás. Y Wallis se siente herida en su notoria ambición cuando escribe: «Es evidente que York[10], azuzado por ella, no tendrá la grandeza de convertirme en Alteza Real —lo único que podría rehabilitarme a los ojos del mundo—. Estoy desesperada por haber sido tan mal tratada». La llaga está abierta y es sin duda de esa humillación de lo que más sufre Wallis. Ha sufrido —y provocado— un cataclismo y no será Alteza Real. Una mezquindad sórdida, según ella. Le niegan el título, ella tenía derecho, lo echa de menos, está desmejorada: «(...) Parece que tenga 100 años y peso 55 kilos. Ya no me amarás cuando veas lo que Inglaterra ha hecho de mí». ¡Pérfida Albión!
De pronto, a finales de diciembre, el vodevil sucede al melodrama. En efecto llega a Cannes una carta de un fantasma... ¡Ernest Simpson! No faltaba más que el marido en ese romance contrariado, un esposo tan útil antaño, tan servicial y comprensivo. Un hombre, recordémoslo, por el cual hace apenas tres meses su esposa todavía sentía cierto cariño. ¿Qué dice en este correo totalmente inesperado?
«No he tenido el valor de escribirte antes. Los acontecimientos que acaban de suceder me han golpeado de una forma terrible y casi me han puesto enfermo. Sin embargo, no hablaré de ellos. Quiero creer —creo en realidad— que has hecho todo lo que has podido para evitar la catástrofe final.
»Mis pensamientos no te han abandonado durante lo que has pasado y te aseguro que nadie lo ha sentido más profundamente que yo. Por pocos centavos, me mantengo diariamente al corriente de todas tus hazañas».
Dividida entre la emoción, la estupefacción y la ternura, su mujer tiene el valor de seguir leyendo la última pregunta que le hace Ernest:
«[...] ¿Y tu vida habría vuelto a ser la misma si hubieses vuelto atrás? Quiero decir con esto ¿habrías podido retomar tu vida de antes y olvidar el país de cuento de hadas en el que te habías metido? Hijita mía, no lo creo».
Ernest Simpson es perfectamente lúcido. Ha sufrido, también él, y tal vez sufra porque los trámites del divorcio tardan mucho en liberarlo de aquella con quien tanto había compartido. El señor Simpson, como un gentleman, desaparece para siempre de la vida de la señora Simpson.
El 1 de enero de 1937, Eduardo escribe a Wallis subrayando cuatro veces el año que debe ser el de su felicidad.
«[...] Es bueno pensar que 1936 ya ha pasado y que por delante tenemos este año y otros muchos años felices. ¡Oh, WE[11]!, lo conseguiremos; pero, caramba, qué dura y terrible prueba es esta separación. Si no fuera por el teléfono, aunque funcione mal, creo que me volvería loco».
Por mediación de un amigo seguro le envía «dos plumas» (en realidad joyas) y «algunos monogramas para elegir el papel de carta», una forma de anticipar su próxima vida en común. También habla de una horquilla de Wallis que el duque ha perdido y dice que espera otra para sustituirla. Le manda los besos del perro llamado Loo y un trébol de cuatro hojas. De hecho, ha encontrado dos en el bosque que hay alrededor del castillo y él se queda con el otro.
«[...] ¡Dios mío! Cómo te amo, te amo Wallis mía, corazón adorado, más y más y más. Espero con impaciencia este día precioso, querido y adorable. Oh, Dios, haz que llegue pronto y bendice a WE este año y para siempre. Tu David».
Se telefonean para el año nuevo. Los buenos deseos del duque están ahogados en lágrimas. Wallis le responderá que ella no ha podido soportar oírlo llorar y le asegura: «Bebé mío, es porque tengo tantas ansias de estar contigo por lo que todo adquiere unas proporciones enormes. Querido, te amo. Ven pronto».
LOS TRÁMITES DEL DIVORCIO SE VEN ENTORPECIDOS POR UN CHANTAJISTA
¿Venir? ¿Adónde? ¿Cuándo? Todos estos proyectos están sometidos al juicio del divorcio. Pero hete aquí que surgen ciertas complicaciones procesales que impiden que el caso se resuelva. Posteriormente se sabrá que estas dificultades han sido la maniobra de un chantajista, sin duda para obtener una suma de dinero. Wallis está furiosa, y acusa de intrigantes tanto al primer ministro como a la familia real. ¿No les basta, a esos ingleses, que el duque ya no pueda presentarse en la corte? ¿Y que, según un rumor, la lista civil ya no le abone pensión alguna? ¿Y que ningún miembro de esa banda haya dicho todavía si asistirá a la boda? ¿Y que su mujer no vaya a tener jamás rango de Alteza Real? ¿Y que él, pobre Eduardo, no pueda volver nunca a su país sin pedir antes permiso a su hermano y al gobierno? Wallis se siente ultrajada. Se aburre terriblemente en Cannes. Pero «(...) es saludable, después de dos años de estar de pie hasta las tres de la mañana». En efecto, el tiempo de las noches blancas en los clubes nocturnos de Londres y otros lugares ha pasado. Durante el mes de enero, la señora Simpson se entera de que está en marcha una minuciosa investigación judicial para establecer la naturaleza exacta de sus relaciones con Eduardo (¡ya era hora!). Los miembros de la tripulación del yate Nachlin, el de su crucero, así como todo el personal de a bordo son interrogados para saber si la señora Simpson ha sido o no culpable de adulterio. Wallis se considera perseguida, puesto que ha sido ella la que ha pedido el divorcio, en las condiciones ficticias que hemos visto. Pero no pierde las esperanzas y empieza a pensar en un sitio donde encontrarse por fin con el duque y casarse. Se plantea varias posibilidades, sobre todo en Antibes y en Austria.
A finales de enero, el duque quiere aprovechar una cita con su barbero vienés para encontrarse con el embajador británico. Es la primera vez, desde su llegada a Austria, que el ex monarca se interesa por la política europea, «a falta de poder acceder a los telegramas, los despachos del ministerio de Asuntos Exteriores y las rendiciones de cuentas del gabinete». Es de suponer que el representante de Su Majestad Jorge VI fue prudente durante aquella conversación, pues al duque de Windsor le está prohibida, entre otras cosas, toda actividad de carácter diplomático y público. ¡Curiosamente —y con la inconsciencia de siempre— le escribe a Wallis que tiene la sensación de estar «en misión en Viena»! Si esto se supiera, ¡en Buckingham Palace, en Downing Street y en el Foreign Office se pondrían furiosos! Efectivamente hay motivos para estar preocupado, entre la guerra de España y las primeras deportaciones en Alemania de individuos «contrarios a las buenas costumbres». Pero el duque está tranquilo: la policía francesa le asegura una protección discreta a la señora Simpson después de unas amenazas confusas que dice haber recibido. Dos inspectores de la Sûreté están presentes. A través de un amigo, Eduardo da las gracias a las autoridades del ministerio del Interior y también, cosa insólita, pide que le hagan llegar algunas cosas por valija diplomática «o cualquier otro procedimiento por mediación del embajador de Francia» en Austria.
Es asombrosa la inconsciencia casi permanente del ex rey y su grosería cuando escribe, también a finales de enero, que su anfitriona se ausentará dentro de una semana sin su marido: «[...] Gracias a Dios. Naturalmente habría podido pensar en llevarse a Eugène de haber tenido algún tacto y si no fuese tan estúpida. A pesar de eso, este sitio está todo lo bien que puede estar en las circunstancias actuales». ¡Vaya agradecimiento para una mujer que lo tiene en su casa desde hace un mes, por no hablar de la «telefonitis aguda» que padece el duque! Aunque él pague unas facturas himalayanas, toda la casa está perturbada por las llamadas, los cortes, las rellamadas y las interminables conferencias.
Pero el duque se calma cuando le llega la noticia de que su hermana, la princesa María, y su esposo van a ir a verlo. De ello deduce que no está completamente apestado... Una vez más, se equivoca.
ESTÁ DECIDIDO: SE CASARÁN EN EL CASTILLO DE CANDÉ, EN TURENA
En cambio la señora Simpson tiene dos preocupaciones urgentes. La primera es saber más del procedimiento que no avanza y de los artificios interpuestos por el procurador del rey. ¿Acaso ha recibido órdenes de ese desvergonzado York, que ha ocupado el puesto de Eduardo? La segunda es encontrar un lugar elegante y seguro para celebrar la boda. A principios de febrero, tras múltiples pesquisas, los amantes separados se ponen de acuerdo en una residencia en Francia, el castillo de Candé, en el departamento de Indre-et-Loire, un edificio del siglo XVI, cerca de Monts. Será en Turena donde por fin se hará oficial su felicidad. El duque acosa a su hermano por teléfono, pero el rey acaba, según el procedimiento usual de Buckingham Palace, por mandarle decir que «no está disponible». Las relaciones entre los dos hermanos se deterioran. Aunque el duque de Kent, su hermano preferido, viene a verlo, Eduardo está muy afectado por su aislamiento. Lee y relee la carta que Isabel, su cuñada, le envió el mismo día de su abdicación: «[...] Estamos todos tristísimos, y sólo podemos rezar para que encuentres la felicidad en tu nueva vida». Desde el principio de la crisis, Isabel, todavía duquesa de York, había escrito a la reina María, su suegra: «[...] Toda la dificultad viene de una determinada persona. No me siento capaz de tratarla y de invitarla a nuestra casa, como imagino que les gustaría, y eso hará un poco difíciles nuestras relaciones»[12].
Un eufemismo... Wallis era la culpable de todo y él, Eduardo, su compañero subyugado, sin voluntad y dominado. Las únicas informaciones oficiales que recibe el duque de Windsor son la confirmación de que no percibirá ninguna pensión de la lista civil y que su familia no asistirá a la boda. Cabe precisar, con todo, que antes de negarse a hablar con Eduardo por teléfono, Jorge VI le ha dejado elegir el lugar donde se celebraría la ceremonia. A Su Majestad le ha parecido que el castillo de Candé era el lugar más digno posible.
¿Por qué Candé? Su propietario Charles Bedaux, nacido en Francia, había emigrado a principios de siglo a Estados Unidos. Era ingeniero y había trabajado en explotaciones mineras. Tras su boda con una mujer de origen alemán, en 1914, fue declarado no apto para el servicio militar. Los servicios de información americanos tuvieron fundadas sospechas de que fuese un agente al servicio del Imperio alemán. Divorciado en enero de 1917, volvió a casarse al cabo de un mes con una joven muy elegante y encantadora de la buena sociedad de Grand Rapìds (Michigan), Fern Lombard. Convertido en ingeniero asesor, ideó un sistema para rentabilizar el trabajo de los obreros, yendo de una fábrica a otra y permitiéndoles obtener primas de productividad. En la década de 1920, tras hacer fortuna con sus métodos muy solicitados, se convirtió en consejero de Henry Ford, y sus clientes eran los magnates de la industria americana. En esa época conoció al hermano de Hermann Rogers, ese mismo Hermann Rogers que, más tarde con su esposa, recogería a Wallis en Cannes, en su villa «Lou Viei». En 1926 Charles Bedaux había creado sociedades en toda Europa y adquirido residencias en Escocia, España y Hungría. Pero la joya de la corona era el castillo de Candé, muy restaurado en el siglo XIX, que compró en 1927. Él mismo hace grandes obras, «gastando seis millones de francos en instalar 800 metros de canalizaciones, añadiendo cuartos de baño, garajes, una piscina, canchas de tenis e incluso un campo de golf»[13]. Sus negocios más importantes se situaban en Alemania y, en 1935, había adquirido un chalet en Berchtesgaden. El americano era recibido por los más altos dignatarios del régimen nacionalsocialista: Hitler, Ley, Goebbels, Ribbentrop, Hess y Göring. Parece que los servicios británicos no habían alertado ni al gobierno de Baldwin ni al rey de los contactos de Bedaux, un hombre de negocios cuyas actividades no provocaban, hasta entonces, reticencias, si bien estaba siendo más o menos vigilado a causa del volumen de sus empresas[14].
En 1937 el dueño del castillo de Candé juzga sin duda que conocer y recibir en su casa al duque de Windsor y a la que va a ser su esposa puede ser interesante. Así tendrán algo que agradecerle. Detrás de su cortesía de anfitrión, su gesto es un cálculo: conoce los sentimientos progermánicos del ex soberano. ¿Y el divorcio? Se suceden interminables peripecias judiciales, lentitudes y rumores: «La señora Simpson está embarazada», anuncian algunos periódicos, lo cual no sólo es falso, sino imposible. Todas las vicisitudes, insultos y cotilleos han engendrado en Wallis y Eduardo enormes deseos y delirios de venganza: acarician el fantasma de volver triunfalmente a Inglaterra «para convertirla en república» ¡y tomarse la revancha contra «todos esos cerdos»! No cesan de repetir esta doble acusación: a Eduardo le han robado el trono; a Wallis la han despreciado. El estudio de su correspondencia muestra que en cuatro meses el tono ha cambiado. Las palabras se han vuelto agresivas, amenazadoras, vindicativas. Wallis, al igual que Eduardo, está a punto de hundirse. La americana —que le ha tomado tirria a «Lou Viei» y a sus dueños— está al borde del ataque de nervios cuando, el 6 de marzo, descarga su bilis contra los ingleses: «Me lo atribuyen todo a mí. ¿Me acusan de todos los males? ¿Soy su chivo expiatorio? Es una actitud zafia, pero [Inglaterra] es una nación de zafios en lo que a las mujeres se refiere».
UNA VEZ DIVORCIADA, WALLIS SE CASARÁ CON EL DUQUE DE WINDSOR. ¿LA FELICIDAD?
Por fin, el 27 de abril de 1937, el soñoliento expediente parece despertar: llega la sentencia de divorcio, y el 3 de mayo el abogado del duque le da por teléfono la buena noticia a Eduardo, que al final ha abandonado el castillo de los Rothschild —¿era un huésped demasiado molesto? ¿Se hartó él?— para instalarse en un hotel a orillas del lago de San Wolfgang, un agradable lugar de veraneo donde los dos amantes habían estado y que se hará famoso por la opereta El albergue del caballo blanco. Wallis ya es libre, pero está ya lejos de Cannes. Algunas informaciones sobre su expediente le han dado confianza. El reencuentro sólo es cuestión de días. Y ella ya se ha instalado en Candé desde el 9 de marzo, es decir desde hace seis semanas, tras once horas de carretera, acosada por «la horda» de los periodistas. ¡Por fin ocurre algo!
En Candé vuelve a empezar la comedia del teléfono. Regularmente, un criado anuncia que «Su Alteza Real llama desde Austria». La señora Bedaux ha echado cuentas: algunos días el teléfono suena tres veces, otros días cada hora. La dueña del castillo es realmente amable, porque el duque no se priva de llamar... ¡a media noche! La invitada se comporta algo mejor. Cuando le anunciaron el final de la larga espera, Wallis, a la vez aplacada y excitada, le escribió a la señora Bedaux dándole las gracias por acogerlos: «[...] Es terriblemente difícil para mí hacerle comprender una décima parte de lo que me inspiran la bondad y la generosidad de las cuales usted y el señor Bedaux han dado pruebas respecto al duque de Windsor y a mí misma.
»Tal vez, cuando nos encontremos, podré demostrárselo. Estoy muy impaciente por llegar a Candé el día 9 y espero que no tenga un shock al ver el tamaño de la caravana...»[15].
Evidentemente su presencia en Turena es un maná para los periodistas. Con la aquiescencia de los propietarios —más bien divertidos y acostumbrados a las conferencias de prensa, tan frecuentes en Estados Unidos—, Wallis recibe a los enviados especiales y a los corresponsales locales. Le preguntan por la guerra de España en la que los dos bandos luchan a muerte mientras algunos intelectuales franceses adoptan posturas opuestas, como André Malraux y Georges Bernanos. La víspera del día en que Wallis fue informada de que su divorcio era definitivo, una escuadrilla de la legión alemana Condor bombardeó la pequeña ciudad de Guernica, en el País Vasco español. En sus respuestas, la entrevistada está lejos de ser torpe: «Estoy consternada por los dos bandos. Esta guerra es la ruina para España». Curiosamente los periódicos hablarán sobre todo del zafiro que lleva en la mano izquierda. Es tan grande que habría sido un error profesional no verlo. Y ese zafiro responde a preguntas que no le han formulado, puesto que la sentencia de divorcio aún no se ha pronunciado. Por eso el duque de Windsor sigue en Austria, impaciente, desordenado, inútil, pero desbordado entre futilidades y algunas observaciones sobre los acontecimientos; así, por ejemplo, se entera de que la encíclica del papa Pío XI condenando la ideología del nacionalsocialismo, las persecuciones de los católicos alemanes y las violaciones repetidas del Concordato no ha podido difundirse en Alemania, ya que la Gestapo ha confiscado todos sus ejemplares. Wallis es pragmática, ha llegado a Candé sabiendo ya las formalidades que hay que cumplir para casarse en Francia. El duque no pierde ni un momento. Antes de abandonar Austria resuelve un asunto urgente, es decir el envío a Wallis del... perrito Loo, alias Slipper, un carlino, con su peine, su cepillo, sus galletas y su alfombra, confiado al cuidado de un inspector. El policía también va provisto del peine de Wallis, de su polvera, su lápiz de labios y uno de sus cinturones —galletas, no—, todo ello exhibido desde hace semanas en la habitación del duque, como si fuesen reliquias. ¡Nos imaginamos al detective procurando no confundir el peine del perro con el de su ama![16].
POR FIN SE REÚNEN. DECIDEN QUE LA BODA EN CANDÉ SERÁ EL 3 DE JUNIO DE 1937
El duque se ocupa de sus baúles —¡tiene... diecisiete!—, que son rápidamente llenados y cerrados, luego se hace llevar a Salzburgo, sube al Arlberg-Orient-Express con destino a Francia, llevando la mayor parte de su equipaje en el furgón. Su séquito se compone de un caballerizo —es nuevo—, de un secretario particular y de un inspector principal de policía, un británico. ¡Partida hacia la felicidad! Cuenta la leyenda que el duque consiguió que el tren de lujo hiciese una parada especial por la mañana, para tardar menos en reunirse con Wallis. Charles Bedaux envió su Rolls-Royce y una escolta de policías en coches y motocicletas. Casi un cortejo real...
Wallis es quien recibe al ex rey y emperador en el castillo de Candé. Eduardo sube de cuatro en cuatro las escaleras como un mozalbete apresurado. Ha adelgazado y está cansado. Ella también ha adelgazado, pero ha tenido tiempo de descansar en esa residencia donde el servicio es perfecto. Ahora Wallis tiene un solo objetivo: la boda. Pero asegura que prefiere esperar a que haya pasado la coronación de Jorge VI; si no, todo Reino Unido sólo estará preocupado por la ceremonia y su nuevo destino podría ser tratado con excesiva discreción. Sería una nueva humillación. Ella quiere volver a ser protagonista. También es verosímil que Jorge VI le haya hecho saber a su hermano que la boda antes de la coronación sería mal interpretada y le perjudicaría. Por una vez, el ex rey está de acuerdo con su sucesor, tal vez porque aún espera la presencia de la familia real en Candé. Más vale, pues, no indisponerse con Buckingham Palace. El 12 de mayo, el duque de Windsor y Wallis —ésta casi en apnea— oyen más que escuchan por la radio la retransmisión de la ceremonia. Cuando el silencio se adueña otra vez del salón, Wallis parece nostálgica. Esta coronación habría podido, habría debido ser la de Eduardo y la suya. El duque de Windsor, por su parte, no alberga ninguna amargura. Su única felicidad es estar con la mujer que ama. Se lo confiesa a los redactores del Petit Journal, cuya edición ilustrada del domingo 28 de mayo relata cómo «el duque de Windsor y la señora Warfield [Wallis ha recuperado, provisionalmente, su apellido de soltera] viven en el castillo de Candé sus últimos días de noviazgo». Han posado en el jardín, procurando sonreírse.
Charles Bedaux ha regresado de Nueva York como un perfecto multimillonario americano: energía, seducción, organización. Cuenta que su amigo Henry Ford instaurará, a principios de junio, la semana de treinta y dos horas en sus fábricas. Stalin, por su parte, también «reorganiza» el trabajo: depura a los cuadros del Ejército Rojo, incluidos los generales, que son deportados o fusilados. Y puesto que time is money, no perdamos más tiempo, dicen los propietarios de Candé a sus invitados. La boda se celebrará el jueves 3 de junio, una fecha que escandaliza en Londres cuando se hace pública, pues es la del aniversario del nacimiento de Jorge V. ¿Se trata, por parte del hijo, de una venganza inconsciente y freudiana contra la memoria de su padre? En todo caso, para su familia es una falta de tacto más.
Sin embargo, Eduardo y Wallis se preguntan de nuevo: ¿qué miembro de la familia real asistirá a su felicidad? El duque ha solicitado la presencia de sus hermanos, en particular del duque de Kent. No hay respuesta. Presintiendo lo peor, Eduardo, furioso, pide a Dickie Mountbatten que sea su testigo. Pero Dickie se niega, cosa que el duque no le perdonará jamás. Entonces llega a Candé un paquetito postal, enviado desde Londres por un edecán de Jorge VI. Un regalo inesperado... Con ocasión de una coronación, es costumbre acuñar la medalla con la efigie del soberano. Jorge VI manda enviar un ejemplar a su hermano, el cual rabioso devuelve la medalla al remitente el mismo día, con estas palabras amargas, fechadas el 14 de mayo: «[...] Tengan la bondad de decirle al rey que, conmovido por la intención que ha manifestado hacia mí, no deseo sin embargo aceptar la medalla, porque no ha enviado ninguna a la señora Warfield, que al fin y al cabo es su futura cuñada. Sinceramente. Eduardo».
LA FAMILIA REAL SE NIEGA A ASISTIR A LA BODA DEL DUQUE CON WALLIS
El envío de esa medalla por parte de Jorge VI no era una señal de que quisiera hacer las paces con su hermano, sino todo lo contrario. En efecto, al cabo de cuatro días, Buckingham Palace publica un comunicado glacial que podría haber sido inspirado por el primer ministro. Dice lo siguiente: «Como le han aconsejado a Su Majestad el rey que no delegue a ningún miembro de la familia real para representarlo, no asistirá ningún pariente de Su Alteza Real». Como una cuchilla. De forma insensata, teniendo en cuenta lo anterior, Eduardo aún espera que su futura esposa tenga derecho al tratamiento de Alteza Real. Es el propio Jorge VI quien le contesta a su hermano que dicho título no puede concederse a la duquesa pues no figura en la «sucesión al trono», según las cartas patentes de la reina Victoria. Bertie asegura que lo siente, pero debe respetar la Constitución. Una segunda cuchilla...
La verdad es cruda: la familia, el gobierno y la opinión pública están en contra de esa boda porque le reprochan al rey Eduardo VIII haber abdicado por una razón pasional, un caso único en la historia de la monarquía inglesa. Pero podemos avanzar una hipótesis complementaria en cuanto a este rechazo: si Eduardo se divorciase y Wallis volviese a casarse, sería capaz de transmitir su condición de Alteza Real a su nuevo esposo. ¿Altezas Reales a granel, sin control ni rigor? Eso constituiría un nuevo desastre y la Corona peligraría. Stanley Baldwin puede muy bien haber utilizado este argumento. Las protestas de Eduardo no servirán de nada. Y el primer ministro será nombrado conde por el rey el 29 de mayo... ¿Casualidad?
A los amantes, mortificados, no les queda más que construir por fin esa felicidad que les disputan. El 3 de junio hace buen tiempo en la Turena. Wallis, que ha querido dejar muy claro que su habitación estaba en el ala opuesta a la de Eduardo, anuncia un día «magnífico, cálido y soleado».
La víspera Eduardo se ha acostado furioso, con las mandíbulas apretadas, como las de su hermano antes de librarse de su minusvalía.
Si la corte de Inglaterra ignora la boda, los periodistas en cambio se pelean por ser admitidos a «cubrir» el acontecimiento. Un rey de Inglaterra que abdica, una americana escandalosa, su boda boicoteada en un castillo de Turena, pero de hecho observada por millones de personas, ¡qué novela para contarla! Y tiene su gracia si pensamos en los reyes de Inglaterra que antaño amaron el valle del Loira. Con la prensa hubo que transigir, pues el escándalo se vendería bien. Sólo cinco enviados especiales y un único francés, un reportero de 27 años de la agencia Havas, Maurice Schumann, futuro portavoz de la Francia Libre en la BBC y futuro ministro. Va de chaqué, como sus colegas; es la costumbre. Hay centenares de corresponsales detrás de la verja a los que no se les ha permitido entrar. Están al acecho de los invitados que han confirmado su asistencia. Son fáciles de contar, menos de veinte personas, de las cuales sólo siete son británicas. Muchos amigos íntimos han preferido no contrariar a la corte. Lo más difícil ha sido encontrar un pastor para celebrar religiosamente la unión, ya que la Iglesia de Inglaterra se negaba entonces a autorizar la boda de una mujer dos veces divorciada, lo cual no mejora la reputación de Wallis. El pintoresco reverendo Jardine, un ex agnóstico, tendrá posteriormente nuevas dificultades con su jerarquía.
Los guardaespaldas del duque (el mayor Metcalfe y su caballerizo Forwood, entre otros) sirven para llenar unas habitaciones de pronto demasiado vacías. Los Rogers han venido, claro está, y es Hermann quien llevará a Wallis al altar. La querida tía Bessie ha cruzado el Atlántico, feliz y sin duda aliviada por vivir el final de un romance increíble.
11.20. Los periodistas a los que han instalado en el salón grande —demasiado grande— comentan discretamente la hazaña del transatlántico Normandie, rival en velocidad del Queen Mary desde hace un año. El Normandie acaba de reconquistar el ruban bleu (la cinta azul).
11.30. Hace su aparición el duque. Su aspecto es el que la historia conservará, gracias a las fotografías. Naturalmente Eduardo va de chaqué, pantalón rayado como es prescriptivo, un clavel blanco en el ojal y un chaleco gris claro. El nudo de la corbata gris perla —un nudo doble— se hará famoso, como su autor. Se hablará —y todavía se usa la expresión— del «nudo Windsor». El alcalde del pueblo del cual depende Candé, un médico, se ha desplazado para que, en nombre de la República francesa, sean unidos un ex rey de Inglaterra y una americana. En la apacible región ¡se hablará de ello durante mucho tiempo!
UNA BODA INVOLUNTARIAMENTE ÍNTIMA: SÓLO ASISTEN VEINTE INVITADOS
Pero como se trata, jurídicamente, de ciudadanos británicos, el cónsul general de Su Majestad en Nantes, el señor Graham, ha venido para registrar todas las actas consulares que le competen. El duque reconoce al funcionario: lo conoció en Ecuador cinco años atrás. El «oscuro diplomático», según Eduardo, se queda impresionado por la asombrosa memoria del novio. El señor Graham es el único representante oficial de Reino Unido y sólo por una cuestión de registro civil. Es poco.
11.43. En el marco de la gran puerta destaca una silueta azul pálido: vestido largo «con un corpiño muy ajustado», sombrero y zapatos, he aquí a la señora Warfield, la futura duquesa. Lleva un sombrero de paja con tul, plumas y unas flores blancas. Wallis mide con la mirada el salón, ridículo para una ceremonia íntima. Una nueva herida a su ambición, más patética aún considerando que la víspera los amantes han «ensayado» la boda. Un ensayo, como en Westminster... Se comprende la amargura de la americana: siete años de esperanzas y una boda en el exilio sin la asistencia de una sola personalidad. Maurice Schumann señala el malhumor de Wallis, bella, elegante, pero conteniendo a duras penas su rabia: «No se esfuerza en sonreír». La esposa del mayor Metcalfe constata que Eduardo se ha liberado del desprecio con el cual estima haber sido tratado: «Jamás he visto a Su Alteza Real tan feliz ni menos nervioso, pero al mirarla a ella [...], cuesta creer que sea la causa de toda esta increíble historia»[17]. Del gran salón y de la ceremonia civil, la escuálida asistencia pasa al saloncito verde para celebrar el equivalente religioso; no es un oficio, sino una simple bendición. Desde la primera estancia, se oye el órgano a cargo del maestro Marcel Dupré, un virtuoso y prodigioso improvisador. El año anterior ha sido nombrado organista titular de la iglesia de Saint Sulpice. Ahora, a primera hora de la tarde, el Bach nupcial sucede al grave Saint-Saëns. La plática del reverendo sobre el matrimonio es severa, todo va muy rápido y es Eduardo el que parece tener más prisa por desposar a Wallis ante Dios después de la formalidad laica. Y pensar que con el reverendo, la víspera, también habían ensayado... El misal que lleva Eduardo es el que le había dado su madre, la reina María. Al abrirlo Eduardo rompe a llorar.
15.00. El gotha cuenta a partir de ahora con una duquesa de Windsor, un título sin precedentes en el armorial británico. Su marido la ama hasta el punto de haber renunciado a la corona; tampoco esto tiene precedentes. Un testigo de esas tristes y modestas formalidades, lady Alexandra Metcalfe, se acordará de lo incómoda que se sintió en el momento de despedirse de los novios: «Les estrechamos la mano en el salón. Me di cuenta de que hubiera debido besarla, pero sencillamente no pude... Si al menos le manifestara de vez en cuando una brizna de cariño, si lo tomara del brazo mirándolo como si lo adorase, uno podría sentir simpatía por ella. [...] Daba la impresión de una mujer indiferente a las atenciones de un hombre más joven que se ha pirrado por ella. Esperemos que en privado no sea tan gélida con él, de lo contrario debe de ser siniestro»[18]. Visiblemente el amor sólo está en una de las partes, la de Eduardo.
Tan implacable en sus juicios como en su manera de fotografiar el mundo, Cecil Beaton considera que, ese día, Wallis ha perdido su esplendor, que no hay ningún romanticismo en esa mujer, que es dura y calculadora. Sin duda está inquieta, pero no siente ninguna emoción. En realidad está horriblemente contrariada y ofendida por esa boda mezquina y pobre, por decirlo así. Otro confidente que asistió, sir Walter Monckton, se lleva a la duquesa aparte para avisarla de que ese matrimonio no puede, en ningún caso, salir mal. «Le dije que la mayoría de la gente en Inglaterra no la quería porque el duque se había casado con ella y había abandonado el trono por ella, pero que si lo hacía feliz y sabía hacerlo siempre feliz, todo cambiaría. Pero que si eran desdichados, a ella le desearían lo peor. Recibió este consejo con mucha amabilidad y simplicidad, contentándose con responderme: “Walter, ¿no cree que ya he pensado en todo esto? Creo que puedo hacerlo feliz”»[19].
Entre los regalos que reciben el duque y la duquesa hay una cajita de oro grabada. Es el regalo de Adolf Hitler. El duque de Windsor, ex rey Eduardo VIII, no lo devuelve. ¿Qué destino ha elegido la pareja como viaje de novios? Austria, pasando por Venecia. El Simplon-Orient-Express lleva un cortejo en el cual la prensa americana, implacable, cuenta... doscientos veintiséis baúles y maletas, siete criados y dos perros. Este alarde es chocante, pero Wallis no tiene la intención de desplazarse como una duquesa arruinada. Aunque apenas pasan cuatro horas en Venecia, la Serenísima los recordará: delante de una multitud de curiosos, el duque, con el brazo en alto, hace el saludo fascista. Mussolini les ha reservado unas góndolas para trasladarlos al famoso Hotel Excelsior del Lido, a fin de que puedan refrescarse, cambiarse y tomar el té. Cuando vuelven a la estación, el Duce manda entregar a la duquesa un ramo con cien claveles. ¿Sabe Mussolini que estas flores tienen fama de traer mala suerte? Nuevo saludo fascista y aclamaciones, todo transmitido por telegrama diplomático a Londres. Eduardo parece feliz, vuelve a existir, lo reciben fastuosamente.
Al Duce le encanta escandalizar al Reino Unido. Y Wallis está deslumbrada por el recibimiento. ¡Por fin! Y sin darse cuenta de lo que está pasando...
UN VIAJE DE NOVIOS MUY POCO DISCRETO POR EUROPA CENTRAL
Otro tren y luego, en la frontera austríaca, una limusina de marca alemana conduce a la pareja, en plena noche, hasta el castillo de Carintia, Wasserleonburg, una propiedad neogótica prestada por el conde Munster. Estamos en plena falsa Edad Media, pero con todo lo necesario para distraerse, desde los establos hasta la piscina de agua caliente pasando por las canchas de tenis, y en la región hay caza abundante. ¿Están satisfechos los recién casados? Detrás de ese lujo de fachada y de las atenciones espectaculares que les brindan, la nostalgia de Inglaterra los tiene obsesionados. Por mucho que la duquesa diga: «¡Austria nos encantó! ¡Qué felices fuimos allí! Podíamos pasear sin ser molestados [...]», su estancia y su periplo están plagados de confusas ideas de revancha. La evolución de la situación política parece excitar al duque, que no tiene ningún estatus oficial en ningún sitio al que vaya ni es portador de ninguna misión. En ningún caso puede alojarse en una embajada o un consulado británico. Sólo puede acudir un funcionario de esos servicios a saludarlos a una estación, y los almuerzos, las cenas y otros compromisos de este tipo deben tener un carácter estrictamente privado. Podría haber una ambigüedad si se considerase que Su Alteza Real está de vacaciones y tiene derecho al tratamiento habitual. Londres no cesa de inundar sus servicios diplomáticos con instrucciones precisas. Frente a esas prohibiciones, Eduardo intenta informarse, interpretar una conversación imprudente o provocadora mantenida en su presencia, en suma, desempeñar un papel.
Los Windsor siguen en Austria cuando salta la noticia de que el 28 de julio durante la visita a Irlanda de la pareja real británica se han producido una serie de atentados terroristas. A su manera, el IRA protesta contra la negativa del Ulster, que es protestante, a integrarse en el Estado libre de Irlanda, que es católico. Cuando llega Jorge VI a Belfast es cuando se produce el incidente más grave: el rey se salva, por los pelos, de una bomba que explota a menos de 300 metros detrás de su coche. Eduardo se informa, Buckingham Palace responde amablemente que Sus Majestades están sanas y salvas.
Más próximo es el problema planteado por la presencia del duque y la duquesa de Kent en Yugoslavia en el mes de agosto, no lejos de los Windsor. En un primer momento, Eduardo se siente ofendido al saber que únicamente su hermano los visitará. Ante el riesgo de que puedan darse interpretaciones sesgadas, los Kent anulan su visita. Cansados de su luna de miel protocolariamente caótica, el duque y la duquesa deciden irse a París y buscar allí una residencia; de momento se instalan en el Meurice.
Desde su viaje de novios, los recién casados más observados del momento son objeto de informes favorables enviados a Berlín. Varias veces, sobre todo en Viena, el duque dice lo orgulloso que se siente de su sangre alemana y lamenta la decisión de su padre de haber renegado públicamente de ella. El desarrollo del Reich le interesa, de forma especial «las condiciones de trabajo y de vivienda». Pero hay algo más preocupante: según un informe personal de Rudolf Hess, a quien Hitler, cuando estuvo en la cárcel, dictó el Mein Kampf y que había sido su secretario particular, «el duque y su inteligente esposa cumplirán sus promesas»[20]. En otras palabras, el duque y la duquesa de Windsor son amigos de Alemania. Podríamos suponer que se trata de una de esas calumnias, uno de esos fantasmas a veces del todo infundados que persiguen a la pareja. Pero en este caso concreto, lo ocurrido inmediatamente después de esa afirmación demuestra que la condición obrera alemana no es el principal tema de interés del ex monarca, aunque está demostrado que Eduardo es un pacifista. Pero ¿a qué precio? En efecto, Hitler invita oficialmente al duque y a la duquesa a Alemania, lo cual provoca estupor y preocupación en Buckingham Palace, en Downing Street (donde, en el mes de mayo, Chamberlain ha sucedido a Baldwin) y en el Parlamento. En esas esferas creen que Eduardo ha encontrado en Wallis un apoyo para sus ideas oficialmente generosas que, en realidad, disimulan una voluntad de provocar una crisis política en esa maldita Inglaterra. Y, por qué no, el retorno del duque y la duquesa a «su» reino...
ESTUPOR EN LONDRES: HITLER INVITA A LOS WINDSOR A ALEMANIA
Los viajes, las gestiones y las intervenciones en París con los Windsor no sirven de nada. Peor aún: anuncian que después de Alemania irán a Estados Unidos. ¿Qué pasaría si llegasen a Canadá, un dominio esencial para la Commonwealth? El 7 de octubre, en Balmoral, Jorge VI reúne un consejo extraordinario para hablar «de los Windsor», pero sobre todo del viaje a Estados Unidos previsto por la pareja y que se anuncia delicado en cuanto a su alojamiento y a las instrucciones que hay que dar al embajador de Su Majestad en Washington.
Esta reunión es tal vez la primera desde la abdicación en que la reina Isabel, a quien el rey ha pedido que esté presente, habla con lástima de su cuñado: «¡Ha cambiado tanto, era tan agradable con nosotros!». En cambio, Wallis no se libra de la cuchilla de Isabel. Según la reina, la duquesa es en gran parte responsable de los desafíos que el duque le lanza a su hermano, ella los respalda. Desde que están proscritos, «los Windsor» no han dejado de crearle problemas a la Corona. ¿Se acuerda Eduardo de que ha sido rey? Aunque fuese por poco tiempo y con torpeza...
En su edición del 9 de octubre, The New York Times anuncia que probablemente se celebrará una entrevista entre el canciller Hitler y el que hipócritamente denominan «el invitado inglés». Se hablará del proletariado, un tema que interesa mucho al duque, y el programa prevé la visita de nueve ciudades alemanas. La tarde del 10 de octubre, en París, en la estación del Norte, la policía y un diplomático británico observan que trescientas personas acompañan al duque y a la duquesa hasta la salida del Nord-Express con destino a Berlín. Este viaje tan controvertido —y que será el origen de la potente imagen de un ex rey de Inglaterra felón— empieza el 11 de octubre de 1937. Oficialmente se trata de una visita privada. Pero es revelador que la célebre estación berlinesa de la Friedrichstrasse se llene de centenares de simpatizantes. Entre ellos, algunos amigos de Charles Bedaux, el propietario del castillo de Candé. Para recibir a los Windsor ha acudido, entre otras personalidades, Joachim von Ribbentrop, ex embajador en Londres y que ahora es ministro de Asuntos Exteriores del Reich. Wallis parece muy contenta de volver a verlo. Lo más asombroso es oír gritar «¡Heil Windsor!» y «¡Heil Edward!» cuando el duque y la duquesa bajan de su sleeping. Por lo visto, la pareja era muy esperada. Y apreciada. Luego, cuando los Windsor son conducidos a su hotel —la suite que ocupan da a la cancillería—, imagínense la violencia para el diplomático británico sir George Ogilvie-Forbes que, desafiando las instrucciones del Foreign Office, ha acudido «en ausencia del embajador» a presentar sus respetos a Su Alteza Real.
El programa está muy cargado, con visitas a fábricas, donde los obreros manifiestan su satisfacción por las condiciones de trabajo, hasta las comidas servidas en las cantinas. Según André-François Poncet, embajador de Francia en Berlín, Ribbentrop cree que el duque quedará muy impresionado por las prestaciones del trabajador alemán y que podría influir sobre su homólogo británico. En cuanto al concierto ofrecido aquella misma tarde por la orquesta del Frente del Trabajo del doctor Ley (un hombre cerril y vulgar, pero muy tenaz y poderoso) a miles de obreros, si bien en el repertorio figura, evidentemente, Wagner (pero también Liszt), es significativo que después del Deutschland über Alles, el público escuche, de pie, el... God save the King. ¡En honor de los Windsor! Hitler revelará más tarde que soñaba con instalarse en el castillo de este nombre en cuanto llegase al Reino Unido.
Le muestran al duque todas las realizaciones del nacionalsocialismo y éste no se priva de hacer el saludo ritual cuando pasa revista a destacamentos de las SS y de dar entrevistas a la prensa alabando los éxitos alemanes. La duquesa se aburre un poco visitando fábricas de textiles artificiales. Cenas con todos los dignatarios del régimen, declaraciones del duque en alemán, tratamiento real en todas partes y masas entusiastas durante varios días. Cabe destacar una reunión familiar con el duque de Sajonia-Coburgo-Gotha, que había estado muy cerca de Eduardo cuando murió Jorge V. La cena ofrecida por Carlos de Sajonia-Coburgo-Gotha presenta una particularidad: conociendo la obsesión de Eduardo por que su mujer sea reconocida como Alteza Real, la tarjeta delante del sitio que la duquesa ocupa en la mesa lleva las iniciales IKH, el equivalente alemán de HRH (Her Royal Highness). Y la duquesa, con toda seguridad muy orgullosa, tiene derecho a que todas las damas le hagan la reverencia... ¡Por fin! Londres y las mezquindades de su corte parecen algo lejano. Aunque Wallis es provisionalmente adulada y más tarde será considerada como pronazi, su comportamiento tiene más que ver con una revancha contra la sociedad británica que la ha rechazado que con un compromiso político. Lo que puede un complejo...
SEGÚN HITLER, LA DUQUESA «HABRÍA SIDO UNA BUENA REINA»
Desde todos los puntos de vista la culminación de esa gira de propaganda es la reunión en el «nido de águila» de Berchtesgaden entre Hitler y los Windsor el 22 de octubre. La amante del Führer, Eva Braun, está furiosa de que no la presenten a la duquesa. Los invitados permanecerán casi dos horas delante de aquella vista excepcional, que Mussolini había admirado un mes antes. ¡Austria está tan cerca! Mundano, vestido de uniforme, Hitler se inclina sobre la mano de Wallis y manda servir té inglés. Un anfitrión muy atento. La conversación se complica por la presencia de traductores con la consiguiente irritación del duque, que habla un alemán perfecto y que no aprueba la interpretación de sus palabras en inglés, que considera poco fiel. De esa entrevista, a la vez histórica y fútil, lo que hay que destacar sobre todo es la opinión compartida entre los dos hombres: el enemigo es la URSS y el comunismo es una plaga. ¡Qué pena que Alemania y Reino Unido no hayan podido entenderse «para preservar la paz en Europa»! Como Göring se lo explicó a su mujer, intrigada por la idea fija de Wallis de que Eduardo se casara con ella, lo importante era el duque. Con él, Berlín y Londres podían entenderse. Al cabo de una hora y media de conversación, el duque está convencido del pacifismo sincero de Hitler. La duquesa está de morros porque no ha sido admitida en esa conversación. El canciller se hace perdonar la larga reunión de la que se ha visto excluida. Con su mirada ora magnética ora encantadora, Hitler se muestra incluso afectuoso con Wallis tomándole las manos para decirle adiós antes de cuadrarse en un saludo nazi. Parece que, cuando se fueron, el canciller se volvió hacia el intérprete designado por el Foreign Office que acompañaba al duque y le dijo: «Habría sido una buena reina».
Además de reunirse con Goebbels, Göring y otros dignatarios o industriales importantes, los Windsor fueron mimados, celebrados y reconocidos. «Durante catorce días, los escoltan por guarderías, campos de juventud, viviendas modélicas y fábricas de aviación [...]. Se comprende por qué el Führer declarará que la abdicación de Eduardo VIII ha sido “una grave pérdida para nosotros; con él, todo habría sido distinto”»[21].
Hagámonos la pregunta: ¿Eduardo y Wallis son conscientes de haber sido utilizados de forma espectacular para promocionar el Reich y las virtudes del nacionalsocialismo? Seguramente no, pero esas dos semanas han satisfecho su ego. Así, volvemos a la misma contradicción funesta de Eduardo: siempre quiso desempeñar un papel; tuvo uno, el más prestigioso, y lo hizo saltar por los aires. Aceptaba los honores, los placeres (Wallis), las ventajas, pero rechazaba las obligaciones, los deberes y el verdadero trabajo de un monarca constitucional. Eso fue lo que lo perdió. Ahora —y su título de duque de Windsor le parecía como un jirón de autoridad que debía hacer valer—, no hacía caso de las prohibiciones que le habían impuesto su hermano menor y el gobierno.
De su viaje, Eduardo sacó la impresión de que el Reino Unido estaba retrasado en muchos sectores. En Alemania había recuperado el prestigio personal: era considerado oficialmente como un hombre que deseaba la paz y el progreso social, pero al que unos políticos sórdidos habían torpedeado poniendo los focos sobre una historia romántica de amor. Desde el punto de vista de Hitler, el duque de Windsor debía ser mantenido en reserva y mimado como tal, por si acaso... En cuanto a la duquesa, con tal de ser tratada con todos los miramientos a los que estimaba tener derecho, sería dócil.
En París la pareja descansa en el Hotel Meurice después de ese maratón de dos semanas. No sospechan el huracán que ha levantado este viaje, que se ha desarrollado en tres tiempos: la aceptación de la invitación de Hitler, los fastos, atenciones y largos ecos que ha provocado esa gira, y el encadenamiento con el viaje siguiente programado a Estados Unidos, del que el principal promotor es Charles Bedaux. El ciclón se está abatiendo sobre el Reino Unido, donde Alemania tiene muchos partidarios, como los de sir Oswald Mosley, más o menos discretos; algunos de esos elementos favorables al acercamiento angloalemán actúan en importantes sectores. Es natural que el primer ministro y el rey estén preocupados por esas redes en las que el espionaje dispone de un terreno abonado. Al mismo tiempo, Jorge VI no puede asumir el riesgo de dar a entender en público que condena el proceder de su hermano que, oficialmente, ha renunciado a todo... salvo a quejarse. Ignorar las pretensiones de la duquesa es una cosa, dar a la opinión la sensación de que el duque es un mártir sería catastrófico. Porque tiene partidarios, entre ellos Churchill, que le escribe el 28 de octubre: «He seguido vuestro viaje a Alemania con gran interés. Me dicen que en los noticiarios, las imágenes de Vuestra Alteza Real son siempre muy aplaudidas en los cines. Antes de vuestro viaje a Alemania temía que escandalizara a los antinazis de este país, entre los cuales tenéis muchos amigos y admiradores; pero debo reconocer que no parece haber tenido este efecto. Y me alegro de que lo hayáis realizado con tanta distinción como éxito»[22]. El Churchill de esa época, retirado de la acción política para escribir la vida de su antepasado Marlborough, el famoso «Mambrú se fue a la guerra» de la canción, ya ha protestado contra toda concesión al régimen hitleriano y defiende un entendimiento con la URSS.
LOS WINDSOR NO DEJAN DE MORTIFICAR AL REY JORGE VI
Discreto, preocupado por apagar las disensiones familiares, el hermano reinante de Eduardo tampoco quiere que se envenenen las cuestiones monetarias con el duque, que como ya hemos visto siempre se queja de falta de dinero. Es falso, pero el tren de vida que exige la duquesa hace que las exigencias financieras de Eduardo sean cada vez más apremiantes. Y naturalmente el duque estaría dispuesto a informar a sus admiradores de que el rey es un avaro. Ahora bien, para desactivar estos lamentos, Jorge VI ha mandado abonar a su hermano la «renta anual del ducado de Lancaster (unas 20.000 libras, es decir 5 millones de dólares de hoy[23]); y además no le ha reclamado los impuestos, sino que los ha pagado él mismo». Es un gesto elegante y generoso pero, de nuevo exasperado por el desparpajo financiero de su hermano, el rey hace que le telefonee un intermediario para pedirle que pague esta contribución. La duquesa está escuchando a través del otro teléfono. Se niega, respondiendo por su marido un «¡No cederemos!» muy elocuente: el dominio de Wallis se ejerce continuamente sobre Eduardo, feliz de someterse. Una abdicación permanente. Las amenazas de filtraciones a la prensa que revelarían la falta de civismo fiscal del duque no sirven de nada. Y, como subraya Charles Higham, toda la familia real está exasperada, incluidas las cuñadas de Jorge VI. Admitiendo —una hipótesis muy teórica— que hubiera podido replantearse la cuestión del título de Alteza Real para la duquesa desde el punto de vista constitucional, «este incidente ponía fin a cualquier eventualidad de este tipo». Durante toda la vida, los Windsor no cesarán de reclamar dinero y de vivir en unas condiciones lujosas, lamentándose siempre... Por todos los medios, el duque y la duquesa procuran llamar la atención, hacer que se hable de ellos, mostrarse en todas partes, lo cual contrasta con la discreción de Jorge VI. Puesto que Eduardo está liberado de toda obligación oficial, no se priva de dar su opinión, jugando siempre con la confusión a la que su título puede inducir respecto a una eventual misión más o menos oficial. Su sola existencia molesta. La familia real se siente mortificada por las declaraciones políticas del ex rey, así como por su comportamiento en los asuntos más íntimos.
El duque y la duquesa son totalmente inconscientes del contexto europeo en plena mutación y sus repercusiones mundiales. Así, en el momento en que la pareja va a partir para Estados Unidos, sólo piensan en ser invitados a cenas y a recepciones diplomáticas, siendo los actos mundanos su terreno predilecto, por no decir lo único que en realidad les interesa. Así, por ejemplo, durante una recepción en París en honor de S. E. William Bullitt, embajador de Estados Unidos, se encuentran con Léon Blum, ex presidente del gobierno francés, el gobierno del primer Frente Popular, que ha caído seis meses antes. Que una comida, privada, sea ofrecida por el embajador de Jorge VI en París no apacigua al duque, puesto que la duquesa no es tratada como Alteza Real. La cortesía germánica sólo había sido una maniobra. En cambio, ¿se da cuenta el ex rey de que en aplicación del eje Roma-Berlín creado un año antes, Italia abandona la Sociedad de Naciones el 11 de diciembre y se alinea con Alemania? O lo que todavía es peor, Mussolini anuncia que en adelante se desinteresa de la suerte que pueda correr Austria. Así queda levantado el que podía considerarse como principal obstáculo al Anschluss.
Eduardo también acumula las ambigüedades y las provocaciones, pero no siempre se equivoca. Así, en Cherburgo, su embarque previsto a bordo del transatlántico alemán Bremen con destino a Nueva York levanta ampollas en la prensa americana. Ésta ya es muy crítica respecto al viaje de los Windsor a América y sus relaciones con Charles Bedaux; en efecto, el propietario de Candé es atacado por los poderosos sindicatos americanos que lo acusan de explotar al mundo obrero so capa de generosidad. Eduardo responde —¡y con razón!— que no pudiendo pisar territorio británico salvo autorización especial, no podía subir a bordo de un transatlántico que hiciese escala en Southampton. El Bremen hacía una travesía directa, y por lo tanto Eduardo respetaba las instrucciones... Sí, pero ¡el soberbio transatlántico era alemán!
No obstante, el viaje es anulado por múltiples razones. Con la degradación del ambiente entre Bedaux y sus adversarios, el equipaje de los Windsor corre el riesgo de no ser descargado a la llegada del Bremen... Baltimore, la ciudad natal de Wallis, ya no está tan orgullosa de su conciudadana, cuyo comportamiento de mujer que se hace mantener por el gotha es declarado incompatible con un sincero interés por el mundo del trabajo. El viento gira peligrosamente en contra de Bedaux, de quien se sabe que está muy implicado en el rearme de Alemania. El ingeniero y señor del castillo de Candé tan triunfador es ahora atacado por todos lados y, para culminar su caída, debe ceder casi todas las acciones de sus negocios, huye a Canadá con un nombre falso y vuelve a Baviera, donde es tratado por una depresión. El verdadero mal que padece es su odio a los americanos, que lo han humillado y han acabado con su carrera. Los Windsor pierden un apoyo importante, de repente incómodo, y pronto desaparecido. Esta conmoción viene a añadirse a un error cronológico: el proyecto de viaje americano es un fracaso porque ha sido programado después de la estancia en Alemania y sus consecuencias.
A continuación la principal actividad de los Windsor es encontrar un lugar agradable y digno de ellos para pasar las Navidades y celebrar el fin de ese año 1937, que debía ser el de su felicidad. Que ese viaje fuese ocioso o inoportuno no parecía tener mucha importancia para el ex rey. Hacía un año que había renunciado al trono. Se había convertido en un príncipe errante. Con una esposa falta de reconocimiento, a la búsqueda obsesiva de un título. En realidad, ni él ni ella asumen las consecuencias de sus actos. No piensan más que en su estatus. Que el físico Otto Hahn publicase en Berlín los resultados de sus investigaciones sobre las posibilidades de la fisión atómica —descubrimiento confirmado por los franceses Joliot-Curie— no era preocupante. En cambio, ¿podrían los Rogers, entonces en América, prestar su villa «Lou Viei» al duque y a la duquesa de Windsor? Éste era el tema que centraba todo su interés. ¿Acaso no era una costumbre muy británica partir el año en la Costa Azul?
DESDE SU CORONACIÓN EL REY Y LA REINA PRESTIGIAN LA MONARQUÍA
Jorge VI e Isabel viven el fin del año 1937 con el recuerdo, muy gratificante, del éxito que ha sido la ceremonia de Westminster. Y entre millones de súbditos gozan de una popularidad hasta entonces inconcebible, ya que la película de la coronación ha sido proyectada en toda la Commonwealth. Los miembros del gabinete son sensibles a la autoridad, la seguridad y el buen juicio del soberano. Anthony Eden, de 40 años, titular del Foreign Office (pero cuya actitud se opone cada vez más a la del primer ministro Chamberlain a causa de Alemania y de Italia), está impresionado por los progresos del rey. Recibido en Windsor para hablar de los múltiples problemas planteados por... los Windsor en el extranjero, el ministro comprueba que Jorge VI, a pesar de su contrariedad, se expresa improvisando, prácticamente sin dificultades y hasta con vigor. Al describir al monarca, sir Robert Lindsay añadirá: «[...] Yo diría que era casi la réplica exacta de su padre en cuanto a sus modales y a su espíritu, pero no en cuanto a la apariencia. Y me causó una excelente impresión, mucho mejor de lo que esperaba»[24]. Estos cumplidos se dirigen también a la reina Isabel, cuya aparente dulzura envuelve un carácter fuerte, un indudable buen sentido y hace que apoye con eficacia a su marido, sobre todo en cuanto a la conducta a observar respecto a Eduardo y Wallis que contaminan y enturbian inútilmente la vida británica con ridículas pero molestas susceptibilidades. ¿Voluntad de perjudicar? Es probable.
A principios del nuevo año, la situación en Europa se agrava. El 12 de febrero de 1938, en Berchtesgaden, Hitler recibe al canciller austríaco Schuschnigg y le entrega un ultimátum que prevé el nombramiento en Viena de un ministro del Interior partidario del nacionalsocialismo. Este último acepta, pero anuncia rápidamente un plebiscito sobre la cuestión austríaca. Hitler replica con la fuerza y con una serie de medidas inmediatas; el 12 de marzo, las tropas alemanas cruzan la frontera austríaca. Un plebiscito ratifica la anexión por el 99 por ciento de los votos en los dos países. No se ha disparado un solo tiro. El Anschluss es una realidad y la comunidad internacional ni se ha inmutado[25]. En total desacuerdo con la política «conciliadora» de Chamberlain, Anthony Eden había entregado su dimisión al primer ministro el domingo 20 de febrero. Encontrándose en Windsor, Jorge VI se enteró con estupefacción de esa dimisión por los periódicos del domingo. Furioso, el rey exigió que en adelante le avisaran de este tipo de incidentes al mismo tiempo que al primer ministro. El silencio aprobador de Mussolini ante la anexión de Austria por Alemania hacía presentir que el siguiente objetivo de Hitler sería Checoslovaquia, uno de esos «estados artificiales» creados por el tratado de Versalles y una de sus convenciones anexas del 3 de septiembre de 1919.
Los Windsor se hallan entonces en la región parisina, en un castillo cerca de Versalles, alquilado por seis meses, pero del que se cansan enseguida, como siempre. Durante una cena en casa de una amiga, el duque escandaliza a los presentes al declarar, con énfasis, que «(...) Checoslovaquia no es una nación, sino un invento de Woodrow Wilson». Literalmente.
Pero cuando añade: «¿Cómo se puede hacer una guerra por un país como ése?», el ex rey demuestra su ceguera total sobre las intenciones, sin embargo luminosas, de Hitler. Tal vez Checoslovaquia era «un país ridículo», según el duque, pero existía. El 1 de octubre Hitler iba a ocupar el territorio de los Sudetes (población alemana mayoritaria de Checoslovaquia) y, seis meses más tarde, los alemanes entrarían en su capital, Praga.
1938. LA VISITA DE JORGE VI A PARÍS REFUERZA LA ‘ENTENTE CORDIALE’
De acuerdo con el gabinete, el rey, muy al corriente de los apetitos hitlerianos, decide ir a París. Su padre, Jorge V, fue allí en vísperas de la Gran Guerra, el 21 de abril de 1914. Un nuevo viaje debería estrechar los lazos francobritánicos. El 19 de julio de 1938, a las 6.45, se oyen los tradicionales cien cañonazos lanzados desde un cañón del Mont Valérien para saludar la llegada del tren real a la estación de la avenida Foch, fastuosamente decorada por el arquitecto Pierre Sardou. El acontecimiento es, entre otras cosas, el primer viaje oficial organizado por la novísima SNCF (fundada el 1 de enero) en colaboración con la Compañía Internacional de Coches-Camas Wagons-Lits. La locomotora, una 231 azul y oro, de perfil aerodinámico y engalanada, arrastra un convoy de unos 160 metros, compuesto por un furgón, un coche Pullman con cocina, un coche restaurante, un coche salón y un segundo furgón. A causa de las diversas amenazas y del asesinato del rey Nicolás de Yugoslavia en Marsella cuatro años atrás, se ha reforzado la seguridad. El ejército francés ha vigilado especialmente el itinerario, colocando un soldado cada 50 metros a lo largo de la vía, y ningún otro convoy circula ese día entre Boulogne y París. Un complot, fomentado por falangistas españoles, es desactivado a tiempo.
En el almuerzo servido entre Etaples y Amiens, el rey y la reina degustan, entre otros platos, una suprema de lenguado a la inglesa y una ensalada Trianon. ¡La entente cordiale en la mesa! Sus Majestades son recibidos por Albert Lebrun, presidente de la República, acompañado de su esposa, y por Jules Jeanneney, presidente del Senado; Herriot, presidente de la Cámara de diputados, y Daladier, presidente del Consejo. El rey lleva el uniforme de almirante de la Flota, todavía con bicornio, y la reina un vestido y un sombrero de color claro. La reina está de luto, pues acaba de perder a su madre. Salvo el negro, el único color admitido era el blanco, y el modisto Norman Hartnell rehízo todo el vestuario de Isabel en ocho días. La reina tiene la habilidad de crearse una imagen definitiva, sin ceder nunca a las tendencias de la moda. En ninguna circunstancia sus sombreros le ocultarán la cara.
Tras los besamanos presidencial y real, un destacamento de las tripulaciones de la Flota en uniforme de verano, con gorras blancas y polainas grises, presenta armas, y se escuchan los himnos nacionales. La víspera, un convoy ya ha entregado setenta equipajes, de los cuales sólo cinco para la embajada británica, junto al Elíseo. Los discursos no brillan por su originalidad, pero el presidente Lebrun habla con insistencia de «los augustos soberanos de la nación amiga». El entusiasmo de la multitud es una síntesis de orgullo real y fervor republicano. Incluso el diario comunista L’Humanité publica un reportaje de calurosa bienvenida que, de todas formas, establece la diferencia entre «la verdadera Inglaterra» (que se supone está representada por Sus Majestades) y «la administración conservadora del señor Chamberlain». L’Illustration dedica un número especial a la reina Isabel, recordando que desciende de los reyes de Escocia que dieron a Francia la «encantadora» María Estuardo (más vale no recordar que ésta fue ejecutada por orden de su prima Isabel I, reina de Inglaterra). El rey es calificado de hombre campechano, franco, enérgico y espontáneo, que sabe hacer que su interlocutor se sienta cómodo, cualquiera que sea su rango social. Se menciona un pasado reciente: la llegada de las primeras tropas británicas en 1914 y la tumba del soldado desconocido sobre la cual el rey deposita una corona. Guerra e historia se dan cita en Versalles durante el almuerzo de doscientos sesenta cubiertos ofrecido en la Galería de los Espejos, que no había conocido nada igual desde la Conferencia de Paz, casi veinte años antes.
A la vuelta, el rey desea honrar la memoria de los australianos víctimas de la guerra. Puesto que el memorial de Villers-Bretonneux se considera territorio británico, es Jorge VI quien recibe allí al presidente Lebrun. Después de un desfile de cincuenta mil hombres ante Jorge VI, Churchill, invitado especial del gobierno francés, recordará que aquel día de verano de 1938 pensó que el ejército francés era «el valladar de la libertad en Europa». Todos sabemos lo que pasó al cabo de dos años...
Para la multitud el apogeo de esa visita de Estado se sitúa en la última noche, cuando los soberanos aparecen en el balcón de su residencia, en el Quai d’Orsay, al finalizar un banquete. Son aclamados. Pero políticamente en el discurso del monarca en el Elíseo, la primera noche, se puede destacar una frase que evoca la entente cordiale y asegura que «nuestra amistad no está dirigida contra ninguna potencia». Tras ese viaje triunfal, Jorge VI y su familia hacen un crucero a bordo del yate Victoria and Albert en dirección a Escocia, adonde llegan para la tradicional estancia en Balmoral.
Pero Hitler iba a interrumpir las vacaciones europeas, como ya era de temer.
LOS VIAJES, MUY DIFERENTES, DEL DUQUE Y LA DUQUESA DE WINDSOR
Durante la visita de Jorge VI se prescribió a la pareja ducal que permaneciese en el sur de Francia y evitase todo contacto con la familia real durante su estancia. Los Windsor van de un castillo en la Costa Azul a su nueva residencia parisina, que han alquilado en el bulevar Suchet y que han decorado con un lujo desmedido y un ambiente de imitación, como si fuese una residencia real. Una patética reconstrucción de la vida en Buckingham Palace, aunque esa existencia no haya sido nunca la suya. A pesar de que los dos Buick son confortables, el duque considera que sus viajes son agotadores. Pide a la compañía Wagons-Lits que ponga a su disposición un coche cama especial. Éste, el nº 3538, de 1929, es uno de los más suntuosos de la compañía. Construido en Aytré, cerca de La Rochelle, el coche, inicialmente previsto para diez viajeros, había sido ya transformado en un verdadero apartamento con un salón y un cuarto de baño, si bien el resto de las cabinas no se había modificado. Según los deseos de la pareja, ese coche se engancha a los más célebres trenes de noche, especialmente al Calais-Méditerranée-Express, rebautizado Tren Azul a causa del color índigo de los coches metálicos, impuesto por el director de la compañía, que había lucido el uniforme de los cazadores alpinos[26].
Los viajes los conducen sobre todo de París a la Riviera, para mostrarse en público. ¿A quién ven? A amigos fieles, naturalmente, pero otros se han ido cansando de tener que escuchar recriminaciones continuas contra el desprecio o, por lo menos, contra la indiferencia y la desconfianza que la familia real y el gobierno le infligen a la pareja, privada de estatus oficial y de toda función monárquica, hasta de la más simbólica. Eduardo y Wallis, manifiestamente inmaduros, no quieren admitir que su encuentro con Hitler ha consolidado aún más su reputación de provocadores inconscientes, en el momento justo en que se van precisando las amenazas contra Checoslovaquia.
Así, el duque y la duquesa de Windsor son en apariencia unos exiliados ricos que viajan a bordo de su coche cama alquilado a precio de oro, de mayo de 1938 a septiembre de 1939. Un falso tren real, rodando por una vida superficial. Pero la realidad es muy distinta. La existencia dispendiosa de los Windsor, en particular el vestuario a medida de Wallis a la que visten los más famosos modistos, por ejemplo Chanel y Schiaparelli, la compra de antigüedades de un gusto tan variable como sus precios, las nuevas joyas de las cuales la duquesa es ávida, la servidumbre y las recepciones que intentan rivalizar con el estilo de vida de las personas más ricas engullen las rentas asignadas al duque —25.000 libras al año, el equivalente de 100.000 dólares de 1938. Como de costumbre, el duque va justo de dinero. «El duque sacó a subasta, por 10.000 dólares, la totalidad del rebaño de bovinos de su rancho canadiense de High River, en Alberta, según cuenta Charles Higham. Esto tapó algunos agujeros, pero las capacidades financieras de Eugène Rothschild le sirvieron más. Extrañamente, una gran parte de los capitales del duque estaban invertidos en los Lyon’s Corner House, una cadena de restaurantes populares instalados en Inglaterra, y los beneficios que sacaron los Windsor no hicieron sino aumentar con el tiempo»[27].
¿Cuál es la reacción del hermano de Jorge VI tras la Conferencia de Múnich de los días 29 y 30 de septiembre, capitulación de las democracias, pero esperanza de paz entre gran parte de la opinión pública francesa y británica? Manda publicar en el Sunday Dispatch del 2 de octubre una declaración —lo cual le está prohibido— que se puede tildar de «muniquesa»: «Su Alteza Real no ha perdido jamás la esperanza [de una solución a la crisis], habiendo creído siempre en las cualidades del primer ministro, por pequeñas que parecieran las probabilidades de éxito. Su Alteza Real estaba convencida de que la personalidad del señor Chamberlain se impondría y su política de paz saldría airosa». Ahora bien, no sólo esa opinión ingenua y biempensante está muy extendida, sino que Jorge VI, por una vez, está de acuerdo con su hermano. A su regreso de Múnich, el primer ministro es recibido en Buckingham Palace por el rey, que le expresa en persona sus «más calurosas felicitaciones por el éxito de su visita a Múnich; su paciencia y su determinación le valían la gratitud eterna de los pueblos del Imperio»[28]. Cegado como lo estaban las masas que aplaudieron el regreso de los señores Chamberlain y Daladier, Jorge VI se siente confiado. Había que ceder en algunas exigencias consideradas «justas» que formulaba la Alemania nazi y conceder a Hitler la región checoslovaca de los Sudetes. No podía tratarse de un abandono del país, ya que Hitler había recibido a esos señores de chaqué. Señal de que podía vestirse como un gentleman[29]. Churchill ya había comprendido la situación y lanzó una de las fórmulas que contribuirían a edificar su leyenda: «Inglaterra y Francia han aceptado el deshonor para evitar la guerra. Han tenido el deshonor y tendrán la guerra». El 9 de noviembre, la terrorífica y siniestra noche de los cristales rotos demuestra que Hitler no respeta el reglamento de un club, el club de las autoridades que practican el apeasement.
SE LE NIEGA AL DUQUE DE WINDSOR EL DERECHO A CITAR SU CONTRIBUCIÓN AL RECUERDO DE JORGE V
Mientras las buenas voluntades son ridiculizadas y muchos rechazan la sola idea de una guerra contra Alemania, a principios de 1939, el duque de Windsor, testarudo —y ocioso—, le pide a su fiel Monckton —que ha asistido a la boda en Candé— que hable con el primer ministro y le gestione una breve visita a Londres para sacar algunas cosas de Windsor. El primer ministro, como es de suponer, tiene otras cuestiones de que ocuparse que no son precisamente las eternas reclamaciones del ex rey. Pero Arthur Neville Chamberlain, tan recto como su chistera y su corbata en su cuello de pajarita (Mussolini encontraba que tenía el aspecto de un habitante de otro planeta), promete estudiar esta enésima petición. En un momento en que Checoslovaquia ya no es más que un protectorado germánico, la petición del duque de Windsor está especialmente fuera de lugar. A menos que los acontecimientos lo inciten a acercarse a su familia y a su país.
Hay un conjunto de razones que explican esta nueva demanda. Eduardo había propuesto pagar la mitad de la escultura que representaba a su padre Jorge V y que debía erigirse sobre la tumba en el castillo de Windsor. Eso representaba una suma de 4.000 libras. El duque se entera de que no será invitado a la inauguración del monumento. Monta en cólera. Con razón exige que su contribución financiera sea mencionada en la prensa, pero ningún periódico hará alusión a ella. Así, el engranaje de las mezquindades, los rencores y las lecciones de moral no deja de triturar las débiles oportunidades de reconciliación. La reina María no ha perdonado a su hijo. Como represalia, decide no felicitar a la reina viuda por su cumpleaños, el 26 de mayo. El duque castiga a su madre, una actitud pueril, pero se ha perdido una ocasión de poner un bálsamo sobre su orgullo herido.
El 5 de mayo, en Southampton, Jorge VI e Isabel embarcan a bordo del Empress of Australia para un viaje de Estado, el primero a Canadá y Estados Unidos. Para la pareja real es la ocasión de mostrarse en la escena internacional y también de reanudar los lazos con el dominio y con su poderoso vecino americano. Esto podría ser útil. Chamberlain acababa de renunciar a su paciencia obstinada y ha decidido rearmar al reino e instituir el servicio militar obligatorio. Con todo, la visita canadiense también tiene como objetivo, menos conocido, consolidar la unidad de los anglófonos que dicen estar amenazados por los francófonos. Cabe añadir, sin embargo, que los canadienses, en esa época, conocen bien al duque de Windsor —incluso le han querido mucho cuando era príncipe de Gales—, y no les gusta su esposa, pero tienen simpatía por la pareja que ha elegido el amor. Al rey y a la reina no los conocen. Sólo los han visto en las imágenes de la película de la coronación. ¡Ya era hora, pues, de presentarle a la población a los... Windsor «de verdad»!
En Estados Unidos, el presidente Roosevelt, que había conocido a Jorge V y apreciaba su malicioso humor de marinero, tiene curiosidad por conocer a su hijo. Roosevelt dice estar fascinado por la pompa real y por unos personajes que representan siglos de historia. El acontecimiento es importante: Jorge VI es el primer soberano reinante de Inglaterra que visita las antiguas colonias que se rebelaron contra su tatarabuelo Jorge III.
En vista de que su hermano está lejos y sólo cuatro días después de que Jorge VI se haya embarcado para América, el duque de Windsor va al campo de batalla de Verdún y quiere grabar en un estudio de radio un llamamiento a favor de la paz mundial. Teniendo en cuenta el momento elegido para esa iniciativa, es evidente que Eduardo intenta atraer la atención en ausencia del rey. Su mensaje está destinado a la opinión pública americana. La BBC se niega a difundir la intervención ducal, que acaba en un fiasco. Y Jorge VI amonesta a su hermano haciéndole observar que ese llamamiento habría tenido verdadero eco al final del viaje de los soberanos a Canadá. Una manera de recordarle a su hermano mayor que él ya no es el rey. Y por lo tanto en ningún caso su igual.
LOS AMERICANOS Y LOS CANADIENSES CONSIDERAN QUE EL REY Y LA REINA SON «EXTRAORDINARIOS»
¿Era una idea del duque o se la sugirió alguien esperando atraer la atención sobre él? El interesado se explicará mucho más tarde, en 1967, justificando las informaciones diplomáticas de que disponía en la primavera de 1939: «A partir de esas informaciones y de otras fuentes, me convencí de que Europa no podría impedir la guerra. Sólo los americanos tenían la capacidad de detener aquella tendencia fatal. Por eso me dirigí a ellos»[30].
La intervención del duque de Windsor demuestra que le hace sufrir que lo mantengan apartado y que le «desaconsejen» tener ideas, proyectos e intenciones más allá de su vida privada. Eduardo olvida que ha abdicado y sin duda considera que su vida está un poco vacía en momentos tan graves. En resumen, intenta ser útil, con todas las torpezas, provocaciones y errores de juicio de los que es capaz. Su hermano impresiona a los americanos por su visión política. El viaje triunfal de Jorge VI e Isabel a Canadá no puede sino aumentar la amargura de Eduardo. Oír y leer por parte de los canadienses: «Nuestros monarcas son personas absolutamente extraordinarias» ¿hace que se arrepienta de haber abdicado? No: únicamente siente el deseo de ser útil y aparecer como una persona informada y fiable; y sin duda también, unos inevitables celos.
Cuando el rey y la reina desembarcan en Southampton, sus dos hijas, Isabel y Margarita, han ido a recibirlos. El público está entusiasmado. Por la noche, en Buckingham Palace, cuando aparecen en el balcón, más de cincuenta mil personas aclaman a los soberanos, e incluso cantan, después del himno nacional, la cancioncilla, inesperada en este caso, de las universidades: For He’s a Jolly Good Fellow.
A su regreso, Jorge VI y su esposa pueden sentirse aliviados: en menos de tres años la familia real ha conseguido hacer olvidar el escándalo de la abdicación y consolidar su credibilidad.
París, 23 de junio de 1939. El duque de Windsor cumple 45 años. Wallis le organiza una recepción en el refinado restaurante del primer piso de la torre Eiffel. Si consultan el libro de oro del monumento, sabrán que fue inaugurado el 10 de junio de 1889 por el príncipe de Gales, futuro Eduardo VII, abuelo del duque. El ambiente es alegre, la mesa suntuosa y la vista sobre París prodigiosa como siempre. De pronto, los invitados y el personal oyen un grito procedente del segundo piso y un cuerpo humano cae pasando a pocos centímetros de la mesa en la que se encuentran Eduardo y Wallis. Emoción y miedo. La duquesa chilla. ¿Será uno de esos suicidas de la torre Eiffel que, pese a todas las protecciones, pueden tirarse al vacío y caer sobre transeúntes inocentes? La policía examina el cadáver que se ha estrellado en el Campo de Marte. Rápidamente la tesis del suicido es descartada; en efecto, un maître y un cocinero se habían fijado en un hombre encaramado a una pasarela instalada debajo del segundo piso y cuyo acceso está vetado al público. El desconocido había perdido el equilibrio, había intentado agarrarse a una alfarda, pero se había soltado. El hombre no se había lanzado al vacío, sino que había caído. Su identidad intriga: se trata del agregado militar del gobierno checoslovaco en el exilio. Entonces circula una tesis: el pobre hombre quizás ha intentado asesinar al duque de Windsor, que había apoyado a Hitler en sus exigencias a favor de los Sudetes y permitido la desaparición de Checoslovaquia, diluida en el «protectorado de Bohemia y Moravia». ¿Qué hacía aquel hombre allí? ¿Había fracasado por casualidad un atentado contra el duque de Windsor? ¿El hombre había resbalado? No era el primer incidente extraño alrededor del duque, al que la Sûreté ya había avisado de complots más o menos serios.
Después de muchas conjeturas, el asunto del accidentado cumpleaños de Eduardo no se llegó a aclarar, pero sus ecos recordaron las simpatías del ex rey por Hitler. El dictador prepara una sorpresa que habrá de asombrar al mundo bajo el nombre de Pacto germano-soviético, firmado en Moscú el 23 de agosto por Ribbentrop y Molotov, en presencia de Stalin. La alianza del nacionalsocialismo y el comunismo es espeluznante y provoca, entre otras reacciones, el estupor y, entre los antifascistas que se sienten engañados, una cólera impotente. El anuncio de semejante no agresión sólo significa una cosa: la guerra es inminente y la primera víctima será Polonia, dividida y desgarrada desde el siglo XVIII. ¿Quién tendrá el valor de «morir por Danzig»?
¡ES LA GUERRA! LOS WINDSOR SON REPATRIADOS A REINO UNIDO
El 3 de septiembre de 1939, el día en que Francia y Reino Unido declaran la guerra a Alemania, los Windsor están en el cabo de Antibes, en la preciosa villa de La Croë que alquilan desde el año anterior a un magnate de la prensa inglesa. Esta residencia, que data de 1927, se extiende sobre 3.000 metros cuadrados, con un parque de siete hectáreas. En su época de esplendor ¡empleaba hasta treinta y tres criados! El duque hace ondear en ella el estandarte del ducado de Cornualles y se divierte exhibiéndose con el kilt y tocando la gaita. Pero hoy los duques están prácticamente solos, ya que la invasión de Polonia a las 4.45 de la madrugada ha incitado a la mayoría de sus amigos a tomar disposiciones. Las noticias que transmite la radio son confusas. ¿Es realmente la guerra? Sí. La resistencia polaca ha sido barrida, y el duque empieza otra batalla con las indispensables «señoritas del teléfono» para comunicarse con Londres, con Buckingham Palace y con el rey. Pero todas las líneas con Londres están ocupadas. Eduardo debe esperar. Tiene confianza: «En cuanto hayan tomado una decisión, estoy seguro de que tendré noticias de mi hermano».
Mientras tanto, Wallis propone que vayan a relajarse a la piscina. Tan pronto llegan, un criado avisa a Eduardo de que el embajador británico en Francia, sir Ronald Campbell, está al teléfono. Después de la conversación el duque, muy tranquilo, se tira a la piscina. Si bien está seguro de que lo van a reclamar en su país, también teme que la guerra «abra la vía al comunismo mundial». Por una vez su aprensión estará justificada.
Por la tarde, cuando las líneas telefónicas están menos saturadas, Eduardo consigue hablar con Monckton, que le propone enviarle un avión para llevarlo a Gran Bretaña. El duque entonces plantea toda una serie de dificultades protocolarias, exigiendo que su hermano lo invite personalmente (¡cabe pensar que aquella noche terrible Jorge VI tiene otras cosas más urgentes en que pensar!) y que pueda residir en... Windsor (ese castillo que no le gusta). Su amigo Metcalfe está asombrado de esta crisis de orgullo en un momento como aquél. Eduardo debería estar «agradecidísimo» en vez de poner palos en las ruedas. La discusión, surrealista, dura hasta las tres de la mañana. El duque, que desde su abdicación está intentando por todos los medios desempeñar algún papel, no puede desperdiciar una ocasión histórica. La respuesta real llega por fin: ni hablar de instalarse en Windsor, ni hablar de recibir a Wallis. Se le proponen dos destinos, uno en el país de Gales y el otro en París, como agente de enlace de la misión militar. Lo tomas o lo dejas. Si dejan pasar esta oportunidad, los Windsor correrán un gran peligro y no podrán contar con nadie. No hay vacilación posible. Finalmente meten las maletas y los perros en dos coches. El tiempo apremia. La pareja llega a Cherburgo con los Metcalfe. ¿Quién los espera? Gracias a Churchill, que es el nuevo primer lord del Almirantazgo, Louis Mountbatten, el primo del duque que se había abstenido de acudir a Candé, ha cruzado el canal para repatriar a los Windsor. Mountbatten es el capitán de navío más joven de la Royal Navy y manda el destructor HMS Kelly. Por fin, después de dos años y medio de ostracismo, el ex rey regresará a su país.
Pero en Portsmouth —el puerto donde embarcó camino del exilio— el duque se lleva una desilusión. Todo está oscuro por el toque de queda. Aunque Eduardo pasa revista a una guardia de honor británica y tocan el God save the King, lo hacen en una versión corta, como para un simple miembro de la familia real. Justamente ningún miembro de dicha familia ha venido a recibirlo, y a él y a su mujer no los espera ningún coche oficial. ¡Ya empiezan las mezquindades! Además los tres perros están retenidos en la perrera de la aduana. ¡Otro incordio! Un regreso sin gloria, triste, pero regreso al fin. ¿Qué podía esperar el antiguo monarca? Gracias a Churchill pasan la noche en el Almirantazgo. Las miradas dirigidas a esos dos aparecidos son de una cortesía glacial y suspicaz. Al día siguiente los Metcalfe alojan a los Windsor en su casa de Londres, en el número 16 de Wilton Place. Toman sándwiches y té y Wallis se lava el pelo. Lúcida, su mujer dirá al hablar de Eduardo: «Jamás habrá un sitio para él en este país y no sé por qué ha vuelto». Y ella sabe que la reina no la recibirá jamás.
Al cabo de unos días, Jorge VI concede por fin una audiencia a su hermano, el 14 de septiembre. Naturalmente esto no incluye a la duquesa.
¿QUÉ FUNCIÓN SE LE PUEDE ATRIBUIR AL INCÓMODO Y SUSCEPTIBLE DUQUE DE WINDSOR?
No se habían vuelto a ver desde la abdicación. Para el rey el dilema es el siguiente: si su hermano permanece en territorio británico, será llamativo, incómodo, inútil y quizás atraiga a algún agente enemigo. Y si a su cuñada Wallis se le ocurriese, por ejemplo, ir a Escocia, ¡habría un motín! Y si Alemania lograse invadir el país, Eduardo haría valer su calidad de primogénito y reivindicaría el trono con el apoyo de Hitler, que ya ha previsto esa mascarada de un soberano fantoche. Por lo tanto, el duque de Windsor debe salir lo más pronto posible, pero con un cargo oficial, compatible con su situación y con la guerra. Hay que tenerlo ocupado, pero también controlado. Jorge VI está agobiado por tener que ocuparse de su insoportable hermano. Se inician conversaciones con el Estado Mayor francés, no precisamente entusiasmado con la idea de enrolar, a título honorífico, a un simpatizante notorio del nazismo para inspeccionar las líneas republicanas. Pero el generalísimo Gamelin da su aprobación, para gran alivio de las autoridades británicas. ¡Un anexo imprevisible a la entente cordiale! Eduardo tiene el grado de mayor general, honorífico y sin sueldo, según el uso observado por los miembros de la familia real en el ejército. Debe actuar como oficial de enlace del Estado Mayor imperial con el alto mando del ejército francés. Pero como Londres teme que el duque, sobre todo si se ha tomado un par de copas, se vaya de la lengua, no estará en contacto con las tropas y no tendrá acceso a ninguna cuestión «sensible». Cabe recordar que el duque y la duquesa siempre han animado sus cenas contando toda clase de chismes. Y Eduardo era incapaz de guardarse informaciones confidenciales. Wallis lo acosaba «para saberlo todo». Por lo tanto estarán vigilados. Los dos. ¿El duque se deja engañar por esta puesta en escena? Tal vez, pero lo esencial para él es que está destinado en París, una ciudad llena de placeres y que él conoce muy bien... Antes de partir, ve a Churchill, que confía en que Su Alteza Real cumplirá con su deber «como cada uno de nosotros», y a Chamberlain, que aún es primer ministro y que está de acuerdo con el rey sobre la necesidad urgente de desembarazarse del duque.
El mar está malo cuando el modesto torpedero Express arriba a Cherburgo a finales de septiembre. El duque está acompañado por Metcalfe, que ha sido ascendido a caballerizo, y por un capitán intérprete. La duquesa, evidentemente, no tiene ninguna dama de honor. París se apresta a proteger sus tesoros; van a desmontar los vitrales de Notre Dame, a camuflar las estatuas, y ya han enrollado cuadros y los han enviado a provincias.
¿Volver a abrir la casa del bulevar Suchet? Demasiado complicado. Los Windsor se instalan en el Trianon Palace, en Versalles, un sitio muy conveniente. Eduardo, el general duque, se ha presentado en la misión militar, que se halla en Nogent-sur-Marne, y ha recibido órdenes. Evaluará las fuerzas de las líneas francesas y también sus debilidades. No hace falta decir que esta misión ya ha sido confiada a verdaderos especialistas. «Por lo demás —recuerda François Kersaudy—, el enlace entre los Estados Mayores francés y británico es a su vez totalmente simbólico, lo cual explica en parte el desastre de mayo de 1940»[31].
Wallis no quiere permanecer inactiva. Ofrece sus servicios a diversos organismos británicos «en los que no es bienvenida», mientras que sus homólogos franceses, «educados y encantadores», sí la aceptan. En el Colis de Trianon, la duquesa embala paquetes de jerséis, calcetines, guantes y jaboncillos para enviarlos a los soldados. Luego va al servicio de ambulancias de la Cruz Roja, realiza entregas en los hospitales e incluso regala una ambulancia[32]. Transmitidas a Londres, estas informaciones sobre la duquesa son consideradas sin interés.
A los tres días los Windsor cometen su primer error. No son de los que rechazan una cena en el Ritz. El problema es que allí se encuentran con sus anfitriones de Candé, los Bedaux, a los que no han visto desde hace dos años cuando el viaje a América se fue al traste. Charles está restablecido y parece muy activo; viaja a todas partes y está muy comprometido a favor de Alemania. Y además no lo oculta. El duque le cuenta, sin duda con orgullo, su misión en Francia. Esta noticia interesa mucho a Charles Bedaux, al acecho de cualquier información. Eduardo sin duda exagera y adorna lo que le han pedido que haga. Al fin y al cabo, ¡lo han llamado! Aunque ignoramos los detalles de la conversación —la cena se sirve en un salón privado—, más tarde se sabrá que los dos hombres hablaron de los estragos causados por la guerra, de la necesidad de una paz rápida con Inglaterra y Francia para oponer resistencia a la propagación del comunismo y, de forma más general, de las ventajas del pacifismo... Y, sin cortarse un pelo, Charles Bedaux anuncia que al día siguiente parte para Berlín.
EL DUQUE DE WINDSOR MANDA ENTREGAR SECRETOS MILITARES A HITLER
Durante la drôle de guerre, el duque comete algunos graves errores protocolarios llevando, por distracción, zapatos de ante con el uniforme (¡la falta de costumbre, sin duda!), saludando en lugar de su hermano al duque de Gloucester que acude a inspeccionar oficialmente las tropas inglesas y tratando de salirse de su papel, que le parece demasiado modesto y alejado. A pesar de la prohibición del rey, decide ir al frente norte, creando una situación embarazosa para los franceses, que no se atreven a negarse a llevarlo. Estos incumplimientos empiezan a irritar a Londres, y el campo de acción del general duque se ve cada vez más reducido. Pero ¡ay!, todavía hace algo peor, aunque los detalles no se sabrán hasta más tarde: con ocasión de una nueva cena en el Ritz, el 6 de noviembre, Eduardo le entrega una carta a su amigo Bedaux. La carta, «doblada en dos, vuelta a doblar formando una banda estrecha de unos quince centímetros de largo por cinco de ancho, fue ocultada sobre la propia persona de Bedaux, tal vez en el dobladillo de su abrigo, o deslizada en el interior de la cinta de cuero de su sombrero»[33]. Dicha carta —que existe— lleva fecha del 4 de noviembre. Contiene una advertencia relativa a informaciones reveladas por Eduardo acerca de su visita al frente norte y que Bedaux recogió con detalle. Este «amigo» será el encargado de transmitirlas oralmente, con precisión, a la persona con la que se reunirá. Al día siguiente, en tren, Bedaux viaja a Bruselas y luego a Colonia, donde pasa la noche, y a la mañana siguiente un avión de la Luftwaffe lo lleva a Berlín. El correo será entregado a su destinatario, que acaba de escapar de un atentado en una cervecería de Múnich, Adolf Hitler. La carta está escrita con una letra muy fina inclinada hacia la derecha, facilísima de reconocer. Está en alemán. Lleva la firma E. P., Eduardo Príncipe. Era un código.
El ex rey de Inglaterra, el duque de Windsor, es un traidor.